Afrontar el momento de la muerte de un ser querido es una de las cosas más dolorosas que uno tiene que afrontar durante la vida. Genera una desazón interior y un desasosiego indescriptible ya que se nos priva de volver a estar junto a esa persona tan querida. Recordemos que también la Santísima Virgen María lloró por el terrible sufrimiento causado por la cruel crucifixión de su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo. Y también, volvamos a pasar por nuestro corazón que el Hijo de Dios se hizo hombre y experimentó el dolor y el sufrimiento que lleva aneja nuestra condición de criaturas.
Sin embargo los cristianos tenemos una certeza que jamás nadie nos la podrá arrebatar: que resucitaremos. Ahora mismo estamos celebrando el funeral de nuestra hermana Esther y todos nos unimos en la oración por ella y la echaremos de menos.
Lo que nos sucede a nosotros, las personas, es que nos aferramos mucho al terruño, llegando incluso a considerar que no hay más que lo que vemos, oímos, palpamos, gustamos y olemos. Craso error ya que a lo largo de toda la historia de salvación y de manera constante Dios se nos ha ido manifestando en múltiples ocasiones y de variadas formas, llegando a manifestar de un modo totalmente culminante y supremo en su único Hijo Jesucristo. Que Jesucristo, al ser crucificado y muriendo por todos nosotros nos hizo el gran regalo de la salvación, Él nos compró a precio de su sangre y en el madero de la cruz se realizó la salvación, brotó el manantial de la salvación. Y no nos olvidemos que Jesucristo resucitó de entre los muertos, que durante cuarenta días se estuvo manifestando vivo en numerosas apariciones, que después ascendió a la diestra de Dios Padre y que nos hace llegar la salvación por medio de los sacramentos que administra la Iglesia Católica. Llegando incluso a quedarse entre nosotros en la Eucaristía y poniendo como ‘su tienda de campaña’ entre nosotros de manera permanente en el Sagrario. Es muy importante no olvidarnos de todo esto.
Lo que nos sucede a las personas es que nos llegamos a asemejar a las plantas de nuestros jardines que cuando son arrancadas de cuajo siempre las raíces llevan consigo tierra del lugar donde estaba bien arraigada. Nosotros los cristianos tendríamos que tener arraigadas nuestras raíces en el cielo, y de un modo más exacto, en el Sagrario, en Cristo Eucaristía. Hermanos, por eso el asistir a la Eucaristía dominical y la confesión frecuente es tal importante como el oxígeno en el aire que respiramos constantemente. Nuestra vida cristiana tiene que estar oxigenada para que cuando Dios nos llame ante su presencia nos podamos personar ante Él lo mejor y antes posible.
Ayer Dios llamó ante su presencia a nuestra hermana Esther y ella se está dirigiendo al Trono de la Gloria. Sin embargo no podrá ser recibida ante la presencia divina hasta que esté totalmente purificada de culpa y de pecado. Y es aquí donde entramos nosotros. Todas las oraciones que realicemos por ella serán una importante ayuda para conseguir el fin: estar gozando de la dulzura del Señor contemplando su rostro. Dale Señor el descanso eterno… y brille para ella la luz perpetua. Descanse en paz.
1 comentario:
ESTA HOMILIA ESTA MUY BIEN PREPARADA Y CON SU PERMISO ME LO QUEDO
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