DICASTERIO PARA LA DOCTRINA DE LA FE
UNA CARO
Elogio de la monogamia
Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio
como unión exclusiva y pertenencia recíproca
(El presente resumen, al tratarse
de un documento tan extenso lo presentaré en tres partes para su lectura y
disfrute) No te pierdas el testimonio de Almudena, la esposa de Joaquín.
Link o enlace del documento original del Dicasterio para la doctrina de la fe: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_ddf_doc_20251125_una-caro_it.html
Una caro, elogio de la monogamia
(parte 3– 3)
V.- La palabra poética
La Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio como unión exclusiva y
pertenencia recíproca se detiene ahora en un lenguaje que no es el de los
tratados, sino el del corazón: la palabra poética. El papa Francisco recuerda
que la palabra literaria es como una espina en el corazón que empuja a la
contemplación y que la poesía no parte de teorías, sino de escuchar la realidad
misma. Por eso, si queremos comprender de verdad el misterio de dos que se
pertenecen en exclusividad, no se puede prescindir de la poesía.
Muchos poetas —aunque su vida personal haya tenido sombras e incoherencias—
han intentado decir, con imágenes y versos, la belleza de un vínculo único y
exclusivo. Cuando descubren el valor de una unión que no se reparte ni se
negocia, sienten casi la necesidad de cantar ese “nosotros” que va más allá del
simple deseo o de la búsqueda de placer. En algunos versos citados por la Nota,
aparece la experiencia de dos que han dado muchas vueltas y al final descubren
que “regresan a casa, los dos”; o el reconocimiento de que “ninguna otra
dormirá con mis sueños”, porque hay un tú concreto con quien se camina “a
través de las aguas del tiempo”.
Otros poemas expresan la fidelidad silenciosa de quien recorre “millones de
escalones” a lo largo de la vida, siempre con la misma persona; o la entrega
radical de quien se ofrece entera al otro: no solo gestos, sino el propio ser,
el propio cuerpo y el alma. Aparece también la experiencia de un amor que lo
abarca todo —la única vida, el único dolor, la única esperanza—, y que sin
embargo no se cierra: se abre a la historia, al mundo, al misterio de Dios.
La Nota del dicasterio para la doctrina de la fe subraya cómo la poesía
ayuda a percibir varias dimensiones de la monogamia cristiana: la
exclusividad (no cualquiera, sino tú), la pertenencia recíproca (yo
soy tuyo y tú eres mío), el carácter totalizante de ese amor (toda la
vida entra en juego) y, a la vez, su apertura más allá de la pareja.
Algunos versos evocan precisamente este dinamismo: dos que, tomados de la mano,
se sienten “en casa en cualquier parte”, o unos ojos que preguntan, tristes,
recordando que el corazón del otro siempre guarda un resto de misterio que no
puede ser poseído del todo. El documento culmina esta sección citando un verso
breve de Emily Dickinson: “Que el amor lo es todo, es todo lo que sabemos
del amor”. Con ello, la Nota reconoce humildemente que el amor conyugal, en
su forma monógama, desborda cualquier definición y tiene algo inefable que la
palabra poética roza mejor que muchos discursos.
VI. Algunas reflexiones para profundizar
Después del recorrido bíblico, histórico, filosófico y poético, la Nota
doctrinal sobre el valor del matrimonio como unión exclusiva y pertenencia
recíproca se detiene a recoger algunas líneas de fondo. Lo hace concentrándose
en dos grandes claves: la pertenencia recíproca y la caridad conyugal.
Desde ahí relee la unión matrimonial como camino de santidad, amistad
particular, entrega en cuerpo y alma y fecundidad abierta a los demás.
1. Pertenencia recíproca
El documento recuerda un episodio atribuido a san León Magno: unos
soldados, dados por muertos, regresan de la guerra y encuentran a sus esposas
unidas a otros hombres. El Papa ordena entonces que “cada uno reciba lo que
es suyo”, es decir, que se restablezca el vínculo primero. Este pequeño
relato refleja cómo la tradición cristiana ha percibido el matrimonio como una
pertenencia recíproca real, no intercambiable, que tiene prioridad sobre
cualquier unión posterior.
Esa pertenencia, sin embargo, no se entiende como una posesión fría ni como
un contrato meramente jurídico, sino como el fruto de un acto libre: “Yo te
recibo a ti como esposa / esposo”. Es el consentimiento el que hace
que cada uno se entregue al otro y lo acoja, de modo que la persona misma queda
confiada al cónyuge. De ahí que la Nota insista tanto en la dimensión
personalista: el matrimonio es un “nosotros” que nace de dos libertades que se
eligen y se reconocen con igual dignidad.
El papa Francisco, citado ampliamente, habla de este sentido de pertenencia
como algo esencial para sostener la dedicación a los demás: quien no se siente
de nadie termina viviendo solo para sí. Casarse significa abandonar el “nido”
de origen para tejer otros lazos fuertes y asumir una nueva responsabilidad
frente a otra persona. No se trata de una simple asociación para la mutua
gratificación, sino de una pertenencia del corazón, renovada cada mañana ante
Dios: decidir otra vez ser fiel, suceda lo que suceda, y vivir el matrimonio
como una aventura compartida que atraviesa toda la existencia.
2. La transformación
Se subraya que esta pertenencia no es estática. Con el paso del tiempo,
incluso cuando disminuyen la fuerza física o la posibilidad de una vida sexual
intensa, la unión exclusiva no está llamada a disolverse, sino a transformarse.
Los gestos de ternura, las muestras de afecto, las expresiones íntimas siguen
existiendo, pero adquieren otros matices y se vuelven, si cabe, más interiores.
Precisamente porque la pertenencia recíproca se ha ido profundizando, hay
gestos que quedan reservados solo a aquella persona con la que uno ha decidido
compartir el propio corazón de un modo único.
En este sentido, la monogamia no se reduce a los primeros años de
entusiasmo o de atracción intensa, sino que va madurando a través de la
historia concreta: enfermedades, cansancio, cambios, heridas… La pertenencia
permanece como una decisión de fondo que sostiene el “nosotros” más allá de las
oscilaciones del sentimiento.
3. La no pertenencia
Justamente para no deformar esta idea, la Nota introduce un matiz decisivo:
la persona nunca puede ser propiedad de nadie. Por su dignidad, cada ser
humano es un fin en sí mismo, no un objeto que se posee o se utiliza.
Por eso, cuando se habla de “pertenencia” entre esposos, se hace siempre en sentido
analógico. El matrimonio crea un vínculo real, pero no anula el núcleo más
íntimo de la persona, ese santuario interior donde solo Dios puede entrar.
De aquí se deduce que la monogamia excluye la violencia, los celos
enfermizos, el control invasivo, las formas de manipulación que roban la
libertad del otro. Un amor maduro sabe convivir con el riesgo: no tiene
garantías absolutas, no puede vigilar todos los pasos del cónyuge, ni ofrece
una tranquilidad total. Hay un espacio interior que no se puede controlar y que
recuerda que ninguna relación humana colma por completo el corazón. La
pertenencia recíproca, vivida cristianamente, incluye la conciencia de que el
otro no es Dios y de que su amor, aunque sea verdadero, seguirá siendo
limitado.
4. Ayuda recíproca
La Nota añade que esta libertad no puede convertirse en excusa para un
individualismo dentro del matrimonio. Si uno de los dos defiende de forma
obsesiva su autonomía, despreocupándose de los miedos o sufrimientos del otro,
termina hiriendo la alianza. El amor conyugal implica reconocer que necesito al
otro y que el otro me necesita.
Por eso, junto a la legítima búsqueda de espacios personales, la Palabra de
Dios exhorta: “no os neguéis el uno al otro” (1 Co 7,5). Cuando la
distancia se hace demasiado frecuente, el “nosotros dos” se debilita, y con él
el deseo y la alegría de la relación. Se invita entonces a abrir espacios de
diálogo sincero, a buscar caminos nuevos que fortalezcan la comunión. La
pertenencia recíproca se convierte en una ayuda mutua que no solo intenta
aliviar penas o buscar momentos agradables, sino también acompañarse en la
maduración humana y espiritual hasta el encuentro definitivo con Dios. La
oración en pareja y una vivencia santa de la sexualidad —como expresión de la
entrega total, a imagen de la unión entre Cristo y la Iglesia— se presentan
como medios concretos de este camino.
5. Caridad conyugal y una forma particular de amistad
El documento da un paso más: si el matrimonio es camino de santificación,
es porque en él se vive una forma específica de caridad. La caridad conyugal es
la fuerza unitiva que sostiene la vocación a amarse “para siempre” y “sin fin”.
En la experiencia de un amor tan cercano como el vínculo matrimonial, se
despierta también el deseo de un amor que no se acabe nunca, que solo puede
encontrar su cumplimiento en Dios.
Esta caridad toma la forma de una amistad muy particular. Siguiendo a santo
Tomás, la Nota recuerda que la amistad se funda en una comunión real: no basta
compartir ideas o gustos; se trata de una vida en común que va creando un
tesoro compartido de recuerdos, luchas, proyectos y esperanzas. El amor
conyugal, elevado por la gracia, se convierte así en la “mayor amistad” después
de la que nos une a Dios, una amistad que hace a los esposos semejantes entre
sí y que les permite decir con verdad: “somos una sola cosa”.
6. En cuerpo y alma
La caridad conyugal no es solo una decisión interior; se expresa también en
el cuerpo. La Nota explica que la sexualidad, vivida cristianamente, no
es descarga de una necesidad, sino acción de toda la persona: alma y
cuerpo implicados en la entrega. El amor, como virtud humana y teologal, es
capaz de impregnar la sensibilidad, purificarla y hacerla más humana; no para
apagar el placer, sino para hacerlo más pleno, más libre de miedos y de
instrumentalización.
Cuando la unión sexual se vive como elección de acoger al otro en su
totalidad, sin usarlo como objeto, el placer mismo se vuelve más profundo y
pacificado. La caridad conyugal ayuda a integrar el eros y a superar tanto la
búsqueda desesperada de experiencias como la desconfianza que lleva a negar el
valor unitivo de la sexualidad.
7. La multiforme fecundidad del amor
Una visión integral de la caridad conyugal reconoce también su fecundidad.
La Nota recuerda que la unión sexual está llamada a permanecer abierta a la
vida, aunque no cada acto deba ir acompañado de una intención explícita de
procrear, pero siempre abierto a lo que Dios tenga preparado. Se contemplan
diversas situaciones legítimas: matrimonios que no pueden tener hijos; parejas
que, en determinados momentos -por enfermedad o situaciones personales muy
sensibles y delicadas, así como discernidas detenidamente, no buscan la
procreación; esposos que respetan los ritmos de fertilidad. En todos estos
casos, el amor sigue siendo verdadero cuando integra responsablemente
procreación y unión.
Al mismo tiempo, se subraya que el matrimonio conserva todo su valor
incluso cuando faltan los hijos: ya san Agustín y san Juan Crisóstomo afirmaban
que la unión entre marido y mujer es un bien en sí misma, porque crea una
sociedad natural entre los dos, una sola carne, incluso en la vejez o en la
esterilidad. El Concilio Vaticano II dirá en la misma línea que, aunque falte
la prole, el matrimonio, como íntima comunidad de vida y amor, permanece.
A partir de aquí, la Nota habla de una “multiforme fecundidad”: los esposos
pueden ser fecundos en muchos niveles, incluso cuando no hay hijos o cuando,
por un tiempo, no hay vida sexual. Lo central es la caridad conyugal, que da al
matrimonio una capacidad de generar bien —en ellos mismos, en la familia, en la
Iglesia, en la sociedad— que va más allá de lo biológico.
8. Una amistad abierta a todos
Finalmente, se insiste en que una unión exclusiva, si es verdadera, no se
encierra en sí misma. La pareja no está llamada a convertirse en un pequeño
búnker afectivo, un “nosotros contra todos”, sino en una amistad abierta,
disponible para el servicio y la comunión con otros.
La caridad conyugal ensancha el corazón: empuja a los esposos a participar
en proyectos compartidos por el bien de la comunidad, a salir de sí, a superar
el repliegue individualista. Esto se concreta en muchas cosas: el trabajo y los
espacios personales que enriquecen el diálogo matrimonial; la apertura a los
hijos o, cuando no los hay, a formas de paternidad y maternidad espiritual; la
amistad con otros matrimonios; el compromiso social y eclesial. Una prueba
privilegiada de esta apertura es la atención a los pobres, considerados no como
un problema ajeno, sino como “cuestión familiar”, “de los nuestros”, según
palabras del Papa citadas por la Nota.
De este modo, la amistad conyugal se muestra verdaderamente evangélica
cuando su amor exclusivo se traduce en una caridad expansiva, que hace sitio a
los frágiles, a los heridos, a los últimos.
VII. Conclusión
En su conclusión, la Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio como
unión exclusiva y pertenencia recíproca recoge en pocas líneas el núcleo de
todo lo expuesto. Recuerda, ante todo, que cada unión esponsal es única y
concreta, marcada por límites humanos; pero, cuando es auténtica, todo
matrimonio es una unidad de dos personas que reclama una relación tan íntima y
total que no puede compartirse con otros. Esta exigencia de exclusividad brota
también de la igual dignidad y de los mismos derechos de ambos: si el otro
pudiera ser relativizado o usado como un medio más entre otros, se traicionaría
la verdad misma del amor.
Esta es, dice el texto, la verdad de la monogamia que la Iglesia lee en la
Escritura cuando afirma que los dos se hacen “una sola carne”. La monogamia
aparece así como la primera característica esencial de esa amistad peculiar que
es el matrimonio: una relación totalizante —espiritual y corporal— llamada a
madurar y crecer continuamente. En su dinamismo, esta unión quiere reflejar, de
modo humilde y real, la belleza de la comunión trinitaria y de la relación
esponsal entre Cristo y su pueblo.
Al subrayar que la unidad es la propiedad fundante del matrimonio, de la
que brota la indisolubilidad, la Nota concluye invitando a no hablar solo de
“obligaciones” o de “doctrina”, sino a custodiar el amor conyugal como una
realidad viva, en crecimiento. El matrimonio cristiano, vivido como unión única
y exclusiva, aparece así como un camino apasionante de humanidad y de santidad,
un signo concreto de cómo Dios ama de verdad: con un amor fiel, personal,
irrevocable y para siempre.
(El testimonio no está en la
Nota doctrinal, es un añadido)
Testimonio de Almudena
y Joaquín (50 años de matrimonio)
Me llamo Almudena.
Soy maestra
jubilada, de las de bata, tizas y “sacad el cuaderno, por favor”.
Y
hace unas semanas Joaquín y yo hemos celebrado nuestras bodas de oro:
cincuenta años casados.
Si yo tuviera que ponerle nota a nuestro matrimonio, como hacía con los
exámenes, no sería un 10 perfecto. Sería más bien un 7,5 muy luchado,
lleno de tachones, correcciones al margen y algún “repetir” en rojo… pero con
un enorme: “¡Bien! Se nota el esfuerzo”.
Quiero contaros un poco cómo hemos llegado hasta aquí.
Con verdad, con humor y sin maquillajes, porque uno no vive cincuenta años con
alguien sin que se le caigan unas cuantas idealizaciones por el camino.
1. “Yo, Almudena, te recibo a ti, Joaquín…”
Cuando me casé, a los 23, yo tenía mi película montada:
un marido detallista, romántico, que se diera cuenta de todo sin que yo se lo
pidiera, que me recitara poesía…
Y Dios me dio a Joaquín: bueno, honrado, trabajador…
y con la sutileza emocional de un ladrillo.
El día de la boda repetí: “Yo, Almudena, te recibo a ti, Joaquín,
como esposo…”
Ese “a ti” lo he entendido de verdad con los años, no ese día
con el vestido blanco.
No me casé con “un marido ideal”, me casé con Joaquín, con sus
virtudes y sus manías:
·
el hombre que deja siempre la tapa de la pasta de
dientes abierta,
·
que confunde el cesto de la ropa sucia con “cualquier
silla”,
·
y que cuando le preguntas “¿en qué piensas?” suele
decir: “en nada” … ¡y es verdad!
Al principio, reconozco que intenté “educarlo” como si fuera un
alumno más:
“Así no, Joaquín, las toallas NO se dejan en el suelo”;
“repite conmigo: lavavajillas, programa corto”.
Con el tiempo he entendido que el matrimonio no es un proyecto para cambiar
al otro, sino un proyecto para aprender a amar así, tal cual.
A Joaquín no lo aprobaron por oposición de marido perfecto:
le fichó el Señor para mi vida, y conmigo venían también mis manías.
2. Dos proyectos… y un solo “nosotros”
Yo era muy de mi casa. Mucho. En mi familia había una especie de “ministerio
de decisiones importantes” formado por mi padre y mi madre. Y, claro,
opinaban de todo:
·
—Ese piso es pequeño, hija.
·
—Ese trabajo no te conviene.
·
—Los niños, mejor al colegio tal, que tiene más nivel…
Y yo, obediente maestra, dudaba de todo lo que no pasara por “el comité
de expertos de casa de mis padres”. Casi me salía solo: “lo tengo que
consultar en casa”.
Un día, ya con dos hijos, Joaquín y yo discutíamos por enésima vez sobre
una decisión (ni me acuerdo cuál, pero en su momento era “gravísima”). Yo
empecé con mi cantinela:
—Es que mis padres piensan que…
Y Joaquín, que llevaba ya varias rondas oyendo lo mismo, respiró hondo y me
dijo, muy tranquilo:
—Mira, Almudena, yo quiero muchísimo a tus padres, de verdad. Pero yo no
me casé con ellos. Me casé contigo. Y
tú te casaste conmigo, no con ellos. Si
cada vez que decidamos algo tienen que estar sentados en esta mesa, aquí no
habrá nunca un “nosotros”, habrá un consejo de familia.
Me quedé callada. Mi primera reacción interior fue:
“¡Qué exagerado!… y qué razón tiene, el condenado”.
No citó Génesis ni “dejar padre y madre”, pero me dio una clase magistral: más
clara que muchos retiros.
Aquella noche lloré un rato —porque dolía soltar—, pero en el fondo entendí
que hacerse “una sola carne” también pasa por esto:
por bajar a tus padres del trono (sin dejar de quererlos) y subir al
lado a tu esposo.
Con los años he visto que esto no es cosa de un día, ni solo de los padres.
Se repite muchas veces, en muchos niveles:
·
¿Escucho más a mis amigas o a Joaquín?
·
¿Más a mi familia de origen o a lo que nosotros dos
vemos delante de Dios?
·
¿Decido como si fuera soltera con anillos o como parte
de un “nosotros”?
El “nosotros” no aparece por arte de magia el día de la boda.
Se construye a pulso, a base de decisiones pequeñas y grandes donde uno
aprende, poco a poco, a dejar de ser “soltero con anillos”… y a vivir como lo
que ya es: una mitad de un “nosotros entero”.
3. Pertenecer sí, poseer no
Os confieso algo: yo he sido bastante celosa, pero de pensamiento,
no de escándalos. Nada de telenovela; lo mío era más bien radioteatro
interior.
Hubo una época en que Joaquín tenía una compañera de trabajo muy simpática.
Yo estaba hasta arriba de niños y coles, y ellos se reían mucho juntos. Mi
cabeza empezó a escribir novelas enteras: “Joaquín y la otra, capítulo 7”.
Le miraba el bolsillo de la chaqueta “por si acaso”.
Si llegaba diez minutos tarde, yo ya estaba componiendo dramas dignos de
premio.
En una confesión, el sacerdote me dijo:
—Mira, Almudena, tu marido no es tu perro ni tu propiedad. Te
pertenece en el amor, sí, pero no es un objeto. Tú no puedes controlar todos
sus pasos. Puedes elegir confiar y amar, o vivir en una cárcel de
sospechas.
Volví a casa medio enfadada con el cura… pero tenía razón.
(Lo odioso de la verdad es que suele tener razón).
Una noche, en el salón, le dije a Joaquín:
—Tengo que pedirte perdón. Te trato como si fueras “mío” en el peor
sentido, como si no fueras libre. Me da miedo perderte, pero sé que si tengo
que atarte, es que ya te he perdido por dentro.
Joaquín no es de grandes discursos. Se quedó mirando un rato el suelo y
dijo:
—Yo también tengo que cambiar cosas. A veces juego a sentirme importante
con las risas del trabajo… Pero mi sitio es aquí, contigo. Y quiero que
se note.
Ahí entendí algo que me ha ayudado muchísimo: Nos pertenecemos, sí, pero somos
de Dios antes que del otro.
Hay un rinconcito de su corazón donde yo no entro, y uno del mío donde él
no entra. Ese sitio es de Dios.
Y eso no hace peor nuestra monogamia, la hace más limpia.
Menos “tú eres mío o te destruyo”, y más “tú eres mío porque yo me doy a ti,
libremente, cada día”.
4. Hijos, nueras, nietos… y el arte de soltar
Tuvimos cuatro hijos. Yo solía decir en broma que eran “mis alumnos
fijos”: los únicos que no podían cambiar de colegio para librarse de mí.
El problema es que, si no tienes cuidado, te crees que los hijos son tu
proyecto, tu obra, tu redacción mejor escrita… y no: son personas libres.
Cuando nuestro hijo mayor, Miguel, se echó novia “en serio”, a mí se me
removió todo. La primera vez que vino Marta a casa, yo la recibí con sonrisa… y
con escáner mental:
“¿Será bastante buena para mi niño? ¿Cocinará bien? ¿Le querrá tanto como
yo (que, por supuesto, soy insuperable)?”.
Un día, Miguel, muy nervioso, me dijo en la cocina:
—Mamá, te quiero mucho, pero… mi familia ahora es Marta. Necesito
que lo aceptes.
Mi primera reacción interna fue: “¡Ingrato, con lo que yo he sudado
contigo!”.
Luego
respiré hondo, me acordé de Joaquín y de mi famoso “me casé contigo, no con tus
padres” y pensé: “Ahora me toca a mí estar al otro lado”.
La monogamia de los hijos también nos pide a los padres no invadir,
no exigir ser los primeros, no hacer chantajes de “con todo lo que he hecho por
ti”.
Cuando dejé de competir con Marta y empecé a verla como aliada, todo
cambió. Ella bajó defensas, yo bajé mis exigencias, y Miguel respiró.
Mi papel ya no era “la inspectora de la pareja”, sino apoyar su “nosotros”.
Ahora, cuando vienen con los nietos, mi papel no es mandar, ni corregirles
los deberes vitales; es ser abuela, que ya es bastante:
·
mucha merienda,
·
algún consejo cuando me lo piden (no cuando me
apetece),
·
y, sobre todo, cariño sin posesión.
Es liberador: dejar de ser “la protagonista absoluta” para pasar a
ser “la secundaria muy querida”. Y, oye, se vive muy bien ahí.
5. El cuerpo: de los fuegos artificiales a las brasas
buenas
Aquí la maestra se sonroja un poco, pero creo que hace falta hablar de
esto.
La vida con Joaquín no ha sido un anuncio de colonia.
Ha habido épocas de mucho deseo, otras de puro cansancio (cuatro hijos,
trabajo, casa… ya me diréis), épocas de enfados que se colaban en la cama y
hacían de muro, y una temporada especialmente delicada en la que estuve enferma
y tuvimos que parar.
Yo me sentía poco mujer, poco atractiva, un estorbo. Una noche, con
lágrimas, le solté:
—Mira, Joaquín, yo ya no soy la de antes. Si quieres… tendrás que aguantar
con una mujer a medias.
Él se rió un poco (con cariño) y dijo:
—Almudena, tú nunca fuiste “la de los anuncios”, y aun así te quise.
Yo no me casé con tu cuerpo joven, me casé contigo.
Y si ahora lo que puedo darte es abrazarte, cogerte la mano, dormir contigo
cogidos… pues eso haremos. Pero sigues siendo mi esposa entera.
(Lo de “nunca fuiste la de los anuncios” dolió un poco… pero tenía razón, y
nos reímos los dos).
Ahí entendí que “una sola carne” va mucho más allá del momento sexual.
Es llevar la
vida del otro en el propio cuerpo:
·
acompañar a la consulta,
·
aprender a leer sus gestos de dolor,
·
levantarse por la noche cuando al otro le falta el
aire,
·
sostenerle cuando se marea en la ducha.
Ahora nuestras muestras de cariño son más discretas, sí, pero también más
hondas: un beso antes de dormir, su mano en mi hombro cuando subimos las
escaleras, la forma única en que me arropa con la manta cuando me quedo dormida
en el sillón viendo la novela.
Son cosas que no hago con nadie más, ni él tampoco.
Es nuestra poesía de mayores, sin rima, pero muy de verdad.
Menos fuegos artificiales, más brasas que siguen calentando.
6. Amarnos también es corregirnos (con rojo y con
azul)
Como maestra, siempre decía a mis alumnos: “Corregir no es humillar, es
ayudar a mejorar”.
En el matrimonio es parecido, pero más delicado. No puedes ir con el boli
rojo a todas horas, porque matas al otro. Ni puedes dejar de corregir nunca
nada, porque entonces se rompe todo por dentro.
Joaquín me ha corregido cosas importantes, y yo a él.
Él, por ejemplo, tuvo una época de “club”: bar, cartas, amigos… y yo
sola con los niños, la cena y las mochilas. Para ellos, tertulia; para mí, gimnasia
rítmica con mochilas y cenas.
Una noche le solté, ya cansada:
—Mira, Joaquín, no quiero ser la portera de tu vida. No quiero que me
cuentes tus heroicidades en el bar. Te necesito aquí, con nosotros. No
puedes ser el alma del bar y un mueble en casa.
Se enfadó, claro. Tuvimos nuestra buena discusión. Pero poco a poco fue
ajustando: cambió horarios, bajó el ritmo, buscó otras maneras de desconectar. No
se hizo santo de golpe, pero se dejó corregir.
Él también me ha puesto el espejo delante.
Un día me dijo, muy serio:
—Almudena, a veces tengo la sensación de que estás casada con la
limpieza, la parroquia y las preocupaciones, y que yo voy detrás, con los
nietos haciendo cola. Me gustaría sentir que soy importante para ti, no solo
“el compañero de piso oficial”.
Me dolió. Mucho. Pero tenía razón. Me había refugiado en “estar ocupada”
para no tocar otras cosas. Y pedí perdón. Y empecé a dejar algún plato sin
fregar para sentarme con él (lo cual, para una maestra obsesionada con el
orden, es casi penitencia pública).
La caridad conyugal, después de cincuenta años, es esto:
atreverse a decirle al otro:
“Te estás perdiendo”, “te estás amargando”, “estás huyendo”, no para
aplastarlo, sino para reengancharlo al “nosotros”. Corregir, sí, pero
con rojo y también con boli azul, poniendo al lado: “Se nota el esfuerzo”.
7. Fecundidad: cuando ya no hay pañales…
pero sigue habiendo vida
Dios nos dio cuatro hijos, y un aborto que nos rompió el alma pero nos
abrió también al Cielo. Durante años, nuestra fecundidad eran mochilas,
meriendas, discusiones de adolescencia, catequesis, médicos, actividades… y el
coche siempre oliendo a bocadillo.
Cuando se fueron yendo de casa, me pasó lo que a muchas:
una mezcla de alivio (“por fin silencio”) y de vacío (“¿y ahora quién soy
yo?”).
Ahí entendí algo que la Iglesia repite, pero que hasta que no te toca no lo
ves: el matrimonio es fecundo también más allá de tener hijos.
Joaquín y yo, poco a poco, empezamos a:
·
acompañar a parejas jóvenes de la parroquia,
que nos miran como preguntando: “¿De verdad se puede durar tanto sin
matarse?”;
·
invitar a comer un domingo al sobrino separado,
que estaba hecho polvo y necesitaba una mesa y una oreja;
·
echar una mano en Cáritas, no solo con bolsas, sino escuchando
historias, aprendiendo nombres.
Siempre decimos medio en broma que tenemos:
·
nietos de sangre, y
·
nietos de corazón: chavales del barrio, hijos de amigos, gente rota que ha pasado por
nuestra mesa a tomar café y esperanza.
Nuestro “nosotros” no se ha vuelto un búnker tipo “tú y yo contra el
mundo”.
Más
bien es como una casa con chimenea: nosotros cerca del fuego, y el que
necesite calentarse un rato, que se siente.
Luego ya veremos si ayudamos a fregar o no, eso depende de la confianza.
8. El misterio del otro… incluso después de 50 años
Hay una pregunta que me hacen mucho:
—Almudena, después de cincuenta años, ¿lo sabes todo de Joaquín?
Y yo siempre digo lo mismo:
—No. Y menos mal.
Sé mil cosas suyas: cómo se coloca las gafas cuando está nervioso,
cómo cambia el tono de voz cuando está preocupado por uno de los niños,
qué chistes le van a hacer reír antes de contarlos (y cuáles le van a parecer
mal, para no meter la pata en la comida familiar).
Pero hay un trocito de su corazón que no controlo, ni quiero.
Sus conversaciones más íntimas con Dios, sus miedos más hondos, su preparación
silenciosa para la muerte, sus recuerdos de infancia que a veces asoman de
repente…
Ese pedacito de misterio me recuerda dos cosas muy importantes:
1. Que no es Dios. No puede llenarlo todo en mí, y yo no puedo llenarlo
todo en él. Y está bien que así sea.
2. Que nuestro matrimonio no es un círculo cerrado, sino un camino que apunta
hacia más allá: hacia Dios, que es el único capaz de colmar del todo.
Ese “resto de misterio” es como un verso que nunca terminamos de entender,
pero que sabemos que es hermoso.
9. Si tuviera que resumir…
Si yo tuviera que hacer ahora, como buena maestra, un pequeño resumen-esquema
de estos cincuenta años, diría:
·
La exclusividad no es “porque lo manda la Iglesia”, sino porque, en el fondo, el corazón
no quiere ser “uno más” en la lista de nadie.
Yo no quiero ser “una de las mujeres” de Joaquín: quiero ser su esposa.
Y él, mi esposo. Un “tú y yo” que no se reparte.
·
La pertenencia recíproca es: “yo soy tuya y tú eres mío”…
pero sin olvidar que antes somos de Dios. Por eso, sin celos enfermizos,
sin controles, sin espionaje del móvil. Mucha confianza, mucho perdón y un poco
de sentido del humor.
·
El amor se transforma: del “todo fuego” al principio, a estas brasas tranquilas de ahora, que
calientan sin quemar. No es menos amor, es amor madurado, con canas y
con arrugas.
·
La fecundidad no se acaba
cuando se acaban los embarazos: sigue en cómo
acoges a tus nueras, a tus nietos, a los vecinos, a los pobres, a los
matrimonios jóvenes que te miran como diciendo: “¿De verdad se puede?”. Y tú
piensas: “Se puede… con mucha gracia de Dios y bastante paciencia mutua”.
·
La amistad conyugal es el regalo más grande: después de Dios, Joaquín es mi mayor amigo. No
porque pensemos igual en todo (gracias a Dios, no), sino porque hemos
compartido la misma historia: los mismos sustos, las mismas risas, los
mismos “no sé cómo vamos a salir de esta”… y aquí seguimos.
Y si me permitís terminar en plan profesora de lengua, citando a una poeta
que me encanta, Emily Dickinson, que decía:
“Que el amor lo es todo, es todo lo que sabemos del amor”.
Yo, Almudena, después de cincuenta años con Joaquín, añadiría:
“Y lo poquito que sabemos, lo hemos aprendido amando al mismo, todos los
días, con sus particularidades, sus manías, y con la gracia de Dios
sosteniendo el suspenso cada vez que nosotros queríamos tirar los libros.”
Si algo deseo con este testimonio es que, quien lo lea, pueda mirar a su
esposo o a su esposa —con sus cosas, sus defectos, sus rarezas— y, quizá en
silencio, quizá con una media sonrisa, decirle por dentro:
“No eras como yo imaginaba…pero eres tú. Y quiero seguir escribiendo
este ‘nosotros’ contigo, con Dios en medio, hasta el final.”

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