La Natividad del Señor
25.12.2025; Jn 1, 1-18
Se inicia
el tiempo de Navidad «En el principio
existía el Verbo»
La liturgia de Navidad también sabe sorprendernos.
Feliz Navidad a
todos. En la Eucaristía del día de Navidad, cuando veamos al celebrante
acercarse al ambón para proclamar el Evangelio, quizá por dentro nos preparemos
para escuchar el relato del nacimiento de Jesús en Belén, o la aparición del
ángel a los pastores anunciando la paz en la tierra a los hombres que Dios ama.
Ese pasaje lo escuchan quienes participan en la Misa de medianoche.
Pero el texto que
la liturgia nos propone hoy no es el relato del nacimiento, sino el inicio del
Evangelio según san Juan: el famoso prólogo. No es una página fácil, pero es
tan alta y tan honda que a Juan se le ha llamado, con razón, “el águila”
entre los evangelistas. Y nosotros queremos saborear esta página, porque nos
anuncia un mensaje extraordinario, inaudito, que el Hijo de María ha venido a
traer al mundo.
El amor de Dios no se compra con “portarse bien”.
¿Cuál es ese
mensaje? No es simplemente: “si somos buenos, Dios nos quiere”. Eso,
sinceramente, no sería una novedad: todas las religiones, de un modo u otro,
han enseñado algo parecido. Si el Hijo de María hubiera venido solo a decirnos
eso, no nos habría traído nada nuevo.
Él ha venido a
decirnos algo mucho más grande: que hemos sido introducidos en una relación de
amor indisoluble e incondicional con el Dios inmortal; indisoluble e
incondicional, porque ninguna de nuestras infidelidades, ningún pecado —por
grande que sea— podrá jamás torcer ese amor. Esto no lo ha enseñado ninguna
religión: esta es la gran noticia de la Navidad. Y en el prólogo de su
Evangelio, Juan nos cuenta la historia de este increíble entrelazarse de amor
entre Dios y la humanidad.
El Verbo:
Dios toma la iniciativa de hablarnos.
«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto
a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio
de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió».
El prólogo
comienza con un título, cuanto menos, sorprendente para Jesús: lo llama
“Verbo”. Nosotros solemos decir Cristo, Rey, Señor, Hijo de Dios, Salvador…
Aquí, en cambio, aparece como Verbo, y solo el evangelista Juan lo llama así.
Encontramos este título en su Evangelio, vuelve a tomarlo en su primera carta y
aparece también una vez en el Apocalipsis. ¿Por qué Juan elige esa palabra?
“Verbo” viene del
latín verbum, que significa “palabra”. Es la traducción del término
griego logos, que Juan usa para decirnos que Jesús es “Palabra”. Y todos
sabemos, aunque a veces lo olvidemos, para qué sirve una palabra: es el puente
con el que nos comunicamos. Cuando dirigimos la palabra a alguien, es porque
queremos entrar en relación, porque tenemos algo que decirle.
En Navidad, Dios nos llama por nuestro nombre.
Pensemos en algo
muy humano: cuando nos llama una persona a la que queremos, nos cambia el gesto
y por dentro nos preguntamos enseguida: “¿Qué querrá decirme?”. Pues
bien, en Navidad —nos sugiere Juan— quien toma la iniciativa de hablarnos no es
un amigo cualquiera: es Dios mismo, el Eterno, el Inmortal, que tiene algo muy
importante y muy hermoso que comunicarnos. Ahí está una de las razones de la
alegría grande de este día.
Dios, en realidad,
siempre ha hablado a los hombres. Primero, a través de la creación. El salmo 19
comienza diciendo: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento
anuncia la obra de sus manos, el día al día comunica el mensaje, la noche a la
noche le pasa la noticia» (cfr. Sal 19, 1-3).
Pero esa “palabra”
del mundo creado no la captan todos. Hay quien usa la creación… pero no escucha
lo que la creación le está diciendo. En cambio, el contemplativo percibe ese
mensaje: se queda maravillado ante la armonía del firmamento, ante esos espacios
misteriosos e inmensos, y aun así va más allá de lo que ven los ojos, y sabe
leer allí un mensaje de amor. Ve la creación como un regalo, un regalo que nos
habla de la grandeza y de la belleza de Dios.
El contemplativo
mira las estrellas no solo como cuerpos celestes regidos por una armonía
asombrosa; las reconoce como signo de una solicitud infinita de Dios por el
hombre. Quizá los antiguos —decía el predicador— eran más “hombres” que
nosotros en esto: sabían escuchar el canto de las estrellas, el diálogo de los
astros, sus danzas que parecían alabar y agradecer a su Creador.
Luego Dios habló
por medio de los profetas: personas sensibles, capaces de sintonizar con los
pensamientos de Dios y de comunicarlos a sus hermanos. Pero en el Hijo de María
esta revelación llega a su plenitud, porque ese niño —nos dirá enseguida el
prólogo— es nuestro Dios que ha venido a hacerse uno de nosotros. Y ese niño,
que todavía no consigue pronunciar una palabra, en su fragilidad ya nos está
hablando de Dios: en su rostro brilla la belleza de Dios.
Es verdad: no es
difícil creer que exista Dios. Es razonable pensar en un Creador del universo,
porque el mundo no lleva dentro, por sí mismo, la razón de su existencia: del
no-ser no puede brotar el ser, decía con sabiduría un presocrático. Si hay
creación, es porque hay Alguien que la ha querido.
Creer en un Dios que se deja tocar es otro nivel.
Lo verdaderamente difícil es creer que
Dios se ha hecho uno de nosotros para encontrarnos, para dejarse tocar, besar,
acariciar; para mostrarnos su rostro, para decirnos cuánto nos ama, para
revelarnos nuestro destino. Creer en esta verdad y en este amor sin medida
cuesta de verdad, y solo los cristianos creen en un Dios que nos ha amado así.
Y, sin embargo, si
de veras pensamos que Dios es amor, y que quiere mostrarnos cuánto nos ama,
resulta razonable admitir que pueda llegar hasta ahí: hasta hacerse uno de
nosotros. Por eso no creemos en “otro” dios distinto del Dios que contemplamos
resplandecer en ese Niño. He aquí por qué se le llama Verbo, Palabra: porque
toda su persona nos habla, nos muestra la belleza de Dios.
Además, nosotros
no comunicamos solo con palabras. Habla toda nuestra persona: el
comportamiento, la mirada, el modo de presentarnos. Hasta un tatuaje o un piercing
—para bien o para “mírame un momento”— está diciendo algo. Y también se habla
con el silencio: si, sin rencor declarado, dejo de saludar a alguien, mi
silencio puede decir más que un discurso. Pues bien, en ese Niño todo empieza
ya a hablarnos. Y no lo dice todo de golpe: crecerá y nos revelará, no solo con
palabras, sino con toda su vida, quién es Dios, ese Dios al que Él llamará
Padre.
La luz no discute: brilla, y las tinieblas no la vencieron
No es recibir o no recibir, sino hostilidad
Juan continúa: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió».
El texto griego lo
dice del siguiente modo: «καὶ τὸ φῶς ἐν τῇ σκοτίᾳ φαίνει, καὶ ἡ σκοτία αὐτὸ οὐ
κατέλαβεν», que traducido es; «y la luz brilla en la oscuridad, y la
oscuridad no la venció / no se apoderó de ella (la tiniebla como
fuerza hostil que intenta dominar la luz)». Por lo tanto, no es un asunto
de recibir o dar un portazo en todas las narices, sino que se trata de algo que
supone e implica clara hostilidad para dominar.
Ese Niño ha venido
a disipar las tinieblas de la humanidad, y esas tinieblas no se resignaron a
desaparecer pacíficamente: lucharon contra la luz venida del cielo, pero
no lograron sofocarla.
Los discípulos luchan contra el maligno
que intenta extinguirla
Juan lo recuerda
con claridad, porque él se encontró con esa luz, la vio, y sabe que intentaron
apagarla sin conseguirlo. Y en la historia de la comunidad de los discípulos
esa lucha ha continuado. Pero la luz que ha venido del cielo en el Hijo de
María nadie podrá extinguirla.
¿Y qué tinieblas ha disipado esta luz?
1.- La de presentar a Dios como un señor soberano arbitrario:
su palabra es ley y la desobediencia se paga caro
Ante todo, esta
luz ha disipado las que oscurecían el rostro de Dios, tal como Dios
era imaginado.
Muchas religiones lo
presentaban como un señor y un dueño opresor: daba órdenes, exigía
obediencia y servicio; concedía bendiciones a quien le ofrecía sacrificios,
holocaustos e incienso, y enviaba pestes y desgracias a quien no se sometía y
se atrevía a quebrantar sus mandamientos. Incluso los pueblos se sentían “elegidos”
por su dios y, más aún, animados por él a hacer guerras contra otros pueblos.
Todo eso era oscuridad sobre Dios; un dios así no despertaba amor, sino miedo.
Era un ídolo fabricado por el hombre.
Recordemos, por
ejemplo, cómo los israelitas, junto al Sinaí, viendo relámpagos, sintiendo el
monte temblar y oyendo los truenos, dijeron a Moisés: «Háblanos tú y te
entenderemos, pero que no nos hable Dios, no sea que muramos» (cfr. Ex
20,19). Dios quiso disipar esa oscuridad, quiso decirnos que Él no es así, y
decidió venir a dejarse ver. Y eso no podía hacerlo sino haciéndose uno de
nosotros.
¿Y qué tinieblas ha disipado esta luz?
2.- La de devolver al hombre su dignidad
Había otra
tiniebla que esta luz tenía que disipar; la que impedía reconocer el
verdadero rostro del hombre, su dignidad de hijo de Dios. Cuando en la
mente hay oscuridad —egoísmo, ansia de dominar— se puede terminar confundiendo
a una persona con una cosa, o con una bestia. Entonces el hombre puede llegar a
valer “un par de sandalias”, como denuncia el profeta Amós (cfr. Am
2,6), o incluso menos que una oveja, como recordará Jesús.
Ese Niño, Palabra
de Dios, con su luz disipa también esta tiniebla y nos muestra cuánto vale un
hombre para Dios.
Y en este punto
del prólogo, el evangelista se detiene e introduce a un personaje: Juan el
Bautista. Escuchemos cómo nos lo presenta.
Envueltos en la luz de Cristo
«Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan:
éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran
por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz».
Un día Jesús dirá
a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo» (cfr. Mt 5, 14). Pero
lo seréis —no brillando con luz propia— sino volviéndoos transparencia de mi
luz. No tendréis que pelearos con las tinieblas: bastará con que estéis
envueltos en mi luz como en un vestido espléndido, y entonces, en vosotros,
todos podrán verme a mí; podrán reconocer la luz del Hijo de Dios llegada a
este mundo.
Juan el Bautista
se encontró con esa luz y se dejó envolver por ella. Quedó tan iluminado que su
rostro llegó a brillar de tal manera que algunos pensaron incluso que él mismo
era la luz. Y esa es la razón por la que el evangelista Juan insiste en precisarlo:
no, no era él la luz. De hecho, el propio Bautista cortó enseguida el
malentendido: «No soy yo el Mesías» (cfr. Jn 1,20; Lc 3,15-16). Él se presentó siempre, sencillamente, como
testigo de la luz.
No basta hablar de la luz:
hay que dejarla brillar a través de nuestra vida
Solo hay un modo
de ser testigos convincentes. Podemos intentar mostrar que la luz de Dios ha
llegado a nuestro mundo hablando de Jesús, que es la Luz. Pero las palabras no
bastan. Para que resulte creíble que la luz del cielo ha entrado en nuestra
historia, hace falta un testimonio más hondo: dejar que esa luz resplandezca
en la propia persona, a través de la propia vida. Y cuando eso sucede, ya
nadie puede negar que la luz de Dios ha llegado entre nosotros.
Tras esta
intervención sobre el Bautista, el prólogo continúa hablando de la luz
verdadera.
Las palabras pueden iluminar…
o pueden oscurecer.
«El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre,
viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no
lo recibieron.
Pero a cuantos lo
recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino
que han nacido de Dios».
Las palabras
humanas pueden ser luz, pero también tiniebla; pueden ser verdad o mentira.
Pueden construir amor o generar odio; ser fuente de vida o causa de muerte.
Ese
Niño nos dice la verdad sobre Dios
Pero aquel Niño
—Jesús de Nazaret— es una Palabra que solo dice la verdad. Nos dice la
verdad sobre Dios, porque es Dios mismo quien ha venido a dejarse ver en
Él. Y, por eso, toda palabra que no corresponda al Dios que contemplamos en
Jesús de Nazaret es mentira: conviene borrarla, quitarla de en medio, no
alimentarla más.
Ese
Niño nos dice la verdad sobre el hombre
Y esa Palabra nos
dice también la verdad sobre el hombre. ¿Quién es el hombre verdadero? ¿Basta
con ser razonables y autoconscientes? No: si fabricamos bombas, si odiamos,
entonces no somos todavía verdaderamente humanos; nos quedamos en la bestia.
Jesús de Nazaret nos revela toda la verdad sobre el hombre: hombre verdadero es
el que ama, el que llega a amar incluso a quien le hace daño, incluso al
enemigo que le quita la vida. Y nadie ha sido tan verdaderamente hombre como
Jesús, porque nadie ha amado como Él. Nos hacemos hombres verdaderos solo en la
medida en que nos parecemos a Él.
Cuidado con las “luces” que solo son destellos.
El prólogo sigue
diciendo que el mundo ha sido hecho con sabiduría, es decir, está
bien hecho para acoger esta luz sobre Dios y sobre el hombre. Y esa
sabiduría con la que fue creado el universo podemos percibirla; basta escuchar
la verdad que nos dicen las criaturas, hechas con sabiduría. Hay un designio de
Dios sobre ellas, y ese designio merece respeto: no se trata de deformar lo
creado, sino de usarlo según la intención del Creador, que podemos intuir.
El mundo es todo aquel que
prefiere la mentira a la verdad
Sin embargo
—continúa el prólogo— «el mundo no lo conoció»;
el mundo no acogió esta luz. ¿Qué significa aquí “mundo”? En el
Evangelio según Juan, la palabra “mundo” puede tener varios sentidos: puede
referirse a la creación, al universo; puede significar toda la humanidad (y el
Hijo de Dios ha venido para salvar al mundo, es decir, a toda la humanidad).
Pero aquí “mundo” señala esa parte de la humanidad que ha preferido la
tiniebla a la luz, la mentira a la verdad.
Y esto no es un
ataque polémico contra “los que no aceptan a Cristo”. Es un aviso para todos,
también para los cristianos: que no nos dejemos seducir por luces engañosas,
por estrellas que parecen deslumbrar, pero solo son un brillo fugaz… y
terminan siendo estrellas caídas. El peligro es universal: nadie está vacunado.
Acoger esta Palabra es aceptar dos propuestas
Y ahora llega el
versículo más importante de este pasaje, situado justo en el centro del
prólogo: «Pero a cuantos lo recibieron, les
dio poder de ser hijos de Dios». Acoger
esta Palabra no significa adherirse a una doctrina como quien firma un
documento.
Acoger
su propuesta de Dios y su propuesta de hombre
Significa acoger
lo que nos dice aquel Hombre, Jesús de Nazaret: su propuesta de Dios y su
propuesta de hombre.
Quien acoge esta Palabra recibe de Dios, como don, su misma vida. Una vida que
no procede, como la vida biológica, de la tierra. No nace —como dice el prólogo—
«estos no han nacido de sangre, ni de deseo
de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios».
La
gran noticia de la Navidad:
Nuestro mundo ha
sido sembrado el germen de la vida divina, ofrecido a todo hombre. Sin
este don, estaríamos destinados a la muerte como todas las criaturas
vivientes que conocemos: animales, árboles… También nuestra vida biológica
comparte ese destino; somos tierra, y lo sabemos. Si no se nos hubiera traído
la vida del Eterno, ese sería nuestro horizonte.
El Cohelet (hebreo
קֹהֶלֶת, qohélet), o sea, el Eclesiastés, —todavía tanteando en
la oscuridad, porque no había contemplado la luz de la Navidad— llegaba a una
conclusión amarga: «Porque el hombre y la bestia tienen la misma suerte;
muere el uno y la otra; y ambos tienen el mismo aliento de vida. En nada
aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad. Todos caminan hacia la
misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (cfr. Qo
3,19-20). El Hijo de María ha venido a decirnos que el Padre del cielo nos ha
regalado su misma vida: la vida del Inmortal, la que no queda atrapada por la
muerte biológica.
Navidad es esto:
El Eterno se hace carne y pone su tienda.
«Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y
de verdad».
Hemos escuchado el
relato del acontecimiento central de toda la historia de la humanidad: el
Verbo, la Palabra, el Hijo de Dios se hizo carne y vino a plantar su tienda
junto a nosotros.
La
palabra “carne” en la Biblia:
El
hombre entero, vulnerable
Y aquí conviene
fijarnos bien. En la Biblia, cuando se dice “carne”, no se está pensando en los
músculos, sino en el hombre entero. Se dice que el hombre es “carne” cuando se
quiere subrayar que es una criatura débil, frágil y, sobre todo, mortal. No es inmortal
como Dios: es vulnerable, se rompe.
El Salmo 78,
después de recordar tantas infidelidades del pueblo de Israel, concluye
diciendo que Dios tuvo compasión de ellos porque “son carne”, porque son
frágiles (cfr. Sal 78). Pues bien, la Palabra, el Verbo, ha asumido esta
condición humana nuestra; se hizo carne. No es que se haya puesto “apariencia”
de hombre, como quien se pone un vestido. No, se hizo hombre en todo como
nosotros, incluida la mortalidad.
Si no hubiera
muerto en la cruz, Jesús habría muerto de viejo, con los achaques que acompañan
ese tramo de la vida. El amor de Dios ha llegado hasta ahí; hasta hacerse
mortal. Y esta, quizá, es la verdad más difícil de aceptar.
El Omnipotente necesitado:
Dios en brazos de una madre joven.
El
Eterno que se hace mortal; el Invisible que se deja ver; el Omnipotente que se
vuelve frágil y necesita las caricias de una madre adolescente. Cuesta creer en
un Dios que se hace niño y viene a plantar su tienda junto a nosotros. Pero si
el amor es infinito, puede llegar hasta ahí.
Los otros “dioses”
—los que a veces fabricamos a nuestra imagen— no pueden bajar tanto, porque se
quedan a nuestra medida, a la medida pequeña de nuestro amor. Solo el amor
infinito de Dios puede colmar esa distancia.
Dios baja todavía más:
Del niño al siervo, del siervo a la cruz.
Y no le bastó con
hacerse uno de nosotros; quiso bajar hasta el escalón que nosotros solemos
despreciar, el del que sirve, el del esclavo. Hasta ahí llegó nuestro Dios. Nos
mostró su rostro no desde arriba, sino arrodillado: como el que se inclina a
lavar los pies del hombre. Este es el Dios de Jesús, el que no se impone por
miedo ni se deja manejar a conveniencia; sencillamente ama sirviendo. Y
todavía descendió más: murió en la cruz, la muerte reservada a los criminales,
a la basura de la sociedad. Más abajo no se podía caer… y, sin embargo, el amor
infinito ha sido capaz de llegar también ahí.
En este Niño —dice
el prólogo— «y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad».
Es decir, en Él podemos contemplar la verdadera identidad de Dios. Todas las
demás palabras sobre Dios que no coincidan con lo que vemos en Jesús son
mentira. En Él contemplamos la “gloria”, o sea, la belleza de Dios: un Dios que
es amor, y solo amor.
Y en este punto,
el prólogo vuelve a hablarnos del Bautista.
Dios se ve donde se toca la vida:
En Jesús.
«Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de
quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque
existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras
gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha
llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios
Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer».
A Dios nadie lo ha
visto jamás: no lo vio Abraham, no lo vio Moisés, no lo vieron los profetas,
porque nuestros ojos materiales no pueden ver al Invisible. Pero quienes
tuvieron la dicha —y la alegría— de encontrarse con Jesús de Nazaret, de
caminar a su lado por los caminos de Palestina, esos sí; en Él vieron el rostro
de Dios.
Juan, hijo de
Zebedeo, contado entre los Doce, habla como testigo de Jesús (cfr. Mc 3,17). Y
lo hace desde la conciencia de haber estado con Él “desde el principio”,
para dar testimonio (cfr. Jn 15,27). Por eso, al comienzo de su primera carta,
recuerda con fuerza esa experiencia: «Lo que existía desde el principio, lo
que han oído, lo que han visto con sus ojos, lo que contemplaron y lo que
tocaron sus manos: el Verbo de la vida» (cfr. 1 Jn 1,1).
Y añade por qué lo
cuenta: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos», para que también
los demás entren en comunión y participen de esa misma vida (cfr. 1 Jn 1,3); y
lo escribe «para que nuestra alegría sea plena» (cfr. 1 Jn 1,4). Sin
ocultar que la fe se vive en tensión con el “mundo” y con la prueba de la
división: «No os extrañéis si el mundo os odia» y «salieron de entre
nosotros, aunque no eran de los nuestros» (cfr. 1 Jn 3,13; 1 Jn 2,19).
Y nosotros
queremos saborear juntos lo que Juan de Zebedeo dice de esa experiencia, porque
no la narra solo para los cristianos de entonces, sino también para nosotros
hoy.
“Lo hemos oído, visto, contemplado… y tocado”:
La fe no es una idea.
Lo que existía
desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo
que contemplamos y lo que nuestras manos tocaron —es decir, el Verbo de la
vida—, porque la Vida se hizo visible y la hemos visto, y de ello damos
testimonio y os anunciamos la vida eterna, la que estaba junto al Padre y se
nos manifestó.
Lo que hemos visto
y oído, nosotros, los católicos os lo anunciamos también a vosotros, para que
nuestra alegría sea plena (cfr. 1 Jn 1,1-4). Dios te ama en tu miseria y en tu
pecado, porque él no se escandaliza de tu pecado, sino que te abraza para que,
descubriendo su amor puedas descubrir el Amor.




1 comentario:
Preciosa homilía de Navidad. Muy bien explicado! Feliz Natividad!
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