martes, 31 de diciembre de 2019

Homilía de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios 1 de enero 2020


Homilía de la Solemnidad de Santa María Madre de Dios 2020, Ciclo A

            Creer es entregarse. El Concilio dice que María avanzó en la peregrinación en la fe. María fue también caminante. Recorrió nuestras rutas con las características propias de una peregrinación, sobresaltos, confusión, perplejidad, enfermedad, carencia de pan, sorpresas, miedo, fatigas, … y sobre todo muchos interrogantes: ¿Por qué Herodes le busca para matarlo?, ¿cuánto tiempo estaremos en el exilio en Egipto?, ¿qué haré ahora que San José ha fallecido?, este Hijo mío que se ha ido a predicar ¿cómo le irá?, ¿y este desastre del Calvario donde todo parece absurdo? Y en muchas ocasiones nos presenta a María meditando, confrontando, alimentándose de las palabras antiguas con los hechos recientes que guardaba en su corazón, buscando el designio de Dios y el sentido de las cosas. Ahora bien, todo el que busca camina. Y porque buscaba, por eso María fue peregrina de la fe. Y buscaba porque no sabía todo. Buscaba porque no se le dieron hechas las cosas. Igual que nosotros. Se encontró en situaciones parecidas a las nuestras como cuando la gente se queja diciendo ‘me quitaron el dinero’, ‘me despidieron del trabajo’, ‘se murió mi ser querido’… tantos sufrimientos en los que no encontramos el sentido. A lo que uno levanta la voz y dice: “¿dónde está Dios? ¿por qué calla?”. Todo está obscuro. La Madre fue buscando la huella de Dios en medio de densas obscuridades.
            María no fue tratada con especiales infusiones de conocimiento, no es cierto que desde pequeña tuviera una iluminación infusa por la que conociera todo. No es cierto que ella de pequeña supiera todo lo que nosotros sabemos de la Historia de la Salvación o de la naturaleza trascendente de su Hijo. En los Evangelios aparece María expresando admiración, extrañeza, no entendiendo la respuesta de su Hijo en el Templo. María no sabía todo, no se le dieron hechas las cosas. Ella las tuvo que buscar meditando como nosotros, fue peregrina de la fe.
            Creer es entregarse, ponerse en camino. El creyente al amanecer se pone todas las mañanas en busca del Señor. Pero como Dios es misterio y el misterio no se deja atrapar ni analizar, Dios no se deja encontrar, no se deja ver cara a cara. El Misterio simplemente se acepta en silencio, de rodillas. Y entonces nace la certeza y se entiende todo. Misterio quiere decir que no se le puede conquistar intelectualmente, hay que dejarse conquistar por Él. Y cuando a uno se le entrega, entonces todo se entiende y de alguna manera Dios deja de ser misterio. Todos tenemos nostalgia del absoluto, porque Dios ha depositado en cada uno de nosotros un deseo de llenarse de ese misterio de lo divino. Unos esa nostalgia lo canalizan mal yéndose por derroteros de perdición y otros, con la docilidad necesaria, se van dejando conducir para poder beber de esa Agua Viva de la cual uno nunca más tendrá sed. Mientras una piedra, un conejo, una golondrina o un perro se sienten plenos y no aspiran a más. El hombre es el único ser de la creación que puede sentirse insatisfecho. Y esa insatisfacción, sabiéndolo el hombre o sin saberlo, está tejida de nostalgia divina, una nostalgia por un Alguien que nunca lo vinos, por una Patria que nunca hemos habitado. Aquel que tiene esta nostalgia es un caminante que se lanza en mil direcciones buscando a Aquel que tiene mil rostros y ninguno, que nadie lo puede ver y sin embargo se manifiesta en mil signos, sucesos y personas. La fe es eso, peregrinar, sufrir, llorar, ayudar, esperar, caer, levantarse, cansarse y descansar, suspirar y siempre caminar como los errantes que no saben dónde dormirán hoy, que comerán mañana, como Abrahán, como Israel, como José y como María.
            La vida de la Madre no fue turismo. Nadie dijo a María que descansara que todo estaba ya previsto y organizado. No, al contario. Ella también se encontró envuelta en acontecimientos que al parecer no tenían sentido, preguntándose ‘y ahora ¿qué hacemos?’, en medio de situaciones teñidas de absurdo, envuelta con la tiniebla total de la incomprensión y del sufrimiento como en la fuga a Egipto, como en el Calvario. También ella fue descubriendo paulatinamente el rostro de Dios y sus designios mientras sucedían cosas raras cerca de ella. La Madre leía esos sucesos en clave de fe. Confrontaba las palabras antiguas con las nuevas y las situaciones buscando el significado oculto y trascendente. Y ella efectuaba en esta búsqueda con una meditación intensa y persistente.
            Ella como Madre de Dios y Madre nuestra nos enseña en camino, nos coge de la mano y nos conduce hasta su Hijo. Ella nos ayuda a buscar la huella de Dios en medio de nuestras obscuridades.    

sábado, 28 de diciembre de 2019

Homilía del Domingo de la Sagrada Familia de Nazaret 2019, Ciclo A


Homilía de la Sagrada Familia de Nazaret 2019, Ciclo A
            Urge recuperar una mirada de fe en las realidades cotidianas. Vivimos en un sistema pagano donde los ídolos nacen a conveniencia de nuestros propios intereses. Y resulta que estamos tan acostumbrados a lo que vemos que nos hemos adaptado e integrado en nuestra manera de pensar y de ser. Esto nos puede pasar como cuando uno va a un país extranjero, con otro idioma, usos y costumbres y uno termina aprendiendo el idioma -con mayor o menor soltura-, vistiéndose como aquellos paisanos y celebrando sus mismas fiestas. Esto supone un importante desafío cristiano: Dependiendo de cómo uno tenga personalizada la fe; dependiendo de cómo se ha dejado influir por el Espíritu de Cristo; dependiendo de cómo uno esté enamorado del Señor Jesús podrá dar una respuesta cristiana o pagana.
            No consiste en decir cosas como ‘Dios me ama mucho’, ‘esta Palabra me llama a la conversión’ o ‘soy un gran pecador’… porque esto ya lo sabemos todos. La cuestión de fondo es: Esta Palabra que ha sido proclamada ¿me puede llegar a generar en mi alma esa alegría que siente una madre cuando recibe buenas noticias de un hijo que le tiene en la otra punta del mundo? ¿me puede enternecer como lo consigue un niño recién nacido o un pequeñito que juega con uno? ¿me puede hacer llorar de alegría como uno siente cuando a alguien se le perdona de corazón una ofensa realizada? O ¿tenemos el corazón y el oído como un callo de duro que mantenemos las formas para no llamar demasiado la atención por la vida tan mediocre que llevamos?
            Por de pronto el Apóstol Pablo [Col 3,12-21] está dando una especie de llamadas de atención a la comunidad cristiana de Colosas y ende, a nosotros. La fuente de toda moral cristiana es la unión con Cristo resucitado. Nuestro comportamiento personal y colectivo ha de brotar de esa unión con Cristo. Pero puede resultar que se haga realidad aquel refrán castellano, «en casa del herrero, cuchillo de palo». Que estemos en la Iglesia pero con comportamientos paganos.
San Pablo hace una apasionada defensa de la primacía universal de Cristo frente a los oscuros poderes que nos atacan sin cesar día y noche. Y él se daba cuenta de cómo muchos de los cristianos de esas comunidades eran seducidos por esos poderes oscuros y sucumbían porque se limitaban a calentar un asiento en la asamblea litúrgica en vez de dejarse enamorar por Jesucristo siendo dócil al Espíritu Santo. Para dar respuesta a toda esta situación el Apóstol nos da un ‘código ético y doméstico’ que nos oriente en nuestro comportamiento como cristianos en la vida particular, social y en la comunidad. Os voy a poner un ejemplo, si uno tiene una cazuela con un poco de agua hirviendo y de repente viertes en ella medio o un litro de agua helada ¿acaso esa agua sigue conservando los 100 grados centígrados? Si en la comunidad cristiana se convive con la mediocridad no podremos ser referente ni embajadores del Señor ante los demás, y esto no resulta ni atractivo ni atrayente.
Lo que se pide a la Comunidad Cristiana es que seamos compasivos, bondadosos, humildes, mansos, pacientes y que nos sobrellevemos mutuamente perdonándonos. Y se nos pide todo esto porque el bien que hagamos beneficia a todos y el mal que hagamos perjudica a todos porque todos formamos parte del ‘Cuerpo de Cristo’. Mi indiferencia ante el hermano daña al conjunto, el pecado ocasionado obstaculiza el normal funcionamiento de la comunidad cristiana. No podemos bajar la guardia, no nos ocurra como en aquellas casas de pilares de madera que aún viendo agujeritos pequeños (carencias en el amor) en las vigas uno no lo da importancia, y llegado un momento determinado se desploma la casa porque las termitas habían devorado el interior de las vigas. Por eso nos debemos de «revestir de Cristo» porque así iremos adquiriendo, con la ayuda del Espíritu Santo y de la Comunidad Cristiana la sabiduría divina para dirigirnos con la dignidad de los hijos de Dios por la vida.
            Tenemos a una familia, la Sagrada Familia de Nazaret, que con su testimonio de fidelidad al Señor nos demuestra que teniendo a Cristo en el centro de nuestro hogar las dificultades con ocasiones de crecimiento y el amor es puro.

29 de diciembre de 2019





miércoles, 18 de diciembre de 2019

Homilía del Miércoles de la Tercera Semana de Adviento, ciclo A

Homilía del Miércoles de la Tercera Semana
del Tiempo de Adviento, Ciclo A
18 de diciembre de 2019
            Estimados radioyentes, voluntarios de Radio María y todos aquellos que ahora os encontráis en la habitación de algún hospital. Pido al Señor que me de fuerzas y espíritu para partir esta Palabra que acaba de ser proclamada.
            El mundo se ha organizado en contra de Dios y nuestras comunidades cristianas no pueden conformarse con un simple ‘cumplir con Dios’, como aquel que anualmente paga sus impuestos. Tampoco podemos ser como aquellos que únicamente te llaman para que les hagas algún favor. A Cristo hay que colocarlo en el centro. Las familias cristianas se han de instalar en torno a comunidades cristianas vibrantes en la fe. Esto es necesario porque de poco nos sirven unas ideas cristianas abstractas, sino que es urgentemente necesario que vivan la experiencia cristiana de un entorno impregnado de la presencia divina y de una intensa vida de oración y de caridad.
            No pensemos que podemos vivir como cristianos si adoptamos las actitudes de un mundo sin Dios. A fuerza de no vivir como se cree, se acaba creyendo como se vive. Ser cristiano es un estado de vida, no es un tinte, no es un barniz. Y a los cristianos hay que enseñarles a ser cristianos, educarles a redescubrir la gran riqueza que lleva inserta en su propio bautismo, fiándonos de dios y de aquellos que vayan dando muestras de su evolución en su propia conversión. Y aquel que haga la opción decidida de redescubrir la riqueza de su propio bautismo ha de buscar los medios que la Iglesia le brinda para hacerlo. Tengamos en cuenta que los desafíos actuales que afectan a nuestra fe no pueden ser resueltos con los medios pastorales usados en el pasado. Los laicos cristianos, consagrados y sacerdotes debemos organizarnos de un modo que nuestra vida concreta diaria no nos aleje de Dios y nos permita una auténtica coherencia con la fe viviendo en plena sintonía con el Magisterio de la Iglesia, la Tradición de la Iglesia, con los Sacramentos de la Iglesia y con la Palabra de Dios. Y cuando uno opta por ser fiel a Jesucristo las cosas no son nada fáciles. Tendremos que obedecer a la fe sin entender.
La Virgen María, estando desposada con José, y antes de vivir juntos esperaba a un hijo por obra del Espíritu Santo. Ella obedeció a la fe y colaboró activamente con Dios, aun sin entenderlo. San José, a punto de repudiar a María, en sueños se le apareció el ángel del Señor, y él obedeció a la fe colaborando activamente con los designios divinos. Ellos descubrieron la riqueza espiritual que lleva consigo el obedecer a la fe, porque obedecer al Señor es, sin lugar a dudas, el mayor de los aciertos

Homilía de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María


Homilía de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María
Domingo II del tiempo de Adviento, Ciclo A

María, según aparece en los evangelios, nunca fue una mujer pasiva o alienada. Ella colaboró desde un primer momento en la proposición el ángel. Por sí misma tomó la iniciativa y se fue rápidamente, cruzando las montañas, para ayudar a Isabel. En la gruta de Belén ella, ella sola, se defendió en el complicado y difícil momento de dar a luz. Cuando el niño se perdió en el Templo, la Madre no se quedó cruzada de brazos, sino que tomó la primera caravana y subió de nuevo a Jerusalén y removió cielos y tierra hasta que al tercer día lo encontró. En las bodas de Caná, mientras todos se divertían, sólo ella estaba atenta. Se dio cuenta de que faltaba el vino. Tomó la iniciativa y sin molestar a nadie, y con gran delicadeza lo solucionó. Y de estos ejemplos tenemos una infinidad. Y en el Calvario, cuando ya estaba todo consumado y no había nada que hacer, entonces sí, ella quedó quieta y en silencio.
Durante toda su vida aquel ‘hágase’ la librará de temores y caídas emocionales, le conferirá una fortaleza indestructible y la dejará sumida en un estado de señorío y dulzura. Ni las emergencias más crueles harán tambalear el equilibrio de una pobre de Dios. Y al no tener capacidades de solución, el cielo mudo y en silencio ¿qué hará la Madre? La prueba más costosa para la fe de María fue la travesía de la presión de los treinta años bajo eso a lo que llaman ‘la guerra psicológica del desgaste’. Dicen que una roca, cayendo gota a gota, termina por perforar las entrañas de una roca. Ser héroe una semana o un mes es algo relativamente fácil, no erosionarse por la acción invisible y pertinaz de la rutina es mucho más difícil. La fe de Abrahán fue sometida a la prueba del desgaste y sucumbió. La Madre sin embargo permaneció en pie. Situémonos en su caso, van pasando los años, la impresión viva de la anunciación quedó allí lejos, de aquello no queda más que un recuerdo desvanecido. La Madre queda atrapada entre el resplandor de las antiguas promesas y la vulgaridad de la realidad presente. Nazaret era un lugar tan insignificante que ni siquiera aparece ni en el Antiguo Testamento, ni en Flavio Josefo, ni en los mapas de los romanos.
La vida de una nazaretana se reducía a tener asegurada el agua y la leña, preocuparse seguramente de unas ovejas en el cerro, de unas gallinas y de tener dos piedras para moler el trigo, lo restante era monotonía, y la monotonía tiene siempre la misma cara; largas horas, largos días de los interminables treinta años, los vecinos se encierran en sus casas, en el invierno oscurece temprano, se cierran las puertas y ventanas, quedan ahí los dos, frente a frente, la Madre observa todo, ahí está el hijo que trabaja, come y reza. Pasa una hora y otra y otra y otra y otra. Pasa un día y otro y otro y otro y otro… una semana. Y pasa una semana y otra y otra y otra… un mes. El año parece una eternidad y siempre lo mismo, todo lo mismo, sin novedad. Parece que todo se ha parado en Nazaret. Y ¿qué hacía la Madre? En las eternizadas horas, en cuanto ella molía el trigo a mano, amasaba el pan, traía la leña del cerro o agua del pozo, daba vueltas en su cabeza las palabras que un día, ya tan lejano, le comunicara el arcángel San Gabriel: «Será grande, se llamará hijo del Altísimo, su reino no tendrá fin». Las palabras antiguas eran ciertamente resplandecientes, pero la realidad que tenía ante sus ojos era muy distinta. Ahí estaba el muchacho, trabajando en el rincón de la vivienda, trabajando solitario. ¿Será grande?, no, era igual que los demás muchachos de su edad. Y la perplejidad comenzó a golpear insistentemente las puertas ¿sería verdad aquello? ¿No habría sido ella víctima de una ilusión? Dios permanecía en silencio y ningún detalle actual confirmaba las palabras antiguas, estas ¿harán sido verdaderas? Esta es nuestra suprema tentación en la vida de fe, querer tener una evidencia, querer palpar la objetividad como una piedra fría, agarrar con las dos manos la realidad, dejar las aguas movedizas y pisar tierra firme y decir a Dios: ‘¡dame una garantía, una prueba, una señal!¡transfórmate ahora mismo en un fuego, en un río, en una tormenta!’. La Madre no hizo eso. Golpeada por la perplejidad no se agitó, quedó quieta, sin resistir. Cuando todo parecía absurdo ella respondía su ‘hágase’ al mismo absurdo y éste se desvanecía. Al silencio respondía con el ‘hágase’ y la ausencia se trasformaba en presencia. En lugar de exigir a Dios una garantía de veracidad, la Madre se abandonaba al misterio de Dios, quedaba en paz y la duda se tornaba en dulzura.
Ella supo avanzar en la oscuridad obedeciendo a la fe. La Madre observa, medita, calla. Golpe a golpe la vida iba desmoronando las promesas y las seguridades… en la vida oculta de Jesús. Ella es la pobre de Dios y como tal no puede pedir garantías como Gedeon, como Abrahán. Los pobres del Señor no andan con reclamos ni exigencias en su boca, sino con un ‘hágase’. ¿Qué hará la Madre para no sucumbir? Nos dice la Palabra que ella guardaba y meditaba los hechos antiguos en su corazón, ponderándolos, confrontándolos. Cuidaban de que estas estrellas nunca se apagaran en su cielo. Y cuando el cielo se oscurecía y su corazón se llenaba de desconcierto, recordaba, hacía presente en su mente las palabras antiguas y los hechos de misericordia que con su luz ponía en claridad y en consolación sobre la oscuridad del momento. Y así su fe pudo mantenerse en pie a pesar de haber sido combatida en esta peligrosa travesía de los treinta años. Para no sucumbir la Madre tuvo que desplegar una gran cantidad de fe adulta, aquella fe que sólo se apoya en Dios mismo. El secreto fue este, no resistir, sino entregarse. Al entregarse se disipan las dudas y nacen las certezas. Ella no podía cambiar nada, ni la tardanza de la manifestación del hijo, ni la rutina que como sombra envolvía todo, ni el silencio de Dios. La Madre se entregó una y mil veces en las manos de su Señor que disponía así las cosas y se libró de la angustia y permaneció de pie en medio de la noche.

08 de diciembre de 2019


lunes, 25 de noviembre de 2019

Homilía de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

            Estimados radioyentes, voluntarios de Radio María y querida Comunidad de Madres Carmelitas Descalzas de Palencia, pido al Señor que me de fuerzas y espíritu para partir esta Palabra que hemos proclamado en esta Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.
            El Señor se acerca a ti, se pone en frente tuyo, te mira a los ojos y te pregunta: «¿quieres que yo sea tu Rey?».  ¿Qué le vas a contestar? ¿Le vas a decir que “sí” por puro compromiso y poder salir de este modo de este apuro? ¿Le vas a contestar con las palabras de la Virgen María, «sí, aquí está la esclava del Señor»? o simplemente le dirás «de eso ya hablaremos otro día». Ante esta pregunta del Señor, ¿tú cómo te posicionas?
            El Demonio te va a decir: «tú estás muy bien como estás y no necesitas que nadie te diga lo que tienes que hacer». Lo curioso de todo esto es que el Demonio al decirte esto te engaña, porque uno, sin darse cuenta, tan pronto como se aleja de Dios se acerca al Maligno. Y el Demonio se lo trabaja porque te envuelve la realidad, te la decora, te la maquilla de tal manera que resulta apetitoso y atrayente lo que él te presenta; más cuando caes en el pecado quitando el papel de envoltura y lo desmaquillas eso que antes era apetitoso y atrayente está plagada de orugas, gusanos, moscas y con un pútrido olor. Sin embargo nosotros somos Hijos de Dios y en el sacramento de la confirmación fuimos constituidos soldados de Cristo contra el mal. Somos propiedad de Dios, y esto lejos de coartarnos o limitarnos la libertad nos hace vivir con mayor plenitud.
            En la Primera de las Lecturas tomada del segundo libro de Samuel [2 Sam 5, 1-3], nos encontramos a todas las tribus de Israel que se presentan ante David para hacerle una petición; le querían como rey, y es más, ungieron a David como rey de Israel. Ellos sabían lo que querían: Querían tener a un rey que fuera el caudillo de Israel. Es más, el pueblo se daba cuenta de cómo ellos cuando estaban con Dios eran fuertes, eran socorridos por Dios dándoles las fuerzas para la victoria.
            Nosotros le decimos que «sí queremos que Jesucristo sea nuestro Rey» sin embargo nuestras acciones muchas veces no van en sintonía con nuestro deseo. Es que resulta que nuestro rey gobierna desde una cruz y nosotros, que somos sus servidores no nos espera una cosa mejor. El Hijo del hombre sufre ultrajes, es insultado, escupido, azotado, despreciado y crucificado. Es más, hoy en la lectura del Evangelio le encontramos clavado en la cruz y ahí estaban los soldados burlándose de Jesús, ofreciéndole vinagre y tentándolo para que bajase de la cruz [Lc 23, 35-43]
… y si el Señor ha pasado por esto, nosotros nos podemos ir preparando.
Una de las dificultades para aceptar a Jesucristo como nuestro rey «es que seguimos pensando como los hombres y no como Dios».  Y al razonar como hombre manifestamos nuestra precariedad porque sí que nos resistimos al mal que nos hagan ya que tendemos a devolver un tortazo con mayor fuerza a aquel que nos ha atizado antes. Porque no sale de nosotros bendecir al que nos maldice, ni sale de nosotros el rezar por los que nos persiguen y calumnian. Es decir, que “ni quiera estamos verdes como las lechugas”, y esto es así porque estamos dominados por las pasiones. Hace poco una mujer muy mayor me pregunta: «pero hijo, a mi edad ¿qué pasiones puedo ya tener yo?», a lo que la respondo: «cuando lo descubra le va a dar un sofoco». Nuestras pasiones tienen a eclipsar la fuerza del Reino de Dios, pero Dios es más fuerte que nosotros y no se escandaliza de nuestro pecado.
Nosotros cada vez que nos dejamos influenciar por Satanás, el cual habla en la sociedad y nos bombardean por todos los frentes,… cada vez que nos dejamos influenciar por Satanás estamos traicionando a Jesucristo porque seguimos dominados por nuestras pasiones y no por el Espíritu Santo. La pregunta clave es: «Tú ¿por quién te dejas influir?». Las apariencias del mundo nos engañan, pero es en la Iglesia donde Jesucristo nos sigue capacitando para «compartir la herencia del pueblo santo en la luz» [Col 1, 12-20]. Es en la Iglesia donde vamos adquiriendo esa mirada de fe que nos permite ver la presencia del Señor en la enfermedad, en los hermanos, en ese jefe que se pasa de creativo a la hora de hacerme la vida imposible, de ese vecino que da más guerra que una jauría de mastines o de ese esposo o esposa que parece tienen como hobby amargarme todo lo amargable.
 Si Jesucristo es mi Rey y Señor, no tengamos miedo, porque Él tiene el poder de hacer nuevas todas las cosas. Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad. Tenemos a Cristo con nosotros ¿qué más podemos pedir?

           



             24 de noviembre de 2019
Roberto García Villumbrales

sábado, 16 de noviembre de 2019

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

            Hermanos, que importante es que en esta tierra juzguemos las cosas con perspectiva de eternidad. Las cosas de esta vida serán destruidas, pasarán, del mismo modo que han sido pueden dejar de ser. Aquel que se olvide que todo lo que le sucede forma parte del plan divino está bailando al borde de un volcán, cae en la desesperación.
            Si juzgamos lo que nos pasa (un enfado serio con alguien, una situación de precariedad personal, laboral, familiar, social, económica y religiosa…) con criterios de ‘bajos vuelos’, con criterios mundanos, estaremos pensando como los hombres, y no con la forma de pensar de Dios. Las apariencias del mundo nos engañan y pensamos que todo se acaba porque la realidad no responde a nuestras expectativas. Y es entonces cuando nos enfadamos, queremos ‘tirar todo por la borda’ porque la realidad es más dura de lo que nos podíamos imaginar. Sin embargo, es en la Iglesia donde vamos adquiriendo esa mirada de fe para juzgar las cosas con perspectiva de eternidad. Esa mirada de fe que nos permite percibir la presencia de Jesucristo en la enfermedad, en la precariedad, en el sufrimiento y en las numerosas noches oscuras. El mundo no quiere que adquiramos esta mirada de fe y nos intenta confundir alegando que es un invento de los curas. Sin embargo, esto es cosa de Dios, y lo único que se hace es decir que existe y que la fuerza viene de lo Alto.
            Y cuando juzgamos lo que vivimos y somos con los criterios de lo Alto, con la inspiración del Espíritu Santo caemos en la cuenta de nuestra realidad pecadora y de la cantidad de veces que nos hemos dejado dominar por las pasiones, por los enfados, por la venganza o el ánimo de revancha. Más cuando uno responde al mal con el bien, al insulto con una bendición, al que te persigue y odia con una plegaria por esa alma, va demostrando que las pasiones le han ido dejando de dominar y que está siendo gobernado por el Espíritu Santo de Dios. Entonces no hará falta hacer grandes discursos sobre nuestra fe o nuestras creencias, porque las personas, cuando nos vean el modo de cómo procedemos irán conociendo el mensaje y al Mensajero: Jesucristo.


17 de noviembre de 2019

viernes, 25 de octubre de 2019

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo C
            El hombre cuando se separa de Dios se convierte en un animal. Y esto trae consecuencias trágicas tanto en el ámbito social, político, y no digamos nada en el ámbito dentro del seno del hogar. En primer lugar porque reducimos a las personas a lo que nosotros queremos que sean, siempre aplastándolas, sometiéndolas, humillándolas. Y cuando uno se adentra en el campo de la intimidad, más sangrante y acentuado queda.
            Cuando falta la luz todo se vuelve confuso y uno se puede tropezar con cualquier obstáculo, una mesa, una silla, una estantería… uno  no sabe distinguir el bien del mal porque haciendo su voluntad no considera que las cosas le vayan tan mal. Sin embargo perdemos fuerza e intensidad en lo que hacemos y estamos como ‘a medio gas’, como mediocres, como ese coche que va perdiendo velocidad hasta que se termina parando por avería. Y quienes primero se dan cuenta de ese estar ‘a medio gas’ son los hijos y aquellos con los que convivimos más de cerca. Porque el padre o la madre han dejado de estar pendientes de algunas cosas importantes, porque han aumentado las discusiones y su duración, porque se han ido dejando la oración en familia, porque ya no se controla lo que se ve en la televisión o por Internet…etc. Porque en una palabra, se ha bajado totalmente la guardia y el demonio lo está disfrutando haciendo de las suyas.
El libro del Eclesiástico [Eclo 35, 12-14. 16-19a] nos habla del culto autentico, nos pide que subamos la guardia, que estemos alertas ante el enemigo que se aproxima, que no vivamos como ‘a  medio gas’. Un culto que no se puede restringir al templo sino que abarca absolutamente todo. Es el batallar con los hijos para que obedezcan, ya que uno previamente intenta obedecer a Dios y como si fuera una cadena de transmisión hacer así llegar la voluntad de Dios. Es dejarnos educar la mirada del corazón para poder ver más allá de lo aparente. Es morir por amor aunque el otro no te corresponda y no lo comprenda en esos momentos, y aun así tarde en comprenderlo. Es la fe la que ilumina toda la existencia del hombre, con «la oración del humilde que atraviesa las nubes y que no se detiene hasta que alcanza su destino», una luz que viene de Dios. Lo nuestro es sembrar en el campo el grano de la fe por medio de nuestro culto auténtico. Parte de esa semilla llegará a la madurez e irá conduciendo a la salvación a aquellos que a través de nuestro desgaste en la lucha hayan ido conociendo el gozo de ser hijos de la Iglesia.
San Pablo ya nos habla de la seriedad de este esfuerzo moral exigido a la vida cristiana [2 Tim 4, 6-8. 16-18]. San Pablo nos pone el ejemplo comparándola con el combate-carrera en el estadio. Es necesario correr de modo que se alcance el premio. Es la imagen de la lucha y de la carrera sabiendo que hay testigos que tomarán cuenta de lo que hacemos de cómo ha ido influyendo la fe en las decisiones que tomemos, sobre todo en la lucha contra el pecado. Y es una lucha diaria, constante, de tal modo que ‘los músculos del alma’ se vayan fortaleciendo a base de entrenamiento. Como para las competiciones deportivas, especialmente en la lucha, son necesarias determinadas cualidades, para la lucha en el apostolado son necesarias las virtudes; la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, constancia, la mansedumbre (Cfr. 1 Tim 6,11). Todo para adquirir la corona de gloria que no se marchita.
No olvidemos que en todos los juegos hay testigos, personas que los están presenciando. Esos testigos sirven para estimular al atleta y aquí entra el papel irrenunciable de la comunidad cristiana que alienta a los hermanos en este particular combate.
El demonio intenta hacernos creer que el pecado carece de importancia y que podemos quebrantar la ley de Dios sin inquietarnos demasiado. Sin embargo el publicano [Lc 18, 9-14] sí sabía de la importancia de su pecado y le dolía sobremanera. Rompe en un estallido de desconsuelo y el dolor le abruma porque está lejos de Dios. Quiere correr la carrera pero no puede. Su situación es desesperada porque hacer penitencia le supondría abandonar su vida de pecado, es decir, su profesión de recaudador de impuestos. Y además le supondría la reparación del dinero obtenido con fraude incrementada en una quinta parte ¿cómo puede saber a quién ha robado? Su petición de misericordia es desesperada.  Y el publicano salió del templo justificado concediéndole su gracia. Este es el modo de actuar Dios. Es el Dios de los desesperados, y su misericordia con aquellos cuyo corazón está quebrantado no tiene límites. Así es Dios.


sábado, 28 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Hace poco tiempo, tomando un café en una cafetería próxima a mi casa, pude oír una conversación entre dos amigas. Estaban leyendo el horóscopo del periódico en el que les decía que eran días muy propicios para encontrar al amor de su vida. Deben de estar solteras o amargadas en su matrimonio porque la conversación que se traían era muy subidita de tono. De lo que me dí cuenta era de cómo esos horóscopos tenían una alta influencia en ellas. Y esto me hizo pensar: ¿Qué cosas o qué personas permito que me influyan diariamente? E hice un ejercicio, recordar de lo que hablaba la primera lectura proclamada ese mismo día en la Eucaristía. Y me quedé preocupado porque me acordaba de otras cosas sin importancia y de una cosa tan seria como es la Palabra de Dios no lo recordaba, a lo que tuve que reconocer que no me había dejado afectar o influir por Ella. Por eso cuando en el Evangelio de hoy escucho «tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» hay algo en mi interior que se resiente [San Lucas 16, 19-31].
También nos puede pasar que digamos que la Palabra de Dios nos llama a la conversión, que me invita a ser mejor persona… tiremos de frases hechas, pero nunca aterricemos, es decir, que no nos planteemos en cambiar nada en nuestra vida. Y el Demonio es eso lo que quiere, que nada cambie en nuestra vida. Es decir, no hacer nada, dejar las cosas tal y como están. Esto tiene un nombre desde un punto de vista espiritual: Los Pecados de Omisión. Los pecados de omisión que son los más abundantes y que muy pocos reparan en ellos.
Seamos claros: el rico de la parábola, ese tal Epulón ¿era un pederasta, un asesino, un ladrón?, ¿acaso era un inmoral, un ateo o una mala persona? La Palabra no dice nada malo de él, sólo nos dice lo que habitualmente hacía, lo cotidiano. Porque de haber sido un pederasta, ladrón, asesino, inmoral, ateo o una mala persona entenderíamos como normal que estuviera siendo torturado por las llamas del infierno. Lo único que nos dice la Palabra es que el rico estaba satisfecho con su riqueza y que había puesto su confianza en sus bienes. Lo que subraya la Palabra de él es que era indiferente a lo que le ocurría a Lázaro. Paradójicamente el pecado principal de este hombre no era tanto las obras de maldad, sino la falta de amor, la falta de sensibilidad hacia quien estaba sufriendo junto a él. Y esto nos recuerda una parte importante de nuestra teología espiritual que nos dicen que existen pecados de pensamiento, palabra, obra y Omisión. Los pecados de omisión que pueden llegar a ser los más importante en la vida. Dios no nos ha llamado a la santidad únicamente evitando hacer males, evitando los pecados, sino que Dios ha entregado su vida por nosotros para que hagamos el bien, no sólo para que evitemos el mal. Es más, no hay otra forma de evitar el mal que haciendo el bien, porque el mal es la falta del bien. El mal no es otra cosa que la carencia de la presencia de Dios, de esa carencia a la respuesta del amor de Dios.
¿Y cómo podemos descubrir los numerosos pecados de omisión que diariamente hacemos automáticamente? Es aquí donde se recalca la importancia de la acogida de la predicación de la Iglesia. Cuando el rico Epulón pretende que Yahvé envíe a Lázaro resucitado para que avise a sus familiares de lo que es la realidad del más allá, es entonces cuando Abrahán le responde que «ya tienen a Moisés y a los profetas; que les hagan caso». Que ya tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen, que escuchen su predicación. A lo que Epulón le replica diciendo que si un muerto se les presenta y les habla le harán caso. Y la respuesta que da Abrahán es tremenda porque le dice que tienen a Moisés y a los profetas y si a ellos no les hacen caso, no harán caso ni aunque un muerto resucite. Si tú no acoges la predicación de Cristo, si no acoges la predicación de la Iglesia no despertarás tu corazón ni aunque un muerto resucite; no busques señales especiales para abrirte a la llamada de Dios porque en la predicación de la Iglesia Dios te está hablando, está llegando a tu corazón para pedirte tu conversión. Lo cual nos da una gran responsabilidad en la acogida de la predicación. La predicación que realizamos es un instrumento del Cristo vivo, del Cristo celeste, del Cristo resucitado que se sirve de los profetas, que se sirve de los que predican en su nombre para llegar a tu corazón. Conozco a personas que cuando van a escuchar una predicación rezan a Dios por el que va a predicar esa palabra para que sea instrumento, para que Jesucristo le diga a él lo que debe de decir. Tomar en serio la predicación de la Palabra es caer en la cuenta de que Jesucristo vivo está actuando en Ella y la mediación del que está hablando es mera mediación, no hay que quedarse en el que habla, hay que trascenderla y hay que dejar que el Cristo vivo te interpele a ti, hoy, aquí y ahora.
Acojamos esta parábola sabiéndonos siempre necesitados de Dios para no ser como Epulón sino como Cristo que pasó por este mundo haciendo siempre el bien.




29 de septiembre de 2019

sábado, 21 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo C
La Palabra de Dios de hoy es muy actual. Habla abiertamente de la avaricia. La naturaleza humana está herida por el pecado de nuestros primeros padres que rechazaron a Dios a cambio de complacerse a sí mismos. Es cierto que esta naturaleza herida ha quedado reparada por la cruz de Cristo, sin embargo siempre hay algo que nos inclina hacia el mal. El hombre herido por el pecado original se muestra con frecuencia egocéntrico, individualista y egoísta. Si una persona se deja inspirar, influir por Cristo, sirve a su prójimo. Ahora bien tan pronto como quitemos a Cristo sólo tiene en cuenta su propio interés. Sin una vida de intensa intimidad con Jesucristo estamos tanto incapacitados para buscar el bien del otro como para buscar el propio. Sin Cristo la caridad es una mascarada.
            La pérdida del sentido de Dios constituye la matriz de todas crisis. La adoración es un acto de amor, de respetuosa reverencia, de abandono filial y de humildad ante la estremecedora majestad y santidad de Dios. Adorar es dejarse abrasar por el amor divino, es responder a quien nos ama y se nos acerca regalándonos su presencia amorosa. La adoración es un acto personal, un cara a cara con Dios que tenemos que aprender. Recordemos a Moisés, que enseñó al pueblo judío a convertirse en un pueblo de adoradores y permanecer filialmente ante Dios.
            Satanás ataca muy fuerte y nos hace tambalear ya que siempre lanza sus lanzas incendiarias cuando nos encontramos más débiles o en crisis. Por eso estar acurrucado ante el Señor, adorándole, es el mejor refugio en medio de estos crueles ataques del enemigo.
            Si nos centramos en nosotros mismos, en las reformas de las estructuras, en los análisis sociales y culturales, si nos centramos en las actividades afanándonos por los resultados humanos como cristianos y como consagrados, no es de extrañar que se descuide la adoración y no encontremos el sentido de Dios.  Hay planes de pastorales de ámbito diocesano que se afanan por hacer cosas, plantear muchas claves de actuación, de incidir en dar protagonismo a todo el mundo, de plantear actitudes para mirar con atención y escucha la realidad y caminar, acoger y acompañar… pero Dios ya no ocupa espacio ni en esos planes de pastoral ni para aquellos que está destinados. La primacía de Dios debería de constituir el centro de nuestras vidas, de nuestras obras y pensamientos. No podemos actuar como si el mundo o la iglesia fuera de nuestro dominio particular, porque entonces Dios ya no tendría nada que ver al ser todo propiedad nuestra. Cuando Moisés se acercó movido por la curiosidad ante la zarza que ardía sin consumirse, Yahvé le pidió que se descalzase porque estaba pisando terreno sagrado. Lo nuestro no es organizar el mundo pensando que este mundo es el único real explotándolo con un espíritu profano aunque lo tiñamos de algo de pseudo-cristiano. La raíz más profunda del sufrimiento es la ausencia de Dios y cuando se tiene a Dios en el centro de la vida y se va adquiriendo una actitud de adoración ante el Señor, es entonces cuando uno se va desprendiendo de las cosas, afronta la batalla contra la avaricia y reconoce como único bien anhelado la presencia del Todopoderoso.

domingo, 15 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Homilía Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

         Estamos aquí para hablar con Dios, para estar verdaderamente a solas con Aquel que sabemos verdaderamente nos ama. Pero estamos aquí para hablar con Dios, lo cual no es un cruce de palabras como hacen los amigos cuando se reúnen a dar un paseo o a tomar un café. Aquí nos encontramos para tener un intercambio de interioridades más que de palabras. Es estar con Dios y Dios con nosotros. Estamos aquí para establecer una fortísima relación afectiva con un Tú, de tal forma que todas mis energías salen hacia ese Tú, se concentran en un Tú, hacia Dios y también ese Tú viene hacia mí por el camino del amor. Y yo quedo quieto, acogedor, receptivo de ese don que viene a mí sin yo merecerlo. Y si yo concentro mi sed de amor para ser enviada a Dios y acojo esa declaración de amor que yo me he creído y que viene a mí de parte de Dios se produce una fusión de dos interioridades consumada en el silencio de la fe, en el amor.
         De eso nos habla hoy la Palabra: de la Fusión de Interioridades. Sin embargo el ejercicio personal de concentrar mis energías de amar concretadas en lo cotidiano para entregárselo como ofrenda agradable a Dios, es algo que exige un sacrificio y esfuerzo muy alto realizado en la libertad y en la más absoluta de las generosas donaciones. Recordemos que el hombre está hechizado por lo palpable y muchas veces nos olvidamos que el Cielo existe, convirtiéndonos en sordos, ciegos y autistas para las cosas de Dios. Eso fue lo que les pasó a los israelitas y así nos lo cuenta la Primera de las Lecturas de este domingo [Éxodo 32,7-14]. Moisés está con Dios en lo alto de la montaña del Sinaí, dialogando con Él, estableciendo esa fortísima relación afectiva con Dios y en Dios. Sin embargo el pueblo se pierde, se han hecho un toro de metal al que llaman dios, se han perdido porque no han escuchado la voz de Dios cercana. En el momento en que Moisés deja al pueblo, el pueblo se desvía. Sin la voz profética que le señale el camino, el pueblo se pierde, se queda bajo los efectos del hechizo de lo palpable. Y una de las consecuencias de estar perdido es que el hombre no siente la necesidad de ser salvado, porque el sentido del pecado parece haber desaparecido. Esa lejía que es el relativismo ha arrasado con todo, donde el mal ha adquirido la tarjeta de ciudadanía y el desenmascararlo puede generar conflicto personal y social.
         Sin embargo esta lucha contra el Maligno no es precisamente nueva, empezó al comienzo de los tiempos. Y San Pablo nos da una palabra de aliento desde la fe para fortalecer nuestras rodillas vacilantes y poder realizar ese intercambio de interioridades con el mismo Dios en Jesucristo a través del Espíritu Santo [Timoteo 1, 12-17]. Los cristianos de la Iglesia Primitiva se llamaban «los santos» porque toda su vida estaba impregnada de la presencia de Cristo y de la luz de su Evangelio. Y en ese intercambio de interioridades con Dios iban transformando su noviazgo, su matrimonio, su familia, sus amistades, sus trabajos,… el mundo.
Nos cuenta San Pablo que él era antes un blasfemo, un perseguidor y un violento, pero el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús le salvó de sus pecados, derrochando Dios la gracia en San Pablo. Cristo siempre ha dicho que «yo sé a quién he escogido». Le podríamos decir que sí, que Dios todo lo ha hecho bien, pero en el tema de “los recursos humanos”, un desastre. ¿A quién se le ocurre elegir a Pedro que le traicionó, o a Judas que le vendió por unas monedas de plata o al resto de los apóstoles que le dejaron solo ante la cruz? Pero sin embargo, Él sí sabe bien a quien ha escogido y lo hace así para que nunca dudemos de su designio de salvación para con cada uno de nosotros y no nos escandalicemos y le abandonemos cuando veamos nuestros pecados sino que acudamos a Él para ser sanados. En el fondo estamos hablando de una crisis de fe. Eso mismo le pasó a Judas, que fue perdiendo la fe, se fue deteriorando en su fe. Porque estaban con el Señor de cuerpo presente, pero no de corazón y al final acabó robando dinero, totalmente decepcionado porque Jesús no quiso realizar esa revuelta política que él pensaba que era lo que iba a realizar y donde Judas iba a tener un papel importante. Pero sus caminos no son nuestros caminos, dice el Señor. Judas era el prototipo de persona que había perdido el sentido sobrenatural. Judas era un mentiroso que continuaba junto a Cristo pero ya no creía en Él.
         Lo nuestro es escuchar al Buen Pastor, no alejarnos de su divina presencia para que no perdamos en nuestros oídos el sonido de sus labios. Por mucho que podamos estar rezagados en el rebaño que le sigamos oyendo de tal modo que su voz no sea acallada ni silenciada [Lc 15, 1-32], para que de ese modo adquiramos razones sobrenaturales que nos ayuden a no quedar hechizados por lo palpable y de ese modo ir adquiriendo la grandiosa experiencia de ese intercambio de interioridades del Señor para con uno y uno para con el Señor.




Roberto García Villumbrales
15 de septiembre de 2019

sábado, 10 de agosto de 2019

Homilía del Domingo XIX del Tiempo Ordinario,. Ciclo C


Homilía del Domingo XIX del Tiempo Ordinario, Ciclo C
        La cuestión central de la Palabra de hoy puede ser: ¿Cómo responder al cansancio, ocasionado por el tiempo, con la fe?
             El Evangelio nos habla de un siervo al que el Señor le había encomendado un puesto de confianza [San Lucas 12, 32-48]. Pero lo que no sabe este siervo es que está siendo puesto a prueba para conocer en verdad cómo es él. Y la prueba es la demora, la tardanza del regreso de su señor. Quiere comprobar si realmente puede contar con la ayuda de ese siervo para cosas más importantes y por eso le prueba para saber si es un siervo fiel y obediente o no lo es. No sea que le vaya a colocar en un puesto de alta responsabilidad y le ocasione más problemas que otra cosa.
            Recordemos cómo el pueblo de Israel al ver que Moisés tardaba en bajar del monte del Sinaí se fabricaron un becerro de oro [Ex 32, 1-6]. Recordemos la parábola de las diez vírgenes que «como el esposo tardaba les entró sueño, y se durmieron» [Mt 25, 1-13]. O la parábola de higuera estéril [Lc 13, 16-9] cuando el hombre que la plantó dijo: «Hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala! ¿Para qué ha de ocupar terreno inútilmente?» y recordemos en esta parábola que se le había concedido al árbol tres años para su crecimiento, así que ya habían pasado seis años desde su plantación. ¡Había pasado seis años y no había dado fruto la higuera!
            No nos olvidemos de Santa Isabel, la pariente de la Virgen María «que ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que todos tenían por estéril» (ya tarde, por lo años) [Lc 1, 36]. O la historia de Ana, la esposa de Elcaná [ 1 Sm 1, 1-27] que lloraba llena de amargura y rezaba junto a la puerta del Santuario del Señor pidiendo un hijo que no llegaba y a la que el sacerdote Elí pensaba que estaba borracha. Y el Señor le concedió un hijo llamado Samuel. O Sara la esposa de Abrahán que se le había ya pasado el tiempo de tener hijos y sin embargo tuvo a Isaac. O la Santísima Virgen María, que durante treinta años largos de la vida oculta de Jesús no veía en Él cosas extraordinarias o divinas, y en mitad de su rutina diaria sólo recordaba aquel encuentro con el arcángel Gabriel para darle aquella noticia. Y la Virgen perseveró obediente y como fiel discípula del Señor.
            El factor temporal, la tardanza, la rutina, el cansancio acumulado con los años…el tiempo en la vida matrimonial, consagrada, presbiteral, cada cual en su propia vocación… puede jugar en nuestra contra, y ser como esa gota fría y constante que termina perforando la roca. A lo que a uno le puede amenazar las dudas de…«¿me habré casado con la persona adecuada? ¿por qué me habré casado?», «¿no sería más feliz si me hubiera casado o hubiese hecho aquella carrera o aceptado aquel puesto de trabajo en vez de ordenarme sacerdote o consagrarme a Cristo en la Iglesia?».
            No nos olvidemos que hemos recibido una llamada que ha dado sentido y da sentido a nuestro existir, y que el que llama es fiel y quiere que le respondamos, aunque no entendamos, fiándonos de su promesa [Sabiduría 18, 6-9]. Dios siempre hace bien las cosas, sabe a quién elige y conoce los deseos más profundos de tu corazón.  Colaborar con Dios, (amar y perdonar a mi esposo; entregarme más de lleno a la comunidad y al servicio de la Iglesia; etc.), es ya de por sí, actuar con la fe. El tiempo lejos de enfriarnos, con Cristo y al lado de Cristo, lo disfrutamos.

11 de agosto 2019

domingo, 4 de agosto de 2019

Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C
            Aun cuando cierro los ojos me viene a la mente esa imagen de aquel castillo de arena, tan bien esculpido por aquel padre y su hijo en la playa de Laredo. Una auténtica obra de arte, no le faltaba ni el más mínimo detalle. De repente subió la marea y una ola barrió toda la playa. El niño empezó a llorar desconsoladamente.
            Uno se afana por estudiar una carrera, por aprobar unas oposiciones, por encontrar un puesto de trabajo y a alguien que te quiera y de repente viene la ola de la muerte, y todo lo que se ha conseguido queda barrido como el castillo de arena de la playa. ¿Estamos destinados a desaparecer, a ser un simple recuerdo que se llegará a desvanecer en el tiempo tan pronto como también desaparezcan aquellos que nos han amado? ¿Qué sentido tiene todos los esfuerzos realizados, todos los dolores sufridos y todos los gozos experimentados? ¿Qué sentido tiene todo el amor que hemos dado y que hemos recibido y por aquello que hemos luchado? El libro del Eclesiastés nos lo dice: «¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol?» [Ecl 1, 2: 2, 21-23]. Y el Salmo responsorial nos lo vuelve a decir: «Los siembras año por año, como hierba que se renueva, que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca» [Sal 89]. ¿Quién da consistencia a nuestra existencia?, ¿quién firmeza a nuestra extremada debilidad?, ¿quién vida a nuestra constante muerte?, ¿quién llamará a la Vida a las escasas y dispersas cenizas que queden de nuestros cuerpos mortales?
            La respuesta nos la da San Pablo: «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria» [Col 3, 1-5. 9 -11]. Físicamente todos moriremos y nos enterrarán, pero al estar nuestra vida en Cristo escondida en Dios la muerte eterna pasa de largo, tal y como sucedió en Egipto cuando los hebreos pintaron las dos jambas y el dintel de sus puertas con sangre de los corderos o cabritos [Ex 12, 7] para que el ángel exterminador no entre en las casas para herir. ¿Y cómo  podemos estar en Cristo y así encontrarnos escondidos en Dios y así escapar de la destrucción total y absoluta?  En palabras de San Pablo: «Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia, y la avaricia, que es una idolatría». Nos vamos escondiendo en Dios en la medida en que vayamos dando muerte en nosotros al hombre viejo del pecado. Esto implica una renovación de la mente y del corazón, un luchar por estar en una constante actitud de conversión hacia el Señor, de tal modo que todo lo que uno haga, piense o sienta sea para estar con el Señor. No tengan miedo, si quieres estar con Cristo vete permitiendo que el Espíritu Santo vaya renovando tu mente,  purificando tu corazón, y en ese cambio que se vaya dando en ti descubras el gozo de «ser rico ante Dios» [Lc 12, 13-21]. Sólo Dios puede hacer prósperas y eternas las obras de nuestras manos.


Palencia, 4 de agosto de 2019


sábado, 27 de julio de 2019

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario, ciclo C


            Domingo XVII del Tiempo Ordinario, ciclo C
«Abrahán continuó: –Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?-. Contestó el Señor: En atención a los diez no la destruiré» [Génesis 18, 20-32].
            Muchas veces he oído expresiones como estas en los adolescentes: «Es que todos lo hacen, todos visten así, todos ven esta serie de televisión, todos tienen estas redes sociales, todos se quedan hasta tan tarde de fiesta…»,  «es que todos mis amigos ya tienen teléfono móvil y yo no lo tengo», «es que soy el único adolescente o joven que voy a la Eucaristía»,… y de éstas hay muchas. Y claro está, según como se vive se piensa.
            Toda la ciudad de Sodoma y Gomorra no se pervirtió de la noche a la mañana. Nos empezamos a pervertir cuando se empieza a hacer cesiones ante cosas que ni nos hablan de Dios ni nos acercan a Él. Y cuando hechas esas cesiones ni nos arrepentimos ni se hacen actos de reparación, sino que lo incluimos como un elemento normal en nuestra vida. Y además, pasa a ser algo tan normal y cotidiano que resulta extraño, e incluso molesto, que alguien se llegue a oponer a ello. Si hubiera encontrado a diez personas justas en la ciudad, toda la ciudad se hubiera salvado. El bien, el hacer el bien, el amar como Dios nos ama tiene gran poder. El amor tiene más poder que todo el odio del mundo. Por amor el hombre y la mujer se unen en matrimonio para formar un hogar cristiano; por amor somos capaces de irnos lejos de casa durante mucho tiempo para poder ayudar económicamente a nuestros seres queridos; por amor uno sacrifica su descanso y su tiempo libre para cuidar a un hermano, padre, familiar o amigo; por amor uno se priva de algo para que el otro lo pueda disfrutar; por amor uno corrige al que hierra; por amor uno enseña al que no sabe; por amor uno perdona a quien mucho le ha ofendido; por amor uno deja a sus familiares, amigos y conocidos para dar respuesta a la vocación dada por Dios; por amor uno se entrega al Señor sin tener seguridades, sólo confiando en su providencia… el amor es la fuerza más poderosa porque emana del mismo Dios.
            Todos queremos ser muy independientes, que cada cual piense y diga lo que quiera y que haga lo que a cada uno le dé en gana. Sin embargo todo esto es una falacia ya que actuando así cada cual “vive para sí mismo” y acumula riquezas para sí mismo olvidándose de lo que siempre va a permanecer y perdurar, que es Dios. Cierto que vivir para sí mismo es más gozoso y placentero, pero lo es sólo a corto plazo. Y además es una falacia porque creemos que somos libres, pero en el fondo estamos tan condicionados por lo que oímos, vemos, por la presión social y por los medios de comunicación que nos movemos a su ritmo creyéndonos que somos nosotros los que nos movemos cuando nos están moviendo.
            Sin embargo hay alguien que sí nos hace libres y nos enseña a vivir en libertad, y tiene un nombre: Jesucristo. Somos libres cuando amamos como Él nos amó; mejor dicho, como Él nos ama, porque está resucitado. San Pablo nos dice: «Estabais muertos por vuestros pecados». Sin embargo ahora estamos vivos gracias a Cristo. [Colosenses 2, 12-14]. Nuestro pecado sólo nos permitía pensar empecatadamente, y el pecado llamaba al pecado y generaba más pecado. Con el agravante de llegar a creer que esas cosas que hacíamos intrínsecamente malas, fueran asumidas como normales. ¿Cómo era posible que una persona embarrada de pecado pudiera pensar con criterios de amor? ¿Cómo poder aspirar el agradable perfume de rosas cuando se está rodeado de estercoleros, abono y cloacas de las que emanan pútridos olores? Sólo Cristo tiene el poder de hacer posible lo imposible. Dice la Palabra que «borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz». Por lo tanto a partir de ahora sí podemos ser libres, ya no somos esclavos del Maligno ni de nuestro pecado. El esclavo no tiene voluntad propia, tiene que hacer y se debe a su amo. Cristo al comprarnos con su sangre para Dios Padre nos ha devuelto la libertad que habíamos perdido como consecuencia de nuestro pecado. Y además, tanto nos ama que para que todos nosotros podamos vivir con plenitud en el amor nos regala su Espíritu Santo, el cual hemos de pedir diariamente [San Lucas 11, 1-13].
            Si pedimos diariamente su Espíritu Santo, y con el discernimiento que brota de Él vamos amando y luchando contra el mal, sin lugar a dudas podremos llegar a conseguir, con la ayuda de Dios, que nuestra sociedad y nuestro mundo no sea arrasado ni  destruido por el pecado que anida en el mundo.

                                        28 de julio de 2019

sábado, 20 de julio de 2019

Homilía del Domingo XVI del tiempo ordinario, ciclo C


Domingo XVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C
            No hace falta ser muy listo para darse cuenta que la evangelización no es una prioridad en nuestra vida. Las personas tenemos la capacidad de adaptarnos a las diversas situaciones, por ejemplo, cuando hace frío nos abrigamos, cuando hace calor nos ponemos ropa ligera y nos refrescamos; no es lo mismo vivir en un pueblo que en una gran ciudad y según dónde estemos nos organizamos para desplazarnos para poder llegar puntual a los lugares y eso nos hace que constantemente estemos aprendiendo para mejor adaptarnos. Sin embargo, estamos sufriendo una parálisis de adaptación en el tema de la fe.
            Es como si el mundo hubiera domesticado a los creyentes. Y esto tiene se plasma en hechos concretos: poca gente se confiesa, poca participación dominical; escasos actos de reparación ante cosas que causan escándalo y que atentan contra la moral y las costumbres cristianas; la poca oposición contra la ideología de género que tanto daño hace… Cierto, somos cristianos, pero nos hemos adaptado al modo de proceder pagano.
            San Pablo nos invita a que luchemos contra el proceder pagano, contra las fuerzas del Maligno. Jesús durante su ministerio público estuvo luchando contra las fuerzas del mal y pasando por esta tierra haciendo el bien. Y Jesucristo, durante su vida convirtió solamente a unos pocos. Él ha dejado esta tarea de anunciar la conversión y de evangelizar al resto de los apóstoles. Por eso nos dice hoy San Pablo que «así completo en mi carne los dolores de Cristo». Se trata de colaborar con Jesús en la ardua tarea de la edificación del Cuerpo de Cristo. A modo de ejemplo: Todos hemos hecho el famoso pasatiempos de descubrir las siete diferencias en dos dibujos prácticamente calcados. Y cuando los descubríamos los marcábamos con lapicero o bolígrafo para destacarlos. Nosotros estamos en el mundo, pero debe de haber algo que nos diferencie del mundo al tener a Cristo con nosotros. Y ese algo que nos diferencia lo tenemos que dar a conocer porque las personas están sedientas, pero no han descubierto que tienen sed del Dios vivo. Uno anuncia a Cristo viviendo su propia vocación en la Iglesia y ejercitando su ser bautizado allá donde se encuentre. Pero la cuestión de fondo es ¿cómo pedir a un laico que sea como un azucarillo en el café que se diluya anunciando a Cristo en su ambiente de relaciones o de trabajo o familiar cuando no ven modelos de referencia?, o ¿cómo se puede llevar a el aroma de Cristo sino se vive en una comunidad cristiana de referencia?
Lo importante no es hacer muchas cosas, sino estar con el Señor, ser alumnos de tan gran Maestro, viviendo las 24 horas para el Señor. Y así las personas puedan descubrir las famosas siete, ocho o nueve… diferencias.
21 de julio de 2019