Un soldado inglés escribe una carta a su familia desde las trincheras del frente durante la Navidad de 1914, en plena Gran Guerra.
Periodista especializado en Arte e Historia del Arte
Fuente: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/nochebuena-trincheras-primera-guerra-mundial_25179
Un grupo de soldados alemanes e ingleses confraternizan en el frente belga el día de Navidad de 1914.
Topham Picturepoint / Cordon Press
Ypres (Bélgica), 29 de
diciembre de 1914
Querida madre,
Deseo que en casa
os encontréis todos bien. ¿Qué tal la gripe de Jessica? Espero que mi querida
hermana pequeña se haya recuperado y pueda ir a la escuela al terminar las
vacaciones. ¿Y papá? ¿Todavía le duele la muela? Dile que vaya al médico de una
vez, que se pone muy pesado cuando no se encuentra bien.
No sabes cómo os agradezco vuestro regalo de Navidad. Las croquetas estaban deliciosas, y el aguardiente es realmente necesario para pasar las frías noches aquí en Bélgica. Créeme cuando te digo que mis compañeros de guardia te lo agradecen tanto como yo mismo.
Muchas noches llegamos los cero grados, pero a causa de la brisa del mar del Norte, que tenemos a apenas 30 kilómetros, parecen incluso menos. Vamos abrigados de los pies a la cabeza, como momias, y aun así es imposible no pasar frío.
El viento glacial nos cala hasta los huesos y nos persigue, impidiéndonos dormir en nuestros reducidos refugios, simples huecos excavados en la trinchera, que la lluvia llena de barro. Las interminables guardias nocturnas transcurren en absoluto silencio y oscuridad, pocas veces las nubes dejan ver alguna estrella en el firmamento.
Pero no os preocupéis, en realidad estoy bien. Podría decirse que hace semanas que las cosas están muy tranquilas, al menos lo más tranquilas que pueden estar en una guerra. Aquí en Ypres los durísimos combates terminaron más o menos a mitad de noviembre
Fue una
carnicería que no servía a nadie para avanzar ni una pulgada de
terreno. Los cadáveres mutilados se amontonaban en
tierra de nadie. No podíamos ni recoger los cuerpos para darles una digna
sepultura por miedo. Fueron semanas horribles, con la angustia de no
saber si estaríamos vivos al día siguiente.
La situación ahora
ha cambiado radicalmente. El frente ha acabado estabilizado en una
larguísima línea que va desde el mar del Norte hasta Suiza. Nosotros
(ingleses, franceses y la magra resistencia belga) estamos al oeste, y
enfrente, a unos doscientos metros al este, tenemos la barbarie
alemana. Todos agazapados y bien protegidos en nuestras trincheras.
Los
periódicos lanzamientos de obuses sobre la retaguardia se han
convertido en una especie de ritual que se repite a diario a las mismas horas y
en los mismos lugares, pero, al contrario de lo que diría la lógica, estos
ataques parecen no querer causar un daño real. Más bien están destinados
a recordarnos que estamos en guerra y a que permanezcamos en alerta.
Advertidos como estamos, es relativamente fácil protegerse de ellos.
Nuestra vida, parapetados a más de tres
metros bajo el nivel del suelo, es una sucesión de rutinas que ayudan a
sobrellevar la dura vida en estas estrechas zanjas en las que cocinamos,
comemos, dormimos y pasamos las horas lo mejor que podemos. Pero el
otro día ocurrió algo inesperado y que por unas horas nos devolvió a
todos a un mundo que vivía en paz.
A última hora
de la tarde del día de Nochebuena la tranquilidad absoluta se
apoderó del frente. Fue un momento inquietante. Cualquier novedad parece el
preludio de que algo horrible está a punto de suceder...
Entonces comenzamos
a escuchar villancicos y canciones patrióticas provenientes de las
trincheras alemanas, en las que también se habían dispuesto árboles de Navidad
iluminados. No era una actitud provocativa, parecía un momento de genuina
felicidad que nuestros enemigos querían compartir. Nosotros respondimos
entonando nuestras propias canciones y comenzamos a intercambiar
mensajes de buena voluntad de una trinchera a otra.
Esa noche los
únicos sonidos que se escucharon fueron nuestras canciones y bromas, nada de
disparos. A última hora, alguien desde el bando alemán gritó: “mañana,
si vosotros no disparáis, nosotros no dispararemos”. Fue el último mensaje
que intercambiamos, pero ciertamente, esa noche reinó la paz más absoluta y
pude dormir como hacía semanas que no dormía.
A la mañana
siguiente, un compañero me despertó diciendo “¡escucha, los alemanes
están allí arriba en tierra de nadie paseando, repartiendo bebidas y
cigarrillos”. Era una imagen sorprendente: soldados alemanes charlando
amigablemente con mis compañeros. Reían, compartían historias y se
enseñaban fotos de sus madres, hijos y esposas. Muchachos que 24 horas
antes estaban disparándose entre sí. Fue un momento emocionante e
irrepetible.
No te lo vas a
creer, pero yo mismo conversé con uno de ellos, Gunter, no llegaba
a la treintena. Tenía un buen inglés. Había estado viviendo en Londres, según
me explicó. Me regaló su casco, ese típico con el pincho arriba. Lo
llevaré para enseñároslo cuando regrese a casa. Me invitó a ir a su casa, una
granja cerca de Múnich, por un momento, mientras compartíamos cigarrillo, pensé
que eso sería posible.
Fue un
milagro que solo podía darse el día de Navidad, la guerra paró por unas
horas y pudimos comprobar como los enemigos que tenemos en frente están tan
cansados, desaseados y enfermos como nosotros; y que su vida, en unos agujeros
como los nuestros, es muy similar a la que llevamos nosotros.
He oído que en
otros lugares incluso llegaron a jugar algún partido de fútbol. He
escuchado la misma historia explicada de tres lugares distintos. No sé si será
cierta, puesto que la tierra de nadie no es el mejor lugar. Está llena de
proyectiles, alambradas y de cadáveres. También para ellos hubo esta vez
tiempo. Fue un día para recoger sus cuerpos, un trabajo duro pero
que había que hacer por respeto a los muertos y a sus familiares.
Fuéramos ingleses, franceses,
alemanes o austriacos, todos compartíamos el deseo real de terminar con esta
guerra. Pero la tregua había sido algo espontáneo, no previsto por
los oficiales superiores y que puso muy nerviosos a los altos mandos. A media
tarde tanto nosotros como nuestros enemigos comenzamos a recibir órdenes
de regresar a nuestras trincheras.
“Regresen a su
posición”; “Bajen de nuevo a sus trincheras”, eran las órdenes que
iban pasando de boca en boca. Al mismo tiempo, estas mismas instrucciones
recorrían las filas alemanas. No entiendo su idioma, pero en los rostros de
esos soldados se dibujaba la misma expresión de desaprobación y malestar que en
los nuestros. Por dentro maldecíamos a los generales que habían decidido
desde su confortable cuartel en la retaguardia que debíamos continuar
la guerra. Y así terminó este espejismo de paz que vivimos por unas
horas.
El día de Navidad
no hubo más disparos, pero poco a poco han regresado las bombas y las balas
vuelven a volar por encima de nosotros. Cuánto deseo que termine esta
terrible guerra y poder volver con vosotros. Sabes que estáis siempre
en mi mente.
Tu querido
hijo.
P.D. No os olvidéis de mandar pudin, tu
comida es lo más parecido a estar en casa que tengo.
Besos

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