Homilía del Cuarto Domingo de Adviento, Ciclo A
Mt 1, 18- 24 «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer»
Un árbol genealógico…
y una bomba teológica
Si hoy alguien te
dijera: “Para presentarte a mi mejor amigo, primero te voy a leer su
genealogía”, quizá pensarías: “Gracias, pero tengo prisa”. Pues
Mateo arranca su Evangelio así: con una lista de nombres (cfr. Mt 1,1ss). Sí, Mateo
empieza sin fuegos artificiales, pero con algo mucho más serio… y mucho más
profundo.
En esa genealogía
se repite como un estribillo: “X engendró a Y”. Y aquí conviene recordar un
detalle cultural: en el mundo antiguo —y de manera muy marcada en ciertos
ambientes— se entendía la generación de la vida de un modo desigual, como si el
varón “aportara todo” y la mujer “solo” gestara y diera a luz. Hoy nos suena
fatal (y con razón), pero sirve para captar el golpe de efecto que Mateo va a
dar.
Porque cuando
llegamos al tramo final, esperas que diga: “José engendró a Jesús”. Y, sin
embargo, Mateo corta la cadena: José aparece como “el esposo de María”,
y Jesús es presentado como nacido “de María” (cfr. Mt 1,16). Dicho con
sencillez: Mateo está anunciando que aquí sucede algo nuevo, una especie
de “giro de guion” que no es literario, sino teológico.
Cuando oímos
hablar del anuncio del nacimiento de Jesús, casi de inmediato se nos viene a la
mente la anunciación a María, aquella visita del arcángel Gabriel. Sin embargo,
hoy el Evangelio no nos presenta ese episodio, sino el anuncio a José, tal como
lo narra el evangelista Mateo.
Los Evangelios no son crónica:
son teología para la vida.
Al escuchar y leer
estos dos relatos, es normal que nos nazcan preguntas: querríamos más datos,
más “cómo fue exactamente”, más detalles de lo ocurrido. Y, para saciar esa
curiosidad —tan humana y en parte legítima—, a veces caemos en la tentación de
“fusionar” las dos narraciones, como si fueran dos reportajes periodísticos
donde uno completa lo que al otro le falta. Pero ahí cometeríamos un error
serio: los evangelistas no redactan páginas de crónica, sino páginas de
teología.
Su objetivo no es
darnos información minuciosa sobre el desarrollo de los hechos —eso, en
realidad, nunca lo sabremos del todo—, sino revelarnos quién es Jesús,
el hijo de María, esposa de José. Y esto no es un detalle piadoso: de
nuestra vida depende saber quién es este Jesús de Nazaret, qué propuesta de
humanidad nos trae y qué sentido cobra la vida de quien decide seguir su camino.
Para entender a Jesús,
hay que escuchar las esperanzas de Israel.
Para captar el
mensaje que Mateo quiere comunicarnos en el pasaje de hoy, necesitamos tener
presentes las expectativas del pueblo de Israel.
Casi diez siglos
antes de Cristo, el profeta Natán había prometido a David —ya anciano— que su
dinastía duraría para siempre, y le había anunciado que el Señor confiaría a un
descendiente suyo un reino universal y eterno, que no se apagaría jamás (cfr. 2
Sm 7, 12-16; 1 Cr 17, 11-14). Y, a lo largo de los siglos, los profetas
mantuvieron viva esa espera: en los momentos más oscuros de su historia, Israel
no dejó de sostener la esperanza de que un día el Señor enviaría un Mesías
capaz de transformar radicalmente la historia de su pueblo y del mundo.
Dios sorprende:
Jesús no encaja en nuestras etiquetas.
En tiempos de
Jesús esa espera era intensísima, también porque la situación no iba bien. Pero
los distintos grupos —las distintas “escuelas”, como se decía entonces—
imaginaban al Mesías de formas muy diversas. Los saduceos, por ejemplo,
sacerdotes del templo y gente acomodada, esperaban a un sacerdote que celebrara
el culto del Templo a la perfección y lo renovara. Los fariseos, bien
conocidos por todos, afirmaban que sería un observante riguroso de la Torá:
distinguiría con claridad a los buenos de los malos, a los que acogen la ley de
Dios y a los que la rechazan, y —cómo no— haría “limpieza”. Los esenios,
con una sensibilidad cercana a la del Bautista, decían que el Mesías haría
desaparecer a los malvados, los hijos de las tinieblas, y guiaría a los hijos
de la luz. Y estaban los zelotas, que soñaban con liberar la nación del
poder romano: para ellos el Mesías sería un guerrero, como David. Ese era el
Mesías que esperaban.
Pues bien, todos
ellos quedarán desconcertados —también el Bautista—, porque Jesús no
corresponderá a ninguno de esos modelos. Será la sorpresa de Dios. Rechazará la
violencia, no cultivará ambiciones políticas, no será el justiciero anunciado
por los fariseos ni el sacerdote del culto que imaginaban los saduceos; es más:
purificará el templo. No será esa la religiosidad, ni ese el tipo de relación,
que Dios quiere con su pueblo.
Mateo narra el inicio
con los ojos de toda la Pascua.
Mateo, el autor de
este Evangelio —atribuido a aquel apóstol—, siguió a Jesús de Nazaret durante
tres años de vida pública. Y cuando escribe, conoce ya todo lo que ha sucedido,
toda la revelación que Jesús ha traído al mundo: sabe lo que enseñó, conoce su
propuesta de humanidad, su vida; sabe que, a los ojos del mundo, “acabó mal”,
pero también ha vivido la experiencia de la Pascua. Por eso, cuando nos cuenta
el anuncio a José, lo hace teniendo presente toda la historia de Jesús.
«La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su
madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella
esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en
privado».
Dos etapas, una alianza:
así se entendía el matrimonio.
En tiempos de
Jesús, el matrimonio se celebraba en dos etapas. La primera, קידושין (kidushím)
o אירוסין (erusín), consistía en el intercambio formal de los
consentimientos: un contrato que se acordaba entre los dos esposos delante de
los padres y de dos testigos. Allí se fijaba también la dote, llamada מוהר (móhar),
y esa negociación podía prolongarse incluso varios días.
Al terminar, los
esposos iban bajo la tienda, la חופה (jupá), y allí se firmaba el
contrato matrimonial, la conocida כתובה (ketuvá). Concluido todo, el
hombre tomaba el טלית (talít), el manto de oración, lo colocaba sobre la
cabeza de la esposa y decía: «Ahora tú eres mi mujer». Y ella respondía:
«Y tú eres mi marido». Desde ese momento eran verdaderamente marido y
mujer, pero no se iban a vivir juntos de inmediato.
Un año de espera para crecer y
para cuidar la paz.
Normalmente se
dejaba pasar un año. ¿Por qué? Primero, porque eran muy jóvenes: La muchacha
solía casarse hacia los 13 años y el chico con 16 o 17; era conveniente que
maduraran un poco más. Y, además, ese tiempo permitía que las dos familias se
conocieran mejor. Si no se entendían, los problemas acabarían repercutiendo en
la pareja; y si eran graves, era preferible que se separaran antes de que
hubiera hijos de por medio.
Pasado ese año de
espera, se organizaba una gran fiesta llamada נישואין (nisuin): La
esposa era trasladada a la casa del esposo y comenzaban la vida en común. Es
precisamente en ese intervalo cuando María quedó encinta por obra del Espíritu
Santo.
El Espíritu no es “lo masculino”:
es la fuerza creadora de Dios.
En este relato, el
Espíritu no representa un elemento masculino. De hecho, en hebreo רוּחַ (rúaj)
es femenino, y πνεῦμα (pneûma) en griego es neutro: No hay nada
“masculino” aquí. Se trata de la fuerza divina creadora: El soplo de Dios que
da vida, la potencia creadora que inaugura y sostiene la creación.
En
el mundo semítico, “progenitor” era sobre todo el padre.
No
es desprecio de la madre: es el marco cultural de la época.
Y entonces podemos
preguntarnos: ¿por qué tanto Lucas como Mateo subrayan que el origen de Jesús
no ocurrió por intervención de un padre humano? Para comprenderlo hay que tener
en cuenta la cultura semítica de la época. En hebreo no existe, en sentido bíblico,
un término equivalente a “progenitores” como si fueran dos al mismo nivel: el
“progenitor” era uno solo, el padre.
La madre era vista
como una especie de incubadora: llevaba en su seno al hijo del marido,
pero se pensaba que no aportaba nada propio; el hijo era del padre.
Incluso en los Evangelios asoma esa mentalidad cuando se dice, por ejemplo, “la
madre de los hijos de Zebedeo”: los hijos son “de Zebedeo”, y ella
es presentada como la madre de esos hijos.
La
paternidad: reconocer al hijo por su modo de vivir.
Más
que rasgos: valores y estilo del padre.
Hay otro matiz
decisivo: en el mundo semítico, decir “hijo de” no significa solo “engendrado
por”, sino “semejante a”. Este es el sentido profundo de la
paternidad: el hijo era reconocido por el padre cuando se le parecía, no
tanto en rasgos físicos, sino en aquello más hondo—los valores, la visión de
la vida, la forma de comprender el mundo que el padre le había transmitido.
Pues bien, la decisión divina de recurrir a un acto creador para hacer germinar
en el seno de María al Hijo de Dios tiene precisamente este significado: el
Señor quiso dar un signo para subrayar que Jesús de Nazaret sería su imagen
perfecta; al verlo a Él, veríamos el rostro del Padre del cielo. Por eso
quiso señalar, también de este modo, que Jesús tenía como Padre—Aquel a quien
se asemeja plenamente—solo al del cielo.
José no sospecha:
discierne dónde colocarse ante el misterio.
Y aquí entra en
escena el padre terreno: José, esposo de María. Conviene borrar, de entrada,
la imagen de un José triste, angustiado, sospechando una infidelidad al
descubrir el embarazo. En el relato de Mateo no hay absolutamente nada que
obligue a pensar eso. Si se quiere formular alguna hipótesis, lo más lógico es
pensar que José supo desde el principio que el niño que María llevaba en su
seno había sido concebido por obra de una fuerza creadora divina.
Cuando
no se entiende todo, se elige la discreción.
Hacerse
a un lado sin ruido: el camino de José.
Sin embargo, José
todavía no sabe qué está llamado a hacer con su esposa y con el niño engendrado
en ella por Dios. Quiere comprender cuál es su lugar, qué quiere Dios de él.
Y el Evangelio
dice que José es un “justo”. ¿Qué significa este adjetivo en la Biblia?
Significa que es una persona coherente con su fe: un observante de la
ley de Dios. La Torà es para él el punto de referencia en cada decisión, como
lo es para todo israelita piadoso.
Ahora bien, José
sabe que la Torà establece que él debería declarar públicamente que el hijo no
es suyo. Sin embargo, dice el texto, no quería exponerla públicamente. Aquí es
importante entender bien la expresión: no se trata simplemente de “acusar”, sino
de “exponerla al espectáculo público”.
En griego queda
recogido así: «καὶ μὴ θέλων αὐτὴν δειγματίσαι»; que traducido es:
“no queriendo /no estando dispuesto a exhibirla públicamente (con la
idea de humillarla)”. Δειγματίζω (deigmátizō), en griego, indica
precisamente eso: ‘exponer públicamente, poner en evidencia delante de todos,
con la idea de humillar y convertir en escarmiento/ejemplo, convirtiéndolo en
un escándalo’. Por lo tanto, la traducción que se nos ofrece «y no quería difamarla», no se ajusta a su
original.
«(…) decidió repudiarla en privado». Y
entonces aparece otro punto clave. El texto suele traducirse como si José
hubiera decidido “repudiarla”, pero el verbo que se emplea en griego es ἀπολύω (apolúo),
el cual no significa ‘repudiar’, sino ‘poner en libertad,
soltar, dejar libre’.
¿Qué decide, entonces, José? Tras reflexionar, viene a decir: «No quiero hacer ruido, no quiero montar un clamoreo/alboroto; dejo libre a mi esposa, porque no sé cómo situarme a su lado. No sé qué quiere Dios de mí». No quiere que se arme alboroto en torno a ese hecho; simplemente decide hacerse a un lado, sin estruendo. Como hombre, tampoco estaba obligado a dar explicaciones: podría parecer que había cambiado de idea, y ya está. Él no ve otra salida que retirarse sin escándalo, porque todavía no comprende cuál será su lugar. Hablarlo públicamente sería imposible: nadie habría entendido el misterio de lo que había sucedido en María.
Dios guía con imágenes bíblicas:
“ángel” y “sueño”.
Y en esta
situación, ¿cómo le revela Dios a José la vocación a la que ha sido llamado?
«Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció
en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger
a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.
Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de los pecados».
“Ángel
del Señor”: una forma bíblica de decir “Dios”.
Dos
imágenes para una certeza: el Señor habla a José.
Cuando
Mateo dice “ángel”, está diciendo “presencia de Dios”.
Para introducir la
revelación de Dios a José, el evangelista Mateo utiliza dos imágenes
profundamente bíblicas: el «ángel del Señor»
y el “sueño”. Y aquí conviene limpiar nuestra imaginación: nosotros solemos
representar a esos mensajeros con alas, sin sandalias (porque vuelan) y con un
aire dulzón de estampa. Puede ser entrañable, sí, pero en la Biblia “ángel
del Señor” es, ante todo, una forma literaria para decir que el Señor
mismo ha intervenido: para comunicar su voluntad o para actuar en favor de
los hombres.
José
discierne y Dios le da luz.
“Ángel
del Señor”: certeza interior de la voluntad de Dios.
De
la duda a la claridad: José comprende su camino.
En nuestro texto
significa esto: José, que está discerniendo qué decisión tomar, pidiendo luz y
queriendo cumplir la voluntad del Señor porque es un justo, llega a captar con
claridad lo que Dios quiere de él. “Ángel del Señor” equivale a decir: tuvo
la certeza de que esa iluminación venía de Dios, y ahora sabía qué debía hacer
en sintonía con su querer.
El “sueño” no es un truco:
Es oración y discernimiento.
La segunda imagen
es el “sueño”, y tampoco hay que entenderlo como si Mateo estuviera haciendo un
parte de “lo que José vio mientras dormía”. El evangelista recuerda
otras dos veces los sueños de José: cuando se le indica marchar a Egipto y
cuando se le manda volver a la tierra de Israel (cfr. Mt 2,13; 2,19-20).
El “sueño” es una
metáfora: la manera con la que Mateo nos dice que José recibió una revelación
de la voluntad de Dios, no en una evasión nocturna, sino en un corazón
despierto y atento. Hoy diríamos que estaba en oración, intentando leer a la
luz de Dios el momento delicado que atravesaba. Y la Escritura conoce bien este
lenguaje: Dios se revela al profeta “en visión” o “en sueño” (cfr. Nm
12,6).
En otras palabras:
José escuchó la voz del Señor en su interior porque era un justo, con un
corazón limpio y sensible a Dios.
Y aquí hay una
invitación para nosotros: José no toma decisiones solo “con su cabeza”. Busca
la voluntad del Señor y se deja conducir por ella. También nosotros, en la
vida, podemos aprender este movimiento: preguntarnos con verdad qué quiere Dios
de mí y escucharle con paciencia. No hace falta esperar un “burofax celestial”:
cuando le buscamos de corazón, el Señor sabe abrirnos camino.
Y, además, esto de
que Dios se comunique en sueños no es una idea extraña en la Biblia. El mismo
Señor dice que puede revelarse “en visión” y hablar “en sueños” (cfr. Nm 12,
6). ¿Qué significa eso? No que el sueño sea magia ni que Dios juegue a
enviarnos acertijos nocturnos, sino que la Escritura reconoce un modo de
comunicación más interior: cuando el ruido baja, cuando la persona no está a la
defensiva, cuando el corazón se abre.
Por eso, muchas
veces el sueño funciona como lenguaje narrativo para decir: “Dios
hizo comprender su voluntad”. Le ocurre a Jacob, cuando recibe luz para su
camino (cfr. Gn 28, 12-15), y le ocurre a José en el Génesis, cuya historia
está atravesada por sueños que orientan y desenmascaran lo que está pasando
(cfr. Gn 37, 5-10). También Salomón, en un momento decisivo, recibe en sueños
una palabra que lo encamina (cfr. 1 Re 3, 5-15).
De modo que,
cuando Mateo nos habla del “sueño” de José, no pretende darnos un dato curioso
sobre su vida nocturna: está diciendo que José, en su búsqueda de Dios, recibió
una luz verdadera y fiable, y supo qué hacer. Es como si el evangelista nos
recordara que, cuando nos ponemos de verdad a escuchar, Dios sabe abrirnos paso
por dentro.
El temor de José es humilde:
no quiere estorbar a Dios.
¿Y qué le dice el
“ángel del Señor” a José? Le dice: «José,
hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer». El temor de
José no es el de la sospecha, sino el de quien se encuentra ante un misterio
que lo supera. Temía entrometerse en el designio de Dios, no saber cómo
moverse, qué hacer. Pero comprende que está llamado a ser el esposo de María y
que, como padre, debe dar el nombre al hijo de María. Es decir: Dios le confía
un lugar real, concreto, dentro de esa historia.
“Jesús” es un nombre con raíces de salvación.
Ese nombre es
Jesús. En el trasfondo está Yoshua, una forma aramea emparentada con el hebreo
Yoshua, el mismo nombre que Josué. Y Mateo explica por qué se elige ese nombre:
porque en él resuena la raíz Yasha, que remite a la salvación; salvar,
salvación, Dios salva. No es raro que en aquella época muchos se llamaran
Yoshua o Jehoshua: Israel esperaba un Mesías “liberador”, y la gente pensaba
espontáneamente en una liberación política, en salir del yugo romano. Incluso
Flavio Josefo recuerda numerosos personajes de su tiempo que llevaban ese
nombre, Yoshua. Pero Mateo da un giro decisivo: Jesús no viene a encabezar una
salvación “de romanos”, sino una salvación del pecado (cfr. Mt 1,21).
Pecado es errar el blanco:
el que salva nos rehumaniza.
¿De qué pecado
habla el evangelista? Pecado, חָטָא (jatá) en hebreo, significa “errar el
blanco”, fallar el objetivo. Y el objetivo al que apuntamos —aunque
a veces lo olvidemos— es la alegría, la vida plena, la realización auténtica de
nuestra humanidad.
Pecamos cuando
fallamos ese blanco: por ejemplo, cuando hacemos de la vida una carrera por
acumular dinero sin escrúpulos; cuando buscamos el placer como único absoluto;
cuando nos deshacemos por dentro en una vida disoluta; cuando creemos que “ser
alguien” es dominar e imponernos. Fallamos el blanco cuando nos dejamos llevar
por pulsiones e instintos sin dejarnos guiar por el soplo del Señor.
Y entonces hay que
decirlo con delicadeza: Dios no nos castiga como si define nuestra vida a base
de órdenes. Él nos señala un camino de alegría y de felicidad. Si no lo
seguimos, no es que Él se vuelva contra nosotros: es el propio pecado el que
nos castiga, porque nos deshumaniza. Por eso Jesús ha venido a salvarnos: a
rescatarnos de esa deshumanización a la que nos conducen nuestras elecciones
cuando no están en sintonía con la Palabra de Dios. Nos salva de nuestros
extravíos, de nuestras decisiones insensatas, de esa felicidad ilusoria que al
final deja vacío. Y no solo nos libra de consecuencias: quiere sanar la raíz,
enderezar la orientación del corazón para que la vida vuelva a apuntar al
blanco verdadero.
Y, con esto, Mateo queda listo para llevarnos al siguiente paso: mostrar cómo todo esto es cumplimiento de las Escrituras.
«Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla
dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz
un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”». Cuando
José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su
mujer».
Cuando Dios sorprende,
la Escritura nos da palabras.
El final del
relato de la anunciación a José tiene un tono solemne, porque lo que sucede es
tan extraordinario e inesperado que Mateo siente la necesidad de presentarlo
como cumplimiento de una profecía. Y para ello recurre a un oráculo
significativo del profeta Isaías, pronunciado en el siglo VIII antes de Cristo
(cfr. Is 7, 14; cfr. Mt 1, 22-23).
Isaías había
dicho: «Mirad: la virgen concebirá y dará a
luz un hijo». ¿Qué quería decir con esas palabras? Se dirigía al
rey de Jerusalén, Acaz, que estaba aterrorizado: los enemigos habían cercado la
ciudad y él temía que su dinastía se extinguiera para siempre. Entonces el
profeta le anuncia: «Tu esposa tendrá un hijo y lo llamarás Emmanuel»,
que significa: “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14). Era como decirle: “No
tengas miedo. Dios ha prometido estar siempre con su pueblo y proteger tu
dinastía”. Emmanuel: Dios está con nosotros. Y, de hecho, nacerá aquel hijo y
los enemigos no lograrán conquistar Jerusalén.
El verdadero Emmanuel no es un símbolo:
es Jesús.
¿Y por qué Mateo
cita esta profecía aplicándola a María? Porque el hijo de María será el
verdadero Emmanuel: no el hijo de Acaz —que será llamado después Ezequías—,
sino Jesús. A Jesús le pondrá nombre José, pero —dice el evangelista— todas las
naciones lo llamarán Emmanuel, es decir, reconocerán en Jesús la presencia
con nosotros del mismo Dios (cfr. Mt 1, 23).
En María se ha
realizado plenamente esta profecía, porque el hijo de María no es otro que el
Unigénito del Padre que se ha revestido de nuestra humanidad. Y aquí conviene
entenderlo bien: no es que se haya “revestido” de músculos, como quien se pone
un traje por encima; se ha hecho plenamente uno de nosotros. Ha experimentado
nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestras pasiones; ha vivido
nuestras alegrías, nuestros afectos, nuestras decepciones; ha pasado por
traiciones, por dolores, por la muerte. Haciéndose uno de nosotros, el
Unigénito del Padre se ha hecho mortal. He aquí, de verdad, el “Dios con
nosotros”.
Navidad es contemplar a un Dios
que comparte nuestra vida.
Ninguna otra
religión tiene esta imagen de Dios: un Dios que nos ha amado tanto como para
hacerse Emmanuel, “Dios con nosotros”. Este es el misterio que se nos invita a
contemplar en el tiempo de Navidad.




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