domingo, 18 de febrero de 2018

Homilía del Domingo Primero del Tiempo de Cuaresma, ciclo b


HOMILÍA DEL DOMINGO PRIMERO DEL TIEMPO DE CUARESMA, ciclo b
            Me encuentro con personas –algunas de ellas bautizadas- que despotrican con modos muy diversos contra la Iglesia. Da la impresión de que se crecen criticando a los curas, a las monjas, por la riqueza que tiene la iglesia, por los casos de escándalos que se hayan podido dar en ella, o incluso los hay de los que han debido de vivir durante la época medieval del tribunal de la Santa Inquisición porque hablan mucho de ella.
            Yo lo único que puedo decir que gracias a que estoy embarcado en el barco de la Iglesia me puedo encontrar con Cristo. Formo parte de la tripulación de este gran barco que lleva surcando los mares de la historia durante más de dos mil años. Que tal vez pueda dar la impresión de que esté surcando algunos mares turbulentos o donde el oleaje sea muy peligroso donde uno crea que se vaya a la deriva con el temor de encallar contra alguna roca o un iceberg. Y uno puede tener cierto miedo y tener una lista de temores. Salta un escándalo en la Iglesia por un obispo o un presbítero o un religioso o religiosa que ha cometido un pecado notorio y un delito imputable y parece que todo se va a derrumbar. Se destapa algunos lujos de algunos obispos o cardenales que viven sin coherencia con lo que ellos mismos predican y los medios de comunicación social se hacen eco enseguida. Parece que en las bodegas del barco de la Iglesia se van inundando de agua corriendo grande riesgo su propia flotación. Sin embargo la fuerza de la gracia de Dios es más potente que el propio mal azuzado por Satanás.
Dios ha establecido con nosotros una alianza de amor que no permitirá que el mal nos devaste (PRIMERA LECTURA, Gén 9, 8-15). Ya no harán falta sacrificios de animales ni el derramamiento de la sangre para sellar una alianza, la cual era constantemente vulnerada por los hombres abusando de la paciencia de Dios. Y esa alianza se sellará de modo definitivo en la cruz de Cristo, en su sangre: «Tomad y bebed todos de él, porque esto es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados».
El Señor conoce de nuestra profunda debilidad y del alto riesgo que tenemos de serle infiel, de ahí que desee su Espíritu Santo morar en el alma de cada uno para ayudarnos y fortalecernos desde dentro en esa lucha contra el mal. Ya nos lo dice la primera carta del apóstol San Pedro «Cristo sufrió su pasión (…) por los pecados (…) para conducirnos a Dios» (SEGUNDA LECTURA, 1 Pe 3,18-22).
 El mismo Moisés fue ayudado por Aarón y Jur sosteniéndole los brazos en alto en aquella batalla de Israel contra Amalec (Ex 17, 8-16). Y gracias a esa ayuda que recibió Moisés, Josué derrotó a Amalec y a su pueblo a filo de espada. Es el mismo Jesucristo el que sostiene tus brazos alzados para que puedas salir vencedor del combate. ¿Cómo afrontar el combate de la muerte de un ser querido o la propia muerte, o el combate de la enfermedad con todas la limitaciones y sufrimientos que lleva inherente, o el combate de esa situación de desempleo, de ruina económica, de penurias por no poder tener seguridad y de vivir con miedo, de drogadicción, de alcoholismo, de ludopatía, o el desgaste notable por el paso de los años, etc.? ¿Cómo puede uno afrontar todo esto si no se está en la barca de la Iglesia? Si no estás embarcado, mueres ahogado. Recordemos la historia de tres judíos piadosos llamados Sidrac, Misac y Abdénago cuando se negaron a adorar a aquella estatua de oro de unos treinta metros de alta y tres de ancha que colocó el rey Nabucodonosor en Babilonia para que la adoraran (Daniel 3, 1-97). ¿Acaso murieron abrasados en aquel horno encendido donde fueron arrojados? Y eso que los criados del rey que los habían arrojado no paraban de avivar el horno con nafta, pez, estopa y sarmientos, llegando a elevarse la llama más de veinte metros por encima del horno, abrasando a los caldeos que se hallaban alrededor del horno.   Sidrac, Misac y Abdénago salieron ilesos de aquel horno. Nosotros si estamos dentro del barco de la Iglesia saldremos vencedores del tormento y la muerte no podrá tener dominio sobre nosotros.     
            Ese “arca” (tebah) es como una cesta, como la cesta en la que un día Moisés será salvado de las aguas. Tú y yo, todos nosotros, hemos adquirido la tarjeta de embarque en esta gran arca que es la Iglesia a través del bautismo, y que en palabras de San Pedro es el bautismo «el que actualmente nos está salvando». Y en este barco que es la Iglesia nos mantenemos a salvo ya que, tal y como dice el Salmo Responsorial «el Señor es bueno y es recto, y enseña el camino a los pecadores» (SALMO RESPONSORIAL, Sal 24, 4-5a. 6-7cd. 8-9).
            El demonio nos tentará en nuestra debilidad y caeremos y él nos acusará contantemente por ese pecado. Me acuerdo aún de una anécdota de la que fui testigo. Un chico había sido infiel a su chica y esto a este chico le había estado torturando largamente. Este chico se desahogó con uno de sus mejores amigos. Transcurrió el tiempo y esa amistad se tornó en enemistad. Y este antiguo amigo y actual enemigo quiso hacer daño a esa pareja de novios y amenazó al chico que había sido infiel con contarle a su novia lo de aquella infidelidad. Lo que no sabía este acusador que el propio chico se lo confesó a su chica y que ella se lo había perdonado y olvidado. Cuando el enemigo cumplió su amenaza, la chica le contestó: «Eso ya lo sabía desde hace mucho tiempo, ¿y para esto me molestas?». El otro, el acusador, se quedó totalmente descuadrado y avergonzado. A Cristo le encontramos en el desierto (EVANGELIO, Mc, 1, 12-15), allí sin seguridades, sin comodidades, con hambre y sed, cansancio y ampollas en los pies y en el cuerpo por los estragos que ocasiona tanta exposición a los rayos solares, etc.,  y allí se prepara para fortalecerse para hacer frente a las pruebas y tentaciones del Demonio. Cristo nos quiere llevar al desierto para que nuestra alma se desnude ante Él, para que no le ocultemos nada, para mostrarnos tal y como somos y sentimos y pensamos. Si nosotros contamos las cosas a Cristo, si le decimos todos nuestros secretos y pecados…al Demonio no le dejaremos que lleve a cabo su tarea de denunciar nuestro pecado ante el mismo Dios. A lo más, el Demonio hará el ridículo más absoluto.

Palencia, ESPAÑA, 18 de febrero de 2018

domingo, 11 de febrero de 2018

Homilía del Sexto domingo del Tiempo Ordinario, ciclo b


DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
            El Evangelio hoy está hablando de ti. Tú hoy sales en las lecturas que están siendo proclamadas en torno a todo el mundo. Tú hoy eres uno de los protagonistas del día. Tú y yo. Porque tú y yo somos ese leproso. Tenemos la lepra. No nos enfademos porque tal vez estés pensando que te estoy faltando al respeto o algo de eso. No estoy haciendo nada malo, simplemente estoy intentando ponerte en la verdad y haciendo un ejercicio de discernimiento para ponerme yo también en la verdad. Es cierto que no tenemos erupciones en la piel, ni inflamaciones ni esos síntomas propios de esta grave enfermedad (PRIMERA LECTURA, Lv 13, 1-2.44-46), sin embargo somos leprosos.
            Nuestra lepra es el pecado. Y en concreto, cada uno tenemos una lepra particular, concreta y bien definida, que es ese pecado que nos impide gozar de la presencia de Dios y que nos está robando el poder disfrutar de la gracia divina. Hay sacerdotes que afirman que esto del pecado no existe, que lo que se suele dar son equivocaciones, errores, meteduras de pata. Yo a esos sacerdotes les llamo embusteros y mentirosos. Si se niega la existencia del pecado estamos negando la existencia del enemigo, de Satanás, y si negamos la existencia de Satanás no daría lugar la gran batalla, la gran guerra que tenemos que entablar diariamente en nuestra vida cristiana. Y no entablaríamos esa guerra porque nos habríamos posicionado del bando de Satanás, dando la espalda al mismo Dios. Y lo curioso es que estaríamos en el bando del mal cuando estaríamos negando la misma existencia de Satanás y de su malvada obra que es el pecado. ¿O es que acaso no es pecado llegar a casa bebido y tratar a tu familia con constantes salidas de tono, con agresividad, faltando el respeto e imponiendo la tiranía de aquel que no es dueño de sí mismo? ¿Acaso no es pecado el no ayunar de algo que implique una renuncia personal para ayudar a los demás? ¿Acaso no es pecado el mirar con lujuria a esa otra persona olvidándote de su dignidad de hijo o hija de Dios? ¿Acaso no es pecado el vivir en concubinato con una persona que no es tu cónyuge despreciando la bendición que el mismo Dios otorga en el sacramento del matrimonio? ¿Acaso no es pecado el abuso de autoridad de algunos sacerdotes cerrando las puertas de sus parroquias a las nuevas formas de espiritualidad que el Señor va suscitando en su Iglesia? ¿Acaso no es pecado el aprovecharse de un cargo público para sacar el máximo interés personal? (...) Satanás tiene tal poder de engaño y de mentira que nos presenta como deseable lo que nos conduce a la muerte eterna.  A lo que la Palabra nos dice, tanto a ti como a mí: ¡Impuro!, ¡impuro!
            En las Primeras Comunidades Cristianas todo aquel que tenía un pecado notorio se le expulsaba de la Comunidad e incluso del pueblo. Porque el pecado nos expulsa del Estado de Gracia. Y el pecador iba vagando de un lado para otro y solamente cuando daba muestras fehacientes de su profundo dolor de sus pecados y del deseo firme de arrepentimiento, y sólo después de ser escrutado, examinado y pasado una serie de pruebas que se le ponían –por parte de los responsables de la comunidad y de los presbíteros- eran reincorporados a la Comunidad mediante un rito de nueva admisión. Esto era necesario hacerlo porque una manzana podrida en el cesto podía podrir al resto. Esto ahora no se hace y algunos conciben como normal algo que en si mismo es un germen de muerte eterna.
            El mismo Salmo Responsorial de hoy nos narra una experiencia de liberación del pecado y de profundo agradecimiento a Dios porque el amor ha sido más fuerte que el daño que uno libremente ha ocasionado. (SALMO RESPONSORIAL, Sal 31, 1-2.5.11). El salmista nos ofrece una catequesis a cada uno. Antes su vida era un caos, donde todo cabía y las cosas eran buenas o malas conforme a su conveniencia. Él era esclavo de su pecado, de esa lepra, un pecado que le iba presionando –pero él no se daba cuenta- y le impedía amar con todas sus fuerzas, porque en vez de buscar el bien del otro primero primaba el propio. Llega un momento en el que uno se va apagando internamente y el hastío coloniza todas las facetas de su vida. Sin embargo algo le debió de suceder –tal vez la muerte de un ser querido, un cambio de suerte, un acontecimiento notable en su vida- en el que el mismo Dios intervino o permitió para lanzarle una soga para sacarle de ese particular foso donde él mismo se había metido. Y es aquí, cuando va teniendo, poco a poco una pequeña experiencia del amor de Dios, todos sus anteriores esquemas de vida –su concepción del dinero, el modo de relacionarse con las personas del otro sexo, su trabajo y tiempo de ocio libre, etc...- se van derrumbando y va descubriendo el daño que se ha ido haciendo y lo que él mismo, con su comportamiento, ha ido generando a todos aquellos que le aman. El contacto con Dios permite que esa particular venda que tenía en sus ojos se vaya cayendo y pueda vivir en la verdad y romper con la tiranía de la mentira. De ahí que el mismo autor del salmo grite lleno de júbilo «Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación». El contacto con Dios le hace reconocer su pecado, le genera llorar por su pecado, le permite ser perdonado por Dios y ser sanado en su totalidad por el Todopoderoso. Él tiene experiencia del Demonio y tiene experiencia de la Gracia de Dios que es mucho más fuerte que el mal y que todo pecado. Es más, el salmista va adquiriendo una amistad tan íntima con Dios que va teniendo con Él una serie de secretos, de cosas que solamente quedarán entre Dios y él.
            De esos secretos bien sabe San Pablo (SEGUNDA LECTURA, 1 Cor 10, 31-11,1) cuando al escribir a los corintios les dice «sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». Él se sabía leproso, había sido perseguidor de los cristianos, y era conciente de la fragilidad en la fe de muchos de esos corintios que podían escandalizarse por cualquier cosa. Y va adquiriendo esa delicadeza y paciencia en el trato con estos hermanos débiles en la fe para ir fortaleciéndoles. Y puede fortalecerles porque Pablo de Tarso previamente, en esas confidencias de intimidad llenos de secretos compartidos con Jesucristo, fue fortalecido para dar testimonio valiente del Señor hasta poder dar la sangre por Él. Cuando uno está con Jesucristo nos sucede lo mismo que al leproso del Evangelio (EVANGELIO, Mc 1, 40-45) que uno reconoce su pecado, le duele su pecado, llora por su pecado, se arrepiente de su pecado, implora perdón por su pecado, y el Señor Jesús nos dice «quiero, queda limpio», rompiéndonos esa cadena que teníamos atada en el cuello por Satanás, ya que éramos sus esclavos, para pasar a ser hijos libres de un Dios que nos ama y nos envuelve con sus alegres cantos de liberación.
Blog: capillaargaray.blogspot.com
Palencia, España - 11 de febrero de 2018

domingo, 4 de febrero de 2018

Homilía del Quinto Domingo del Tiempo Ordinario,ciclo b

QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b

            Dios conoce nuestra debilidad y de nuestros pecados. De nuestra debilidad en cuanto a la enfermedad y a todo aquello que nos hace sufrir y del modo de cómo lo afrontamos. De hecho hoy la Palabra nos presenta a un Job de lo más pesimista. Está atravesando momentos muy duros de dolor y de prueba. Es más, Job está en medio de la prueba: un hombre de conducta intachable, que poseía siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, seiscientas asnas, gran cantidad de criados, y tenía a una esposa con siete hijos y tres hijas. Y de la noche a la mañana pierde todo cayendo en la más de las absolutas de las miserias. Y encima su salud se empezó a resquebrajar con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla que le hacía sufrir lo que no está escrito. Job está en medio de esta gran prueba del dolor: Arruinado y enfermo.  
            Se podría pensar, que como uno cumple con Dios, que reza, que hace limosna, ayuna… pues como que Dios tiene la obligación de protegernos de estos males. Tratamos a Dios como una especie de seguro que garantice nuestro bienestar. De hecho hay gente que, ante una desgracia nos dice: ¿Dónde está tu Dios ahora? Mucho ir a Misa y ahora te has quedado en el paro, o ese hijo te ha salido drogadicto, o tu esposa o tu esposo se ha ido con otro, tienes que estar soportando a tu padre o a tu madre cuando tus hermanos se han desentendido de ellos… Es el momento de la prueba. Y el autor del libro de Job, que era un gran sabio, se asoma al mundo que nos rodea para observarlo en profundidad y recurre a tres oficios duros y difíciles: la vida como un servicio militar que lleva añeja una disciplina inhumana; el esclavo que trabaja de sol a sol en condiciones lamentables; y como el jornalero que aspira al final de la jornada para recibir el salario y descansar como en un oasis. De hecho muchos viven así y no son capaces de abrir los oídos a aquello que Dios les está diciendo para que se puedan salvar y vivir. El Demonio se ha obcecado/empeñado en que nosotros no aceptemos nuestra propia historia. El Demonio quiere que renegamos de la historia de salvación que Dios está haciendo con cada uno, argumentando que Dios no sabe lo que necesitamos y que Dios nos da lo que él quiere y no lo que nosotros queremos. Nos dice, ¿dónde está tu Dios ahora que tu esposa se ha ido con otro? ¿Por qué no buscas tu propia satisfacción, tu propio desahogo y te buscas a otra y retomas tu vida? ¿Es que acaso no tienes derecho a hacerlo? A lo que el Demonio se aprovecha de nuestra debilidad en medio de las adversidades para poder ‘sacar tajada’ y nosotros picamos el anzuelo con gran facilidad.
            Buscamos y buscamos mal porque deseamos que Jesucristo nos solucione nuestros problemas y que nos quiete esa cruz que tenemos sobre nuestras espaldas: esa hipoteca de la casa, esa enfermedad que nos atormenta, esa esposa o esposo infiel, esa adicción al alcohol o a las drogas, ese afán de tener y tener cosas que te roba todo el tiempo de estar con los tuyos y de cumplir con las demás obligaciones… cada cual tiene su propia cruz. Pedimos y pedimos mal porque deseamos que se nos quite esa cruz pesada sobre nuestras espaldas. Nos dice el Evangelio que «la población entera se agolpaba a la puerta». Se agolpaban a la puerta porque ellos querían quitarse del medio esa enfermedad, esa dolencia, esa marginación… El Demonio nos plantea hacer un chantaje a Dios para que cambie los planes de Dios para nosotros. El Demonio nos mal aconseja susurrándonos al oído que obliguemos a Dios a que cambie nuestra historia, que cambie aquellos planes que Él tiene para nosotros porque no queremos sufrir. El Demonio sabe que si aceptamos nuestra cruz nos vamos a salvar. Y el Demonio esto no lo va a permitir. Mas la Palabra nos exhorta con voz potente: «No tentarás al Señor tu Dios». No podemos obligar a Dios a cambiar nuestra historia en beneficio propio. El Diablo nos dice que Dios no nos quiere, y que el sufrimiento que tenemos es absurdo, que es un sinsentido que lo podemos evitar sin tener repercusiones ni efectos secundarios. Esto nos dice el padre de la mentira. El Diablo lo que no quiere es que descubramos la verdad. Y la verdad es que Dios ha permitido algo en tu vida para permitir un encuentro con Él. Los apóstoles decían a Jesús «todo el mundo te busca», pero buscaban mal. Muchos eran los que apretujaban a Jesús cuando iba por las calles y notó que una mujer le había tocado con gran fe el borde de su manto. Era aquella mujer que sufría hemorragias desde hacía doce años.  Ella aceptaba su historia y quería del Espíritu del Señor para poder llevar aquella cruz tan pesada. O que ciego sentado al borde del camino, Bartimeo, el hijo de Timeo, que al sentir que Jesucristo pasaba por allí empezó a gritar a pleno pulmón: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». A lo que el Señor se paró ante él y le preguntó que qué quería. ¿Qué le pediríamos nosotros al Señor? Le pediríamos su Espíritu Santo para tener el don  del discernimiento para poder aceptar el dolor y aceptar todo el sufrimiento de nuestra historia como un acontecimiento para nuestra salvación. Recordemos que el Señor es el único que sana los corazones destrozados, tal y como hemos rezado en el Salmo responsorial.

Jesucristo anda sobre las aguas del lago, en aquella noche oscura mientras los apóstoles estaban muy lejos de la orilla con su barca, sacudida por las olas. El mar, aquel lago que representa nuestro dolor, nuestras preocupaciones, nuestras pesadillas, todo el sufrimiento interno y externo, todo lo que nos genera muerte…y Jesús andando sobre todo ello, andando sobre el agua. Y andando de noche, cuando todos los espíritus del mal andan sueltos, cuando la maldad se incrementa y todos se aprovechan por la oscuridad. Jesús anda en medio de nuestra noche para velar por nosotros, para cuidarnos, para conducirnos ante el Padre, para convertir la noche en tiempo de salvación. Y se acerca andando a la barca, sobre el lago y en plena noche cerrada. Los apóstoles muertos de miedo porque creían ver un fantasma, porque esa situación de dolor les estaba superando, porque esa infidelidad conyugal ha herido casi mortalmente el matrimonio, porque ese hijo drogadicto está matando a disgustos a sus padres…todos muertos de miedo porque creían ver un fantasma. Mas el Señor nos dice: «No temáis, soy yo». Y Pedro le respondió: «Si eres tú, mándame ir hacia tí», a lo que el Señor le contestó: «Ven». A lo que cada uno de nosotros le decimos al Señor: En mitad de mi dolor, de mis preocupaciones, de mi enfermedad, de mi muerte, de mi pecado, de las preocupaciones y sufrimientos familiares y personales…en medio de nuestro mar… el Señor nos dice: «No temáis, soy yo». A lo que nosotros le suplicaremos: si eres tú Señor, mándanos ir hacia ti… porque contigo Señor, «la tiniebla se convierte en luz y lo escabroso en llano» (Is 42, 16).