sábado, 30 de noviembre de 2013

Homilía del Primer Domingo de Adviento, ciclo a


DOMINGO PRIMERO DE ADVIENTO, ciclo a

ISAÍAS 2, 1-5; SALMO 121; SAN PABLO A LOS ROMANOS 13, 11-14; SAN MATEO 24, 37-44

 

            Actualmente en nuestro ambiente, en nuestras ciudades y pueblos, las personas no frecuentan la vida de la Iglesia. Suelen tener una idea muy negativa tanto de lo que somos como de lo que hacemos. Es fundamental aclarar los malentendidos y corregir las informaciones falsas que se han vertido contra la Iglesia. Los medios de comunicación social callando lo positivo de la Iglesia y engrandeciendo y repitiendo lo negativo ha sido un elemento corrosivo que ha perjudicado seriamente deteriorando la imagen de la Iglesia. Los fallos y pecados de los cristianos son explotados como descrédito de la Iglesia y del Evangelio. Es cierto que muchos cristianos no somos como deberíamos ser. Somos pecadores y somos los primeros en reconocerlo, lamentarnos y deseamos ser sanados por Cristo médico de las almas y de los cuerpos. Tan pronto como un Obispo o un presbítero realiza una intervención pública a favor de ley natural es impunemente atacado con duras críticas y descalificaciones generalizadas. Hay un laicismo radical por parte de partidos políticos y sindicatos que azuzan, animan y multiplican las voces de crítica contra la Iglesia y el cristianismo. Ahora bien, quienes reciben habitualmente estas informaciones tan negativas y machaconamente reiteradas tienen una idea muy pervertida de la Iglesia así como de los comportamientos de los cardenales, de los obispos, de los presbíteros, de las religiosas y de todos los cristianos en general. De esta crítica sólo se salvan unos cuantos cristianos que se han ganado ‘la simpatía’ de ‘los progres’ –que han empatizado ideológicamente con ‘los progres’- condescendiendo con sus gustos y alejándose de la comunión real con la Iglesia verdadera y concreta. El problema serio es que han mundanizado lo cristiano en vez de cristianizar lo mundano. Las razones verdaderas para creer no está en la santidad de los cristianos, sino en la persona de Jesucristo, en el valor de su mensaje y de su persona, el cual se nos da por medio del Espíritu Santo moviendo nuestros corazones y voluntades.

            Cuando uno se deja convencer por la avalancha de informaciones contra la Iglesia uno ‘borra de un plumazo’ a Jesucristo. Y cuando quitamos a Dios del medio ponemos a la idolatría como solución.  El Señor dejaría de estar en el centro y nosotros diríamos a quien o a quienes queremos colocar en su lugar.

            Nosotros queremos cristianizar lo mundano y para ello Cristo ha de reinar en cada uno, y además no poniéndole algún tipo de cortapisas. Que Cristo haga y deshaga lo que considere oportuno con cada uno: Él es el Señor. El profeta Isaías lo tenía muy claro: Al demonio ‘se le acaba el chollo’ con nosotros tan pronto como asentemos la Ley de Dios y la Palabra de Dios en el centro de nuestro ser. Dice el profeta Isaías: «Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas; Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor».

            Dense cuenta de lo que nos dice hoy San Pablo: «Daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de espabilarse». Y nos sigue exhortando: «dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz», «vestíos del Señor Jesucristo».

            En el Evangelio de hoy el Señor nos recuerda cómo en los tiempos de Noé «comían y bebían», o sea hacía cada cual lo que ‘le veían en gana’ y no se dieron cuenta hasta que el diluvio los arrastró a todos y ya no había solución: todos perecieron. Hermanos, nuestro paso por la tierra ha de ser ‘un tiempo de noviazgo’, de ‘estar enamorados’ de Cristo. De cristianizar nuestro corazón. Recordemos que Dios envió al mundo a Cristo, su Hijo, por nuestra salvación; Cristo entregó su vida por el perdón de nuestros pecados y nos pide la conversión. Para poder participar de esa salvación nos pide nuestra conversión.

            Un cristiano tiene que insertarse en este mundo, vivir presente en él pero sin secularizarse. Porque si la sal se vuelve sosa, ¿para qué sirve? Encarnarnos sí, encarnarnos en el mundo laboral, en el mundo del estudio, etc., y vivir de cerca sus inquietudes, sus luchas, sus preocupaciones y sus alegrías, pero sin secularizarse. Y es tan fácil secularizarse. Nosotros estamos llamados a renovarnos, y por renovación entendemos VOLVER A LOS ORÍGENES, volver al Amor Primero. Redescubrir las raíces bautismales, ir a lo esencial, ir a lo troncal, es ir purificando todo aquello que se nos ha ido adhiriendo a lo largo del camino. Es como si uno tiene una alfombra y a esta alfombra se le ha ido adhiriendo polvo y más polvo y pelusas. Llega un momento en el que uno tiene que sacudir bien esa alfombra para que aparezcan sus colores originales. Todos hemos hecho eso de sacar la alfombra al balcón y allí sacudir bien la alfombra o pegarla con un palo para que salgan los colores originales: ESO ES RENOVARSE. Es un proceso de conversión personal y colectivo. Y esto es lo que dice San Pablo a los Romanos «dejemos las actividades de las tinieblas», « Conduzcámonos como en pleno día», o sea, que no nos ajustemos a los criterios de este mundo.

 

sábado, 23 de noviembre de 2013

Homilía del domingo XXXIV del tiempo ordinario, cico c. JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


DOMINGO XXXIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo c

Jesucristo, Rey del Universo

SEGUNDO LIBRO DE SAMUEL 5, 1-3; SALMO 121; SAN PABLO A LOS COLOSENSES 1, 12-20;
SAN LUCAS 23, 35-43

            Hoy confesamos públicamente que Jesucristo es Rey. El reino de Jesús no es de este mundo. Es un reino que se entra por la conversión cristiana. Esta conversión se expresa mediante una fe clara y decidida que reconoce plenamente la primacía de Dios y no pone límites a su intervención en nuestra vida. Una fe que nos mueve a llevar a cabo cambios –algunos de ellos con gran trascendencia- para nuestra vida, y todo para acomodarnos en todo a la voluntad de Dios y a las enseñanzas que Cristo nos ha dejado en su Iglesia.

            En el momento en que uno deja de ser esquivo con Jesucristo y permite que el Señor te ofrezca de su luz empieza un proceso de liberación. Un proceso que abarca la vida entera. En la Carta Encíclica REDEMPTORIS MISSIO, nº46, del Papa Juan Pablo II ya nos instruye diciéndonos que la conversión «al mismo tiempo, sin embargo, determina un proceso dinámico y permanente que dura toda la existencia, exigiendo un esfuerzo continuo por pasar de la vida « según la carne » a la «vida según el Espíritu» (Rom 8, 3-13). La conversión significa aceptar, con decisión personal, la soberanía de Cristo y hacerse discípulos suyos» 

            Dios nos dice a nosotros, miembros de su pueblo: «¡Shemá Israel!, ¡Escucha Israel!». Y nosotros como Samuel le respondemos «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Samuel 3,1-10). Entremos en la dinámica del diálogo con Dios. Y nosotros estamos deseosos de escuchar a Dios porque queremos disfrutar de la vida. Nosotros queremos disfrutar de la vida, no consumir la vida. Los que consumen la vida están encadenados al pecado y sometidos a la tiranía de aquel que únicamente sabe generar muerte y perdición. Son muchos los jóvenes, y no tan jóvenes, que hacen todo lo humanamente posible para poder consumir en una noche de fin de semana –o de fiesta- toda su vida. Se abalanzan en los brazos del alcohol, las drogas y el sexo. Y como si no tuviesen más tiempo que esa única noche ellos mismos se consumen. No disfrutan, únicamente se consumen. La perversión de sus mentes llegan a tal extremo que conciben el disfrute como ese consumirse. No se dan cuenta que sufren el mal de ‘la termita’; las vigas de madera que sostienen el edificio aparentemente están sanas y robustas, pero totalmente comidas y vaciadas por dentro generando que el edificio se derrumbe sin que nada lo pueda evitar. Las termitas han consumido el interior de esas vigas vaciándolas de toda consistencia.  

            Jesucristo, que es nuestro REY nos exhorta a que edifiquemos nuestra casa sobre roca y que estamos despiertos, vigilantes, atentos. Además nos está asistiendo a través del Espíritu Santo. Y uno disfruta de la vida cuando se desprende de las cosas y ambiciones de este mundo, dejando atrás los intereses de esta vida, y unido al corazón de Cristo Resucitado, dejándose guiar y dirigir por Él. San Pablo ya les escribe a los colosenses: «Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido».  

            Este vivir la vida terrena desde la verdad de la Vida Eterna, poseída ya por la fe, la esperanza y el amor, es el carácter esencial del cristiano, la eterna novedad, la diferencia esencial entre aquellos que han optado por Cristo y el resto.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Homilía del domingo XXXIII del tiempo ordinario, ciclo c



DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo c
MALAQUÍAS 3, 19-20a; SALMO 97;
SEGUNDA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS TESALONICENSES 3, 7-12;  
SAN LUCAS 21, 5-19
            Hace poco tiempo una amiga me comentó una experiencia catequética que llevó a cabo con los niños de su grupo. Para explicarles la importancia de ser cristianos los metió a todos dentro de una sala sin ventanas. Apagaron las luces quedando todo en la más absoluta de las oscuridades. Cuando estaban así la catequista les dijo que eso era el mundo, oscuridad y confusión. Y estando así ella prendió una vela generando una luz que permitía ver donde estaba cada niño en esa sala. Y les dijo que cada vez que –con nuestras acciones,  con las oraciones, con nuestros pensamientos- hacemos presente a Cristo estamos siendo esa luz que brilla en medio del mundo.
El profeta Malaquías nos dice: «A los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia  que lleva la salud en las alas». La vela en sí no es más que  cera y una sencilla mecha. Sin embargo esa vela adquiere el sentido de su ser, obtiene el fundamento de su existencia cuando el fuego prende en la mecha y en la mecha se conserva ardiendo. Todos gozamos de libertad para decir sí o decir no a la oferta de salvación que nos plantea el Señor. Ahora bien si le decimos que sí al Señor permitiremos que el Santo Espíritu more en nosotros y desde dentro de nuestro ser nos ilumine con su desbordante sabiduría; vayamos redescubriendo la gran novedad que Cristo nos aporta –en todos y en cada uno de los aspectos de nuestro vivir-; vayamos saboreando la felicidad de vivir en estado de gracia e ir avanzando en el proceso de conversión personal para poder alcanzar la salud plena que es estar con Dios en la Gloria Eterna.
            El mismo salmo responsorial al decirnos que el Señor «regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud» estamos manifestando que en las manos de Dios está nuestro porvenir. Si permitimos que el Señor rija nuestra vida, Él mismo -como médico que es- nos irá sanando nuestras heridas. Heridas ocasionadas por nuestro pecado. Es cierto que el Señor nos perdona nuestros pecados cuando acudimos debidamente preparados al Sacramento de la Reconciliación. Él hace con nosotros ‘borrón y cuenta nueva’. Sin embargo el daño que nos ha ocasionado en nosotros ese pecado perdura, permanece. Por eso el Señor nos entrega el Espíritu Santo para ayudarnos a restablecer ese daño. A modo de ejemplo; un joven que es asiduo a los botellones y se emborracha como señal de diversión. Atenta contra el mandamiento de ‘no matarás’. Si ese joven, arrepentido se confiesa su pecado queda perdonado pero el daño ocasionado por ese pecado perdura y sino colabora con el Espíritu Santo, si ese joven no pone los remedios oportunos para romper con todo ese mal será más propenso a seguir cayendo en el alcohol.  Ahora bien, si uno se pone ‘manos a la obra’ y trabaja ‘codo con codo’ con el Espíritu Santo irá adquiriendo esa experiencia de lo religioso que irá marcando su modo de ser: Esa persona se constituirá en luz que brillará en medio de las tinieblas de este mundo.
            Sin embargo no olvidemos que seguir a Cristo supone desmarcarse de muchas cosas de este mundo y el mundo sólo ama a los suyos. Cristo nos llega a decir que «todos os odiarán por causa mía», lo que es totalmente lógico. A modo de ejemplo: Si los jóvenes de la pandilla se divierten abusando del alcohol piensan –equivocadamente- que al hacerlo todos, mencionada responsabilidad se diluye entre la colectividad adquiriendo ‘carta de ciudadanía’ ese modo de proceder dañino. Pero si uno ya no colabora con esa ‘diversión’ y actúa como Cristo desea, esa persona, sin ella pretenderlo, pasa a ser molesta porque me está denunciando mi uso irresponsable tanto del alcohol como de mi tiempo libre. Ese chico actuando así es como esa vela que alumbra en medio de esa densa oscuridad. Lo nuestro es llevar a Cristo a los hombres.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Homilía del Domingo XXXII del tiempo ordinario, ciclo c



HOMILÍA DEL DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
LECTURA DEL SEGUNDO LIBRO DE LOS MACABEOS 7, 1-2. 9-14
SALMO 16
LECTURA DE LA SEGUNDA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS TESALONICENSES 2, 16--3, 5
SAN LUCAS 20, 27-38
            Me llama poderosamente la atención cómo el rey inicuo tiene que llegar, incluso, a forzar a los siete hermanos macabeos para que quebranten la ley y así pequen. Les fuerza para que pequen. Ahora bien, todos sus malvados propósitos fracasan porque ellos tienen bien afianzada su confianza en el Dios que resucita a los que le son fieles. Dice la Carta a los Hebreos que «todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado» (Hb 12,4). Estos hermanos macabeos sí que llegaron a la sangre y aún así fueron fieles a Dios. ¡Realmente que contraste¡ a nosotros para pecar sólo nos vale una mera insinuación para caer en las garras del mal. El Demonio se lo trabaja muy bien y dedica mucho tiempo en engañarnos. Nos creemos superiores a los demás simplemente por hacer cuatro cosas de nada; uno tiene un cargo de responsabilidad y se brota en él una vena prepotente –lo dice el refranero popular, « si quieres conocer a Pablito, dale un carguito»; se nos pone una cosa bien envuelta con papel bonito, de aspecto atrayente y apetecible y manan los sentimientos más rastreros que tenemos dentro de nosotros. Y ¿dónde radicará el problema? ¿Por qué decimos que somos hijos de la luz y en cambio coqueteamos y hacemos muchos guiños a las sombras de la oscuridad? Tal vez el problema resida en que decimos que somos cristianos pero no hemos realizado la opción personal por su seguimiento, o que aún diciendo que hemos optado por Cristo mencionada opción sea meramente un simulacro.
            Ese rey malvado, llamado Antíoco –que nos cuenta el segundo libro de los Macabeos- tenía una soberbia elevada a la décima potencia. Era un soberbio. San Agustín dice que «la soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano». Disfrutaba plenamente de sí mismo y despreciaba a los demás. Tenía un deseo irresistible de imponerse y de dominar con mucha diferencia sin importarle en absoluto lo que sufriesen los demás. Era una persona autosuficiente, porque él creía que se bastaba a sí mismo, que no necesitaba a nadie, ni de Dios, ni de los demás. Lo que sucedía era que estos siete hermanos Macabeos, con su comportamiento ejemplar y con su fe inquebrantable el Yahvé pone en evidencia la maldad y desenmascara la chapuza que levanta el Demonio. Y claro está, estos hermanos Macabeos son un auténtico incordio, una molestia insoportable porque a nadie le apetece que le digan que está pecando o ofendiendo ya sea a Dios ya sea a los hermanos. Se pueden poner muchos ejemplos al respecto: cuando uno bebe –buscando encontrar en el alcohol la evasión de la realidad- se rodea de otros que beben porque se hace la ilusión de que ese comportamiento pecaminoso y dañino deja de serlo porque al hacerlo todos la responsabilidad personal es como si se diluyese. Y cuando una persona no bebe porque opta por un modo alternativo de sana diversión, esa persona es tildada de ‘bicho raro’ siendo molesta porque al portarse correctamente evidencia el pecado que ellos comenten.
            San Pablo –en su segunda carta a los tesalonicenses- desea que nosotros tengamos ese comportamiento ejemplar, que vivamos como hijos de la luz, y lo dice empleando esta afortunada expresión «para que la palabra de Dios, siga el avance glorioso que comenzó en vosotros». Y sigue diciéndonos «El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Malo, por el Señor, estamos seguros de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos enseñado». Se darán cuenta cómo San Pablo recurre constantemente a la ayuda divina así como a la importancia de ser dócil ante la inspiración del Espíritu Santo. Una persona que se fía de Dios, por lo menos puede llegar a  controlar la soberbia. Dice una sentencia de San Agustín que «Dios no manda imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas».  San Pablo cree en la eficacia de la oración y así lo trasmite a las diversas comunidades cristianas: Con Dios todo se puede.
            Hay un anuncio de propaganda de la lotería Primitiva que tiene el siguiente eslogan: ‘NO TENEMOS SUEÑOS BARATOS’ y salen unas personas imaginándose un lujoso coche, una casa en la playa, un viaje alrededor del globo terráqueo… pues que se le va a hacer, si ellos se conforman únicamente con esas menudencias ya que creen que eso es lo máximo a los que pueden ellos aspirar. Estos sueños ‘se quedan a la altura del betún’ con lo que nosotros esperamos alcanzar: la resurrección de los muertos y la vida futura.
            Y ante la pregunta mal intencionada y soberbia de los saduceos sobre ese asunto de  quién será mujer esa persona si ha estado casada con muchos hombres, la respuesta asombra y alecciona. Los saduceos se mofan de algo que no creen, no respetan a los que creen en la resurrección y además se atreven a invocar a Moisés como autoridad para intentar ellos ‘llevar el agua a su molino’. Ahora bien, utilizan las palabras de Moisés para lo que a ellos les conviene porque cuando dice algo que les contraría ya no le sacan ni a colación. La pregunta que los saduceos plantean a Jesús lleva en sí el germen de la soberbia: «Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella». Por un lado tratan a la mujer como un objeto o una posesión del hombre, lo cual es algo que denigra la dignidad de la persona. Estaban reivindicando el derecho de posesión sobre una persona. Equiparan a la mujer como una posesión más, ya sea un par de mulos,  unas cuantas cabras o una piara de cerdos: una posesión más a heredar por parte del varón. Jesús lo contesta colocando a la mujer y esposa en el puesto correspondiente después de la muerte, un puesto sublime: «Serán como ángeles».  Y por otro lado Jesucristo pone en evidencia la escasez de la auténtica espiritualidad de estos saduceos y nos ofrece una importante catequesis para los presentes. Cada vez que decimos que Jesucristo esté en el centro del matrimonio estamos diciendo que el esposo amando a la esposa está amando a Cristo y la esposa amando al esposo está amando a Cristo y amando con el amor intenso de Cristo se van santificando en esa vocación dada por Dios. La otra persona es un medio que Dios me pone para que yo me vaya acercando, día a día y jornada tras jornada, más a Él. Con Cristo en medio nos va purificando en el amor y, como si se tratase de una máquina de diálisis – de esas de los hospitales para purificar/filtrar la sangre cuando los riñones están enfermos- nos va filtrando las impurezas que tenemos en el alma, entre ellas la soberbia, para que andando por las sendas del Evangelio podemos reunirnos con Él en la Gloria del Padre Eterno.

viernes, 1 de noviembre de 2013