martes, 16 de diciembre de 2025

La economía sacramental: cómo actúa Cristo hoy

 La economía sacramental

Cómo actúa Cristo hoy



Cristo no es un recuerdo;

es alguien vivo que actúa

El Catecismo de la Iglesia Católica lo formula con precisión (CEC 1084): Cristo, glorificado y “sentado a la derecha del Padre”, actúa ahora en la Iglesia y lo hace por medio de los sacramentos. Estos son signos visibles —palabras y acciones— a la medida de nuestra condición humana, y no se quedan en “evocar”: realizan eficazmente la gracia que significan por la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo. En lenguaje llano: en la liturgia no estamos solo poniendo gestos religiosos; estamos entrando en una acción real de Cristo que hoy sigue alcanzando a las personas, con la naturalidad con la que el agua moja (y sin necesidad de “efectos especiales”).

 

Sin la Resurrección, la liturgia sería teatro,

aunque estuviera impecablemente montado.

Si Cristo no hubiera resucitado y ascendido al Cielo, la liturgia podría ser emotiva o cultural, pero no sería lo que la fe confiesa. Lo específicamente cristiano no es solo que recordemos a Jesús, sino que afirmamos que está vivo y actuando. Por eso tiene sentido decir que lo que celebramos en la tierra está unido a lo que Cristo vive y ofrece en el Cielo: la liturgia no nace de nuestra creatividad, sino de una iniciativa que nos precede y nos supera.

 

Un signo que se entiende mal:

la “sede” no es un sillón de honor.

El presbítero que preside se sienta en la sede, sí; pero ese signo no está pensado para dar categoría al sacerdote, como si la celebración fuera un acto de protocolo. La sede quiere decir algo más hondo: que la presidencia real corresponde a Cristo. Si se olvida esto, se cae fácil en un reduccionismo: “la Misa es lo que hace el cura y lo que responde la gente”. Y entonces todo parece depender del estilo personal del celebrante. Con una sonrisa: si todo dependiera del estilo del que preside, habría domingos en los que pediríamos garantía… y que nos devolvieran el tiempo (y, ya que estamos, el dinero) invertido.

Cristo glorificado ya no está limitado

por un lugar y una fecha.

En su vida terrena, Jesús asumió nuestra condición real: estaba en un punto del mapa y de la historia, con las limitaciones normales de toda vida humana encarnada. Ahora, glorificado, su acción no está encerrada en ese “aquí y entonces”: su gracia alcanza a hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Y esto no es poesía: explica por qué Cristo puede actuar hoy en una parroquia cualquiera, sin necesidad de “viajar” ni de “repetirse”.

 

La imagen de las cañerías lo explica de un golpe:

primero se instala, luego corre el agua.

Con las limitaciones de cualquier ejemplo: es como si Jesús, durante su vida histórica, hubiera estado instalando cañerías, y ahora desde el Cielo hiciera llegar el agua por ellas. Los sacramentos son esos “conductos” concretos por los que Cristo ha querido comunicarse. De ahí una consecuencia práctica: cuando alguien dice “yo creo en Cristo, pero no en la Iglesia”, o “yo me confieso directamente con Dios”, o “este sacramento sí y aquel no”, muchas veces no hay mala intención; hay desconocimiento del modo real y visible en que Dios ha querido actuar. Dicho con cariño: a veces creemos que la fe es “conexión directa” … y se nos olvida que no somos wifi con patas.

El árbol entero:

raíces, tronco, savia y frutos.

Si lo prefieres en otra imagen: Cristo sería como las raíces (no se ven, pero alimentan), la Iglesia sería el tronco visible en la historia, la gracia sería la savia que circula por dentro, y los sacramentos serían los frutos que llegan a nosotros. Esto evita dos errores: reducir la Iglesia a pura organización humana (tronco sin savia) o imaginar una relación con Cristo al margen de lo visible y comunitario (frutos sin árbol). En la vida real, querer “frutos sin árbol” suele acabar en frustración… y en excusas creativas.

 

Dios usa signos sensibles

porque nosotros somos sensibles.

No somos ángeles. Somos cuerpo, sentidos, memoria. Entendemos viendo, oyendo, tocando; necesitamos signos. Y Dios se adapta a eso. No es una “rebaja” de Dios, es misericordia pedagógica: como un padre o una madre que se ponen a la altura de un niño para que entienda, Dios se pone a nuestra altura para que podamos comprender y responder. A veces lo olvido y pretendo entenderlo todo “en abstracto”; y luego me doy cuenta de que Dios, por pura paciencia, me habla con cosas que caben en la mano.

 

La diferencia clave:

nuestros signos evocan; los sacramentos realizan.

En la vida ordinaria, un signo puede ser precioso sin producir lo que significa. Encender una vela en un aniversario puede expresar amor, memoria, gratitud… pero no trae de vuelta a la persona amada. Evoca; no realiza. En cambio, en los sacramentos el signo trae realmente lo que significa, porque Dios actúa en él. Por eso aquí no hablamos de “autosugestión” ni de “ambiente”: hablamos de la acción de Cristo y del Espíritu Santo, que es bastante más serio que un “me he emocionado”.

 

Eucaristía y “memorial”:

no nostalgia, presencia real.

Decir que la Eucaristía es memorial no significa “recordar algo del pasado”. Significa que el acontecimiento salvador se hace presente con toda su fuerza. Por eso tiene sentido decir que ir a Misa es “ir al Calvario”: no como representación dramática, sino como participación real en el misterio de Cristo que salva. Si lo reducimos a “un recuerdo bonito”, al final nos quedamos con un álbum de fotos… cuando lo que se nos ofrece es una puerta abierta.

 

Un acontecimiento que no se lo tragó el pasado.

Casi todo lo histórico queda absorbido por el tiempo. La Pascua de Cristo no, porque quien la vive es verdadero hombre y verdadero Dios. Su entrega trasciende la historia y entra en la eternidad. Por eso la Misa no repite materialmente la muerte de Cristo: actualiza sacramentalmente su único sacrificio de modo incruento, haciendo presente su fruto. Es como si Dios hubiera dicho: “Esto no caduca, no se desgasta, no se archiva”. Y, sinceramente, menos mal.

 

Liturgia:

Obra de Cristo y acción de la Iglesia a la vez.

En la liturgia hay ministros, asamblea, respuestas, gestos. Pero eso no es “una obra nuestra” autónoma: es el modo visible por el que actúa Cristo. Por eso cuando la Iglesia perdona, es Cristo quien perdona; cuando bendice, es Dios quien bendice por medio del ministro. Reducirlo a “acción humana” es no captar el núcleo. La liturgia no es un club que se reúne a hacer cosas; es un lugar donde Dios toma la iniciativa, y nosotros —por fin— dejamos de ser el centro.

 

Encuentro y comunión:

Aquí se cruzan dos movimientos.

La liturgia es el lugar donde la gracia de Dios sale al encuentro y el hombre responde. Y nos mete en una comunión más grande que el grupo presente: con la Iglesia extendida por el mundo y con la Iglesia del Cielo. No rezamos como francotiradores espirituales; rezamos dentro de un cuerpo. A veces a uno le gustaría “ir a lo suyo”, pero la liturgia te recuerda que la fe no se vive en modo “solo yo y mi burbuja”.

 

Participación real:

No mirar desde la ventana.

Participar no es “estar allí”; es implicarse de verdad. San Agustín quedó impresionado por un “amén” dicho a una sola voz: percibió que la asamblea no era decorado. La liturgia no es ver llover desde la ventana: es dejarse empapar. Por eso se habla de participación consciente, activa y fructífera: no por activismo, sino por apertura interior a lo que Cristo hace. Y sí: a veces uno entra “seco”, y sale empapado sin saber explicar el cómo… que es justo lo que pasa cuando algo es real.

 

Mistagogía: del signo al misterio.

La palabra suena rara, pero la idea es simple: aprender a pasar de lo visible a lo invisible, del gesto a su significado, del sacramento al misterio que contiene. Dios recorrió el camino de lo invisible a lo visible al hacerse carne; nosotros recorremos el camino inverso apoyándonos en signos visibles. Es como un puente colgante: Él lo cruzó para venir a nuestra orilla; ahora nosotros lo cruzamos para llegar a la suya.

 

Pentecostés:

comienza el tiempo de la Iglesia

como tiempo de “dispensación”.

Cristo convocó a su Iglesia durante su vida (los apóstoles, los mandatos, el “haced esto”, el “id y bautizad”), pero en Pentecostés se manifiesta públicamente. La imagen de la barca lo explica bien: las velas estaban izadas, pero faltaba el viento. Desde entonces, la salvación realizada en Cristo se reparte y se comunica al mundo por la Iglesia, especialmente por la liturgia y los sacramentos.

 

Hebreos capítulo 10:

Sacrificios repetidos frente al sacrificio único.

El contraste es fuerte: lo antiguo se repite y no logra quitar definitivamente el pecado; Cristo ofrece un único sacrificio y “está sentado para siempre” a la derecha de Dios. Su entrega supera con creces todo lo anterior, y el signo del velo del Templo rasgado expresa que esa economía antigua queda superada. No se trata de “más de lo mismo, pero mejor”; se trata de algo definitivo.

 

Cocinero y camarero:

La redención se realiza en Cristo

y se sirve por la Iglesia.

Esta comparación no pretende rebajar nada; pretende ordenar ideas. Una cosa es hacer la comida y otra cosa es ponerla en tu mesa. Si no se cocina, no hay alimento; pero si la comida se queda en la cocina, tampoco alimenta a nadie. Con la redención pasa algo parecido: Cristo realiza la salvación (eso que nadie puede fabricar), y la Iglesia la dispensa, es decir, la hace llegar a personas concretas, en lugares concretos, con signos concretos.

 

Cristo es el “cocinero” en el sentido fuerte: su muerte y resurrección no son solo un ejemplo inspirador, sino el acto único y definitivo del que nace todo lo demás. Por eso la Iglesia no “produce” salvación como quien monta un evento: vive de lo que Cristo ha hecho. Si Cristo no cocina, el comedor se queda sin comida, por muy amable que sea el servicio. Y aquí se ve lo esencial: lo decisivo es Cristo, siempre.

 

La Iglesia es el “camarero” en un sentido igual de real: no compite con Cristo ni lo sustituye; sirve lo que Él ha preparado. Lo sirve con un “lenguaje” que se puede recibir: anuncio del Evangelio, liturgia, sacramentos, comunión, perdón, acompañamiento. A veces se dice “yo quiero ir directo”. Suena muy espiritual, pero en el ejemplo sería meterse en la cocina, tocar las ollas, improvisar y servirse como se pueda. No es más auténtico: es más caótico. La mediación, bien entendida, no estorba; garantiza que llega lo que se ha preparado.

 

Por eso Pentecostés es tan importante: Cristo ha realizado la salvación en el Misterio Pascual; desde Pentecostés comienza el tiempo en que esa salvación se reparte, se ofrece y se hace llegar al mundo entero. Como cuando el comedor abre y el servicio empieza: la cocina ya ha hecho lo suyo, pero ahora la comida llega a las mesas. Y aquí encaja una idea clave: el camarero no tiene derecho a cambiar el plato por el camino. Si lo altera, el comensal ya no recibe lo que el cocinero preparó. En liturgia pasa igual: la Iglesia no “edita” lo esencial; lo custodia y lo entrega. Y eso, lejos de ser rigidez, es pura caridad pastoral.

 

Un tiempo con horizonte:

Los sacramentos no son el destino final.

Este tiempo dura hasta que Cristo venga en gloria. La Iglesia cumple una función instrumental; el fin es Cristo. La imagen del embarazo lo ilustra: el cordón umbilical alimenta mientras dura la gestación, pero llega el parto y se corta. Del mismo modo, la economía sacramental sostiene ahora; la meta es el encuentro cara a cara.

 

Tres formas de presencia, igualmente reales:

histórica, pascual y sacramental.

Cristo estuvo presente en su vida terrena; estuvo presente de un modo nuevo como Resucitado durante los cuarenta días; y está presente de un modo propio de este tiempo: el sacramental. No es “menos real”: es real de otra manera, y también hay que aprender a reconocerlo.

“En la liturgia no somos dueños”:

cuando el “a mí me parece” se convierte en abuso

Los documentos lo dicen sin rodeos: esto no es negociable por gustos personales. Para que no parezca una opinión, aquí van textos claros de la Santa Sede que lo acreditan: el Concilio Vaticano II (Sacrosanctum Concilium 22 §3), el Código de Derecho Canónico (c. 846 §1 y otros), el Catecismo (CEC 1125), la Instrucción General del Misal Romano (IGMR 24 y otros números) y la instrucción Redemptionis Sacramentum (2004). Todos convergen en lo mismo: nadie —ni siquiera un sacerdote— puede añadir, quitar o cambiar a capricho lo que la Iglesia dispone para la celebración.

Lo importante: un abuso litúrgico no es “manía de rubricistas”; es un daño real. Redemptionis Sacramentum recuerda que la mera observancia externa, sin fe, no basta (o sea: no va de formalismo), pero también subraya algo muy serio: los fieles tienen derecho a una liturgia celebrada como la Iglesia la quiere, no según el gusto del ministro; y cuando se “corrompe” la celebración mediante omisiones, cambios o añadidos arbitrarios, se perjudica a la comunidad y se hiere la comunión de toda la Iglesia. Dicho con una sonrisa (y con pena a la vez): hay domingos en que uno saldría buscando la hoja de reclamaciones… pero esto no es un espectáculo donde devuelves la entrada; es alimento para un pueblo, y jugar con eso deja heridas.

Lecturas y Evangelio: no se recortan “por comodidad” ni se reparten funciones como si fuera un guion. La Iglesia es explícita: no se permite omitir lecturas previstas, ni sustituirlas por textos no bíblicos; y el Evangelio, en la Misa, lo proclama un ministro ordenado (diácono o sacerdote), no un laico ni una religiosa. Si se hace lo contrario, no es “una adaptación simpática”: es un abuso litúrgico que empobrece a los fieles, porque toca la mesa de la Palabra.

Plegaria eucarística y prefacios: no se reescriben (aunque alguien tenga “vena poética”). Redemptionis Sacramentum lo llama “abuso grave”: cambiar por iniciativa propia los textos de la liturgia, especialmente la Plegaria eucarística, “aumenta la inestabilidad” y “desfigura” la celebración. La creatividad aquí no es virtud: es infidelidad.

Homilía dominical y predicación: no es opcional, ni puede sustituirse por “testimonios” que la hagan desaparecer. El Derecho canónico manda que haya homilía en domingos y fiestas de precepto y que no se omita sin causa grave; además, la homilía en la Misa está reservada al sacerdote o al diácono, “nunca a un laico”. Y Redemptionis Sacramentum añade una advertencia concreta: no se puede prescindir de la homilía “a causa de testimonios” u otras intervenciones. Cuando se elimina, se priva a la comunidad de un alimento previsto por la Iglesia.

Credo: no se cambia, no se “edita” y no se le quitan frases incómodas. El Misal es claro: el pueblo confiesa la fe con una fórmula aprobada para el uso litúrgico; y Redemptionis Sacramentum prohíbe introducir “otros credos” no previstos en los libros. Traducido: no se “retoca” el texto, no se suaviza, no se omite aquello de “Santa María, Virgen y Madre de Dios” porque a alguien le parezca mucho decir. Si se hace, se rompe una unidad que no es decorativa: es la fe rezada en común.

Ornamentos y signos: no son “disfraces”, son lenguaje litúrgico… y también hay normas. Redemptionis Sacramentum indica que no se deben omitir la casulla o la estola (por ejemplo) cuando son requeridas: no por estética, sino porque el signo importa. No es “capricho textil”: es el modo sobrio con que la Iglesia expresa lo que celebra.

La Eucaristía no admite añadidos raros: cuando se convierte en show, deja de transparentar lo que es. Redemptionis Sacramentum advierte que no está permitido introducir ritos “tomados de otras religiones” o de materiales “extraños a la índole de la Misa”. En la práctica, esto apunta a una tentación muy moderna: convertir el altar en escenario, la Misa en espectáculo, y la asamblea en público. Eso no “acerca”: banaliza.

El Altar no es un tablero de anuncios: es altar (y el Misal también habla aquí). La (IGMR) Instrucción General del Misal Romano.es concreta: sobre la mesa del altar se pone sólo lo que es necesario para la Misa. Convertirlo en un “gran corcho” de cosas, objetos, carteles o inventos varios puede parecer una tontería… hasta que uno se da cuenta de lo que está diciendo sin palabras: “esto es una mesa cualquiera”. Y no lo es.

El lugar donde la se celebra exige decoro: no vale cualquier cosa “total, Dios está en todas partes”. Sí, Dios está en todas partes; pero la Iglesia pide que la Eucaristía se celebre en un lugar sagrado y, si hay verdadera necesidad de hacerlo en otro sitio, que sea “digno”. Y aquí uso tu imagen fuerte (porque a veces hace falta una sacudida): no se puede convertir el local de celebración en un lugar tan indigno que ni un cerdo le podrías retener allí… y eso ya es decir. La dejadez no es humildad: es falta de amor a la comunidad y a lo que allí se celebra.

Confesión: no se “anula” lo personal con absoluciones generales rutinarias ni con inventos tipo “mega fogata”. El Derecho canónico dice que la confesión individual e íntegra y la absolución son el modo ordinario de reconciliación; y que la absolución general, sin confesión individual previa, es excepcional y sólo en los casos previstos (peligro de muerte u otra grave necesidad real), tal como precisó también Misericordia Dei. Sustituir la confesión personal por fórmulas colectivas fuera de esos casos —o por teatrillos, papeles y hogueras— no es creatividad pastoral: es un abuso serio que confunde a los fieles, los deja sin el cauce ordinario que la Iglesia les garantiza y, a la larga, le explota en la cara al siguiente sacerdote que llegue a esa parroquia.

Lo más grave: a veces no es sólo “abuso”, puede afectar a la validez y hiere la comunión. La Santa Sede ha advertido (por ejemplo, al hablar de cambios arbitrarios en fórmulas sacramentales) que modificar a gusto la forma celebrativa no es un detalle: es una herida a la comunión eclesial y, en casos graves, puede hacer inválido el sacramento. Esto pone los pelos de punta, pero por una razón buena: protege a los fieles.

La liturgia no es “mi estilo”; es un bien común que alimenta a todos. La norma litúrgica no existe para apagar la vida, sino para que lo esencial no dependa del humor del día ni del carisma del celebrante. Cuando la Iglesia dice “nadie añada, quite o cambie…”, no está defendiendo una burocracia: está defendiendo que el agua llegue limpia por las cañerías, que el pan eucarístico llegue a la mesa, que la comunidad no quede a merced del “a mí me parece”, y que Cristo —no nuestros inventos— sea el centro.

La fidelidad litúrgica es caridad pastoral. Celebrar según la Iglesia no es obsesión por la forma; es proteger a los fieles, cuidar la comunión y dejar que la liturgia sea lo que debe ser: obra de Dios, no producto del ingenio del día. La creatividad tiene su lugar en la vida cristiana; el núcleo de la Misa no es ese lugar. Aquí el mayor servicio es la fidelidad, porque la fidelidad, al final, es lo que permite que la “comida” llegue intacta a la mesa.

Efesios capítulo 1: tu vida no es casualidad

Plan de amor: no estás aquí “porque sí”. Efesios 1, 3-6 abre una ventana final luminosa: Dios tenía un plan desde antes de la creación, y ese plan es “en Cristo”. No un proyecto paralelo, sino participación en el plan trinitario. De ahí se entiende que no somos fruto del azar: somos queridos, pensados, amados. Y el fin es ser “santos e inmaculados”, es decir, participar del amor de Dios. En el fondo, la gloria de Dios y el bien del ser humano no compiten; coinciden.

Dios eligió lo sencillo para tocar lo grande. Podría escribir en el cielo con letras gigantes, sí. Pero eligió pan, agua, palabras, gestos… cosas que caben en la vida real. Quizá porque no viene a aplastarnos con espectáculo, sino a buscarnos con una delicadeza que se puede recibir en silencio, en casa, con tranquilidad… y con el corazón un poco menos blindado que de costumbre. Sabiendo que a Dios le encontramos en la Iglesia Católica.

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