Homilía de
la Inmaculada Concepción de la Virgen María
Solemnidad. Ciclo A; Lc 1, 26-38
08.12.2025 (Tienen dos audios al final de la homilía)
El gran protagonista que casi nadie mira:
El arcángel Gabriel
Antes de fijarnos
en María, dejemos que el foco se pose un momento en el mensajero: el arcángel
Gabriel. San Lucas, al comenzar su evangelio, le da un papel de primer orden.
Su nombre en hebreo es גַּבְרִיאֵל (Gavriʾel), que significa
literalmente «la fuerza de Dios»: גֶּבֶר (géver) = hombre fuerte, vigor;
אֵל (El) = Dios. Es la fuerza creadora de Dios, capaz de abrir camino
donde parece que todo está cerrado.
Gabriel parece fracasar en su primera misión…
Gabriel es uno de
los siete arcángeles, esos espíritus que, según la tradición, permanecen en pie
delante de Dios, siempre en su presencia. Forma parte, podríamos decir, de la
“alta jerarquía” celestial. Pues bien, este enviado de primera línea, este “peso
pesado” del cielo… en su primera misión parece fracasar. Y ya de entrada
esto consuela: ni siquiera a los arcángeles les salen siempre las cosas a la
primera.
… era en Judea (tierra santa), a un sacerdote…
Su primer encargo,
humanamente hablando, lo tenía todo a favor. Dios lo envía a Judea, la tierra
santa, vinculada a Judá, יְהוּדָה (Yehudá), asociado a la alabanza y a
la acción de gracias (hodayah, הוֹדָיָה). Debe ir a Jerusalén, al
templo, al corazón religioso de Israel. Y no en cualquier momento, sino en el
más solemne de la vida de un sacerdote: cuando entra a ofrecer el incienso en
el santuario, un privilegio que solo podía tocar una vez en toda la vida (cfr.
Lc 1,8-10).
El destinatario,
además, parece ideal: Zacarías, un sacerdote justo, irreprochable en la
observancia, casado con Isabel, descendiente de familia sacerdotal, de la
estirpe de Aarón (cfr. Lc 1,5). Buen currículum, buena familia, buen
lugar, buen momento. Humanamente, es el contexto perfecto.
Y el mensaje no
podría ser más claro: «Tu mujer Isabel te dará un hijo y le pondrás por
nombre Juan» (cfr. Lc 1,13).
…había unos pequeños
detalles humanos…
Cierto que hay un
“detalle” humano delicado: son ancianos y ella es estéril.
Pero eso la Biblia ya lo conoce: así sucede con Abrahán y Sara, a quienes Dios
promete un hijo precisamente cuando las cuentas humanas ya no cuadran (cfr. Gn
18,10-14). Dios disfruta escogiendo lo que el mundo considera imposible. Como
dirá más tarde san Pablo, «Dios ha escogido lo que el mundo considera necio
para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para
confundir a los fuertes» (cfr. 1 Cor 1,27). Y, sin embargo, Zacarías no se
fía. No termina de creer el anuncio, aparentemente sencillo, que le trae
Gabriel de parte de Dios. Está tan concentrado en hacer bien su rito, en
incensar al Señor, en cumplir exactamente lo previsto, que cuando Dios irrumpe
con un anuncio de vida… todo se le hace cuesta arriba (cfr. Lc 1,18).
…y una misión facilísima se le complica a Gabriel.
Podemos imaginar
la escena: Zacarías pendiente de que el humo del incienso suba recto al cielo,
sin advertir que el cielo ha bajado a hablarle. Y entonces la misión de
Gabriel, que parecía facilísima, se complica.
Lucas nos deja una
enseñanza muy fina: cuando no se escucha la Palabra de Dios, la palabra del
hombre se apaga. Zacarías cierra su oído a la promesa y, en consecuencia,
se queda mudo (cfr. Lc 1,19-20). El que no acoge la Palabra, se queda sin
palabra. Sale del templo con el rito cumplido… pero sin voz para contarlo.
Con este telón de
fondo —un sacerdote en el centro del templo que no cree— el evangelio nos
presenta la escena de hoy.
«Al sexto mes, envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de
Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de
la casa de David; el nombre de la virgen era María».
En el relato de la
Anunciación, el mismo arcángel Gabriel recibe un segundo encargo. Esta vez no
es enviado a Jerusalén ni al Templo, sino a un lugar completamente distinto.
San Gabriel tiene
que ir a un lugar de personas sublevadas, a una aldea que no figura
en ningún mapa y sin relevancia, a una mujer -que remite al origen
del pecado- que además es virgen -porque no ha convivido con un hombre-,
y que tiene por nombre un nombre que lleva consigo una historia de maldición
y de mala suerte.
La segunda misión de Gabriel
1.-
Galilea, gente exaltada, de revueltas, de poco fiar
Este segundo envío
de Gabriel tiene lugar en Galilea (cfr. Lc 1,26). El contraste con la escena de
Zacarías no puede ser mayor: ya no estamos en Judea, la región santa, ni en
Jerusalén, la ciudad del templo, ni ante un sacerdote venerable en pleno culto,
sino en una región del norte, mal vista, considerada medio pagana.
Los profetas
hablan de la «Galilea de los gentiles», un territorio mezclado, fronterizo,
espiritualmente poco fiable (cfr. Is 8,23–9,1). Más tarde, cuando Nicodemo
intenta, tímidamente, salir en defensa de Jesús, las autoridades le cortan con
desdén: «¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? Estudia y verás que de
Galilea no surge ningún profeta» (cfr. Jn 7,50-52).
En tiempos de
Jesús, decir de alguien «es galileo» no era solo indicar su procedencia
geográfica; era casi colocarle una etiqueta: exaltado, revoltoso, poco de fiar.
El historiador Flavio Josefo, al narrar la guerra de los judíos, describe a los
galileos como gente de carácter fuerte, pronta para la revuelta, y recuerda la
sublevación de Judas el Galileo contra los romanos, que terminó en un auténtico
baño de sangre (cfr. Hch 5,37).
2.- No aparece ni en los mapas
Y precisamente
allí, en esa tierra marcada por la sospecha, Dios vuelve a enviar a Gabriel. No
solo a Galilea, cargada ya de mala fama, sino a un lugar todavía más
irrelevante: Nazaret. Una aldea minúscula, que no aparece en todo
el Antiguo Testamento, sin tradición, sin promesa asociada, sin peso político
ni religioso. Tanto es así que se había hecho proverbial la frase: «¿De
Nazaret puede salir algo bueno?» (cfr. Jn 1,46).
Sabemos por la
arqueología que la zona de Nazaret estuvo habitada ya hacia el 2000 a.C., pero
en tiempos de las invasiones babilónicas debió quedar prácticamente abandonada
y solo volvió a poblarse unos siglos antes de Cristo. Aun así, seguía siendo un
rincón secundario, sin interés. Los ojos de los hombres miraban a Roma, a
Olimpia, a Jerusalén. Nadie miraba a Nazaret. No tenía “interés informativo”.
Los ojos de Dios,
en cambio, se fijan justo donde los nuestros no se detienen. Sus criterios de
importancia no coinciden con los nuestros. Lo que nosotros llamamos periferia,
para Dios puede ser el centro de operaciones.
Realmente, según
estos datos, le pinta mal a Gabriel.
La segunda misión de Gabriel
3.- A
una mujer
Dios envía a un
ángel… a una mujer que “remite al origen del pecado”. Todo esto se agrava si
recordamos cómo era vista la mujer en el ambiente religioso de la época. No
solo estaba el recuerdo de Eva, de la que algunos textos dirán que «por la
mujer comenzó el pecado» (cfr. Eclo 25,24), sino que sobre la mujer pesaba
toda una capa de sospechas religiosas y sociales.
En el mundo
rabínico, la enseñanza de la Torá era, casi en exclusiva, asunto de varones. El
rabino tenía discípulos varones, se rodeaba de alumnos varones, discutía con
varones en la sinagoga. La mujer, en general, quedaba fuera del círculo de
la enseñanza oficial: escuchaba, sí, pero no aparecía como discípula
reconocida ni mucho menos como maestra. Por eso resulta tan llamativo que, en
los evangelios, Jesús se deje acompañar por mujeres que le siguen y le sirven
(cfr. Lc 8,1-3): está rompiendo, con toda calma, un esquema muy arraigado.
A esto se añadían
las leyes de impureza ritual. El Levítico consideraba impura a la mujer
durante el tiempo de su menstruación, y todo lo que ella tocaba quedaba también
ritualmente impuro (cfr. Lv 15,19-24). No era una “culpa moral”, pero en la
práctica reforzaba la idea de que lo femenino era algo que convenía mantener a
cierta distancia de lo sagrado. Si uno escucha solo estas voces, casi parece
que lo más prudente para Dios sería no complicarse la vida y no empezar nunca
por una mujer.
En la esfera
social y jurídica, además, la mujer dependía fuertemente de la figura
masculina: primero del padre, después del esposo o del hijo varón. No tenía en
muchos casos voz propia en los tribunales, no actuaba como testigo principal y,
en la práctica, casi todo se hacía “en nombre de” algún hombre. Basta
recordar que, en tantos relatos bíblicos, las mujeres ni siquiera tienen
nombre: son “la mujer de…”, “la esposa de…”, “la madre de…”
(cfr. Gn
7,7; Gn 19,26; Gn 39,7-8; Jue 13,2.6.9-11.13; 1 Re 14,1-2.4; 1 Re 17,9-10; 2 Re
4,8.12-17; Job 2,9; 2 Mac 7,1.20; Mt 8,14; Mt 20,20; Mt 27,19.56; Mc 1,30; Mc
5,25; Mc 12,42; Lc 4,38; Lc 7,37; Lc 8,43; Lc 21,2; Jn 2,1; Jn 4,7; Jn 8,3-4;
Jn 19,25).
Lo vemos con
claridad en la historia de la mujer de Manoaj, la madre de Sansón (cfr. Jue
13). El ángel del Señor se aparece a ella, no al marido, y le anuncia el
nacimiento de un hijo consagrado. Pero ella, en cuanto termina la aparición, corre
a contárselo a su esposo (cfr. Jue 13,6). Cuando el ángel vuelve a
aparecer, otra vez se le aparece a ella, y ella, otra vez, corre a buscar al
marido (cfr. Jue 13,10). La mujer es la primera destinataria, pero todo parece
tener que pasar por el “filtro” del varón para que cuente de verdad.
En ese contexto,
la escena de la Anunciación es revolucionaria. Dios envía a Gabriel: no
a un rabino; no a un sacerdote en el templo; no a un varón que luego “autorice”
lo escuchado, sino directamente a una mujer. Y no cualquier mujer, sino
precisamente una mujer que, en la mentalidad de algunos, “remitiría al origen
del pecado”, a la fragilidad, a la sospecha.
Pero aquí todo se
invierte: el ángel no viene a decirle que “tenga cuidado”, sino a confiarle un
misterio. María no corre a pedir permiso a José para ver si acepta el
plan. No dice: “Déjame consultarlo con mi marido y te respondo”. Ella
dialoga, pregunta, discierne y responde en primera persona: «He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Dios la toma
absolutamente en serio. La trata como interlocutora adulta, capaz de un sí
libre y responsable. Si en otros relatos la mujer recibía al ángel y luego
corría a contárselo al esposo, en Nazaret la escena es diferente: Dios ha
decidido fiarse de la libertad de una mujer.
Si algunos
repetían: «por la mujer comenzó el pecado»,
el Evangelio responde: «por una mujer comienza la salvación». Donde el mal
empezó a hablar por boca de una mujer, ahora Dios empieza a hablar en serio por
boca de otra.
La segunda misión de Gabriel
4.- Que
es virgen
El ángel Gabriel se
dirige a una virgen. En el contexto del antiguo Oriente, el valor de una
mujer no estaba en la virginidad, sino en la maternidad. En Israel,
como en nuestras culturas tradicionales, la virginidad era apreciada antes del
matrimonio; después, lo propio era ser esposa y madre. Una mujer que
permaneciera siempre virgen solía considerarse desgraciada: significaba no
haberse casado, no haber tenido hijos, no ser “importante” para nadie.
Lo vemos de forma
dramática en la hija de Jefté, que llora «su virginidad» antes de morir, porque
no conocerá la alegría de ser esposa y madre (cfr. Jue 11,30-40). En la
mentalidad de la época, morir virgen era morir sin descendencia, sin nombre
en la memoria del pueblo.
Por eso, en la
Biblia, la palabra “virgen” no siempre suena a ideal romántico. A veces lleva
un tono de humillación o derrota. En hebreo, la palabra básica es בְּתוּלָה (betuláh),
y en estado constructo בְּתוּלַת (betulát): “virgen”. Pero no se trata
solo de un dato biológico; es una imagen cargada de sentido: la joven
frágil, a veces humillada y caída, a la que Dios quiere levantar, reconstruir y
hacer fecunda.
Así se aplica, por
ejemplo, al pueblo de Israel y a las ciudades: «De nuevo te edificaré, y
serás reconstruida, virgen de Israel» (cfr. Jr 31,4); o cuando Jeremías
lamenta la situación de su pueblo: «Ha sido herida de muerte la virgen hija
de mi pueblo…» (cfr. Jr 14,17).
También Isaías
habla de la «virgen hija de Sidón», abatida y sin alegría (cfr. Is
23,12), y de la «virgen hija de Babilonia», que baja del trono y se
sienta en el polvo (cfr. Is 47,1). El libro de las Lamentaciones llora por la «virgen
hija de Sión», cuya herida es tan grande como el mar (cfr. Lam 2,13). Y el
profeta Amós proclama con dureza: «Ha caído, no se levantará más la virgen
Israel; yace en su suelo y nadie la levanta» (cfr. Am 5,2).
Son imágenes de un
pueblo humillado, despojado de vida (cfr. Jue 11,30-40; Is 23,12; Is 47,1; Jr
14,17; Jr 31,4; Lam 2,13; Am 5,2).
María, buena
conocedora de la Escritura, lo canta en el Magníficat con una frase que parece
sencilla y es inmensa: «Porque ha mirado la humildad de su sierva» (cfr.
Lc 1,48).
Ella representa a
Israel pequeño, pobre, sin brillo a los ojos del mundo, pero al que Dios
engrandece. El Omnipotente la hace fecunda y colmada de vida. A ojos humanos,
María no cumple ninguno de los criterios de “importancia”; a ojos de Dios, es
la puerta por la que Él entra en nuestra historia.
La segunda misión de Gabriel
5.- Y
encima, se llama María
Y esta otra mujer
se llama María. En ella, todo el peso de los prejuicios se convierte en espacio
para la gracia: lo que la cultura consideraba “más lejos” de Dios, Dios lo
coloca en el corazón mismo de su proyecto.
Todavía hay un
detalle que Lucas subraya con discreción: «el
nombre de la virgen era María». Para nosotros, “María” es un
nombre entrañable, casi inevitable en cualquier familia cristiana. Pero para
los primeros oyentes no sonaba tan inocente.
En hebreo, María
es מִרְיָם (Miryam). Su significado se ha explicado de distintas maneras
—entre ellas, “la elevada”, “la exaltada”—, pero lo importante aquí es la
resonancia bíblica: ese nombre remitía a una figura muy concreta del Antiguo
Testamento, Miriam, la hermana de Moisés y de Aarón. Y el recuerdo de Miriam no
era precisamente neutro.
Miriam aparece
como una mujer fuerte, de carácter, pero también capaz de intriga y de
ambición. En cierto momento, junto con Aarón, murmura contra Moisés a propósito
de la mujer cusita (etíope) con la que se ha casado; sin embargo, es ella quien
encabeza la protesta: «María y Aarón hablaron contra Moisés por causa de la
mujer cusita que había tomado…» (cfr. Nm 12,1). El problema de fondo no es
la esposa de Moisés, sino la elección de Dios: «¿Es cierto que el Señor ha
hablado solo mediante Moisés? ¿No ha hablado también mediante nosotros?»
(cfr. Nm 12,2).
Miriam está
cuestionando la sabiduría de Dios al poner a Moisés como líder. El Señor se
indigna porque hablan contra su siervo, y el relato presenta un signo severo:
Miriam queda herida con lepra (cfr. Nm 12,9-10). El pueblo tiene que detener la
marcha y esperar a que ella sea purificada (cfr. Nm 12,15).
Poco después, el
libro de los Números señalará que la generación marcada por la murmuración y la
falta de fe no entrará en la tierra prometida (cfr. Nm 14,22-23). De este modo,
en la memoria de Israel, el nombre de Miriam quedó ligado a la queja, a la
rebelión y al castigo. No es que el nombre fuera “malo” en sí, pero había
quedado con cierto olor a problema. Sería algo parecido a llamar hoy a alguien
«Judas»: el nombre es bonito y lo llevó un apóstol santo, pero el imaginario se
va inmediatamente al traidor.
Con este
trasfondo, que Lucas escriba: «el nombre de
la virgen era María», cobra una fuerza especial. Sobre un nombre
que arrastra una historia de queja y de lepra, Dios escribe ahora una historia
de obediencia y de gracia. Donde había un recuerdo de rebelión, Dios pone a una
mujer que se llama «sierva» y se abre sin reservas a su voluntad (cfr. Lc
1,38).
No es casual que,
a partir de entonces, el nombre María se repita una y otra vez: María, la madre
de Jesús; María Magdalena; María de Betania; María, madre de Santiago… (cfr. Lc
1,26-38; Jn 11,1-2; Jn 19,25). Es como si Dios tomara un nombre sospechoso y lo
rehabilitara por completo, hasta hacerlo uno de los nombres más luminosos de la
fe cristiana. Dios tiene esa “manía” bendita: donde nosotros vemos un
expediente manchado, Él ve un nombre listo para ser restaurado.
Podemos decirlo
así: Dios no solo elige lo pequeño y despreciado; también rescata nombres
marcados y los llena de vida nueva. Sobre el nombre María, que un día evocó
murmuración y castigo, Dios escribe para siempre la historia de un “sí”
confiado.
En el sexto mes…
Dios está retomando la creación,
Va hilando la creación
Y Lucas llama la
atención sobre un detalle cronológico que no es secundario: Gabriel llega «en el sexto mes» y anuncia a María que su
pariente Isabel ya está en su sexto mes de embarazo (cfr. Lc 1,26.36).
Aquí el
evangelista no está dándonos un dato de agenda sanitaria: está haciendo
teología. En la simbología bíblica, el número seis remite al relato de la
creación: el sexto día, cuando Dios crea al hombre (cfr. Gn 1,26-27). Indicar
que Isabel está «en el sexto mes»
es una forma de decir: Dios está retomando la creación; está comenzando algo
nuevo.
En la casa de
Zacarías ya ha empezado a latir la vida de Juan, el que será el Precursor.
Cuando María visite a Isabel, el niño saltará de alegría en su seno, lleno del
Espíritu Santo (cfr. Lc 1,41): es el hombre nuevo, el hombre tocado por el
Espíritu, que presiente la llegada del Mesías. El “sexto mes” nos sitúa ante una nueva
etapa de la historia, una nueva creación.
Se nos propone,
así, otra manera de medir el tiempo. Por un lado, la cronología de siempre:
años, meses, reinados, guerras, Olimpiadas… Por otro, el calendario de Dios:
promesas cumplidas, visitas de gracia, irrupciones del Espíritu. Lo primero
llena archivos; lo segundo, llena de esperanza.
Y en ese tejido
silencioso de la historia, conviene recordarlo: la historia que Dios teje
con la humanidad no se deshilacha. Nosotros, a veces, tiramos del hilo con
nuestras dudas y resistencias, pero Dios sigue rehaciendo, con paciencia, el
bordado de su gracia. Y si somos sinceros, más de una vez Él ha tenido que
recomponer lo que nosotros hemos ido “deshaciendo puntada a puntada”.
No una crónica,
sino un anuncio
La escena de la
Anunciación nos resulta muy familiar: la hemos visto en estampas, en imágenes
de las iglesias, en rosarios, en catequesis… Forma parte del imaginario
cristiano desde siempre: un ángel, una joven de Nazaret y unas palabras que
cambian la historia. Es una escena serena y, a la vez, decisiva; aparentemente
sencilla, pero con una profundidad inagotable.
Con el paso del
tiempo, sobre todo a partir de la Ilustración, la sensibilidad religiosa empezó
a cambiar. La razón se convirtió en el gran tribunal de todo: lo que no
encajaba en ciertos criterios de “racionalidad” se miraba con sospecha o se
descartaba. La sociedad se fue haciendo más laica y comenzaron los estudios
históricos y literarios sobre los evangelios. Leyendo estos relatos como si
fueran una crónica periodística, surgían dificultades e incoherencias; y aquel
diálogo entre el ángel y María, que durante siglos había alimentado la fe del
pueblo, pasó a ser cuestionado o relegado a la categoría de “piadosa leyenda”.
Un relato con una fuerte instrucción teológica
Sin embargo, esas
objeciones tuvieron algo de providencial: obligaron a los creyentes a ir más al
fondo y a preguntarse qué quieren decir realmente estos textos. La exégesis y
la crítica bíblica han ayudado a ver que no estamos ante un reportaje en
directo, ni ante la mera narración de un hecho externo, sino ante un relato
con una fuerte intención teológica. Lucas no quiere hacer de periodista, sino de
testigo que anuncia una Buena Noticia sobre Dios, sobre Jesús y sobre
nosotros.
Es normal que nos
pique la curiosidad y queramos saber cómo ocurrió todo “técnicamente”. Es una
reacción muy humana… pero no era la prioridad de Lucas. Su interés principal es
decirnos quién es ese hijo de María y qué significa su venida para la
historia de la humanidad. Habla del momento en que, en el seno de María,
comienza la vida humana del Hijo de Dios.
Se nos revela quien es Dios para nosotros hoy
Podríamos
expresarlo así: los evangelios no están escritos para contarnos “qué tal le
fue a Dios en el pasado”, sino para revelarnos quién es Él para nosotros hoy.
Cuando esto se comprende, los detalles dejan de ser un obstáculo y se
convierten en puertas de entrada al misterio. Y uno respira un poco más
tranquilo: para acoger a Dios no hace falta disponer de vídeos, fotos y acta
notarial, sino de un corazón disponible.
La Anunciación nos
muestra a un Dios que entra en la historia por donde nadie lo esperaría. No
escoge un momento solemne que interese a los historiadores, sino un “sexto mes” que a los cronistas les dice
poco, pero que, en clave de fe, lo dice todo. No se instala en los centros de
poder, sino en una región despreciada y en un pueblo sin importancia. No llama
a una figura brillante a ojos del mundo, sino a una virgen sin prestigio
social, con un nombre que arrastraba más sombras que honores. Y, sin embargo, precisamente
ahí, en ese cruce de pequeñez, anonimato y sospecha, Dios decide comenzar algo
absolutamente nuevo.
Tal vez podamos
resumirlo en dos frases que valen como examen de conciencia:
·
Dios
no entra en la historia por el salón de honor de los poderosos, sino por la
cocina de lo pequeño y despreciado.
·
La
historia que Dios teje con la humanidad no se deshilacha. Nosotros, a veces,
enredamos los hilos con nuestras resistencias, pero Él sigue tejiendo,
paciente, hasta convertir lo que parecía un ovillo imposible en una obra de
arte. Y esa obra, misteriosamente, pasa por el sí de una muchacha de Nazaret
cuyo nombre seguimos pronunciando con cariño: María.
«Alégrate»: cuando Dios rompe el protocolo
«El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
El arcángel entra
en la presencia de María y le dice: «Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo». A primera vista suena a
saludo piadoso; pero, en realidad, es una auténtica
revolución envuelta en tres frases.
Una auténtica revolución envuelta en
tres frases.
1.- Hablar directamente a una mujer
Para empezar, ya
es transgresor que el mensajero divino se dirija directamente a una mujer.
La mentalidad religiosa de la época consideraba muy poco apropiado que un
hombre se dirigiera a solas a una mujer, y menos todavía si estaba desposada.
Lo “normal” habría
sido que Gabriel hablara con el padre de la joven o, una vez concluido el año
de desposorios, con el esposo. Si repasamos la Escritura, los grandes anuncios
suelen ir dirigidos al varón: a Abrahán se le promete el hijo mientras Sara
escucha desde la tienda (cfr. Gn 18,1-10); a Zacarías se le aparece el ángel en
el templo para anunciarle el nacimiento del Bautista (cfr. Lc 1,11-13).
Una auténtica revolución envuelta en
tres frases.
2.- No aparece en un ámbito sagrado
Rompe el protocolo
del espacio. En lugar de aparecerse en el Templo, en la sinagoga o en un ámbito
“oficial”, entra en la casa de una muchacha de pueblo. No llama al
patriarca fuera, no la saca al patio, no convoca a la familia; entra en el
ámbito doméstico y allí tiene lugar la escena. Para la mentalidad patriarcal,
eso es todavía más transgresor.
En estos relatos
anteriores, el hombre es el receptor oficial de las grandes noticias, y la
mujer aparece en segundo plano. Pero en Nazaret, Gabriel rompe el protocolo:
entra en una casa, se salta el filtro del padre, del marido, del sacerdote… y
se dirige directamente a una muchacha llamada María. No pide audiencia al
patriarca de turno. Habla con ella, a solas, y la convierte en interlocutora
principal y protagonista de la escena.
Una auténtica revolución envuelta en tres frases.
3.- Se
salta la manera acostumbrada en que Dios elige y envía
Lo que anuncia y
cómo lo anuncia también rompe esquemas: Usa fórmulas reservadas hasta
entonces al pueblo (Hija de Sión) y a grandes figuras varones: «Alégrate» (oráculos de Sofonías, Zacarías,
Joel) y «El Señor está contigo» (Moisés, Gedeón, Jeremías…) (cfr. Sof 3,14-17;
Zac 2,14; Zac 9,9; Jl 2,21.23; Ex 3,12; Jue 6,12; Jr 1,8.19; Lc 1,28); Esas
palabras, que en la Escritura suelen dirigirse a Israel o a hombres llamados a
misiones especiales, se aplican ahora a una mujer, tratada como
interlocutora principal y sujeto de una vocación única. No le da el mensaje
para que lo “pase” a un varón; se lo confía a ella directamente.
El saludo que
pronuncia no es el habitual shalom. El verbo griego que emplea es χαῖρε
(jáire): «¡Alégrate!».
No significa “hola”, ni “salve”, ni “paz contigo”, sino “regocíjate, vive la
alegría”. Y Lucas no lo elige al azar. Es una palabra sacada del tesoro de
los profetas, que una y otra vez exhortaban así a la “hija de Sión” en
momentos de derrota:
«¡Alégrate
sobremanera, hija de Sión,
grita de júbilo,
hija de Jerusalén!
Mira que tu rey
viene hacia ti…» (Zac 9,9).
«Grita de gozo,
hija de Sión…
el Señor tu Dios
está en medio de ti…» (cfr. Sof 3,14-17).
«Hijos de Sión,
alegraos, gozaos en el Señor vuestro Dios…»
(cfr. Jl 2,23).
Siempre es lo
mismo: el pueblo está hundido, y Dios le dice “alégrate” no porque las cosas
estén bien, sino porque Él viene a habitar en medio, בְּקִרְבֵּךְ (beqirbéj),
“en tu seno” (cfr. Sof 3,15).
María es presentada como la personificación
más valiosa de Israel
Cuando el arcángel
saluda a María con ese “alégrate”, está aplicando a ella las palabras
dirigidas a la “hija de Sión”. María es presentada como la personificación
de Israel, la hija de Sión en persona. Todo aquello que los profetas habían
prometido al pueblo —que Dios vendría a vivir en su seno— se realiza ahora, de
manera literal, en el seno de esta mujer. En ella, Dios entra en la
humanidad por dentro.
Llena de gracia
El título que
acompaña al saludo lo confirma: «Alégrate, llena
de gracia» (cfr. Lc 1,28). El texto griego dice: «χαῖρε, κεχαριτωμένη,
ὁ κύριος μετὰ σοῦ»; que traducido es: «vive en la alegría / permanece en la
alegría / regocíjate / llénate de alegría, has sido agraciada y permaneces
en ese estado (no solo “fuiste favorecida un día”, sino “estás ahora en
condición de favorecida / colmada de gracia”) / tú que has sido agraciada y
permaneces en esa gracia, el Señor [está] contigo (con el matiz bíblico de presencia
protectora y operante, típico de las fórmulas vocacionales)».
«Alégrate, tú a
quien Dios ha llenado por dentro de su benevolencia».
No es un cumplido devoto, sino la
descripción de lo que Dios ha hecho en ella: María es objeto de una
predilección especial, transformada por la gracia que la habita. Y lo que
en ella ocurre de manera única, san Pablo dirá que se extiende a todos
nosotros: Dios «nos ha colmado de gracia en el Amado» (cfr. Ef 1,6).
Ella es la primera “llena de gracia”; en torno a ella, esa gracia empieza a
derramarse sobre la Iglesia.
«El Señor está contigo»
Dios confía una misión difícil y
promete su cercanía
Luego viene la
tercera parte del saludo: «El Señor está contigo». Esta fórmula,
en el Antiguo Testamento, es típica de las vocaciones grandes: Al tímido
Gedeón, cuando Dios lo llama a liberar a Israel, el ángel le dice: «El Señor
está contigo, valiente guerrero» (cfr. Jue 6,12); a Moisés, cuando tiene
miedo de enfrentarse al Faraón, Dios le asegura: «Yo estaré contigo»
(cfr. Ex 3,12); a Jeremías, joven y asustado, le promete: «No tengas miedo…
porque yo estoy contigo» (cfr. Jr 1,8).
Siempre es igual: Dios
confía una misión difícil y, a la vez, promete su cercanía. Pero en esos
relatos, los destinatarios son hombres. Ahora, esa misma fórmula vocacional
se aplica por primera vez a una mujer. María entra así en la gran serie de
los llamados: no como comparsa, sino como llamada en primera persona a
una misión única.
Y quizá la
respuesta más auténtica sea la de María: un “sí” humilde, dicho con miedo y
temblor, pero lleno de confianza. Porque, cuando uno descubre que Dios está
dentro —בְּקִרְבֵּךְ (beqirbéj), “en tu seno”— la alegría ya no es
un mandato imposible, sino la consecuencia de saberse acompañado.
Zacarías bloqueado de miedo por la visión,
María escucha serena la palabra
«Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se
preguntaba qué saludo era aquel. El
ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado
gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás
a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo
del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre
la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Ante todo esto, la
reacción de María es finísima. Lucas no dice en ningún momento que ella vea al
ángel; lo que subraya es el impacto de lo que oye: «Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se
preguntaba qué saludo era aquel».
En cambio, de
Zacarías sí se nos cuenta que el susto le entra por los ojos: «El ángel del
Señor se le apareció, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verlo,
Zacarías se sobresaltó y se llenó de temor» (cfr. Lc 1,11-12).
Zacarías se queda
bloqueado por la visión; María se ve sacudida por la Palabra. De María
no se dice que vea nada, pero escucha el saludo con total claridad… y eso la
descoloca.
Su reacción no es
el pánico histérico, sino la turbación pensante: quiere entender qué significa
que a ella, una chica de Nazaret, se le lance un saludo tan solemne, de esos
que uno esperaría en Jerusalén, en un templo, o al menos en alguien con más currículum.
El texto griego lo
recoge así: «ἡ δὲ ἐπὶ τῷ λόγῳ διεταράχθη, καὶ
διελογίζετο ποταπὸς εἴη ὁ ἀσπασμὸς οὗτος». El verbo griego διεταράχθη, cuyo
infinitivo presente activo es διαταράσσειν deriva de ταράσσω (tarássō),
verbo que se usa para describir lo que ocurre cuando el mar se agita y levanta
olas, y por extensión, la turbación profunda del corazón.
María nunca entra en ‘modo histeria’
El corazón de
María no entra en “modo histeria”, pero tampoco se queda en “modo
sofá”; es como un mar en calma al que de repente le entra viento del
Espíritu y se le forman olas.
Y esto, lejos de
ser señal de poca fe, es casi una prueba de autenticidad. Cuando la Palabra
de Dios entra de verdad en nuestra vida, no viene a reforzar nuestra zona de
confort, sino a reordenar la casa desde dentro. Por eso, al principio,
suele provocar cierto temblor. Si el Evangelio nunca te incomoda un poco,
sospecha: igual le has bajado demasiado el volumen.
Dios viene a darte los mejores planes de toda la historia
Por eso, lo
primero que el arcángel hace es sostener esa turbación: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios»;
es como si dijera: “No tengas miedo de este lío interior, no es un castigo,
es gracia; has entrado en el radio de acción de su benevolencia. Dios no viene
a fastidiarte los planes, viene a darte unos mejores… aunque no estaban en tu
agenda de este año”.
Mientras Zacarías
se paraliza de miedo ante lo que ve, María se queda pensativa ante lo que oye.
El sacerdote se bloquea; la muchacha se deja interpelar. Gabriel, saltándose
todas las normas patriarcales y todo el manual de “procedimientos estándar”,
ha llamado justo a la puerta adecuada: la de una mujer capaz de escuchar, de
hacerse preguntas y, al final, de decir que sí. En ella, la vieja “hija de
Sión” por fin tiene rostro y nombre: María, la llena de gracia, a quien
Dios se atreve a decir: «alégrate… el Señor
está contigo».
Una propuesta que desmonta la agenda de María
Después de ese
saludo que ya la ha puesto del revés, viene la propuesta, que no es
precisamente un pequeño reajuste vital: «Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús».
Traducido a lenguaje de hoy: “María, todos tus planes de vida —boda, casa,
proceso normal— acaban de ser radicalmente reconfigurados”. Antes de
comenzar la convivencia con José, va a ser madre. Humanamente, un lío
inmenso; socialmente, un problema serio; espiritualmente, un abismo de
confianza.
Y se suma otra
transgresión.
Y, por si fuera
poco, el ángel añade otra pequeña “provocación o transgresión” a la
tradición: «Tú le pondrás por nombre Jesús».
En la cultura
bíblica, el que pone el nombre es el padre, no la madre. Es el varón
quien “inscribe” al hijo en la línea familiar y le da lugar en la historia.
Aquí, sin embargo, el mandato va en femenino singular: «tú le pondrás por nombre Jesús». Desde la
primera página del Evangelio, se va acumulando una colección de pequeñas
transgresiones:
·
un
ángel que habla directamente con una mujer desposada,
·
que
entra en su casa,
·
que
le confía un anuncio único,
·
y
ahora, que le encarga a ella el nombre del Hijo.
Parece que el
cielo no consulta mucho el código patriarcal antes de actuar. Dios deja
claro que se fía de la libertad y de la responsabilidad de María.
El nombre de Jesús:
No “Dios vigila”, sino “Dios salva”
El nombre que el
ángel propone no es un adorno piadoso. «Jesús» —Ἰησοῦς (Iesoûs)— es la
forma griega del hebreo יֵשׁוּעַ (Yēšûaʿ), abreviatura de יְהוֹשֻׁעַ
(Yehôšuaʿ), que significa: «el Señor salva».
Durante siglos, el
nombre de Dios se respetaba tanto que ni se pronunciaba. Y ahora es Dios mismo
quien dice: “Cuando penséis en mí, cuando llaméis a mi Hijo, llamadme así: Dios-que-salva”.
No “Dios-que-espía”, ni “Dios-que-lleva-la-contabilidad-de-tus-errores”, ni
“Dios-que-te-complica-la-vida”, sino Dios-que-rescata, Dios que saca del
pozo, que cura, que levanta.
Mateo lo dirá sin
anestesia: «Le pondrás por nombre Jesús,
porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (cfr. Mt 1,21).
El nombre es casi
un resumen en una sola palabra: todo el proyecto de Dios cabe en ese verbo: salvar.
Y María tiene que acostumbrarse a la idea de que, en su vientre, se va a
encarnar precisamente eso: la misericordia en persona.
«Será grande, Hijo del Altísimo»:
La verdadera talla de Dios
El mensaje sigue
subiendo de tono: «Será grande, se llamará
Hijo del Altísimo». En la Escritura, “grande” en sentido pleno
es, ante todo, un atributo de Dios: «Grande es el Señor y digno de toda
alabanza…» (cfr. Sal 145,3); «pues el Señor vuestro Dios es el Dios de
los dioses y el Señor de los señores; el Dios grande, fuerte y temible que no hace
acepción de personas ni acepta sobornos» (cfr. Dt 10,17); «Cantaré a mi
Dios un cántico nuevo: Señor ¡qué grande y glorioso eres! ¡Qué admirable y
sublime tu fuerza!» (cfr. Jdt 16,13).
Decir que este
niño “será grande” no es desearle una buena carrera profesional, sino confesar
que en él se manifiesta la misma grandeza de Dios, porque es Hijo del
Altísimo. ὕψιστος
“El Altísimo”
—ὕψιστος (júpsistos), equivalente al hebreo עֶלְיוֹן (ʿElyón)—
es el título del Dios que está “en lo alto”, por encima de todo. Israel llevaba
siglos repitiendo que Dios es grande, excelso, inaccesible, “más que todos los
dioses”. Y de pronto, esa grandeza se nos presenta en pañales.
Ahí se ve el
estilo de Dios: Es tan grande que no necesita demostrarlo; es tan alto que no
tiene miedo de bajar; es tan fuerte que puede hacerse frágil.
Su verdadera talla
se revela cuando se hace pequeño. Si a nosotros nos entra vértigo bajando un
peldaño, imaginemos lo que supone para el Altísimo hacerse hijo de María… y,
sin embargo, ese es exactamente su modo de ser Dios.
Un trono recibido, no heredado,
y un Reino que no caduca
El ángel Gabriel añade:
«El Señor Dios le dará el trono de David, su
padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Atención al
detalle: «le dará». No dice
“heredará”, como si se tratara de una simple sucesión dinástica. Jesús no se
sienta en el trono por “derecho de sangre” según las leyes humanas, sino porque
el Padre se lo entrega. Toda su autoridad viene del don, no del poder
acumulado.
Esta afirmación
recoge la promesa hecha a David por el profeta Natán, cuando Dios le anuncia un
descendiente cuyo trono será estable para siempre (cfr. 2 Sm 7,12-16). Israel
soñó mucho tiempo con ese descendiente: un rey fuerte, capaz de restaurar la
gloria antigua, poner a raya a los enemigos y, en lenguaje contemporáneo,
“volver a hacer grande la nación”.
Y resulta que el
Mesías esperado se llama Jesús, nace en un establo y más tarde morirá en una
cruz. El Reino que trae no se parece en nada a lo que solemos entender por
“reinar”: no domina, sirve (cfr. Lc 22,25-27); no aplasta, se entrega; no
se protege detrás de muros, se expone en la fragilidad.
Todos los reinos
de la historia han tenido fecha de caducidad y han acabado en los libros de
historia. El Reino de Jesús, en cambio, sigue haciéndose presente cada vez que
alguien se deja amar por él y aprende a vivir como servidor. Desde fuera,
parece poca cosa; desde dentro, es el único Reino que no se derrumba.
Y en medio de todo
esto, seguimos viendo a María: una joven de Nazaret, turbada pero disponible,
escuchando cómo Dios le habla de grandeza, de trono y de un Hijo llamado “Dios
salva”… mientras su pequeño mundo se ha dado la vuelta. No es que Dios haya destrozado
sus planes; es que los ha agrandado tanto que ya no caben en la agenda
de una chica de pueblo. Caben, en cambio, en el corazón de una mujer que se
fía.
«Y María dijo al ángel: «¿Cómo
será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo
vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el
Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha
concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril,
“porque para Dios nada hay imposible”». María contestó: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró».
«¿Cómo será eso?»
La pregunta inteligente de la fe
Después de
escuchar todo lo que el ángel Gabriel le ha anunciado, María no se queda
paralizada ni firma a ciegas. Hace lo que haría cualquier persona seria cuando
Dios le propone algo que le cambia la vida entera: pregunta: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
María quiere saber cómo debe colaborar
en ese plan divino
Su reacción es
totalmente razonable. María quiere saber cómo debe colaborar ella en ese
plan de Dios, teniendo en cuenta que todavía no convive con José y que no
ha tenido relación con ningún hombre. No está cuestionando si Dios puede
hacerlo, sino cómo se va a realizar en su situación concreta.
Aquí conviene
recordar la diferencia con Zacarías. Él había dicho: «¿Cómo voy a conocer
esto? Porque yo soy viejo y mi mujer es de edad avanzada» (cfr. Lc 1,18).
La pregunta de Zacarías lleva dentro una objeción: en el fondo está diciendo “esto
no es posible”. María, en cambio, no dice: “¿Cómo es posible?”, sino “¿Cómo
será?”; no pone en duda la potencia de Dios, sino que busca entender su
propio papel en la historia que se le está confiando.
Si María hubiera
sido una niña “piadosa” al estilo más estrecho —de esas que confunden fe con
miedo—, quizá habría salido corriendo. La idea de que Dios tenga un Hijo y que
en ese misterio entre una mujer, tomada de manera literalista y sin matices,
podía sonar a blasfemia en un contexto judío. Y además no todo el que decía
venir del cielo era de fiar.
En la antigüedad se aburrían mucho
Ya en la
antigüedad circulaban historias extrañas: hay un escrito apócrifo que cuenta
cómo un falso ángel intentó confundir a José cuando se enteró de que María
estaba encinta; y en ciertas regiones (se decía en torno a Génova, por ejemplo)
había sinvergüenzas que se presentaban como “ángeles celestiales” para seducir
muchachas. A eso se sumaban las creencias, muy extendidas, sobre seres celestes
que se unían con mujeres hermosas, como los “hijos de Dios” de Gn 6, que
tomaron para sí a las hijas de los hombres (cfr. Gn 6,1-4).
Con este
trasfondo, la pregunta de María no es una falta de fe, sino un ejercicio de
discernimiento: quiere asegurarse de que lo que oye viene realmente de Dios
y entender cómo implicarse ella en esa llamada. Frente a la incredulidad de
Zacarías, María muestra una fe que piensa, una confianza que no renuncia
a la inteligencia.
La fe cristiana no
es apagar la cabeza, sino dejar que Dios entre también en nuestra manera de
razonar.
La respuesta del ángel:
Las dos imágenes
La respuesta del
ángel no es una explicación técnica, sino una catequesis bíblica en dos
imágenes que cualquier israelita reconocía: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios».
La respuesta del ángel:
Las dos imágenes
1.- Espíritu
Santo…
Primera imagen es el
Espíritu Santo. En el texto griego ni siquiera hay artículo. En griego lo
pone de este modo: «πνεῦμα ἅγιον ἐπελεύσεται ἐπὶ σέ»; que significa «Espíritu
Santo (con matiz de fuerza divina /realidad divina que actúa /
energía creadora) vendrá sobre / sobrevendrá / se acercará a ti y te
envolverá hacia / encima de / sobre ti». Un detalle muy importante es que en
griego no se emplea el artículo; no dice «τὸ πνεῦμα τὸ ἅγιον»; no se
presenta al Espíritu como un “sustituto masculino” en la generación; de
hecho, πνεῦμα (pnéuma) en griego es neutro y רוּחַ (rúaj) en
hebreo es femenino. Lo esencial es su función: es el aliento creador de Dios.
…que nos remite a los primeros versículos de
la Biblia…
Esta expresión nos
lleva a la primera página de la Biblia: «El espíritu de Dios se cernía sobre
la superficie de las aguas» (cfr. Gn 1,2); (ר֣וּחַ אֱלֹהִ֔ים)
esta expresión hebrea se traduce, de
manera directa y fiel, como «Espíritu de Dios»,
que desglosado es:
·
רוּחַ (rúaj): puede significar “viento”,
“aliento” o “espíritu”.
·
אֱלֹהִים (Elohim): “Dios”.
Lo que sucede es
que en castellano empleamos el artículo determinado masculino singular «el»
para decir ‘el Espíritu de Dios’; ese artículo lo añadimos nosotros, ya que no
figura en el texto original hebreo ni griego.
…al decirnos que en María se inaugura una
nueva creación.
Es la imagen de
una presencia que aletea sobre el caos y hace nacer la vida. Lucas está
diciendo, en clave cristiana: “María, en ti Dios está inaugurando una nueva
creación. La misma fuerza que puso en marcha el mundo va a obrar ahora en
tu seno.”
La respuesta del ángel:
Las dos imágenes
2.- La
sombra del Altísimo…
Segunda imagen es la
sombra del Altísimo: «la fuerza del
Altísimo te cubrirá con su sombra».
La “sombra” evoca
la nube de la presencia en el Éxodo: la columna de nube que guiaba al
pueblo (cfr. Ex 13,21-22); la nube que bajaba sobre el Sinaí cuando Dios
hablaba con Moisés (cfr. Ex 19,16-19); la nube que cubría la Tienda del
Encuentro cuando Moisés entraba a dialogar con el Señor (cfr. Ex 33,9;
40,34-35).
…María
es la nueva tienda del encuentro
En el mundo
bíblico, esa nube no es algo tétrico, sino el signo de que Dios está ahí,
presente y actuando. Cuando Lucas dice que la sombra del Altísimo cubrirá a
María, está proclamando que ella es la nueva Tienda del Encuentro, la nueva
Arca de la Alianza: en su seno habita la presencia misma de Dios.
Y aquí viene un
matiz importante: Lucas, con estas imágenes, se desmarca conscientemente de
los mitos paganos. En la literatura de la época era habitual hablar de
héroes nacidos de la unión entre un dios y una mujer (semidioses, medio hombres
medio divinos). No es eso lo que está diciendo Lucas. No habla de un
dios que “se aparea” con una mujer, sino del Dios vivo que, por su Espíritu, crea
algo radicalmente nuevo en el seno de María.
Dios no se
comporta como los “hijos de Dios” de Gn 6, ni como los dioses caprichosos de
los mitos. El suyo no es un gesto de dominio, sino de creación y de amor
gratuito.
«Será llamado Hijo de Dios»:
Una filiación nueva
El ángel Gabriel añade
un dato crucial sobre la identidad del niño: «por
eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios». No dice
simplemente “heredero de David”, aunque también se menciona el trono davídico
(cfr. Lc 1,32-33). Aquí se va más al fondo: su filiación primera no es la de
José ni la de la tradición de Israel, sino la de Dios mismo.
Se rompe con la cadena paterna
Se rompe, así, la
lógica de la “cadena paterna” entendida como única fuente de identidad. Jesús,
Hijo de María, es Hijo de Dios de un modo único. No necesita la
tradición de los padres para ser quien es; más bien, viene a renovar esa
tradición desde dentro. Él es el que trae el “vino nuevo” que no cabe en
los viejos odres (cfr. Lc 5,37-38).
En ese niño
brillará una vida completamente santa, una existencia enteramente entregada al
amor. Su santidad no será un brillo frío, sino la forma concreta que toma el
amor de Dios hecho carne.
El «he aquí» de una mujer libre…
y muy poco convencional
Ante este anuncio,
María responde con una de las frases más bellas de toda la Escritura: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra».
1.- Es
«la sierva» y no “la esclava”
El texto original
griego emplea las palabras «ἡ δούλη», que traducido es «la sierva»; no
dice “la esclava” sino «la sierva». En
ella se concentra y se entronca la vocación de Israel: el pueblo llamado a
ponerse al servicio del plan de Dios. En el Antiguo Testamento, el título de “siervo
del Señor” se reserva a figuras de enorme peso espiritual: Abrahán (cfr. Gn
26,24), Moisés (cfr. Hb 3,5), David (cfr. Sal 78,70), los profetas (cfr. Is
20,3; Jer 7,25).
2.- Ser
siervo del Señor es alguien elegido por Dios
para
un servicio a favor de su pueblo
Ser “siervo del
Señor” no es ser un empleado cualquiera, sino alguien elegido para un servicio
decisivo a favor del pueblo. María se presenta como “la sierva”, es
decir, la que asume en sí misma esa vocación de Israel, pero llevándola a su
plenitud.
3.- Lo que significa ser sierva del Señor.
¿Y qué significa
ser sierva del Señor? En concreto, reconocer solo a Dios como Señor. En
términos muy prácticos: ponerse a su disposición
sin someter la propia conciencia a otros señores, sean sociales, culturales o
familiares.
María
hace algo totalmente chocante
Y aquí viene la
parte escandalosa para la mentalidad de la época. En la cultura patriarcal de
Israel, la mujer no tomaba grandes decisiones por sí misma. El que tenía
potestad real para decidir era el padre o, después, el esposo. La mujer no se
“ofrecía” a nadie —ni siquiera a Dios— sin que antes un varón lo hubiera
aprobado. Pues bien, María dice: «He aquí la
sierva del Señor» sin pedir permiso al padre, sin consultar a
José, sin convocar reunión familiar. Para un israelita de mentalidad
tradicional, esto era realmente chocante: una mujer joven tomando una
decisión libre y definitiva sobre su vida… delante de Dios, y sin tutela
masculina.
El evangelista
está contando esta escena a conciencia, teniendo en mente modelos
anteriores como el anuncio del nacimiento de Sansón (cfr. Jue 13,3-7). Allí, el
ángel del Señor se aparece también a una mujer, pero esa mujer permanece anónima
—es simplemente “la mujer de Manoj”— y, en cuanto termina la visión,
corre a contárselo a su marido (cfr. Jue 13,6.10). Él es quien pregunta al
ángel, quien verifica y quien, en la práctica, toma las decisiones (cfr. Jue
13,11-12).
Lucas toma ese
patrón… y le da la vuelta:
·
Aquí
la mujer tiene nombre: María.
·
No
corre a pedir autorización al marido.
·
Es
ella quien dialoga, quien pregunta, quien discierne.
·
Es
ella quien pronuncia el «he aquí»
decisivo.
En un mundo donde
la palabra de una mujer no tenía casi peso jurídico, Dios decide que el “sí”
más importante de la historia lo pronuncie una mujer. Si alguien en esa
cultura pensaba que las decisiones femeninas no eran fiables, el Evangelio le
está diciendo, con toda calma: “Más te vale ir abrochándote el cinturón, porque
con Cristo todo va a ser transfigurado: relaciones, estructuras,
jerarquías… todo”.
Podríamos
resumirlo así: Zacarías pregunta dudando; María pregunta para entender. El
sacerdote pide una señal; la muchacha ofrece su vida.
En Zacarías se ve la fe que teme; en María, la fe que se fía…
sin dejar de pensar.





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