sábado, 25 de febrero de 2017

Homilía del Octavo Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo a

Homilía del domingo VIII del Tiempo Ordinario, ciclo a
26 de febrero de 2017

            Imagínense estar en una ciudad, toda en ruinas, siendo asolada por las bombas y tanques de los enemigos. Sin agua, sin luz, sin comida, con los niños llorando, con los muertos por las calles, con los edificios derrumbados y con metralla los muros de las casas. Los maridos han tenido que dejar a sus esposas e hijos para ir al frente, para tal vez, no volver. La angustia, el miedo, el dolor y la ansiedad por el incesante sufrimiento es la tónica diaria. Y en medio de aquel lugar apocalíptico, resguardado, protegido esté el profeta, rezando y suplicando a Dios, escribiendo este poema materno sobre Sión, sobre esta ciudad que está siendo pasto de todo tipo de destrucción.
            Allí se ve sangre, muertos, destrucción, huérfanos y viudas que o bien ya saben de la muerte de su esposo y padre o estarán por saberlo en breve. Pero el profeta quiere levantar los ánimo y los corazones. Y para eso representa a Dios como una madre que sin esposo se hace fuerte abrazando y mostrando todo el amor a sus hijos, sacándoles adelante a pesar de la miseria y del hambre. Incluso donde ya no cabe la esperanza, Dios hace resurgir la vida.
            Y precisamente de guerra nos habla San Pablo en la segunda de las lecturas, aunque aquí no hay tanques, ni flechas, ni metralla, ni derramamiento de sangre, sino grandes divisiones y situaciones muy complicadas de convivencia. Y en este tipo de guerras, sin quererlo o pretendiéndolo, por desgracia sí podemos estar metidos. Un conjunto de malos entendidos; de cosas que a uno le ha hecho daño y que en vez de aclararlo se ha enquistado; manifestaciones de egoísmo personal que tienen su repercusión negativa en la vida comunitaria; las críticas hirientes que son lanzadas como flechas incendiarias, etc. Ante esto el apóstol San Pablo nos plantea la terapia espiritual: frente a todas las divisiones que se han podido enquistar en la comunidad, él nos confiesa que es el último entre los últimos para así servir al Evangelio. Que él no quiere ningún tipo de gloria, manifestando que el único juicio al que teme es el juicio de Dios. Pide ser juzgado por Dios y no por los diles y diretes de los demás-como dardos incendiarios-, que no dejan de ser fruto de la estrategia elaborada y ejecutada por Satanás.
            San Pablo nos dice que no juzguemos antes de tiempo, que no entremos en la dinámica ni en la redes lanzadas por el Maligno. Permitamos que el Señor entre y ponga paz, porque Él conoce aquel pecado que se queda escondido en nuestros corazones enfermos y que nos genera esa fiebre manifestada en actitudes poco cristianas. Muchas comunidades cristianas se pueden destrozar si bajamos la guardia no haciendo caso al apóstol. Porque si bajamos la guardia nos hacemos esclavos de nuestros ídolos -empezaremos a valorar todo con criterios económicos, de rentabilidad y de eficacia- y dejaremos de poner nuestra confianza en Dios. El Señor es el único al que merece totalmente la pena una entrega incondicional. Hagamos nuestro el versículo del Salmo Responsorial de hoy: «Sólo en Dios descansa mi  alma».



Lecturas:
LECTURA DEL LIBRO DE ISAÍAS 49, 14-15
Salmo 61, 2-3. 6-7. 8-9 ab (R.: 6a)
LECTURA DE LA PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 4, 1-5
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 6, 24-34


26 de febrero de 2017

sábado, 18 de febrero de 2017

Homilía del Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a–19 de febrero 2017
Empieza la primera lectura de hoy diciéndonos algo que es cotidiano para la vida de cualquier cristiano, aunque –por desgracia- no nos demos cuenta: «El Señor habló así a Moisés». Dios nos habla todos los días a cada uno de nosotros. De un modo muy evidente lo hace cuando la Palabra de Dios es proclamada en la Asamblea. 
El Señor nos pone en algunas circunstancias para que –a pesar de nuestra ceguera espiritual- nos demos cuenta de cómo Él siempre actúa. Nos pone un ejemplo, Jesucristo nos dice «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen». Esto desconcierta a cualquiera. Realmente es pedir en demasía, es algo humanamente imposible. Sería tanto como pegar un salto de un lado del acantilado al otro, estando separados a mucha distancia habiendo un precipicio entre medias.
Algo en nuestra vida cristiana no cuadra: Decimos que nos fiamos de Dios pero no terminamos de abandonar nuestras propias seguridades. Algunos pueden decir que ellos no tienen seguridades. ¡Ya, ya!: El tener una familia que te acoja cuando las cosas no te van bien o has perdido el empleo, el tener una cuenta de ahorros con dinero para poder usarlo en un ‘por si acaso’, un seguro de vida por si hiciera falta hacer uso de él, el asegurarte un bien puesto de trabajo para tener una estabilidad económica y social, etc. Y eso de amar a nuestros enemigos, eso es muy exigente. Porque en el fondo amar a nuestros enemigos es un acto de profunda humillación. Satanás te está todo el rato diciéndote al oído: «no seas tonto, no te dejes pesar, defiéndete ya que tú tienes toda la razón, ni se te ocurra humillarte ante ese prepotente, no permitas que el otro pueda quedarse como vencedor». Y realmente puede ser que uno tenga la razón en alguna cosa,  pero tan pronto como entra en escena Satanás todo queda envenenado. La batalla que uno ha de afrontar no está en lo que tu hermano ha hecho o dejado de hacer, sino en tu interior en esa soberbia que se revuelve o en ese orgullo que está hay haciéndose notar.  Mi enemigo, tu enemigo no está fuera, sino dentro.
Lo que hace impuro al hombre no es lo come- se alimenta en la mente o en el cuerpo-, sino todo aquello que sale de él. Cristo aceptó la grandísima humillación de ser contado entre los pecadores y ser crucificado. Seguramente que llamaría poderosamente la atención a Poncio Pilato y a Herodes el hecho de que Jesús de Nazaret tuviese una mirada serena y un rostro en profunda paz aunque estuviese sufriendo en su carne lo que no está escrito. Y al aceptar ese camino de humillación nos abrió las puertas del Reino de Dios. Dense cuenta de cómo el mismo Satanás no se cansaba de tentar a Jesucristo incluso estando clavado en la cruz: «¿No eres tú el Mesías? ¡Sálvate a tí mismo y a nosotros!» (Lc 23, 39). También le decían: «A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, que el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos» (Mc 15, 32). Y Cristo respondió con palabras de bendición: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). E incluso le dijo al buen ladrón: «En verdad te dijo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).  Hasta el punto que el centurión, al ver lo ocurrido allí al pie de la cruz, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este hombre era justo».
Esta muy claro que ante los ojos de aquellos que vivan bajo los auspicios del mundo pasaremos por tontos y bobos. ¿Y por qué lo hacemos de este modo? Porque el Señor nos ha ido dando razones y pruebas, más que de sobra, que nos aseguran que Dios nunca abandona a aquellos que se acojan a Él. ¿Acaso el cuerpo de Cristo se quedó pudriéndose en aquel sepulcro escavado en la roca? ¿Acaso María Magdalena y aquellas mujeres que fueron muy de mañana al sepulcro llevando los aromas para embalsamar el cuerpo de Jesús pudieron hacerlo? ¿Acaso pudieron embalsamar su cuerpo? No pudieron embalsamar el cuerpo de Cristo porque su cuerpo no estaba allí. La fuerza de la resurrección había desplazado la roca que tapaba la entrada al sepulcro, los sellos (cfr. Mt 27, 66) que pusieron en la piedra para asegurarse que nadie robase el cuerpo saltaron por los aires como si hubiera habido una potente explosión fruto de la intervención directa del mismo Creador, resucitándolo de entre los muertos.

Dense cuenta de lo que suele pasar en nuestros pueblos, tantas familias que no se hablan con otras, o incluso entre los miembros de la misma familia que ni se saludan por motivos de herencias, de malos entendidos, de heridas del pasado sin cicatrizar. Satanás contemplando este espectáculo se brota las manos y lo goza. Pero si un cristiano se deja llevar por el Espíritu Santo, se humilla, pide perdón –aunque los demás no quieran acoger ese perdón que uno le da-, muestra su deseo de amar sellándolo con la oración, «Señor no nos tengas en cuenta este pecado»; es entonces cuando Satanás se empezará a poner muy nervioso y se revolverá con ira ya que nuestra alma se aleja de sus garras para acercarse a la luz de la salvación. 

sábado, 11 de febrero de 2017

Homilía del Domingo Sexto del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO SEXTO DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo a
            Durante muchos años estaba convencido que ser cristiano consistía en cumplir la Ley, rezar y asistir a la Misa. E incluso uno se sentía 'satisfecho' porque se encontraba como 'en condiciones' de pedir -o exigir- cosas a Dios porque para eso uno 'se portaba' bien con Él ya que, prácticamente la mayoría, pasaba totalmente de la Iglesia o de los asuntos de la fe. A todo esto se sumaba que tampoco los que acudíamos al culto captásemos el hecho de que la fe fuese un motor que bombease en el modo de proceder que veíamos en los que tenían que ir por delante de nosotros. Es verdad que les veíamos rezar, que eran educados, pero algo fallaba. A modo de ejemplo: es como si una pareja de novios se hubieran acostumbrado a estar juntos pero sin la chispa del enamoramiento mutuo.
            Hace pocos días me encontré con los padres de una muchacha que suele ir a las peregrinaciones a Lourdes que me decían que su hija tenía mucha fe porque asistía siempre a la oración semanal en la parroquia. A lo que pensaba en mi interior, ¿esa fe únicamente se manifiesta acudiendo a esa oración? Satanás es muy zorro. Nos engaña con gran facilidad. Nos hace creer que podemos seguir a Cristo sin renunciar a nuestros ídolos. Nos hace creer que ser buenos cristianos y dejar las cosas de nuestra vida tal y como están son cosas compatibles.  Tantos años pensando de este modo han ido creando cristianos con importantes minusvalías tanto en su propia fe como en el modo de trasmitir esa fe a las generaciones siguientes.
            Hay una dolorosa tradición china del vendados de pies. Las mujeres sufrían un dolor inmenso con tal de tener un pie pequeño, de tal modo que quedaban deformes. Esto es lo que hace Satanás con nuestra alma. Y como este ser cornudo, con rabo y tridente nos tiene tan engañados porque nos sigue seduciendo con lo fácil y nos dice lo que queremos escuchar. El Demonio es como esa araña de grandes proporciones que nos va atando, rodeando y vendando con su particular tela. Nos domestica y nos convence diciéndonos que 'todo va bien en tu vida'. Es nuestro faraón de Egipto que no quiere que nada cambie.  A lo que la Palabra de Dios sale a nuestro socorro.
            El apóstol San Pablo ha adquirido una visión sobrenatural de la realidad porque Jesucristo es su único amor. Es capaz de dar a cada situación su tratamiento justo, de tener la palabra oportuna y el gesto acertado. Nos dice el apóstol: «Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo». Pero claro ¿cómo podemos escuchar y hablar en esa sabiduría? Está muy claro que para escuchar esa sabiduría de Dios uno tiene que empezar a coger las tijeras para ir cortando esa tela de araña que te tiene apresado y enrollado. Porque hay cosas en tu vida que están coartando tu libertad, que te impiden amar como quisieras o aceptarte como deberías hacerlo. Pero ten cuidado, porque con el Demonio pasa lo mismo que con los jabalís heridos, que se vuelven muy violentos y te atacan. El Demonio no dudará en atacarte en tu particular talón de Aquiles tan pronto como le lleves la contraria. Y todos sabemos cuál es nuestro talón de Aquiles que haría que todo podría quedar desestabilizado.  De ahí la importancia de tener el talón protegido con el calzado de la obediencia a la Palabra y llevarla adonde con nosotros adonde vayamos.




Lectura del libro del Eclesiástico 15, 16-21
Sal 118, 1-2. 4-5. 17-18. 33-34 R. Dichoso el que camina en la voluntad del Señor
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2, 6-10

Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 17-37

sábado, 4 de febrero de 2017

Homilía del Domingo Quinto del Tiempo Ordinario, ciclo a

            DOMINGO QUINTO DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a
La Palabra de Dios es viva y eficaz. Muchos no se lo creen, a lo que yo les respondo que eso es debido a que no han abierto el oído. Y como suelen estar ‘en otro onda’ o bien piensan que les estás llamando atontado porque no se enteran de las cosas o bien van a pedir consulta al otorrinolaringólogo. Vamos a ver, todos estamos hechos de la misma pasta. Y todos estamos inclinados al mal. Y no sólo eso, sino que además ejercitamos un mecanismo de autodefensa para ocultarlo y de este modo caemos en las redes de Satanás porque ha conseguido su fin: engañarnos.  
            Dios no da puntada sin hilo. De tal modo que cuando Él habla la oscuridad se vuelve claridad. Nos dice el profeta Isaías: «Conduciré a los ciegos por el camino que no conocen, los guiaré por senderos que ignoran; ante ellos convertiré la tiniebla en luz, lo escabroso en llano» (Is 42, 16). Nosotros somos esos ciegos, que no vemos, y no vemos porque en muchas ocasiones carecemos del discernimiento que nos viene del Espíritu de Dios. Un cristiano sin ese discernimiento es una vela apagada, una linterna sin pilas, un grifo sin agua, un libro sin páginas. Pero ¿cómo ayudar a un cristiano cuyas acciones o modo de proceder es fruto de un pecado bien oculto? Si yo tengo en el cubo de la basura de mi casa un pedazo de carne que está pudriéndose me genera un hedor asqueroso. Lo mismo nos pasa con el pecado. Por mucho que lo queramos esconder dentro de una caja fuerte con muchos candados, ocultándolo en lo profundo de las cavernas de nuestra alma y emparedado entre gruesos muros, ese pecado sigue estando ahí irradiando su mal por doquier, como si se tratase de la radioactividad. O puede ser incluso que ni nosotros mismos sepamos de la existencia de ese pecado tan bien escondido.
            Algo raro habrá notado el profeta Isaías en el Israel de aquel entonces y en cada uno de los presentes para decirnos lo siguiente: «Así dice el Señor: «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne». Si se lo está diciendo es porque esos judíos y nosotros los cristianos de hoy estamos flojeando. Esos pecados de omisión, el no partir el pan con el hambriento, el no hospedar a los pobres sin techo, el no vestir al desnudo, etc., son consecuencia de esa 'radioactividad' que emana de ese pecado o pecados que tenemos bien custodiado -o incluso que aún ni lo hayamos descubierto- pero que nos perjudica notablemente en el actuar, sentir y pensar. Es más, la dinámica que Satanás emplea con nosotros es cuando nos dice: «a ti no te pueden decir nada ya, porque ya has hecho suficiente; no te compliques más la vida, que hay otros que no se lo complican». A lo que el Señor, en el Salmo Responsorial nos planea: ¿Quieres brillar como una luz? ¿quieres entablar una lucha encarnizada contra Satanás para demostrarle que eres hijo de Dios y propiedad de Dios? ¿quieres demostrar a tus hermanos los hombres cómo sí es posible ser feliz amando a Dios? ¿quieres desenmascarar la mentira con la que nos envenena Satanás diciéndonos que Dios no nos quiere y por eso se porta tal mal con nosotros exigiéndonos? El salmo nos dice: «En las tinieblas brilla como una luz el que es justo, clemente y compasivo». Lo nuestro es brillar y dar sabor.
            Satanás nos quiere que estemos apagados e insípidos. Que por cierto, es lo más fácil y sencillo, de tal forma que parece que cualquier intento de superación del mal es  una pérdida de tiempo. Vivimos en una época de enfrentamiento radical porque el mundo está sordo y necesita una palabra que indique el sentido de la vida. Nosotros tenemos la palabra del Evangelio. Una palabra que indica el sentido de la vida y el mundo no ya no sabe cuál es y no tiene la fuerza para definir porque vive como miope, o como ciego en medio de las tinieblas.
            Nosotros tenemos la linterna, tenemos la lámpara; nosotros tenemos la palabra del Evangelio que es la luz del mundo. Si nosotros tenemos esta lámpara y somos esa sal estamos urgidos a ir a esa gente perdida, tan resentida, tan cruel que tenemos tanto fuera como dentro de nuestra Iglesia. Debemos ir a su encuentro y decir: ¡Mira!, ¡Mira!, ¡este es el sendero!, ¡éste es el camino! Y viendo nuestro comportamiento cimentado en la fe puedan redescubrir cómo Cristo les habla en el centro de su corazón.


Lecturas:
Lectura del libro de Isaías 58, 7-10
Sal 11 1, 4-5. 6-7. 8a,y 9 R. El justo brilla en las tinieblas como una luz.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 2, 1-5
Lectura del santo evangelio según san Mateo 5, 13-16