La economía sacramental
Cómo actúa
Cristo hoy
Cristo no es un
recuerdo;
es alguien vivo
que actúa
El Catecismo de la Iglesia Católica lo formula con
precisión (CEC 1084): Cristo, glorificado y “sentado a la derecha del Padre”,
actúa ahora en la Iglesia y lo hace por medio de los sacramentos. Estos son
signos visibles —palabras y acciones— a la medida de nuestra condición humana,
y no se quedan en “evocar”: realizan eficazmente la gracia que significan por
la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo. En lenguaje llano: en la
liturgia no estamos solo poniendo gestos religiosos; estamos entrando en una
acción real de Cristo que hoy sigue alcanzando a las personas, con la
naturalidad con la que el agua moja (y sin necesidad de “efectos especiales”).
Sin
la Resurrección, la liturgia sería teatro,
aunque
estuviera impecablemente montado.
Si Cristo no hubiera resucitado y ascendido al Cielo,
la liturgia podría ser emotiva o cultural, pero no sería lo que la fe confiesa.
Lo específicamente cristiano no es solo que recordemos a Jesús, sino que
afirmamos que está vivo y actuando. Por eso tiene sentido decir que lo que
celebramos en la tierra está unido a lo que Cristo vive y ofrece en el Cielo:
la liturgia no nace de nuestra creatividad, sino de una iniciativa que nos
precede y nos supera.
Un signo que se
entiende mal:
la “sede” no es
un sillón de honor.
El presbítero que preside se sienta en la sede, sí;
pero ese signo no está pensado para dar categoría al sacerdote, como si la
celebración fuera un acto de protocolo. La sede quiere decir algo más hondo:
que la presidencia real corresponde a Cristo. Si se olvida esto, se cae fácil
en un reduccionismo: “la Misa es lo que hace el cura y lo que responde la
gente”. Y entonces todo parece depender del estilo personal del celebrante.
Con una sonrisa: si todo dependiera del estilo del que preside, habría domingos
en los que pediríamos garantía… y que nos devolvieran el tiempo (y, ya que
estamos, el dinero) invertido.
Cristo
glorificado ya no está limitado
por un lugar y
una fecha.
En su vida terrena, Jesús asumió nuestra condición
real: estaba en un punto del mapa y de la historia, con las limitaciones
normales de toda vida humana encarnada. Ahora, glorificado, su acción no está
encerrada en ese “aquí y entonces”: su gracia alcanza a hombres y mujeres de
todos los tiempos y lugares. Y esto no es poesía: explica por qué Cristo puede
actuar hoy en una parroquia cualquiera, sin necesidad de “viajar” ni de
“repetirse”.
La imagen de las
cañerías lo explica de un golpe:
primero se
instala, luego corre el agua.
Con las limitaciones de cualquier ejemplo: es como si
Jesús, durante su vida histórica, hubiera estado instalando cañerías, y
ahora desde el Cielo hiciera llegar el agua por ellas. Los sacramentos
son esos “conductos” concretos por los que Cristo ha querido comunicarse. De
ahí una consecuencia práctica: cuando alguien dice “yo creo en Cristo, pero
no en la Iglesia”, o “yo me confieso directamente con Dios”, o “este
sacramento sí y aquel no”, muchas veces no hay mala intención; hay
desconocimiento del modo real y visible en que Dios ha querido actuar. Dicho
con cariño: a veces creemos que la fe es “conexión directa” … y se nos olvida
que no somos wifi con patas.
El árbol entero:
raíces, tronco,
savia y frutos.
Si lo prefieres en otra imagen: Cristo sería como las raíces
(no se ven, pero alimentan), la Iglesia sería el tronco visible en la
historia, la gracia sería la savia que circula por dentro, y los
sacramentos serían los frutos que llegan a nosotros. Esto evita dos
errores: reducir la Iglesia a pura organización humana (tronco sin savia) o
imaginar una relación con Cristo al margen de lo visible y comunitario (frutos
sin árbol). En la vida real, querer “frutos sin árbol” suele acabar en
frustración… y en excusas creativas.
Dios usa signos
sensibles
porque nosotros
somos sensibles.
No somos ángeles. Somos cuerpo, sentidos, memoria.
Entendemos viendo, oyendo, tocando; necesitamos signos. Y Dios se adapta a eso.
No es una “rebaja” de Dios, es misericordia pedagógica: como un padre o una
madre que se ponen a la altura de un niño para que entienda, Dios se pone a
nuestra altura para que podamos comprender y responder. A veces lo olvido y
pretendo entenderlo todo “en abstracto”; y luego me doy cuenta de que Dios, por
pura paciencia, me habla con cosas que caben en la mano.
La diferencia
clave:
nuestros signos
evocan; los sacramentos realizan.
En la vida ordinaria, un signo puede ser precioso sin
producir lo que significa. Encender una vela en un aniversario puede expresar
amor, memoria, gratitud… pero no trae de vuelta a la persona amada. Evoca; no
realiza. En cambio, en los sacramentos el signo trae realmente lo que
significa, porque Dios actúa en él. Por eso aquí no hablamos de “autosugestión”
ni de “ambiente”: hablamos de la acción de Cristo y del Espíritu Santo, que es
bastante más serio que un “me he emocionado”.
Eucaristía y
“memorial”:
no nostalgia,
presencia real.
Decir que la Eucaristía es memorial no significa
“recordar algo del pasado”. Significa que el acontecimiento salvador se hace
presente con toda su fuerza. Por eso tiene sentido decir que ir a Misa es “ir
al Calvario”: no como representación dramática, sino como participación real en
el misterio de Cristo que salva. Si lo reducimos a “un recuerdo bonito”, al
final nos quedamos con un álbum de fotos… cuando lo que se nos ofrece es una
puerta abierta.
Un
acontecimiento que no se lo tragó el pasado.
Casi todo lo histórico queda absorbido por el tiempo.
La Pascua de Cristo no, porque quien la vive es verdadero hombre y verdadero
Dios. Su entrega trasciende la historia y entra en la eternidad. Por eso la
Misa no repite materialmente la muerte de Cristo: actualiza sacramentalmente su
único sacrificio de modo incruento, haciendo presente su fruto. Es como si Dios
hubiera dicho: “Esto no caduca, no se desgasta, no se archiva”. Y,
sinceramente, menos mal.
Liturgia:
Obra de Cristo y
acción de la Iglesia a la vez.
En la liturgia hay ministros, asamblea, respuestas,
gestos. Pero eso no es “una obra nuestra” autónoma: es el modo visible por el
que actúa Cristo. Por eso cuando la Iglesia perdona, es Cristo quien perdona;
cuando bendice, es Dios quien bendice por medio del ministro. Reducirlo a
“acción humana” es no captar el núcleo. La liturgia no es un club que se reúne
a hacer cosas; es un lugar donde Dios toma la iniciativa, y nosotros —por fin—
dejamos de ser el centro.
Encuentro y
comunión:
Aquí se cruzan
dos movimientos.
La liturgia es el lugar donde la gracia de Dios sale
al encuentro y el hombre responde. Y nos mete en una comunión más grande que el
grupo presente: con la Iglesia extendida por el mundo y con la Iglesia del
Cielo. No rezamos como francotiradores espirituales; rezamos dentro de un
cuerpo. A veces a uno le gustaría “ir a lo suyo”, pero la liturgia te recuerda
que la fe no se vive en modo “solo yo y mi burbuja”.
Participación
real:
No mirar desde
la ventana.
Participar no es “estar allí”; es implicarse de
verdad. San Agustín quedó impresionado por un “amén” dicho a una sola voz:
percibió que la asamblea no era decorado. La liturgia no es ver llover desde la
ventana: es dejarse empapar. Por eso se habla de participación consciente,
activa y fructífera: no por activismo, sino por apertura interior a lo que
Cristo hace. Y sí: a veces uno entra “seco”, y sale empapado sin saber explicar
el cómo… que es justo lo que pasa cuando algo es real.
Mistagogía: del
signo al misterio.
La palabra suena rara, pero la idea es simple:
aprender a pasar de lo visible a lo invisible, del gesto a su significado, del
sacramento al misterio que contiene. Dios recorrió el camino de lo invisible a
lo visible al hacerse carne; nosotros recorremos el camino inverso apoyándonos
en signos visibles. Es como un puente colgante: Él lo cruzó para venir a
nuestra orilla; ahora nosotros lo cruzamos para llegar a la suya.
Pentecostés:
comienza el
tiempo de la Iglesia
como tiempo de
“dispensación”.
Cristo convocó a su Iglesia durante su vida (los
apóstoles, los mandatos, el “haced esto”, el “id y bautizad”), pero en
Pentecostés se manifiesta públicamente. La imagen de la barca lo explica bien:
las velas estaban izadas, pero faltaba el viento. Desde entonces, la salvación
realizada en Cristo se reparte y se comunica al mundo por la Iglesia,
especialmente por la liturgia y los sacramentos.
Hebreos capítulo
10:
Sacrificios
repetidos frente al sacrificio único.
El contraste es fuerte: lo antiguo se repite y no
logra quitar definitivamente el pecado; Cristo ofrece un único sacrificio y
“está sentado para siempre” a la derecha de Dios. Su entrega supera con creces
todo lo anterior, y el signo del velo del Templo rasgado expresa que esa
economía antigua queda superada. No se trata de “más de lo mismo, pero mejor”;
se trata de algo definitivo.
Cocinero y
camarero:
La redención se
realiza en Cristo
y se sirve por
la Iglesia.
Esta comparación no pretende rebajar nada; pretende
ordenar ideas. Una cosa es hacer la comida y otra cosa es ponerla en tu mesa.
Si no se cocina, no hay alimento; pero si la comida se queda en la cocina,
tampoco alimenta a nadie. Con la redención pasa algo parecido: Cristo realiza
la salvación (eso que nadie puede fabricar), y la Iglesia la dispensa, es
decir, la hace llegar a personas concretas, en lugares concretos, con signos
concretos.
Cristo es el “cocinero” en el sentido fuerte: su
muerte y resurrección no son solo un ejemplo inspirador, sino el acto único y
definitivo del que nace todo lo demás. Por eso la Iglesia no “produce”
salvación como quien monta un evento: vive de lo que Cristo ha hecho. Si Cristo
no cocina, el comedor se queda sin comida, por muy amable que sea el servicio.
Y aquí se ve lo esencial: lo decisivo es Cristo, siempre.
La Iglesia es el “camarero” en un sentido igual de
real: no compite con Cristo ni lo sustituye; sirve lo que Él ha preparado. Lo
sirve con un “lenguaje” que se puede recibir: anuncio del Evangelio, liturgia,
sacramentos, comunión, perdón, acompañamiento. A veces se dice “yo quiero ir
directo”. Suena muy espiritual, pero en el ejemplo sería meterse en la cocina,
tocar las ollas, improvisar y servirse como se pueda. No es más auténtico: es
más caótico. La mediación, bien entendida, no estorba; garantiza que llega lo
que se ha preparado.
Por eso Pentecostés es tan importante: Cristo ha
realizado la salvación en el Misterio Pascual; desde Pentecostés comienza el
tiempo en que esa salvación se reparte, se ofrece y se hace llegar al mundo
entero. Como cuando el comedor abre y el servicio empieza: la cocina ya ha
hecho lo suyo, pero ahora la comida llega a las mesas. Y aquí encaja una idea
clave: el camarero no tiene derecho a cambiar el plato por el camino. Si lo
altera, el comensal ya no recibe lo que el cocinero preparó. En liturgia pasa
igual: la Iglesia no “edita” lo esencial; lo custodia y lo entrega. Y eso,
lejos de ser rigidez, es pura caridad pastoral.
Un tiempo con
horizonte:
Los sacramentos
no son el destino final.
Este tiempo dura hasta que Cristo venga en gloria. La
Iglesia cumple una función instrumental; el fin es Cristo. La imagen del
embarazo lo ilustra: el cordón umbilical alimenta mientras dura la gestación,
pero llega el parto y se corta. Del mismo modo, la economía sacramental
sostiene ahora; la meta es el encuentro cara a cara.
Tres formas de
presencia, igualmente reales:
histórica,
pascual y sacramental.
Cristo estuvo presente en su vida terrena; estuvo
presente de un modo nuevo como Resucitado durante los cuarenta días; y está
presente de un modo propio de este tiempo: el sacramental. No es “menos real”:
es real de otra manera, y también hay que aprender a reconocerlo.
“En la liturgia
no somos dueños”:
cuando el “a mí
me parece” se convierte en abuso
Los documentos lo dicen sin rodeos: esto no es
negociable por gustos personales. Para que no parezca una opinión, aquí van
textos claros de la Santa Sede que lo acreditan: el Concilio Vaticano II
(Sacrosanctum Concilium 22 §3), el Código de Derecho Canónico (c. 846 §1 y
otros), el Catecismo (CEC 1125), la Instrucción General del Misal Romano (IGMR
24 y otros números) y la instrucción Redemptionis Sacramentum (2004).
Todos convergen en lo mismo: nadie —ni siquiera un sacerdote— puede añadir,
quitar o cambiar a capricho lo que la Iglesia dispone para la celebración.
Lo
importante: un abuso litúrgico no es “manía de rubricistas”; es un daño real. Redemptionis Sacramentum recuerda que la mera
observancia externa, sin fe, no basta (o sea: no va de formalismo), pero
también subraya algo muy serio: los fieles tienen derecho a una liturgia
celebrada como la Iglesia la quiere, no según el gusto del ministro; y cuando
se “corrompe” la celebración mediante omisiones, cambios o añadidos
arbitrarios, se perjudica a la comunidad y se hiere la comunión de toda la
Iglesia. Dicho con una sonrisa (y con pena a la vez): hay domingos en que uno
saldría buscando la hoja de reclamaciones… pero esto no es un espectáculo donde
devuelves la entrada; es alimento para un pueblo, y jugar con eso deja heridas.
Lecturas
y Evangelio: no se recortan “por comodidad” ni se reparten funciones como si
fuera un guion. La Iglesia es
explícita: no se permite omitir lecturas previstas, ni sustituirlas por textos
no bíblicos; y el Evangelio, en la Misa, lo proclama un ministro ordenado
(diácono o sacerdote), no un laico ni una religiosa. Si se hace lo contrario,
no es “una adaptación simpática”: es un abuso litúrgico que empobrece a los
fieles, porque toca la mesa de la Palabra.
Plegaria
eucarística y prefacios: no se reescriben (aunque alguien tenga “vena
poética”). Redemptionis
Sacramentum lo llama “abuso grave”: cambiar por iniciativa propia los
textos de la liturgia, especialmente la Plegaria eucarística, “aumenta la
inestabilidad” y “desfigura” la celebración. La creatividad aquí no es virtud:
es infidelidad.
Homilía
dominical y predicación: no es opcional, ni puede sustituirse por “testimonios”
que la hagan desaparecer. El Derecho
canónico manda que haya homilía en domingos y fiestas de precepto y que no se
omita sin causa grave; además, la homilía en la Misa está reservada al
sacerdote o al diácono, “nunca a un laico”. Y Redemptionis Sacramentum
añade una advertencia concreta: no se puede prescindir de la homilía “a causa
de testimonios” u otras intervenciones. Cuando se elimina, se priva a la
comunidad de un alimento previsto por la Iglesia.
Credo:
no se cambia, no se “edita” y no se le quitan frases incómodas. El Misal es claro: el pueblo confiesa la fe con una
fórmula aprobada para el uso litúrgico; y Redemptionis Sacramentum
prohíbe introducir “otros credos” no previstos en los libros. Traducido: no se
“retoca” el texto, no se suaviza, no se omite aquello de “Santa María, Virgen y
Madre de Dios” porque a alguien le parezca mucho decir. Si se hace, se rompe
una unidad que no es decorativa: es la fe rezada en común.
Ornamentos
y signos: no son “disfraces”, son lenguaje litúrgico… y también hay normas. Redemptionis Sacramentum indica que no se
deben omitir la casulla o la estola (por ejemplo) cuando son requeridas: no por
estética, sino porque el signo importa. No es “capricho textil”: es el modo
sobrio con que la Iglesia expresa lo que celebra.
La
Eucaristía no admite añadidos raros: cuando se convierte en show, deja de
transparentar lo que es. Redemptionis
Sacramentum advierte que no está permitido introducir ritos “tomados de
otras religiones” o de materiales “extraños a la índole de la Misa”. En la
práctica, esto apunta a una tentación muy moderna: convertir el altar en
escenario, la Misa en espectáculo, y la asamblea en público. Eso no “acerca”:
banaliza.
El Altar
no es un tablero de anuncios: es altar (y el Misal también habla aquí). La (IGMR) Instrucción
General del Misal Romano.es
concreta: sobre la mesa del altar se pone sólo lo que es necesario para la
Misa. Convertirlo en un “gran corcho” de cosas, objetos, carteles o inventos
varios puede parecer una tontería… hasta que uno se da cuenta de lo que está
diciendo sin palabras: “esto es una mesa cualquiera”. Y no lo es.
El
lugar donde la se celebra exige decoro: no vale cualquier cosa “total, Dios
está en todas partes”. Sí, Dios está
en todas partes; pero la Iglesia pide que la Eucaristía se celebre en un lugar
sagrado y, si hay verdadera necesidad de hacerlo en otro sitio, que sea
“digno”. Y aquí uso tu imagen fuerte (porque a veces hace falta una sacudida):
no se puede convertir el local de celebración en un lugar tan indigno que ni un
cerdo le podrías retener allí… y eso ya es decir. La dejadez no es humildad: es
falta de amor a la comunidad y a lo que allí se celebra.
Confesión:
no se “anula” lo personal con absoluciones generales rutinarias ni con inventos
tipo “mega fogata”. El Derecho
canónico dice que la confesión individual e íntegra y la absolución son el modo
ordinario de reconciliación; y que la absolución general, sin confesión
individual previa, es excepcional y sólo en los casos previstos (peligro de
muerte u otra grave necesidad real), tal como precisó también Misericordia
Dei. Sustituir la confesión personal por fórmulas colectivas fuera de esos
casos —o por teatrillos, papeles y hogueras— no es creatividad pastoral: es un
abuso serio que confunde a los fieles, los deja sin el cauce ordinario que la
Iglesia les garantiza y, a la larga, le explota en la cara al siguiente
sacerdote que llegue a esa parroquia.
Lo más
grave: a veces no es sólo “abuso”, puede afectar a la validez y hiere la
comunión. La Santa Sede ha advertido
(por ejemplo, al hablar de cambios arbitrarios en fórmulas sacramentales) que
modificar a gusto la forma celebrativa no es un detalle: es una herida a la
comunión eclesial y, en casos graves, puede hacer inválido el sacramento. Esto
pone los pelos de punta, pero por una razón buena: protege a los fieles.
La
liturgia no es “mi estilo”; es un bien común que alimenta a todos. La norma litúrgica no existe para apagar la vida,
sino para que lo esencial no dependa del humor del día ni del carisma del
celebrante. Cuando la Iglesia dice “nadie añada, quite o cambie…”, no está
defendiendo una burocracia: está defendiendo que el agua llegue limpia por las
cañerías, que el pan eucarístico llegue a la mesa, que la comunidad no quede a
merced del “a mí me parece”, y que Cristo —no nuestros inventos— sea el centro.
La fidelidad
litúrgica es caridad pastoral.
Celebrar según la Iglesia no es obsesión por la forma; es proteger a los
fieles, cuidar la comunión y dejar que la liturgia sea lo que debe ser: obra de
Dios, no producto del ingenio del día. La creatividad tiene su lugar en la vida
cristiana; el núcleo de la Misa no es ese lugar. Aquí el mayor servicio es la
fidelidad, porque la fidelidad, al final, es lo que permite que la “comida”
llegue intacta a la mesa.
Efesios capítulo 1: tu vida no es casualidad
Plan de amor: no estás aquí “porque sí”. Efesios 1,
3-6 abre una ventana final luminosa: Dios tenía un plan desde antes de la
creación, y ese plan es “en Cristo”. No un proyecto paralelo, sino
participación en el plan trinitario. De ahí se entiende que no somos fruto del
azar: somos queridos, pensados, amados. Y el fin es ser “santos e inmaculados”,
es decir, participar del amor de Dios. En el fondo, la gloria de Dios y el bien
del ser humano no compiten; coinciden.
Dios eligió lo sencillo para tocar lo grande. Podría
escribir en el cielo con letras gigantes, sí. Pero eligió pan, agua, palabras,
gestos… cosas que caben en la vida real. Quizá porque no viene a aplastarnos
con espectáculo, sino a buscarnos con una delicadeza que se puede recibir en
silencio, en casa, con tranquilidad… y con el corazón un poco menos blindado
que de costumbre. Sabiendo que a Dios le encontramos en la Iglesia Católica.

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