«Et habitavit in nobis» (Jn 1, 14)
(Catecismo
Iglesia Católica 456–460)
La gran noticia que
te saca del “modo supervivencia”
Esto no es un dato:
es un “Dios se ha
metido en tu vida”.
La Encarnación no es una pieza decorativa del
Credo ni un tema “para una época del año”: es Dios dando un paso hacia ti. Y lo
más desconcertante es que lo hace sin esperar a que tú tengas la vida ordenada,
el carácter pulido y el corazón impecable (o sea, sin esperar a que seas una
versión idealizada de ti mismo). Dios entra en nuestra historia como se entra
en una casa donde vive gente real: con barro en el suelo, con platos pendientes
y con conversaciones que todavía duelen. Y, si lo piensas bien, eso es un
alivio: si Dios no se asusta de tu realidad, tú puedes dejar de vivir
escondiéndote de tu propia realidad.
Tres preguntas
sencillas lo iluminan todo:
por qué, para qué y
cómo.
Para entender este misterio sin enredarte, basta
con una ruta muy humana: por qué se hizo hombre (qué estaba pasando en el
corazón del mundo), para qué se hizo hombre (qué venía a hacer), y cómo se hizo
hombre (de qué manera lo hizo). Son preguntas simples, pero abren puertas
grandes, porque no te dejan quedarte en “qué bonito” y te obligan a aterrizarlo
en tu vida.
La frase clave es cortita… y te incluye:
“por nosotros”.
La Iglesia lo confiesa así: Cristo se encarnó “por nosotros los hombres
y por nuestra salvación”. Traducido a vida real: Dios no vino a curiosear;
vino por nosotros. Esto corta una sospecha silenciosa que muchos
llevamos dentro: “sí, Dios existirá… pero conmigo irá a lo suyo”. La
Encarnación dice lo contrario: Dios te mira, te busca y te incluye. No eres un
extra en la historia.
Donde había abismo,
Dios puso un puente.
Cuando el corazón se endurece, la vida se vuelve triste de formas
creativas: poder sin misericordia, placer sin verdad, violencia normalizada,
familias rotas, personas que ya ni saben descansar sin escaparse… Y en lugar de
responder con un portazo o con un “reinicio”, Dios responde acercándose. Aquí
encaja una imagen preciosa: el arcoíris como signo de promesa y misericordia;
Cristo como el arcoíris definitivo, el puente vivo entre dos orillas que
parecían imposibles de unir: la orilla de Dios y la del pecador. Cuando tú
sientes que hay un abismo entre lo que sueñas y lo que eres, Dios no te grita
desde lejos “¡salta más fuerte!”. Dios pone el puente… y te dice: “Ven. Cruza
conmigo”.
Jesús no vino solo a darte ideas
bonitas:
vino a rescatarte.
Aquí el mensaje es claro: el Verbo se hizo carne para salvarnos
reconciliándonos con Dios. Esto es importantísimo porque hoy es fácil
presentar a Jesús como “un gran modelo humano” (que lo es) y quedarse ahí. Pero
si nos quedamos ahí, falta lo principal. Cristo no es solo inspiración: es salvación.
Y salvación significa que hay una herida que tú no curas solo a base de fuerza
de voluntad. A veces quieres hacer el bien y te vence lo de siempre; quieres
perdonar y no te sale; quieres ser fiel y te dispersas. Eso no se arregla con
una frase motivadora. Se arregla con un Salvador.
Dicho en cristiano de andar por casa:
Una deuda que no había manera de pagar.
Piénsalo con esta comparación: una deuda imposible. Te has metido en un lío
tan grande que dices: “No llego, no puedo, no tengo con qué”. Pues ahí entra
Cristo. Y conviene decirlo sin azúcar: la misericordia no es “pobrecito”. La
misericordia es amor que actúa, amor que se arremanga, amor que entra en
tu historia y hace lo que tú no podías hacer. Por eso se dice que Cristo es
“propiciación”: dicho sencillo, se pone en medio, abre paso, carga con lo que
nos separaba y nos devuelve la paz con Dios.
La radiografía del alma herida no te
humilla:
te explica.
Se describe al ser humano como enfermo, desgarrado, muerto por dentro;
perdido, en tinieblas, cautivo, prisionero, esclavo… y luego llega el giro:
sanado, restablecido, resucitado, iluminado, liberado. ¿Te suena exagerado? A
veces basta con mirar las cadenas que no se ven en fotos para reconocerlo. Y lo
impresionante es esto: Dios no viene a señalar con el dedo; viene a darle la
vuelta al drama.
Si no te conmueve el rescate,
la fe se te vuelve rutina.
Aquí hay una lección muy práctica: cuando se pierde el asombro, agradecer
se vuelve pesado, la oración se enfría y todo “da pereza”. Pero cuando uno cae
en la cuenta de lo que significa haber sido salvado, la gratitud sale sola. No
por obligación, sino porque algo dentro dice: “¿Cómo no voy a dar gracias, si
me han sacado de donde yo no podía salir?”.
Dios quería que supieras cómo te ama…
viéndolo.
Hay gente que cree que Dios existe, pero vive como si Dios no le quisiera.
Y esa diferencia lo cambia todo: el carácter, la esperanza, la manera de mirar.
Por eso Dios no se limita a decir “te amo” desde lejos: lo dice con hechos. La
Encarnación es el “te quiero” de Dios con cuerpo, rostro y cercanía.
Jesús no es el que te arregla y desaparece:
Es el que se queda.
Imagínate que
llamas a un mecánico, te arregla el coche y se va, y tú sigues la carretera
solo. Pues aquí pasa lo contrario: Dios envía a su Hijo para que vivamos por
medio de Él. Es decir, Cristo quiere meterse en lo cotidiano: en tu
trabajo, tu familia, tus conversaciones, tus cansancios, tus decisiones
pequeñas… incluso en lo que escondes por vergüenza. Vivir por medio de Él no es
añadir una “cosita espiritual” a la agenda: es cambiar el centro.
La gracia hace dos cosas a la vez:
Te cura y te levanta.
Dios no solo perdona: cura y eleva. No es “te perdono, pero
tú allí y yo aquí”. Es “te perdono y te traigo cerca”. Para entenderlo sin
complicaciones: no solo te saca del agua; te seca, te arropa, te sienta a la
mesa y te dice: “Eres de casa”.
Dios se hizo visible para que la
santidad
no fuera un sueño imposible.
Como Dios se ha hecho hombre, la santidad deja de ser una idea borrosa y se
vuelve un camino concreto: puedes mirar a Cristo, escucharlo, seguirlo. Y eso
es liberador, porque a veces “ser santo” nos suena a ser perfecto, raro y
agotador. Aquí no va de máscara ni de pose piadosa: va de aprender su
estilo—mansedumbre, humildad, misericordia, verdad, fidelidad—en lo real de
cada día.
No se trata de huir de la vida:
Se trata de vivirla con el estilo de
Jesús.
En algunas espiritualidades se intenta “salir” de lo material para tocar lo
divino, como si la vida cotidiana estorbara. Aquí ocurre al revés: Dios entra
en la carne. Por eso lo cristiano es tan realista: tu agenda, tu mesa, tus
relaciones, tus cruces… no son estorbos para Dios. Pueden ser el taller donde
Dios te forma. Y sí: la santidad suele parecerse menos a una hazaña heroica y
más a una fidelidad humilde. Hoy hago el bien aunque no me apetezca, hoy
perdono un poco, hoy vuelvo a empezar sin hacer un drama (que a veces nos
encanta el drama, pero no siempre ayuda).
La meta no es solo estar perdonado:
Es vivir como hijo.
Aquí está la cima: el Verbo se hizo carne para hacernos partícipes de la
vida divina. Dicho claro: Dios no solo cancela una culpa; cambia la
condición. Seguimos siendo criaturas, sí, pero recibimos una filiación real:
hijos en el Hijo. Es la diferencia entre “me han librado de un castigo” y “me
han dado una casa”.
Él toma lo nuestro…
para darnos lo suyo.
Dios asume nuestra humanidad para comunicarnos su vida. Unir Dios y pecador
suena tan imposible como juntar fuego y agua… y, sin embargo, eso es lo que
sucede en Cristo. No para que nos creamos mejores, sino para que vivamos con
una esperanza seria: Dios no solo te salva “de algo”; te salva “para algo”.
Para la comunión, para la vida nueva, para una alegría con fundamento.
No es solo indulto: es adopción…
y aprender a vivir como hijo.
Imagina a alguien condenado sin salida y, de repente, llega un indulto
inesperado. Ya sería inmenso. Pues aquí hay más: no solo te indultan; te
adoptan. Y no solo te adoptan; te enseñan a vivir como hijo, te acompañan,
te forman. Por eso la Encarnación no es un episodio sentimental: es un proyecto
completo de Dios. Rescate, amor visible, camino concreto y comunión final. Y
uno aprende a vivir como hijo dentro de la Iglesia Católica, y en concreto
viviendo en una parroquia que está urgida a ser Comunidad de comunidades
cristianas.
Para que esto te sirva hoy
Si lo dejas en “qué bonito”, no te
sostiene;
si lo bajas a tu vida, te cambia.
La vida cristiana suele torcerse por dos extremos: o moralismo (muchas
normas y poca misericordia que salva), o “buenismo” difuso (mucho “Dios te
quiere” y poca vida transformada). Aquí va todo junto: gracia y virtud, abrazo
y combate. Sobriedad, orden, generosidad, sacrificio… sí, porque el mundo nos
dispersa. Pero todo sostenido por el centro: Cristo que rescata y se queda, que
cura y eleva, que adopta y educa.
La pregunta final no es “¿lo entiendo
todo?”,
sino “¿me dejo alcanzar?”.
Este misterio no se domina; se recibe. Y cuando se recibe, pasan cosas:
baja el miedo, se afloja la dureza, nace la gratitud y aparece una alegría
serena. No la alegría de “todo perfecto”, sino la alegría de saber: no estoy
solo, no estoy perdido, no soy un error; soy alguien por quien Dios ha puesto
un puente.
Dios no vino a gritarte desde su orilla:
vino a cruzar el puente contigo.


No hay comentarios:
Publicar un comentario