viernes, 24 de septiembre de 2021

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, ciclo b

 Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo b

26 de septiembre de 2021

             Puede ser que estemos acostumbrados a oír la Palabra y no darnos cuenta de que está hablando de mi vida y de la tuya. ¿Y sabéis de qué está hablando hoy el Señor? Hoy nos habla de nuestro pecado. Me acuerdo de mi primer coche, un Ford Fiesta rojo de segunda o tercera mano. Pues varias veces, estando en carretera más de una vez pisaba el acelerador y el coche no respondía, iba perdiendo revoluciones hasta que me quedaba plantado en la cuneta. Esto mismo es lo que nos pasa con el pecado personal. Por ejemplo; yo quiero ser un buen padre de familia y amar a mi esposa, pero no puedo porque tengo cosas que atan a mi alma, cosas que me esclavizan, tengo una serie de ídolos que –como si fueran vampiros- que me absorben las fuerzas y la vitalidad. Ídolos como el alternar más de la cuenta y beber sin cabeza; el refugiarse en el trabajo para evitar estar más tiempo en casa; preferir ganar más dinero antes que estar con tus hijos y con tu esposa; mantener un amor desordenado con una mujer que no es tu esposa; no colaborar nada con las labores de la casa ni en la educación de los hijos porque dices que eso es cosa de la mujer…; el pecado hace que pierda fuelle, que pierda fuerza a la hora de apretar el acelerador del amor. Y en este caso el primero que se da cuenta de que algo no funciona es… la esposa.

Si un cristiano no responde a la vocación dada por Dios está viviendo a medio gas, está desperdiciando su vida. Por eso dice Jesucristo: «si tu mano te induce a pecar, córtala… si tu pie te induce a pecar, córtatelo…si tu ojo te induce a pecar, sácatelo» [Mc 9,38-43.45.47-48]. O sea, el alternar más de la cuenta y beber sin cabeza… ¡corta con ello!;  el refugiarse en el trabajo para evitar estar más tiempo en casa… ¡corta con ello!; preferir ganar más dinero antes que estar con tus hijos y con tu esposa… ¡corta con ello!, etc. Y el que dice de un padre de familia se puede aplicar a cada uno de los presentes en nuestras situaciones personales porque todos conocemos lo que nos esclaviza y bien las conocemos, de tal manera que cada cual puede ir rellenando aquellas cosas con las que debe de cortar por amor a Cristo.  Somos de Cristo y queremos vivir nuestra vida con el Espíritu de Cristo.

sábado, 18 de septiembre de 2021

Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario, ciclo b

 Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo b

19 de septiembre de 2021

             Si pudiera poner un eslogan o una frase que pudiese resumir lo que hoy aquí estamos celebrando usaría la del Salmo responsorial: «El Señor sostiene mi vida».  Es evidente hermanos que a nadie le gusta estar enfermo, ser víctima de incomprensión, de maledicencia o de críticas. Es cierto que esto lo podemos asumir, no con emoción porque no causa ninguna emoción, sino como aquel que deposita en las manos del Padre una ofrenda doliente pero fragante, con silencio y paz. Todo esto tiene una palabra equívoca, la palabra ‘abandono’. Siempre que uno pronuncia esta palabra en los auditorios provoca una serie de extrañezas e incomprensiones, porque abandonarse le suena a algunas personas a pasividad, resignación, fatalismo, cruzarse de brazos, no hacer nada…Pero he de decirles desde el principio que no se trata de un abandono pasivo, sino dinámico. Es más, la vivencia del abandono coloca a la persona en su máximo nivel de eficacia, productividad y potencialidad. Pueden comprender que si se trata de abandonar todo lo negativo, todo lo destructivo del corazón, el resultado ha de ser eminentemente positivo y lo es. En todo acto de abandono en principio palpita un ‘no’. Pero no estamos hablando de una experiencia negativa, sino más bien de una experiencia oblativa. Porque hay que sacrificar, una criatura vivísima pero autodestructiva, regresiva y agresiva que palpita en nosotros. Un ‘no’ a lo que yo quería o hubiese querido: Venganza, me hicieron una infamia y me brota instintivamente el impulso de venganza. Pero ‘no’ a esa venganza. Resentimiento porque todo me está saliendo mal en la vida, no a ese resentimiento. Tristeza y vergüenza porque no nací siendo tan poca cosa y físicamente o moralmente, no a esa tristeza y vergüenza. ¡Qué pena a aquello que sucedió y que al suceder ya  fue un hecho consumado y no podemos volver atrás!, no a esa pena. Y en el abanico general de nuestra vida vamos diciendo ‘no, no, no’, muriendo y muriendo a todos los impulsos agresivos, regresivos y autodestructivos. En el fondo del abandono está un morir, un sacrificar una realidad vivísima pero negativa y autodestructiva. Hay un ‘no’, y hay un ‘sí’. ‘Sí Padre, lo que tu dijiste, sí a lo que tú dispusiste, permitiste’. Estamos en la espiritualidad de los anakín bíblicos, cuya palabra específica y básica es ‘hágase’.

            Todo lo que nosotros nos resistimos lo convertimos en enemigo. Si no me gustan estas manos, estas manos son mis enemigas; si no me gusta este tipo antipático que vive y trabaja conmigo es mi enemigo; si no me gusta este frio, esta lluvia, ese sol o esta niebla o granizo, es mi enemigo. Los enemigos existen dentro de nosotros y nuestros enemigos existen en tanto y en cuanto nosotros les damos vida con nuestras resistencias mentales. Si nuestros enemigos están dentro de nosotros, nuestros amigos también están dentro de nosotros. Si acepto estas manos, estas manos son mis amigas; si acepto a este tipo antipático que convive conmigo es mi amigo, el problema no está en él, está en mí. Si acepto este cuerpo, este cuerpo es mi amigo… si acepto este viento, es el hermano viento; si acepto la enfermedad, es la hermana enfermedad. Uno de los mayores puntos de sabiduría del cristiano consiste en hacerse hermano y amigo de la hermana enfermedad. Si acepto la muerte, es la hermana muerte. En nuestras manos está en trasformar a todos nuestros enemigos en amigos, todos los males en bienes y todo gracias ‘a la reconciliación’. ‘Reconciliación’ es que antes era enemigo de algo y ahora no lo soy; porque antes lo rechazaba y ahora lo acepto. Puedo ser enemigo de mi nariz, y estar toda la vida pensando mal de mi nariz porque no me gusta y amargarme la vida por mi nariz, voy a reconciliarme con mi nariz, que es tanto como decir, voy a aceptar de las manos de Dios el hecho de que tenga esta nariz, estas manos o aquel tipo tan desagradable y antipático. Este es pues el concepto de reconciliación: hacer la paz, aceptar. Tantas cosas que nos resistimos inconscientemente.

            La gente vive resentida y desesperada porque aquella cosa le salió mal y no tuvieron suerte, porque aquí o allí hubo un accidente y que les destrozó todo lo que se proponían, porque simplemente aquí hubo una lamentable equivocación en la vida y ahora en este momento ya no se puede hacer nada, hechos pasados, hechos consumados. Como se podrán darse cuenta, más de un 60, 70, 80 o 90 % de las cosas no tienen solución, o la solución no está en nuestras manos. ¿Cómo me hubiera gustado haber nacido con un temperamento alegre y jovial para estar feliz con la gente y nació con un temperamento desagradable que entristece a los que tiene al lado por ser desaborido, desagradable y retraído?... pero cada uno es como es. Por lo tanto un tanto por ciento de las cosas que nos suceden no tienen solución. Si no hay nada que hacer ¿qué se consigue con resistir a realidades que uno no puede cambiar? Las cosas que tienen solución se solucionan combatiéndolas y las cosas que no tienen solución se solucionan dejándolas en las manos de Dios. Y las dejamos en las manos de Dios porque esto de esta manera deja de ser una fuente de amargura para nosotros. La sabiduría nos dice que los imposibles, lo que no tiene solución, lo que nos hace sufrir sobremanera, hay que dejarlos en las manos del Padre. En tus manos lo dejo y haz de mí lo que quieras. Y por todo lo que hayas permitido de mí en mi vida vengo a decirte que ‘estoy de acuerdo con todo y que lo acepto todo, con tal que tu voluntad se haga en mi y en todas tus criaturas. Y no deseo nada más, Dios. Y pongo mi vida entre tus manos, y pongo mi vida entre tus manos y pongo mi pasado, mi presente y mi futuro entre tus manos,… te lo doy, Dios mío, incondicionalmente, con todo el ardor de mi corazón, porque te amo’. Y es una necesidad de amor el darme y entregarme entre tus manos, con infinita confianza porque tú eres mi Padre.

            Y de esta manera la paz ya está tocando la puerta de tu corazón. De tal manera que lo que tenga solución, combatir ferozmente; pero lo que no tiene solución, dejadlo en las manos de Dios. Cuando yo dijo ‘dejar’, cuando yo digo ‘que dejo este reloj encima de la mesa’, significa que yo me desprendí de este reloj, que ya no lo toco. El reloj está ahí y yo estoy aquí. ‘Dejar en la manos de Dios’ quiere decir que del mismo modo que yo dejo este reloj en un lugar y me desvinculo de él, pues ese fracaso, disgusto o problema al dejarlo en las manos de Dios yo ya me desvinculo de él y libero mi mente, ya lo dejé. Y pasa que la mente queda en silencio y pasa que automáticamente el corazón entra en paz. Silencio en la mente y paz en el corazón. Y el abandono es un homenaje en el silencio a Dios nuestro Dios, a Dios nuestro Padre.  Nosotros estamos en una experiencia de Dios y en este momento estamos afrontando la vida desde el punto de vista de la fe y de la experiencia de Dios. Por eso dijo que lo dejemos en las manos de Dios. Y poco a poco, entregando a Dios todo aquello que somos, por lo que luchamos y por lo que nos desborda en el dolor y en sufrimiento, proclamamos, con plena fe y convencimiento aquello que recitamos en el Salmo responsorial:  «El Señor sostiene mi vida».

sábado, 11 de septiembre de 2021

Homilía del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, ciclo b

 Homilía del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo b

12 de septiembre de 2021

 

            Este evangelio de hoy tiene una pregunta central [Mc 8, 27-35] en Cesarea de Filipo «y vosotros ¿quién decís que soy yo?». A lo que el apóstol Pedro le responde «tú eres el Mesías», ‘tú eres el Cristo’. La palabra ‘Cristo’ aparece unas 500 veces en el Nuevo Testamento, y al comienzo aparece como una expresión clara que dice que ‘Jesús es el Cristo’, pero con el paso del tiempo llega a formar parte del propio nombre ‘Jesucristo’. De tal modo que a Jesús se le llama ‘Jesucristo’, o  solas ‘Cristo’. Y nosotros hemos pasado a llamamos ‘cristianos’, los que seguimos a ‘Cristo’.

            La palabra ‘Cristo’, en el Antiguo Testamento que está escrito en hebreo, se decía ‘masías’, que es ‘mesías’. En el Nuevo Testamento que está escrito en griego, el término hebreo de ‘mesías’, es traducido por ‘Cristo’, y ‘Cristo’ significa el ungido. Sabemos cómo en el Antiguo Testamento los reyes, los profetas eran consagrados mediante la unción de un óleo perfumado en un acto religioso que se llamaba ‘la consagración’, se les consagraba. Eran instrumentos de Dios, con ese aceite consagrado se manifestaba que Dios se apoderaba de ellos, se servía de ellos para ser instrumentos de Dios delante de los demás. Esos eran los ungidos. Con el paso del tiempo el Pueblo de Israel pide a Dios que envíe un Mesías, que sea el ungido, que sea  no sólo un futuro rey, sino que sea el Hijo de Dios, el que venga a nosotros consagrado por el Espíritu Santo. Primero fue Dios el que consagró a los hombres para que ellos fueran testigos de Dios en medio del pueblo y el culmen es que Dios mismo envía a su propio Hijo siendo ungido por el Espíritu Santo.

            Ahora bien, si era tan importante la pregunta y era tan importante la respuesta, ¿por qué Jesús les mandó enérgicamente que no se lo dijeran a nadie?, ¿por qué Jesús pidió ese secreto mesiánico? Obviamente porque existía un peligro de que fuera mal entendido, que esta expectativa mesiánica no fuera entendida conforme al designio de Dios. Y para matizar las cosas, Jesús toma a parte a Pedro y les empieza a enseñar que el Hijo del Hombre tenía que sufrir mucho, que tenía que padecer, ser desechado por los hombres…que tenía que ser crucificado y que al tercer día resucitaría. Y esto suscita un gran escándalo y Pedro intenta apartar a Jesús de tal idea porque ese no era el mesías que ellos estaban esperando, y la reacción de Jesús es contundente cuando a Pedro le llega a decir ‘apártate de mi vista Satanás’. La clave de todo esto es subsanar la idea de pensar en un mesías que venga a ayudarnos para luchar contra los malos. Hemos pensado que los malos son los de enfrente y que venga el Mesías en mi ayuda en mi batalla contra los malos. Y en aquel entonces los malos eran los romanos, pero cada uno de nosotros podemos pensar que los males de nuestra vida están concretados en determinadas personas, circunstancias o retos que son los malos a abatir. Y la visión de Jesús es bien distinta: Jesús no ha venido para luchar contra los malos, sino que ha venido a redimirnos y hacernos a todos los que somos pecadores que seamos santos redimiéndonos de nuestro pecado. El Mesías de Dios no ha venido a luchar contra los malos, sino para hacernos buenos a todos y salvarnos a todos. Otra cosa es que uno se deje salvar por el Señor. La frontera entre el bien y el mal no está ahí afuera, no es una trinchera en la que el mal está en el otro lado y yo estoy en el otro lado; sino que la frontera entre el bien y el mal pasa por la mitad de mi corazón.

            Jesús nos predice que en el plan de Dios está el de entregar su vida en sacrificio por la transformación del hombre para que renazcamos a una vida santa. Por eso termina el evangelio diciendo «si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga».

            Podemos tener un riesgo, porque podemos pensar como pensaban equivocadamente, pensando que tenemos a Dios de nuestra parte o de mi parte. La clave está en que yo esté de la parte de Dios. No pretender traer a Dios a mi servicio. No es el Cielo el que tiene que obedecer a la tierra, sino la tierra quien tiene que obedecer al Cielo. Jesucristo nos mete en una dinámica en la que se exige nuestra purificación y nuestra concepción de Dios. Y es la sabiduría de la cruz y esto supone el dejar de confiar en nuestra propia voluntad y confiar en la voluntad de Dios.