domingo, 27 de febrero de 2022

Ucrania en guerra, atacada por Rusia




 

Homilía del Domingo VIII del Tiempo Ordinario, ciclo C

 VIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo c

27 de febrero de 2022

 

            El libro del Eclesiástico comienza diciéndonos: «Cuando se agita la criba, quedan los desechos; así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos» [Ecl 27, 4-7]. ¿Entonces el Señor nos dice que estamos mucho más guapos callados, que seamos extremadamente reservados e incluso herméticos? No, el Señor no nos dice eso. El Señor quiere que las personas hablemos, nos comuniquemos, que busquemos siempre el consenso, que el diálogo sea una constante. Entonces ¿de qué nos está hablando el Señor?

            Os voy a poner algún ejemplo: Hace ya algún tiempo, en una diócesis española, un obispo consideró apropiado cambiar de destino pastoral a un sacerdote, el cual había estado allí cerca de treinta años. El cura no se quería ir porque allí tenía la casa parroquial arreglada, tenía a su grupo de amigos para jugar la partida e ir de rondas al bar del pueblo,… en una palabra, se había acomodado. El cura manifestó su clara oposición al obispo, llegando a hacer una campaña de recogida de firmas para que el cura no se moviese de ese pueblo. Los medios de comunicación le prestaron atención, llegando a salir en las redes sociales y en la prensa escrita. De tal modo que el obispo pasó a ser para toda aquella gente de ese pueblo una personificación del demonio. Este cura se mostraba como víctima de un trato injusto y vejatorio por parte de su obispo. El obispo hablando con ese sacerdote, le manifestó que le necesitaban en otro cargo pastoral y que no era fruto de la arbitrariedad de la autoridad, sino de la necesidad. Y el cura ‘erre que erre’ no se movió del pueblo.

Dice la Palabra: «Cuando la persona habla, se descubren sus defectos» y Cristo en el Evangelio nos dice: «Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?» [Lc 6, 39-45]. ¿Qué principios espirituales, qué experiencia del amor de Dios ha tenido, qué ha descubierto en su relación personal con el Señor… ha descubierto para comportarse ese cura de este modo? ¿Cómo va a hablar de obediencia, de respeto, de aceptar la voluntad de Dios, de la misericordia divina y del perdón si ante su forma de actuar ante la diócesis y ante el pueblo ha perdido ese cura toda autoridad moral? ¿Un ciego puede guiar a otro ciego?

            Y el ejemplo del cura es aplicable a los padres y madres de familia, a los trabajadores y desempleados, a las monjas, e incluso a los monjes, o sea que aquí no se libra nadie. Cada cual sabe por dónde le aprieta el zapato. Y esto ¿por qué nos sucede? ¿Por qué cuando hay algo que nos genera una violencia interna, algo que nos molesta, algo que me incomoda o me perjudica salen de mí todos los demonios juntos? La respuesta la tenemos en la segunda de las lecturas: «El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley» [Cor 15, 54-58].

El pecado nos genera ceguera espiritual, el alma se relaja y empezamos a aceptar como bueno y normal lo es dañino y nos hace mal. Todo esto es porque nosotros nos hemos creído al demonio que ‘Dios no te quiere’, que ‘Dios no te conoce’; y como no te quiere ni te conoce te manda a otra parroquia, te pone delante de ti unos defectos de tu mujer o de tu marido que ‘te sacan de tus casillas’ y tú no vas a tolerar que te pisen; no vas a tolerar que te humillen y te revelas y ante la violencia que recibes respondes con más violencia. Y ante esto yo hago una pregunta: ¿Conocéis a uno que cuando le insultaban no devolvía el insulto? ¿a uno que decía que bendigamos a los que nos maldicen y que oremos por los que nos calumnian? Y ¿Por qué no le hacemos caso al Señor? Porque nos falta fe y no llegamos a creernos que Cristo ha roto las ataduras del pecado al morir y resucitar. De tal modo que, si me apoyo en Cristo, si mi amor es Cristo, si dejo que Cristo tome el timón de mi vida y me influya su Espíritu Santo en mí de una manera plena… empezaré a amar ‘en la dimensión de la cruz’. De tal modo que el otro, a pesar de que me haga las mayores atrocidades y sea despiadado conmigo, eso ya no me mata, no me quita la paz porque el Señor me hace ver que esa persona que está atacándome no es libre, no es feliz, es un desdichado, es pasto de las llamas del infierno, es alguien que no ha descubierto el amor de Dios en él. De tal modo que no es él el que me ataca, sino su pecado que le ha cegado. Porque, como nos dice San Pablo: «Porque nuestra lucha no es contra los hombres de carne y hueso, sino contra los principados, contras las potestades, contra las dominaciones de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire» [Ef 6, 10-13].