DICASTERIO PARA LA DOCTRINA DE LA FE
UNA CARO
Elogio de la monogamia
Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio
como unión exclusiva y pertenencia recíproca
(El presente resumen, al tratarse
de un documento tan extenso lo presentaré en tres partes para su lectura y
disfrute)
Link o enlace del documento original del Dicasterio para la doctrina de la fe: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_ddf_doc_20251125_una-caro_it.html
Una caro, elogio de la monogamia (parte 2– 3)II.- La monogamia en la Biblia
La Nota doctrinal del Dicasterio para la doctrina de la fe sobre el valor
del matrimonio como unión exclusiva y pertenencia recíproca parte de una frase
muy fuerte de Jesús: «Ya no son dos, sino una sola carne» (Mc 10,8). Con
esas palabras, el Señor no solo da una norma moral; señala la belleza de un
amor que hace de los esposos un “nosotros” estable, un cemento que da solidez a
la comunidad de vida y los empuja hacia una plenitud siempre mayor. El
matrimonio, querido “al principio” por el Creador (cf. Gn 1–2; Mt 19,4),
se presenta así como un pacto conyugal inscrito en la misma estructura del ser
humano: el hombre deja a su padre y a su madre, se une a su mujer y los dos
llegan a ser una sola carne (cf. Gn 2,24).
La Nota no idealiza el Antiguo Testamento: reconoce que su historia está
llena de infidelidades a la monogamia. Bastan algunos ejemplos de patriarcas y
reyes con varias esposas y concubinas (cf. 2 Sam 3,2-5; 11,2-27; 15,16; 1 Re
11,3). Sin embargo, dentro de ese mismo contexto se alzan voces que elogian un
amor exclusivo. El Cantar de los Cantares, por ejemplo, describe a la amada
como “única” entre muchas: aunque haya «sesenta esposas del rey,
ochenta concubinas e innumerables muchachas», ella sigue siendo la
preferida (cf. Ct 6,8-9a). Aquí ya se perfila una comprensión del amor conyugal
como elección única y fiel, que apunta a la monogamia.
La Nota se detiene de un modo especial en el relato de la creación de la
mujer en Génesis 2. Dios ve que «no es bueno que el hombre esté solo»
(Gn 2,18) y le da una ayuda «adecuada». El texto hebreo emplea la
expresión עֵזֶר כְּנֶגְדּוֹ (ézer kenegdó): una “ayuda” que está “frente
a él”, “a su altura”, alguien que le puede mirar a los ojos. No se trata de una
asistente subordinada, sino de un verdadero “tú” personal, llamado a una
relación de reciprocidad.
Se menciona también el término hebreo אִשָּׁה (ishá), “mujer”, que
subraya la condición de pareja: varón (’ish) y mujer (ishá) comparten la misma
humanidad y la misma dignidad, pero con identidades personales distintas. Varón
y mujer aparecen así como iguales en dignidad, distintos en identidad, llamados
a una reciprocidad necesaria, dialogal y complementaria. Desde aquí se entiende
que el proyecto original de Dios –al que Jesús remitirá explícitamente cuando
hable del matrimonio (cf. Mt 19,4)– es el de una alianza única, personal,
plena, duradera y exclusiva entre un hombre y una mujer, preferida incluso al
vínculo de sangre (cf. Gn 2,24).
El relato culmina con la frase: «Por eso dejará el hombre a su padre y a
su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2,24). El
documento recuerda que el verbo que se traduce por «se unirá» es el
hebreo דָּבַק (dávak), que literalmente significa “adherirse”,
“pegarse”, “aferrarse”. Es un verbo que aparece también en los salmos para
expresar la unión del orante con Dios («mi alma se adhiere a ti»). Aquí
indica una adhesión física y espiritual: la unión no es solo corporal, sino de
toda la vida, y apunta a una fidelidad estable. El “serán una sola carne”
no se reduce a una descripción biológica; expresa una donación recíproca total,
en la que ambos se pertenecen mutuamente de manera única.
A partir de este fundamento, el documento del dicasterio relee el
simbolismo nupcial de los profetas. Oseas, con su propia historia conyugal, se
convierte en parábola viviente: su esposa Gómer traiciona la alianza, pero el
profeta sigue amándola y esperando su regreso (cf. Os 2,4-25; 2,16-17). Esa
experiencia humana se utiliza para hablar de la relación entre Dios e Israel:
el Señor permanece fiel a un pueblo que lo abandona. Ezequiel presenta la
imagen de Dios que “extiende su manto” sobre la mujer (Israel): el gesto
expresa protección y, al mismo tiempo, exclusividad (cf. Ez 16,8). Malaquías
denuncia el repudio y los matrimonios con mujeres paganas, recordando que el
Señor “detesta el repudio” (Mal 2,16) y defendiendo la seriedad y estabilidad
del vínculo matrimonial.
La literatura sapiencial, y en particular el Cantar de los Cantares, da un
paso más. La pareja se expresa con fórmulas de pertenencia recíproca: «Mi
amado es para mí y yo soy para mi amado» (Cant 2,16) y «Yo soy de mi
amado y mi amado es mío» (Cant 6,3). La Nota pone estas frases en paralelo
con las grandes fórmulas de alianza: «El Señor es tu Dios y tú eres su
pueblo» (cf. Dt 7,6). De este modo, presenta el matrimonio como una
verdadera comunidad de vida y amor, fundada en una donación mutua y exclusiva.
El amor esponsal se convierte en signo de la relación única entre Dios e Israel
y prepara la plenitud de los textos del Nuevo Testamento.
En el Evangelio, Jesús vuelve explícitamente «al principio» (cf. Gn 1,27;
2,24) para responder a la cuestión del divorcio. En Mc 10,6-9 y Mt 19,3-9 une
los dos textos del Génesis —«Dios los hizo varón y hembra» (Gn 1,27) y «los
dos serán una sola carne» (Gn 2,24)— y concluye: «Lo que Dios ha unido,
que no lo separe el hombre». De este modo, confirma y lleva a plenitud el
designio originario: el matrimonio es una realidad en la que Dios mismo une de
manera única y definitiva a un hombre y a una mujer.
El Nuevo Testamento desarrolla además una simbología nupcial muy rica. Juan
el Bautista llama a Jesús «el esposo» (Jn 3,29). El Apocalipsis habla de
las bodas del Cordero (Ap 19,7-9) y presenta a la nueva Jerusalén como «la
esposa del Cordero» (Ap 21,1ss). San Pablo, en Ef 5,21-33, retoma Gn 2,24 y
presenta la unión entre Cristo y la Iglesia como un «gran misterio» (Ef 5,32).
La tradición ha visto en este pasaje el fundamento de la sacramentalidad del
matrimonio: el amor monogámico e indisoluble de los esposos se convierte en
signo visible de la alianza única y definitiva entre Cristo y su Iglesia. Así,
la exclusividad no aparece como un simple mandamiento añadido, sino como
reflejo del mismo estilo de amor que Dios tiene con su pueblo.
III. Ecos de la Escritura en la historia
Tras recorrer el testimonio bíblico, la Nota se pregunta cómo ha resonado
esta visión a lo largo de la historia de la Iglesia. No ofrece una crónica
detallada, pero sí señala algunas etapas y autores que ayudan a ver una línea
de continuidad: desde la Biblia hasta hoy, la monogamia se va entendiendo cada
vez más como una forma alta y humana de amar.
En los primeros siglos, diversos Padres y teólogos ven el matrimonio a la
luz de la fidelidad de Dios. Algunos subrayan que no es una realidad de
“segunda categoría” frente a la virginidad, sino un verdadero camino de
santidad: la alianza entre marido y mujer puede ser un lugar donde se refleje
la alianza entre Cristo y la Iglesia. Otros vuelven una y otra vez sobre las
imágenes bíblicas del esposo fiel, para presentar la fidelidad conyugal como
respuesta concreta a la fidelidad de Dios.
La tradición medieval profundiza en estas intuiciones. La Nota recuerda
cómo diferentes autores hablan del matrimonio como una “comunidad de toda la
vida”, en la que los esposos comparten no solo la casa o los bienes, sino las
alegrías y las penas, los proyectos y las renuncias, todo lo que hace la vida.
En este contexto, la fidelidad exclusiva se percibe cada vez más como lo que
corresponde a la igual dignidad de los cónyuges: cuando la relación se comparte
o se multiplica, la persona corre el riesgo de convertirse en “una más” dentro
de un conjunto, en lugar de ser amada como única.
Ya en la época moderna y contemporánea, la Nota recoge reflexiones de
teólogos que ven el matrimonio como un auténtico “lugar teológico”. Karl
Rahner, por ejemplo, habla del matrimonio como un espacio donde se hace visible
la gracia de Dios en lo cotidiano: en el perdón, en la paciencia, en la
perseverancia silenciosa de dos personas que han decidido caminar juntas. Otros
autores destacan que el vínculo conyugal, vivido de manera fiel y exclusiva, es
una forma concreta de participar en el amor estable de Dios, y no solo una
institución social o jurídica.
El Magisterio del último siglo va consolidando estos elementos. El Concilio
Vaticano II describe el matrimonio como «íntima comunidad de vida y de amor
conyugal» (Gaudium et spes 48), y recalca que esta comunidad se
apoya en la igualdad en dignidad de hombre y mujer. En esa línea, la unidad
matrimonial no es simplemente “estar juntos” bajo el mismo techo, sino
una comunión que «penetra toda la vida» de los esposos. De ahí que una
unión “pluripersonal” se vea como algo que degrada la dignidad de los cónyuges,
porque obliga a compartir lo que, por su naturaleza, está llamado a ser íntimo
y exclusivo.
Pablo VI, con la encíclica Humanae vitae, recuerda que en el acto
conyugal se unen inseparablemente dos significados: el unitivo y el procreador.
Si se rompe esa conexión, se empobrece el sentido del acto y, en el fondo, la
verdad del amor. San Juan Pablo II retomará esta enseñanza y afirmará que una
donación física total sería una mentira si no expresara una donación personal
total. En su amplia catequesis sobre el amor humano, hablará del “significado
esponsal del cuerpo”: el cuerpo humano, en su masculinidad y feminidad,
indica que estamos hechos para el don de nosotros mismos. A partir de ahí, dirá
que la concepción monogámica y personalista de la pareja –en la que cada uno
reconoce al otro como persona de igual valor y se le entrega en toda su
grandeza– es una revelación original que merece ser profundizada una y otra
vez.
El papa Francisco, en continuidad con este camino, insiste en la “caridad
conyugal” como forma concreta de la caridad cristiana. En Amoris laetitia
presenta el matrimonio como una historia donde hay luces y sombras, caídas y
reencuentros, pero donde el amor puede ir madurando y purificándose. La Nota
recoge esta mirada realista: la unidad y la fidelidad matrimonial no se viven
de manera perfecta desde el primer día, sino que se construyen con paciencia,
gracias al perdón mutuo y al apoyo de la gracia de Dios.
En resumen, la historia de la teología y del Magisterio ha ido
comprendiendo mejor que, entre las propiedades esenciales del matrimonio
(unidad e indisolubilidad), la unidad entendida como exclusividad está en la
base de todo: la indisolubilidad es la consecuencia lógica de una unión que,
por su propia naturaleza, quiere ser única y total.
IV. Algunas miradas desde la filosofía y
desde las culturas
Después del recorrido bíblico y teológico, el documento del dicasterio
entra en diálogo con la filosofía y con otras culturas. La idea es mostrar que
la monogamia no solo se sostiene desde la fe, sino que también puede defenderse
desde la razón y que encuentra ecos en tradiciones no cristianas.
Santo Tomás de
Aquino ofrece una reflexión filosófica muy clara. Considera el matrimonio como
una “sociedad” natural entre hombre y mujer. Observando la realidad humana,
concluye que la monogamia responde mejor a la justicia y al bien de todos:
ayuda a asegurar el cuidado de los hijos y, sobre todo, protege la igualdad
entre los esposos. Si al marido se le permite tener varias mujeres mientras se
exige a la mujer una fidelidad estricta, se rompe la equidad; la esposa queda
en una posición de inferioridad, casi de servidumbre. Por el contrario, cuando
el matrimonio se vive como la “máxima amistad”, como una relación en la que dos
personas comparten totalmente la vida, esa amistad pide por dentro
exclusividad: no se puede dar con esa profundidad a muchos a la vez.
Filósofos cristianos del siglo XX van a insistir en esta dimensión
personalista. Presentan el matrimonio como una comunión de dos personas que no
se anulan mutuamente, sino que se miran “cara a cara” y se reconocen como
sujetos libres. Algunos utilizan la imagen de la elipse: la vida conyugal tiene
dos focos –él y ella–, y esa doble centralidad no se suprime, sino que se
armoniza en un proyecto común. La unidad no consiste en que uno desaparezca en
el otro, sino en que ambos aprendan a decir “nosotros” sin dejar de ser “yo” y
“tú”.
Karol Wojtyła, antes de ser Juan Pablo II, desarrolla estas ideas en su
obra Amor y responsabilidad. Define el matrimonio como una unión
interpersonal en la que el fin principal no es solo formar una familia, sino
constituir una comunión estable de vida basada en el amor. Incluso si no hay
hijos, el matrimonio conserva su valor, porque su esencia es ese “nosotros” que
se construye día a día. Wojtyła insiste en que la monogamia es una exigencia
del “orden personalista”: solo cuando una persona se da por completo a otra
–con el cuerpo y con el alma– el amor alcanza su forma más acabada. Por eso
critica cualquier visión que tolere el uso del otro como objeto de placer.
Integrar el deseo y la ternura dentro de un amor auténtico significa,
precisamente, reconocer al otro como único e insustituible.
La Nota cita también las intuiciones de Jacques Maritain, cuando habla del
“amor loco” que lleva a una persona a hacer del otro su “Todo”. Maritain
llega a decir que esa donación no sería completa si excluyera el cuerpo: la
persona es cuerpo y espíritu, y el vínculo en el que uno se entrega de verdad
al otro –que la Nota identifica con el matrimonio– no puede dejar fuera ninguna
dimensión.
Finalmente, el documento mira más allá del mundo cristiano. Recoge textos
de la tradición hindú que elogian la fidelidad recíproca “hasta la muerte”
entre esposo y esposa, o que presentan como ideal la decisión de tener una sola
esposa y permanecer fiel a ella. También evoca obras en las que se exalta la
castidad y la fidelidad de la esposa como un bien mayor que cualquier riqueza
material. Asimismo, menciona contextos africanos en los que, aun conviviendo
con formas de poligamia, muchas personas consideran la monogamia como un ideal
más justo y humano.
Hace notar, además, un fenómeno muy llamativo de nuestro tiempo: por un
lado, se han multiplicado las rupturas, el divorcio fácil, la banalización del
engaño y las propuestas de “poliamor”; por otro, las grandes historias que
llenan el imaginario –novelas, películas, canciones– siguen girando muchas
veces en torno al sueño de “un gran amor” único y exclusivo. Hay una tensión
entre lo que se vive en la práctica y lo que se sigue deseando en el fondo del
corazón.
Todo este recorrido filosófico y cultural refuerza la tesis de fondo: la
monogamia no es un capricho de la Iglesia ni una imposición irracional, sino la
forma más humana y coherente de vivir un amor que quiere ser total, recíproco y
definitivo. Es la manera de decir, con la vida, “tú y yo” de tal forma que ese
“nosotros” ya no se pueda dividir ni compartir sin traicionarse.
(El testimonio no está en la
Nota doctrinal, es un añadido)
Testimonio de Jaime
y Noelia (7 hijos y 3 en el Cielo)
Me llamo Jaime. Estoy casado con Noelia. Nos casó su primo que es fraile
misionero en África. Tenemos siete hijos y tres en el Cielo.
Dicho así suena muy piadoso, pero yo, durante muchos años, he sido más bien de
los que piensan: “Con la catequesis de primera comunión ya voy servido”. Creía
en Dios, sí. En casa tenemos al Corazón de Jesús, un Cristo de Medinaceli, la
Virgen del Pilar… Tradición no nos falta. Pero en el fondo mi idea era:
“Yo ya cumplo: misa cuando puedo, boda por la Iglesia, los niños a catequesis…
Lo demás son cosas raras”.
Os cuento una escena que lo resume bastante bien. Una tarde de invierno
llaman al timbre. Abro y me encuentro a dos mujeres de mediana edad, con su
carpetita, diciendo que venían de la parroquia, que querían hablar de Jesús, y
una me suelta:
—La paz a esta
casa.
Yo, por dentro, ya
estaba torciendo el gesto. Las pasé al salón, les señalé el Corazón de Jesús
entronizado, el Cristo de Medinaceli, la Virgen del Pilar y les dije algo así
como:
—¿De verdad venís
a hablarme de Jesús? Mirad cómo tengo la casa. Jesús ya está aquí. No necesito
que me contéis vuestras historias.
Y, para qué
adornarlo, las eché de malas maneras. Porque, en el fondo, no quería que nadie
me removiera. “Cristiano sí, pero que no me mareen”, ese era el plan. Con
ese Jaime en mente, ahora os cuento lo del retiro.
Noelia llevaba tiempo diciendo que nos vendría bien hacer algo juntos como
matrimonio. Yo estaba hasta arriba de trabajo y niños y pensaba:
“Lo que nos vendría bien es dormir, no un retiro”. Al final, por
insistencia suya (y por evitar otra discusión), fuimos.
En una charla leyeron el texto de Génesis: «Por eso dejará el hombre a
su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne».
Yo por dentro:
“Sí, sí, esto me lo sé”. Pero el sacerdote se puso a explicar que “se unirá” en
hebreo es como “pegarse, aferrarse”, y dijo una frase que me descolocó:
—Delante de Dios,
Jaime y Noelia ya no son dos proyectos en paralelo: son un “nosotros”, una sola
historia.
Y ahí, no sé por qué, me callé por dentro. Porque si soy sincero, muchas
veces he vivido como: “mis cosas, mis preocupaciones, mi trabajo… y luego,
además, mi mujer y los niños”. Eso de ser “una sola carne” siempre
me había sonado a cosa de boda, no a algo del día a día.
Luego nos hicieron pensar en lo de “dejar padre y madre”.
Y me vino a la cabeza que, en no pocas decisiones, yo seguía funcionando como “el
hijo de mis padres” que pregunta primero en casa de sus padres… y luego ya,
si eso, lo habla con Noelia. Aún recuerdo una bronca muy seria en casa donde mi
mujer me echó en cara que ‘no había roto aún el cordón umbilical con mi
madre’.
Ahí entendí, un poco a regañadientes, que ser “una sola carne” no es solo
compartir cama: es empezar a jugar en el mismo equipo, tomar decisiones como
“nosotros”, aunque a la familia no siempre le guste. No salí de la charla
convertido, pero sí un poco tocado.
Más tarde leyeron del Cantar de los Cantares: «Mi amado es para mí y yo
soy para mi amado». Eso ya me sonó demasiado romántico. Pensé: “Esto es de
canción de boda, la vida real es otra cosa”.
Pero mientras lo leían me empezaron a pasar por la cabeza escenas muy
concretas: Noelia embarazada, barriga tras barriga; las noches sin dormir con
los niños con fiebre; las largas horas de hospital cuando una de las pequeñas la
tuvimos que ingresar para operarla del corazón. Y, sobre todo, nuestros tres
hijos del Cielo: embarazos que no llegaron a término, un bebé al que casi no
pudimos coger… Y sin querer, se me hizo un nudo en la garganta.
Me
di cuenta de que, de todas las mujeres del mundo, la que ha llevado dentro de
sí a diez hijos míos es Noelia. La que ha llorado conmigo en el hospital, la
que ha entrado conmigo en el tanatorio, la que me ha visto hundido por miedo al
paro o a no llegar a fin de mes… es ella. Y por primera vez esa frase no sonó
cursi.
Sonó verdad: “Mi amada es para mí y yo para mi amada”.
No como “mía” en plan objeto, sino como la persona a la que me he entregado y
que se ha entregado a mí, y con la que comparto cosas que no he compartido ni
compartiré con nadie más.
Al mismo tiempo me venían a la cabeza mensajes de hoy: “No te cierres
puertas”, “si no funciona, cambias”, “tienes derecho a ser feliz, aunque sea
con otra persona”. Y pensé, sin mucha teología, pero muy en serio: “Yo
no quiero que Noelia sea una etapa. Ni quiero ser una etapa en su vida. Quiero
ser su marido, el de verdad, el único. Y que ella sea mi mujer, la única. Y
eso, claro, tiene un precio”.
Luego hubo adoración. Yo no soy de grandes experiencias místicas, la
verdad. Estaba cansado, con sueño… y además me acordé de las dos mujeres de
parroquia que un día eché de mi casa. Me dio algo de vergüenza.
El sacerdote habló de que nuestro matrimonio es un signo pequeñito del amor
de Cristo por la Iglesia. Yo, que antes hubiera puesto los ojos en blanco,
empecé a pensar en cosas muy concretas: Las broncas con Noelia, gordas, en las
que, aun así, ninguno ha hecho la maleta; las veces que hemos tenido que
pedirnos perdón de verdad, tragándonos el orgullo; el día que enterramos a
nuestro hijo y volvimos a casa con los brazos vacíos, y solo nos abrazamos en
silencio. Y me salió, casi sin darme cuenta, esta idea:
“Señor, no sé si nuestro amor es signo de nada, pero sí sé que no hemos
salido corriendo. Y eso, con lo cobarde que soy, algo dice de Ti también”.
No recé nada sofisticado. Fue más bien algo así: “Mira, Señor, yo he sido
un chulo, he echado a gente de Iglesia de mi casa, he ido de sobrado con mis
cuadros y mis devociones. Pero gracias por Noelia, por nuestros siete hijos y
por los tres que están contigo. Enséñame a vivir de verdad eso de ‘una sola
carne’, y a ver a Noelia como Tú la ves: como la mujer que me has confiado, no
como alguien que está ‘mientras me convenga’.”
Esa noche, paseando un rato con Noelia, se lo solté torpe, como soy yo:
—Oye, cuando han
leído eso de “mi amado es para mí y yo para mi amado”… me he dado cuenta
de que, para mí, esa eres tú. Que no hay plan B. Que, aunque a veces me saques
de quicio, eres tú.
Ella se rió, me dijo que estaba muy cursi, pero se le llenaron los ojos de
lágrimas, y respondió:
—Pues yo también.
Con todo lo que hemos pasado… no cambio este “nosotros” por nada. Me pondrás de
los nervios, pero eres mi marido.
No sonó a
película. Sonó a verdad. Éramos dos cansados, con muchos hijos, con un pasado y
heridas, diciéndonos: “seguimos siendo tú y yo”.
Si me preguntáis hoy por la monogamia, no os voy a contestar con
definiciones. Os diré algo mucho más simple: Para mí, la monogamia es poder
mirar a Noelia y decirle, con la vida: “De todos, tú. No por costumbre, no por
miedo, no por quedarme solo, sino porque creo de verdad que Dios me ha unido a
ti.
Y quiero quedarme aquí, contigo, también cuando no me apetece, también
cuando duele.”
Y esto lo dice el mismo que un día echó de su casa a dos mujeres de mi
propia parroquia por hablarle de Jesús. Dios tiene mucha paciencia… y, a veces,
se empeña en convertirte usando justamente lo que tú tenías metido en el cajón
de “estupideces cristianas”.

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