Homilía de la Misa de Medianoche
Lc 2, 1-14; blog: capillaargaray.blogspot.com
«Encontraréis un niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre»
Feliz Navidad a
todos. Y dejemos que nazca una pregunta muy sencilla, pero decisiva: ¿en qué
punto concreto de nuestra historia quiso el Hijo de Dios hacerse realmente uno
de nosotros?
Lucas nos da
pistas históricas muy concretas. Pero no lo hace para ofrecernos una cronología
fría, como si estuviera redactando un expediente. Su propósito es otro: a
través de nombres, lugares y acontecimientos reales, nos hace llegar un
mensaje, porque es dentro de esa historia —la nuestra— donde el Hijo de Dios ha
querido entrar y quedarse.
Dios no visita ideas:
Se mete en nuestra historia.
El Evangelio se
abre con una referencia precisa: «en tiempos
de Herodes, rey de Judea». Y enseguida nos sitúa en Jerusalén,
con un sacerdote llamado Zacarías. Está casado con Isabel, ya anciana, y
marcada por la esterilidad. Desde ahí Lucas continúa con el anuncio del
nacimiento del Bautista.
La luz puede nacer incluso en tiempos oscuros.
Aquellos eran, en
concreto, los últimos años de Herodes el Grande: un gobernante cruel, un
auténtico tirano. Y, sin embargo, en medio de ese escenario, sucede algo tan
humano y tan hermoso como esto: José y María se enamoran… y luego se casan.
El Evangelio ensancha el plano:
de Nazaret al imperio.
Después, al llegar
al capítulo segundo, Lucas nos invita a ampliar la mirada. Ya no quedamos
fijados solo en Palestina y en el pequeño Nazaret: el foco se desplaza hacia
las grandes ciudades del imperio, allí donde se toman decisiones que afectan al
mundo. Roma. Antioquía de Siria.
Cuando el poder se llama “divino”,
conviene escuchar con lupa.
«Sucedió en aquellos días que salió un decreto del
emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer
empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria».
En aquellos días
estamos en el año 746 desde la fundación de Roma, un año que para nosotros hoy
sería el 7 a. C. Roma atraviesa la edad de oro de su historia. Octaviano es
emperador: ha instalado su residencia en el Palatino, donde vive con Livia, su
tercera esposa, la madre de Tiberio, quien después llegará a ser emperador y
bajo cuyo gobierno se desarrollará toda la vida pública de Jesús. Desde el
Palatino, Octaviano se siente —y es celebrado— como quien domina el mundo.
Pero Lucas no lo
llama Octaviano: lo nombra “César Augusto”. Es decir, lo presenta con el título
con el que el Senado lo ha revestido: Augusto, Sebastosi (sebastósi), “el
sublime”, “el divino”. Porque, a partir de Augusto, el emperador
puede comportarse como si fuera un dios: puede imponerse sobre el mundo. Y
todos lo exaltan como modelo de mansedumbre y de justicia… aunque haya cometido
crueldades inauditas. Eso sí, ha “pacificado” el imperio. Ha sofocado
desórdenes y revoluciones que habían ensangrentado Roma durante un siglo.
Se cuenta, por
ejemplo, que al volver de España mandó cerrar las puertas del templo de Jano,
que permanecían abiertas mientras duraba la guerra. Y luego hizo construir el
Ara Pacis, el templo y altar dedicado a la diosa Paz, que inauguró en el 9 a.
C., es decir, dos años antes del nacimiento de Jesús. Así vamos situando,
aunque sea a grandes rasgos, el contexto histórico en el que nace Jesús.
Con Augusto
comienza un tiempo de prosperidad, de paz y de desarrollo social y cultural en
toda la cuenca del Mediterráneo. Muchos llegan a pensar que se ha inaugurado
una nueva “edad de oro”, la que Virgilio cantó en su cuarta égloga: un mundo
glorioso, un mundo en paz. También un poeta de su tiempo, Propercio, lo expresa
con una imagen sugerente: la Roma de su esplendor “te llena los ojos” como
extranjero.
El primer
personaje que Lucas pone en escena, por tanto, es Augusto-Octaviano. El segundo
es Quirino, gobernador de la provincia de Siria, de la que dependía también
Palestina. Flavio Josefo nos lo presenta como una persona distinguida en todos
los sentidos, correcta. Y, sin embargo, él también forma parte de esa
estructura de poder “divinizado” que puede hacer lo que quiera, disponer de las
personas según su propia voluntad.
El censo revela el mundo viejo:
Contar para dominar.
El censo del que
habla Lucas plantea muchas dificultades desde el punto de vista histórico, pero
el evangelista lo introduce porque encierra un mensaje teológico de enorme
importancia. Vale la pena detenernos para captar cuál es ese mensaje.
La práctica de los
censos es muy antigua: en el Oriente Próximo se conocen desde el cuarto milenio
a. C.; hay documentos que lo atestiguan en Mesopotamia y en Egipto. Y, sin
embargo, en todas las épocas ha existido resistencia a los censos, porque la
gente no esperaba nada bueno de ellos: casi siempre iban unidos a la guerra y a
los impuestos.
Ese es el
significado que Lucas quiere poner sobre la mesa. El censo aparece como el
signo de que el poder del emperador puede imponerse al pueblo, usar a las
personas para alimentar sus sueños de dominio y de gloria. Es la imagen del
mundo viejo: ese mundo en el que “grande” es quien consigue someter y servirse
de los demás.
El pueblo no es propiedad del soberano:
Es de Dios.
Por eso la fe de
Israel ha rechazado como blasfema esta visión de la sociedad: un rey que
“cuenta” al pueblo para ponerlo a su servicio. La palabra de la Torá lo dice
con claridad: el pueblo no pertenece al soberano; el pueblo es de Dios [(cfr.
Ex 6, 7); (cfr. Ex 19, 5); (cfr. Lv 20, 26); (cfr. Lv 25, 42); (cfr. Lv 25,
55); (cfr. Nm 3, 12); (cfr. Dt 4, 20); (cfr. Dt 7, 6); (cfr. Dt 9, 29); (cfr.
Dt 14, 2); (cfr. Dt 26, 18); (cfr. Dt 32, 9); (cfr. Ex 13, 2); (cfr. Ex 13,
12); (cfr. Ex 22, 29); (cfr. Nm 3, 13); (cfr. Lv 27, 26)].
Y cuando David, en
la cima de su poder, se arroga el derecho de hacer un censo —como quien quiere
medir cuántos están bajo su mano—, sus generales, empezando por Joab, intentan
disuadirlo: les parecía una decisión abominable. Y ese censo, en efecto,
tendrá consecuencias dramáticas. (cfr. 2 Sam 24, 1-17; 1 Cr 21, 1-17).
Dios contaba a su pueblo para comprobar
si se había perdido alguno
En la Biblia, en
la Torá, también se habla de censos que Dios manda realizar a Moisés: cuando el
pueblo sale de Egipto, Moisés lo cuenta por orden de Dios; luego vuelve a
contarlo durante el camino por el desierto; y de nuevo en las estepas de Moab,
cuando está a punto de entrar en la tierra prometida. Los rabinos se
preguntaban: “¿Por qué Dios sigue contando al pueblo, si ya sabe cuántos
son?”. Y responde uno de los grandes rabinos medievales, Rashi: Dios
contaba a su pueblo para comprobar si se había perdido alguno. No es ese el
sentido de los censos de los emperadores, de los soberanos de este mundo: ellos
quieren dominar a un pueblo que no les pertenece. Porque el pueblo, los
seres humanos, pertenecen a Dios.
Dios no “cuenta” cifras:
Levanta rostros.
Es muy
significativo incluso un detalle lingüístico con el que se presenta el censo
ordenado por Dios. En hebreo hay varios verbos para decir “contar” —por ejemplo, סָפַר (sáfar) מָנָה (maná)—, pero cuando se habla del
censo mandado por Dios a Moisés (cfr. Nm 1–4) no se utiliza simplemente
“contar”: se dice נָשָׂא אֶת־רֹאשׁ (nasá et-rósh), que significa “levantar
la cabeza”, no “contabilizar” (cfr.
Ex 30, 12; Nm 1, 2; Nm 4, 2; Nm 4, 22; Nm 26, 2).
Dios le dice a
Moisés: “levanta la cabeza” de las personas. Es decir: Tú
tienes un rostro, un rostro que Dios contempla; muéstralo. No lo lleves
agachado, humillado: alza la cabeza, porque eres imagen de Dios. ¡Qué
diferencia tan grande entre el censo de Dios y el censo de los hombres!
Ahí está la razón
teológica por la que Lucas introduce el tema del censo: el poder de censar
al pueblo por parte de los hombres es la expresión máxima del dominio. Las
personas quedan sometidas, totalmente disponibles para el soberano. Los poderes
absolutos se arrogan ese poder “divino” … y esos poderes terminan siendo
inhumanos.
Y el Hijo de Dios
está a punto de venir al mundo precisamente para poner fin al sometimiento del
ser humano a estos poderes dominadores.
Hemos escuchado
dos nombres que pertenecen al reino de este mundo, el de los que dominan y
censan. Ahora entran en escena los que son censados: gente pobre, gente que no
cuenta nada, gente a la que “cuentan”. Y será desde ellos desde donde comenzará
el mundo nuevo.
El Reino invierte la escalera de valores
que el mundo aplaude.
«Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad.
También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de
Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para
empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras
estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un
pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada».
Después de
presentar a los dominadores del mundo —los que sostienen el imperio, los que
todos admiran—, ahora Lucas introduce a los pobres de la tierra, a los que no
cuentan para nadie.
José pertenece a
la familia de David, sí, pero se trata de una dinastía venida a menos, sin
peso ni relevancia. Y, bajando un peldaño más en esa escala, aparece una
mujer: María, una muchacha de catorce o quince años.
Fijémonos cómo el
evangelista va recorriendo la jerarquía de valores según los criterios de este
mundo. Augusto, Quirino… y ya entre los pobres, primero el varón; después la
mujer… hasta el último escalón, que lo ocupará un niño.
Ahora llega un Reino con otra
escala de valores muy diferente
¿Qué nos está
diciendo Lucas? Que llega ahora un Reino en el que esa escala se da la vuelta. En
el primer puesto estará el que hoy es el último. Y no en el sentido de que
ese niño vaya al Palatino para desalojar del trono a César Augusto y ocupar su
sitio, dominando y “censando” él. No. La inversión es más profunda; la
escala nueva muestra que grande no es quien censa, sino quien es censado; grande
es quien decide quedarse en el último lugar. Y se queda ahí para siempre,
porque la grandeza del mundo nuevo que él viene a inaugurar es la de los que
sirven, no la de los que se hacen servir; la de los que, desde el último
puesto, están atentos a cómo pueden hacer feliz a alguien. Ese es el mundo
nuevo, esa es la nueva grandeza: un Reino al que pertenecen quienes aceptan
permanecer abajo, porque esos son los grandes a los ojos de Dios.
Belén:
Lo pequeño donde empieza lo decisivo.
Y este mundo nuevo
comenzará desde Belén. Justo desde donde había comenzado la dinastía davídica,
que después, a los ojos del mundo, resultó fallida. El profeta Miqueas había
dicho: «Tú, Belén, eres un pueblo pequeño; ni siquiera puedes contarte entre
las capitales de Judá, pero de ti saldrá quien llegará a ser el dominador de
Israel; extenderá su dominio al mundo entero». Pero no será el dominio de
los que hacen censos: será el reino de los que son grandes en el amor (cfr. Mi
5, 1-3).
Después de
explicar con detalle por qué María y José se encuentran ahora en Belén, Lucas
nos narra el nacimiento de Jesús con rapidez, pero dejando indicaciones
teológicas muy preciosas, que conviene recoger.
Cuando llega el
momento del parto, María ya está en Belén. El evangelista no sugiere un
parto “sorpresa” al llegar a la ciudad: no. Están allí, y María da a luz a su
hijo primogénito.
Primogénito:
Todo pertenece a Dios y es don de Dios
¿Por qué subraya “primogénito”?
Porque el primogénito de los animales debía ser ofrecido al Señor; pero el
libro del Éxodo, en el capítulo 13, recuerda que el primogénito humano no se
sacrificaba, sino que se rescataba. ¿Qué significaba esto? Tomar
conciencia de que todo es don de Dios y todo debe serle entregado. Los
animales se ofrecían; el ser humano se “rescataba”, pero reconociendo que
pertenece a Dios, a sus designios (cfr. Ex 13, 1-2.11-15). Y Jesús es el
primogénito: el que pertenece totalmente al plan de Dios y lo realizará plenamente
con su vida.
Pañales:
Jesús es también realmente hombre
Lucas añade otro
detalle: María «lo envolvió en pañales».
Y es importante porque lo repite dos veces: también cuando se anuncia a
los pastores, uno de los signos será precisamente este: “está envuelto en
pañales”. ¿Qué sugiere esa alusión? Remite a un texto famoso del libro de la
Sabiduría. En el capítulo 7, Salomón —el gran rey, el sabio por excelencia—
cuenta su propio nacimiento y viene a decir: «Yo también nací como todos;
soy mortal; estuve en el seno de mi madre diez lunas; mi primera voz fue el
llanto; me envolvieron en pañales y me cuidaron. Ningún rey ha tenido un
comienzo distinto» (cfr. Sab 7, 1-6).
¿Qué quiere decir
Lucas con esos pañales y con esta evocación de Salomón? Que Jesús es
verdaderamente uno de nosotros: no es un “superhombre”; al hacerse hombre,
se ha hecho también mortal como nosotros (cfr. Sab 7, 1-6).
Las mujeres de
Belén que, con toda probabilidad, asistieron a María durante el parto miraban a
aquel niño —un verdadero ser humano— sin saber que era el Hijo de Dios. No
podían imaginarlo. Y tampoco se dieron cuenta de que la historia del mundo
quedaría dividida en dos: antes y después de ese nacimiento.
En Israel, por
ejemplo, las fechas se cuentan desde el comienzo del mundo. Así, lo que para
nosotros sería el año 2000, para ellos era el 5760. En los cheques pueden
escribir 5760, pero prefieren que figure “2000”: desde el año en que nació ese
niño que marcó el vuelco de la historia.
Lo acostó en un pesebre:
El buey y el asno reconocen a su Señor,
más Israel no lo reconoce.
Luego Lucas añade
otro detalle: «lo recostó en un pesebre».
Aquí hay una alusión a la profecía de Isaías, que en el capítulo primero dice: «El
buey conoce a su dueño, y el asno la pesebrera de su señor; pero Israel no
conoce, mi pueblo no comprende» (cfr. Is 1, 3). Ahora entendemos incluso de
dónde nace la tradición del buey y el asno en el pesebre: es un guiño a ese
texto. Mientras el buey y el asno reconocen a su dueño, Israel no reconoce a su
Señor. Y es un eco, también, de lo que el evangelista Juan afirma en el
prólogo: «Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (cfr. Jn 1,
11). Aceptar este Reino nuevo, dar la adhesión a esta propuesta de mundo, no es
fácil: no se le reconoce como el Rey del Reino que permanece.
Lucas dice además
que «porque no había sitio para ellos en la
posada». Y aquí aparece un punto importante: esa traducción nace
de entender mal el término κατάλυμα (katáluma),
como si fuera “albergue”. Si Lucas hubiera querido decir ‘albergue’ hubiera
empleado el término griegoξενοδοχεῖον (xenodokheîon).
¿Cómo
entender el término Κάταλυμα (katáluma)?
Conviene
imaginarlo como un espacio resguardado por un tejadillo, colocado delante de
unas cuevas. Quien visita Nazaret puede ver una de esas cuevas: allí se
alojaban los animales. Delante había un cobertizo que ampliaba el espacio y
bajo esa techumbre transcurría la vida cotidiana de la familia.
Sin embargo, ese
lugar no era adecuado ni reservado para un parto. Lo normal era que la mujer no
diera a luz allí, en el κατάλυμα (katáluma), sino que la llevaran
al interior, donde estaban los animales. Y así se comprende también que Jesús
fuera colocado en un pesebre.
Atentos
a los que surgió ya en el siglo II
¿Qué significan
estos detalles? Muy pronto empezó a circular la historia de que Jesús habría
sido rechazado por las posadas de Belén y tuvo que refugiarse en una cueva; esa
tradición aparece ya en el siglo II, recordada por Justino. Pero, si
pensamos en la atención que siempre ha existido en el antiguo Oriente Próximo
hacia la hospitalidad, resulta impensable que entre semitas no se acogiera a
una mujer a punto de dar a luz. No es eso lo que Lucas quiere decir.
El Dios verdadero se revela en la vulnerabilidad,
no en el miedo.
El evangelista Lucas
quiere presentarnos al Hijo de Dios que se hace uno de nosotros en la condición
más pobre, más penosa de la humanidad. Podría haber nacido en un palacio, pero
eligió el último lugar. Y ese Dios sigue costándonos aceptarlo, porque a menudo
seguimos imaginando un dios fuerte y terrible, que viene a sembrar pánico para
hacerse respetar. Ese no es el Dios verdadero: ese es el ídolo que nos
fabricamos. El Dios en quien creemos es el que se nos muestra en ese niño:
un niño que necesita besos y caricias, porque si no, llora; ha venido a
revelarnos todo su amor.
Se
nos presenta en forma humana para que podamos verlo.
Ese niño es
nuestro Dios, que se nos presenta en forma humana para que podamos verlo.
Y conviene tenerlo muy presente: no es un “momento de paso” poco glorioso, como
si después ya manifestara por fin su poder y su gloria. No es un paréntesis
desgraciado. Ese niño ya nos está hablando de Dios, y debemos cuidar de no
perder esta primera revelación de su rostro. No es todo lo que dirá —lo dirá
plenamente en el Calvario—, porque más amor que el que mostrará allí no cabe:
llegará a decir, en la práctica, “os quiero incluso si me matáis”. Pero ya ese
niño nos habla de amor, solo de amor; y cuando crezca, jamás desmentirá lo que
Dios nos dijo cuando era niño.
Los pastores reales,
no los del belén de postal
«En aquella misma región había
unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño.
De repente un ángel del Señor se les presentó; la
gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El
ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran
alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un
Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». De pronto, en
torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios,
diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena
voluntad».
Cuando escuchamos este pasaje del Evangelio, enseguida imaginamos a los pastores como los del belén: buenos, con el corderito a hombros, camino de la gruta, quizá con un hijo de la mano para ir a ver a Jesús recién nacido. Pero no eran así los pastores en tiempos de Jesús, ni son esos los pastores de los que habla el Evangelio de Lucas.
El
pastoreo, profesión marginada y despreciada
En Israel, el
pastoreo / ganadería pastoril fue apreciada cuando todos eran pastores, es
decir, cuando vivían como beduinos nómadas en el desierto. Pero, una vez
establecidos en la tierra prometida y convertidos en agricultores, el pastoreo se
volvió una actividad marginal y despreciada. Además, había rivalidad: los
pastores buscaban pastos y con frecuencia sus rebaños invadían campos
cultivados (cfr.
Gn 13, 2-7; Gn 46, 32-34; Ex 3, 1; Nm 32, 1-4; Dt 26, 5; Dt 6, 10-11; Dt 8,
7-10; Dt 11, 10-12; Jos 5, 11-12; Ex 22, 5; Gn 26, 12-14.19-22; Gn 4, 2-8).
De hecho, en todo el
antiguo Oriente Próximo existía desprecio hacia los pastores. En
Mesopotamia los llamaban “la nada que viene de la estepa”. Los sumerios
decían que los pastores “tienen apariencia de hombres, pero su voz es la del
perro de la pradera”. Y el Génesis recoge lo que pensaban los egipcios: “todos
los pastores de rebaños son una abominación para los egipcios” (cfr. Gn 46,
34).
Eran
privados de derechos civiles,
eran
percibidos como mala gente.
Pero no era solo
desprecio social, sino que también desprecio religioso en Israel. Los
ponían al nivel de los publicanos, es decir, en lo más bajo. Eran privados de
derechos civiles; no podían dar testimonio en un juicio porque se los
consideraba gente falsa, ladrones; ningún rabino habría comprado leche a los
pastores. Se los veía como violentos: en los montes, decían, arreglaban sus
disputas con el cuchillo. Y ellos sabían que eran despreciados por todos. Unos
comentarios sobre el Talmud llegan a formularlo de forma brutal: ‘si una oveja
cae en un pozo, sácala; pero si cae un publicano o un pastor, déjalos dentro’.
La idea es: si
están en un hoyo, no tienes obligación de sacarlos, pero tampoco está
permitido empujarlos dentro.
Dios empieza por los últimos,
no por los “respetables”.
¿Y qué nos cuenta
el Evangelio de hoy sobre esos pastores? Dice que «había unos pastores que pasaban la noche al aire libre,
velando por turno su rebaño». (Por cierto: si esto fuera un dato
estrictamente “meteorológico”, entonces Jesús no habría nacido en invierno,
porque el rebaño solía permanecer al aire libre de marzo a octubre; cuando
llegaba el frío, se recogía en las grutas. Pero ese detalle es marginal).
En
medio de la noche,
envueltos
en obscuridad.
Lo importante es
la noche. La noche representa la noche de la humanidad: nuestras maldades,
violencias, guerras, y también nuestra idea equivocada sobre el rostro de Dios.
Estábamos como envueltos por esa oscuridad. Y precisamente en esa noche empieza
a brillar una luz inesperada.
La noche en la que desciende la Palabra
En la oscuridad
más espesa, Dios enciende una luz. El Evangelio insiste: era de noche. Y esa
noche remite a lo que dice el libro de la Sabiduría: «Cuando un silencio
apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu
palabra omnipotente se lanzó desde los cielos, desde el trono real, cual
guerrero implacable, sobre la tierra condenada» (cfr. Sab 18, 14-15). Como
en la Pascua de Egipto, cuando “a medianoche” el Señor intervino para
liberar a su pueblo, también aquí, en plena noche, Dios se manifiesta y abre un
camino nuevo de salvación (cfr. Ex 11, 4-5; Ex 12, 29-31).
El texto griego lo
recoge así: «καὶ φυλάσσοντες φυλακὰς τῆς νυκτὸς
ἐπὶ τὴν ποίμνην αὐτῶν»,
que traducido es; “vigilando con guardias nocturnas sobre su rebaño”, en mitad
de la noche más obscura.
Esa Palabra es la
que ahora ilumina la tiniebla de nuestro mundo la cual será la luz del rostro
nuevo de Dios y del rostro auténtico del hombre, el Hijo de Dios.
Y como Sabiduría
habla de la noche «a mitad de su carrera», en el momento de oscuridad
más densa, de ahí nació la tradición de la Misa de medianoche.
“No tengáis miedo”:
La alegría para quienes no “merecen”
En esa noche
sucede esto: «De repente un ángel del Señor
se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad». Ellos
imaginaban la “gloria” como estallido de poder… e incluso como ira contra los
malvados. Por eso quedan sobrecogidos.
Los
pastores habían recibido una catequesis que les condicionaba
Y el texto —tal
como suena— es muy expresivo: «y se llenaron
de gran temor». En griego se dice del siguiente modo: «καὶ ἐφοβήθησαν
φόβον μέγαν», que traducido es “se atemorizaron / tuvieron miedo
(reacción puntual, irrumpe de golpe) intensísimo”.
¿Por qué tenían
ese miedo tan intensísimo? Porque sabían que estaban lejos de Dios. Pensaban
que Dios debía aniquilarlos: esa era la catequesis que habían recibido. El
profeta Malaquías había anunciado la venida del Señor como “fuego del
fundidor” y “lejía del lavandero” (cfr. Mal 3, 2). Los pastores
creían que los primeros en ser barridos por la venida del Señor serían ellos,
los “impuros”. Eran conscientes de su condición. Por eso se asustan con un
miedo grande.
El anuncio no trae
amenazas:
Dios no nos ama
porque seamos buenos,
sino porque Él es
bueno
Pero el ángel les
dice: «No temáis, os anuncio una buena
noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de
David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor».
La gran alegría no
es el anuncio de un dios que viene a hacerte pedazos. La luz que ahora los
envuelve es la revelación del rostro de Dios: amor, solo amor, y precisamente
para ellos. No porque ya estén “arreglados” o “arrepentidos”, sino porque son
amados por Dios tal como están.
Y es “Cristo
Señor” (cfr. Lc 2, 11). “Cristo” significa el Ungido del Señor:
lleno del Espíritu, de la vida divina que posee en plenitud. Esa vida divina
viene ahora a comunicarla al mundo empezando justamente por los últimos, por
los que no “merecen” —porque, si lo pensamos bien, no lo merece nadie—: es un
don totalmente gratuito.
Este es el Señor
que ahora se revela: no el dios que nos habíamos imaginado, sino el Dios que
disuelve todas las tinieblas que nosotros mismos habíamos construido sobre Él y
sobre su identidad.
El signo:
pañales y pobreza
El ángel les da un signo: «encontraréis un niño envuelto en pañales».
Es un niño como todos, no un niño con aureola haciendo prodigios. Es uno
como ellos, pobre entre los pobres. Ese es el signo del Dios verdadero: el
que ha comenzado a revelarse así, desde el último lugar.
La comunidad que han acogido la luz venida de Dios.
Y a ese ángel se
une «una legión del ejército celestial».
Hemos oído hablar de legiones que oprimen y ejercen violencia. Aquí aparece
otro “ejército”, el del cielo. Es la comunidad de los que han acogido la luz
venida de Dios, se han dejado envolver por su amor, y ese amor empieza a
manifestarse entre ellos. Ahí sucede la salvación en el corazón de los
pastores: reciben la luz.
La gloria de Dios se llama amor;
y su fruto es paz.
Y entonces cantan:
«Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra
paz a los hombres de buena voluntad». Hemos visto esa gloria
revelada en el niño es su amor incondicional. Y la paz en la tierra es “para
los hombres de la benevolencia”. La traducción literal sería precisamente esa:
“los hombres de la benevolencia”, εὐδοκίας (eudokías).
Los
hombres de la benevolencia
¿Quiénes son esos
“hombres de la benevolencia”? Si buscamos εὐδοκία (eudokía), aparece de
nuevo en el Evangelio de Lucas en el capítulo 10, cuando Jesús deja claro
quiénes son los preferidos de esa benevolencia, son los pequeños, los que no
cuentan (cfr. Lc 10, 21).
Este es el canto
de la comunidad que ha acogido la luz y ha entendido quiénes son los “hombres
de la benevolencia” de Dios: los pequeños, los últimos.
Esta es la
invitación a la alegría que se nos hace en esta noche: la alegría de quien ha
comprendido que Dios te ama tal como eres. No porque seas bueno, bello o
simpático, sino porque eres su hijo.


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