sábado, 26 de marzo de 2016

Homilía de la Vigilia Pascual 2016

VIGILIA PASCUAL 2016
            La fe cristiana es encontrar un TÚ que me sostiene y que, a pesar de mi imperfección, de mis pecados, de mi ser incompleto, le regala la promesa de un amor indestructible. Ese TÚ no solo me orienta hacia la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana ilumina el entendimiento para que descubramos que no sólo existe lo que vemos y tocamos, sino que también hay Alguien que me conoce y me ama, del que yo puedo confiarme a Él con la seguridad de un niño que ve en su madre la resolución de todos sus problemas.
            En el momento en que Cristo ha resucitado, todos aquellos que estamos unidos a él como el sarmiento a la vid, somos regados por la sabia de la resurrección. La fe en Cristo adquiere un protagonismo personal sin precedentes que se va concretando en numerosos cambios radicales.
            Tenemos que ser capaces de resistir a la incredulidad del mundo. No corren tiempos de grandes conversiones; son momentos de poco éxito pastoral. Todos conocemos a gente buena, noble, sincera, incapaz de hacer el mal a nadie pero que se sienten cada vez más lejos de la fe. Esta gente se aleja porque en los cristianos no ven ese algo diferente que nos ha venido a traer Cristo. Es verdad que hay mucha imperfección en nuestras personas. Sin embargo la dificultad no sólo radica principalmente en nuestros comportamientos éticos, sino que hay una atmósfera sociológica y cultural que hacen muy difícil la vivencia y expresión de la fe. Es necesario crear comunidades donde Cristo Resucitado, el Maestro, nos vaya mostrando su rostro, vaya calentando nuestros corazones, fortaleciendo nuestras voluntades y ofreciendo sabiduría a nuestro entendimiento. Comunidades que nos ayuden a soportar los zarpazos de la secularización reinante; que nos ayuden a soportar la indiferencia de la masa.
            Muchas veces el faraón se alzará con ira, preparará su carro de combate y reunirá a su ejército y sus carros y mejores capitanes correrán y nos perseguirán, pero el Señor no nos abandona. El Resucitado está con nosotros. Son muchas las personas que cuando ven a matrimonios que están abiertos a la vida y ya van teniendo muchos más hijos de la media nacional empiezan a razonarlo con criterios de comodidad y económicos, la hipoteca, un sólo salario que entra en esa casa, dar de comer, vestir, el colegio de todos ellos....es como si con esos juicios estuvieran acechando los caballos y caballeros del faraón para que desistamos del proyecto de Dios. Y tal y como lo hizo en el pasado, abrirá de nuevo el mar para que podamos pasar en medio del mar como tierra seca librándonos de todo mal para proseguir con la vocación dada por Dios. El Resucitado actuará para que ese proyecto llegue a bien fin, a pesar de todos los problemas, situaciones delicadas. Es Cristo el que nos abre el sendero, tal y como el mar fue partido en medio. Cristo siempre 'da el ciento por uno'.
            La experiencia del encuentro real con Cristo no nace de la nostalgia de haber convivido con una persona extraordinaria, ni tampoco de la reflexión sobre la nobleza del mensaje de esa persona. Es una experiencia que nace de la certeza de que Jesucristo está vivo por ellos, «los Doce», y algunos discípulos más, se han encontrado realmente con Él después de su cruel muerte. Y ese encuentro disipa su tristeza, su desconfianza y derrotismo. Es el encuentro que les trasforma.

            Cuando una muchacha recibe por vez primera del muchacho por quien se interesa la expresión «te quiero», no empieza a saltar ni a gritar; queda sobrecogida. Porque lo más profundo no nos hace brincar, sino sobrecogernos. Cuando a lo largo de nuestra vida Jesucristo nos va mostrando cómo se nos hace presente todo va cambiando. Algunos pueden decir que a cualquier cosa llamamos un encuentro con Cristo ya que de lo único de lo que se trata es de un conjunto de circunstancias o casualidades. Sin embargo el conjunto de circunstancias o casualidades no provocan el regreso de la alegría  y la esperanza. No provoca que el comportamiento de individual y de las comunidades cambien y que la gente se llegue a preguntar '¿qué está pasando aquí?', '¿de dónde sacan estas fuerzas?', '¿de dónde les viene este ánimo inasequible ante el desaliento?'. Las circunstancias o casualidades pueden pasar o no. Y moverse con las circunstancias no nos conducen a ningún puerto: es tanto como intentar sembrar una piedra en una tierra. No da nada. Sin embargo, si es una irrupción de Cristo en la vida personal, allá donde Cristo se encuentre generará manantiales de vida. Esa experiencia con el resucitado inunda todas las áreas del hombre y se convierte en una experiencia central y básica. No seremos personas perfectas, pero sí con la capacidad de creer en un futuro a pesar de las dificultades y esto gracias a que Cristo al resucitar nos dio un impulso donde antes sólo había vacío. 

jueves, 24 de marzo de 2016

Homilía del Jueves Santo, ciclo c, 24 de marzo de 2016

HOMILÍA DEL JUEVES SANTO, ciclo c                                        24 de marzo de 2016
            No creo que haya palabra más manoseada que 'amor'. De tal modo que se emplea la palabra 'amor' cuando en realidad no se desea decir en verdad lo que se está viviendo. Sin embargo los que estamos intentando seguir a Jesucristo contamos con un bagaje de lo que es el amor porque acercándonos a la Palabra se nos va revelando su sentido más noble, pleno y auténtico. Muchos que han sido bautizados no entienden cómo un libro que tienen en la estantería- llenito de polvo- puede llegar a ser una fuente de conocimiento extraordinario para que uno pueda vivir en la verdad. Para muchos es incomprensible cómo es posible que Jesucristo siga teniendo influencia en el vivir de tanta gente. A lo más opinan que es la Iglesia quien se saca de la chistera, por intereses propios o para controlar conciencias, las cosas que los demás deben aceptar y asumir dócilmente. Como si fuera una mega superestructura de control que doblega las voluntades de las personas terminándolas de domesticar. Es entonces cuando se llega a concebir a la Iglesia como un mal a evitar o un enemigo al que hay que combatir.
            Hay personas que argumentan que lo importante no es '¡r a misa', sino el 'ser buenas personas'. A lo que yo les suelo responder que 'el ser buenas personas' no me va a salvar. Que quien me salva de la muerte es la fe en Cristo y a éste le encontramos en la Iglesia. A lo que estas personas, como con el afán de quedarse siempre con la última palabra ya contraatacan diciendo 'que los curas no sabemos atraer a las personas a la iglesia, y por eso se van'. A lo que yo suelo responder que la Iglesia no es un centro para entretener al personal. Que a lo que estamos es a anunciar a una persona, que se llama Jesucristo y es Jesucristo el que nos urge a la conversión. La dificultad no radica en que los curas atraigan o no atraigan, sino en el deseo auténtico de ser de Cristo y de manifestarlo en pasos decididos de conversión hacia su divina persona.
            A modo de ejemplo: la Iglesia es ese barco que en medio de la noche es ayudado por el faro para que sortee los arrecifes. Ese faro es la Palabra que nos ayuda a discernir y a la vez nos infunde la gracia necesaria para tomar decisiones con lucidez siendo fieles a la vocación que Dios nos ha encomendado. Si nos dejamos orientar por otros faros –llámese Internet, televisión, conversaciones inapropiadas, entre otros-, nos irán guiando por senderos alejados del Señor y nos van generando una especie de sedimentación ideológica, que primero aturde y luego convence, que nos aleja del ideal de santidad. Además es que resulta que lo prohibido es muy seductor y ‘digno de ser apetecido’ pero que enfría notablemente la frágil vida espiritual.
A nadie se le puede obligar a que ame. Sin embargo la calidad de la persona reside en el amor. El grado de exigencia en el amor es el que marca realmente la diferencia. Y ese grado de exigencia en el amor va de la mano con el hecho de morir a uno mismo.
Hace pocos días estaba llevando la Sagrada Comunión a los enfermos en el hospital. Entré en la habitación de un hermano trapense, él ya mayor y con serias dificultades de movimiento, con muchos achaques por su enfermedad. Siempre que he ido a visitarlo siempre estaba acompañado y asistido por los hermanos de su comunidad de la Trapa. La última vez que fui a llevarle la Sagrada Comunión estaban dos trapenses. Uno de ellos estaba vestido con el crériman, de tal modo que se identificaba claramente como presbítero católico. Este presbítero hablaba al enfermo con cariño, preocupándose por él, dándole conversación para que se sintiera como en casa. Es más, cuando llegué estaba dándole la merienda y limpiándole con la servilleta. Cuando le estaba entregando al Señor al enfermo reparé que ese presbítero tenía en la mano el anillo del Abad. Me alegré y di gracias a Dios por eso. Era el Abad de la Trapa quien estaba tratando con tanto amor a ese hermano de su comunidad. Es entonces cuando me vino a aquellas palabras del Señor: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27b).
            Nuestro Dios nos ama. Hoy es el día del amor fraterno. Cuando sabemos que Dios nos ama es entonces cuando somos unas criaturas fuertes, seguras de nosotros mismos, alegres y llenos de vida porque «el Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob».(Sal 45, 4b). Pues eso es lo que quiere hacer con nosotros la Palabra de Dios; quiere devolvernos esa seguridad: La soledad del hombre en el mundo sólo se vence con la fe en el amor de Dios Padre. A modo de ejemplo: No me acuerdo dónde leí que un día un acróbata realizó un ejercicio. Se asomó al vacío desde el último piso de un rascacielos, apoyándose únicamente en la punta de sus pies y teniendo en brazos a su hijo. Cuando bajaron, alguien preguntó al niño sino había sentido miedo al estar en el vacío a aquella altura, y el niño, extrañado de la pregunta, contestó: "No, estaba en brazos de papá".

            Hoy Jesucristo nos regala tres cosas, el mandamiento del amor, la institución del sacramento del Orden Sacerdotal y el sacramento de la Eucaristía. Dios nos da infinidad de muestras de su amor. Nos escribe estas palabras tan bellas el Apóstol San Pablo: «¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?» (Rm 8, 35). A los que somos fieles nos van a perseguir, a calumniar, a atarcar....a lo que nosotros, ya en un clima de confianza con San Pablo le decimos: "No tengo miedo, estoy en los brazos de papá". 

sábado, 19 de marzo de 2016

Homilía del Domingo de Ramos, ciclo C, año 2016

DOMINGO DE RAMOS, ciclo C, año 2016
            Resulta altamente desconcertante cómo los ciudadanos y visitantes de Jerusalén, en un mismo día aclamen con palmas la entrada triunfal de Jesucristo montado en un pollino en la ciudad y después griten «¡crucifíquelo! ¡crucifícalo!». No es difícil darse cuenta de cómo aquel pueblo fue parcial en sus criterios y voluble en sus sentimientos, a la vista de lo sucedido en Jerusalén. Y que ese pueblo somos nosotros que, incluso en un día, podemos sacar lo mejor y lo peor de cada cual.
            Es necesario saber y reconocer que el mesianismo de Jesús pasa por la humildad, por el sufrimiento y sometido a la arbitrariedad de los juicios humanos, y además víctima de una sentencia injusta. A todas luces parece que el Maligno ha conseguido su cometido: aplastar con el zapato, como si fuera una hormiga, al mismo Cristo. El Demonio se diría: no he conseguido doblegar su voluntad durante toda su vida, por lo tanto, para quedarme con la mía, voy a manejar todos los hilos posibles para que pueda matarle. El Demonio se decía: como no he podido conseguirle para mi causa pues le mato y le quito del medio. Pero lo que el Demonio no sabía, y además ni contaba con ello, es que el supremo sacrificio de Cristo al entregar su vida en la cruz por amor suponía una victoria plena sobre el mal. El pecado debilita a la naturaleza humana y el hombre estaba bajo el yugo del pecado, pero al resucitar Cristo, aquellos que son de Cristo y permiten que Cristo reine en sus vidas, se pueden quitar mencionado yugo. Jesucristo en la cruz no desconfío del Padre sino que, tal y como nos dice San Pedro, «cuando era insultado, no respondía con insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con rectitud» (1 P 2,23). El Demonio estaba deseando que Jesús en la cruz empezase a maldecir y a condenar a todo el mundo. Aunque 'lo que se hubiera llevado la palma' hubiera sido que Él se hubiera bajado de la cruz tal y como le tentaba los sumos sacerdotes y los escribas: «¡Eh, tú!, que destruyes el Santuario y lo levantas en tres días, ¡sálvate a tí mismo bajando de la cruz!» (Mc 15,29b-30). Sin embargo la respuesta ante estas gravísimas tentaciones era guardar silencio y perdonar por los que le estaban crucificando. El poder del Demonio sólo se limita al ámbito terrestre, durante la vida terrenal. Pretendía que Jesús, ante los latigazos, ante la cruel tortura sufrida dijera una palabra que denotara desconfianza en su Padre Dios y que renegara de la voluntad divina. Mas con esa actitud callada, confiando en la misericordia del Padre, sabiendo que el Padre Dios no le iba a abandonar no cedió ante las pretensiones del Maligno y murió. En ese momento el tiempo designado para que Satanás actuara se le acabó. Aparentemente la victoria era de Satanás, ya que el hijo del Altísimo que tanto le estaba incordiando 'ya estaba fuera de juego'. Es como si Satanás hubiera colocado una mega cúpula de fuerzas malignas y de perdición donde todos estuviésemos presos, capturados. Pero el amor, en sí mismo no se puede contener. Al amor no se le puede callar, ya que lleva en sí una potencia desbordante. Y aquel que entrega su vida por amor deja en los corazones de todos aquellos que le conocían un recuerdo imborrable. Cristo al ser resucitado por el Padre Dios y su Espíritu Santo generó una potencia infinita de vida capaz de hacer un magnífico socavón a esa mega cúpula de fuerzas malignas ofertando a toda la humanidad un modo de salir de esa situación de perdición simplemente fiándose de Jesucristo. A partir de ahora es posible la reconciliación con la esposa, con el esposo. A partir de ahora nadie está condicionado o condenado por un pecado cometido en el pasado, aunque este sea muy serio y grave. Si seguimos las huellas de Cristo, si nos fiamos totalmente de su palabra, si no nos dejamos engañar por las asechanzas del demonio, si ponemos nuestra vida en aquel 'que sabemos que nos ama', Dios Padre nos recompensará. Dios siempre ha querido darnos esa recompensa que es la Vida Eterna, pero no nos la podía entregar porque previamente había que hacer ese agujero . Como mencionado agujero en la cúpula fue realizado 'con ese amor hasta el extremo' de Jesús, todos aquellos que quieran salvarse, ahora sí lo pueden hacer. Recordemos que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, allí queda, él solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12, 24).

            Cristo no se guardó la vida para sí, sino que se sacrificó en el madero de la cruz y todo lo hizo para que aquellos que quieran salvarse lo puedan hacer realidad.

sábado, 12 de marzo de 2016

Homilía del Domingo V de Cuaresma, ciclo c

DOMINGO V DE CUARESMA, Ciclo C
            Las primeras Comunidades Cristianas eran comunidades con muchos defectos. Encontramos en ella la envidia, las riñas, la ambición, la sexualidad descontrolada de algunos de sus miembros, etc. Son Comunidades que a pesar de sus defectos y de sus pecados tienen un talante, un estilo, un ánimo vital. Tienen una experiencia tan viva y tan fuerte de Cristo que se convierten en alternativas. Saben cuáles son sus problemas, sus pecados, su realdad concreta y tienen presentes todas las limitaciones. Sin embargo tienen capacidad de creer en el futuro a pesar de las dificultades, con ese impulso motor de creer, de fiarse, de ponerse en las manos del Resucitado.
            Las primeras Comunidades Cristianas conocían los textos sagrados del Antiguo Testamento y tenían conocimiento de cómo los capataces del faraón azotaban a los israelitas con látigos para que fabricasen ladrillos mezclados con paja, amargando así su vida. Parecía que todo estaba perdido porque el poderoso aplastaba al pobre, condenándole a la desesperación y a aceptar su situación sin visos de mejorarla. Los días trascurren, la rutina se hace patente y todo sigue igual con las altas dosis de amargura, de tristeza, de desaliento, como víctimas que sufren constantemente sin posibilidad de remontar el vuelo. Y en medio de este enorme valle de lágrimas, donde todo estaba perdido y cualquier intento de resistencia era inútil, en medio de este trágico panorama irrumpe la luz: DIOS INTERVIENE. A partir de ese instante hay un antes y un después. La dura esclavitud, los trabajos extenuantes, aquellos ladrillos con paja, aquella opresión ya iban a pasar a la historia. Y de hecho, pasaron. Antes no existía la alternativa, era sólo hacer ladrillos con paja con el miedo de los crueles latigazos. Ahora sí hay alternativa.
            En el Evangelio nos encontramos con una escena de bullicio y de tumulto. Unos exaltados maestros de la ley y fariseos traen de muy malos modos a una mujer adúltera ante Jesús. Nadie se pregunta qué trágicos y dolorosos sucesos ha tenido que padecer esta persona para arrastrarla a ese adulterio. ¿Nadie se ha preguntado que tal vez esté sufriendo una terrible injusticia por haber  sido repudiada por su esposo y ya no tuviera ni qué comer ni dónde refugiarse? ¿Nadie se ha preguntado que tal vez ese sea su particular fango de barro donde la han condenado a estar metida mezclando la paja para elaborar esos ladrillos? Esa mujer lo tenía todo perdido y más aún cuando ha sido sorprendida cometiendo adulterio. Cualquier intento de resistencia por parte de esta mujer era inútil. Ella sabía lo que 'la tocaba', es más, seguramente conocía a otras mujeres que habían ajusticiadas a pedradas. Ya no hay esperanza: sólo esperar la muerte que iba a llegar de modo inminente. Sin embargo, en medio de esta trágica situación irrumpe e  interviene CRISTO: «Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra». Cristo ejerce su poder para sacar a esta hija de Israel del medio del fago donde estaba metida y del que no podía salir. Nos cuenta la Sagrada Escritura que «al oír esto se marcharon uno tras otro, comenzando por los más viejos, y dejaron sólo a Jesús con la mujer, que continuaba allí delante de él». La mujer podía haberse ido, sin embargo estaba sobrecogida esperando ser digna de recibir una segunda oportunidad. Ella con su mirada, temblándola las piernas de miedo, sintiéndose 'basura' y despreciada por aquellos exaltados, sabiéndose pecadora y doliéndola por comportarse como una adúltera, recibe la mejor noticia de las posibles: «Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar». Cristo ha intervenido y ahora sí existe alternativa para esta mujer.

            El comportamiento individual y comunitario de nuestras Comunidades esta llamado urgentemente a ser distinto al resto del mundo. Estamos llamados a ser Comunidades de contraste. Con un estilo alternativo, diferente. Un estilo que produzca interrogantes, que suscite preguntas. ¿Por qué este talante positivo? ¿Qué nos hace vivir de esta manera las frustraciones? ¿De dónde nos viene este animo ante el desaliento reinante? Yo os voy a decir de dónde: De Cristo. 

domingo, 6 de marzo de 2016

Homilía del Cuarto Domingo de Cuaresma, ciclo c

DOMINGO CUARTO DE CUARESMA ciclo C                               6 de marzo 2016

            El Señor habla a Josué, y su palabra es como la lluvia que empapa la tierra y hace germinar la semilla. En el libro del Génesis nos cuenta cómo Dios dijo ‘hágase el cielo, la tierra, los continentes, el sol, las estrellas, los animales....’ y todo fue creado con su Palabra. Pues ahora el Señor habla a Josué y lo hace para crear algo nuevo: un pueblo en una tierra que sea luz para los demás pueblos. El Señor ha creado unos campos pensando en ellos; el Señor ha creado unos manantiales pensando en ellos; el Señor ha creado unos animales pensando en ellos. Hasta este momento ha sido el Señor quien les ha estado socorriendo con el maná, es ahora cuando empiezan a comer de los frutos de la tierra dada por el Señor. El Señor no solamente les ha dado el maná, sino también una Ley que les hace sabios ante los demás pueblos. Una Ley que les proporciona entendimiento y discernimiento ante las demás naciones. Luego el Señor no solamente se ha procurado el cuidado en lo corporal, sino también en lo espiritual. Y además les ha concedido la libertad; ya no son esclavos de los egipcios. Ya no son esclavos del pecado porque han aceptado la soberanía de Dios en sus vidas. Ahora son libres y gozan de esa libertad. Nos cuentan numerosos textos del Evangelio que los demonios conocían perfectamente quien era Jesucristo. Estas criaturas satánicas declaraban que Jesús era el hijo de Dios, el hijo del Altísimo, pero nunca le reconocieron como ‘el Señor’, como ‘el Kyrios’. Ellos jamás han dicho que ‘Jesucristo es el Señor’, porque de declararlo estarán aceptando su señorío sobre ellos y dejarían de ser ‘ángeles de las tinieblas’ para convertirse en ‘ángeles de la luz’.
            Nos dice San Pablo en la segunda epístola a los Corintios: «El que es de Cristo es una criatura nueva». El que acepta el señorío de Cristo es su vida es una nueva criatura. Es ahora cuando se hace más urgente el hacer caso a las palabras de San Pedro: «Sed sobrios, estad alerta, que vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar; resistidle firmes en la fe». Y es lógico, que el demonio quiere conquistar lo que aún no tiene conquistado.
El pueblo de Israel será libre en la medida en que reconozcan el señorío de Dios en sus vidas siendo Dios el Alfa y la Omega de su vida, la razón de su alegría y el fundamento de su existencia. La primera lectura nos ayuda a entender cómo Dios va cuidando con solicitud a su pueblo. Es más, el Salmo lo expresa con estas palabras: «Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias». El problema está cuando –fruto de nuestra impaciencia- queremos ser atendidos por Dios aquí y ahora. Y como no obtenemos lo pedido con la rapidez que exigimos entra en escena Satanás para inyectarnos su veneno diciéndonos: Mira, ¿ves como Dios no te hace caso? ¿Ves como Dios pasa de ti? ¿Te das cuenta cómo lo que tu esperas no va a llegar porque Dios te lo está privando? Y nos dejamos envenenar por el príncipe de la mentira y volvemos a fabricar aquel becerro de oro que el pueblo elaboró fruto de su extravío y de la tardanza de Moisés cuando estaba en la montaña. Recordemos que cuarenta años estuvo el pueblo de Israel por el desierto y durante todo este tiempo, muchos de ellos se estuvieron dedicando en criticar, ‘despellejar’, murmurar contra Moisés y contra Dios. Pero ¿acaso el pueblo murió en el desierto sin llegar a la tierra prometida? ¿Acaso el pueblo no consiguió ver y disfrutar de la promesa hecha a Abrahán? ¿Acaso el pueblo falleció fruto del desaliento, del abandono, de la desesperación, del hambre y de la sed? ¿Acaso el pueblo de Israel se extinguió formando parte únicamente del recuerdo de las mentes más preclaras?  Pues resulta que en la lectura de hoy nos cuentan que «los hijos de  Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán». O sea, que Dios permaneció a su lado y por eso ellos sobrevivieron.
Nosotros somos esos idólatras que hemos fabricado nuestro particular ‘becerro de oro’ poniendo nuestro corazón en otras cosas que no son Dios. Nosotros hemos formado parte de ese elenco de personas que nos hemos dedicado a murmurar contra Dios y contra Moisés porque las cosas no estaban saliendo como nosotros deseábamos. Nosotros somos ese hijo desagradecido que «juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y derrochó allí su fortuna viviendo perdidamente». Esos somos cada uno de nosotros. Y eso ¿por qué? Porque muchas veces echamos la gracia de Dios en saco roto, y porque aunque Cristo nos ha traído el hombre nuevo nosotros seguimos moviéndonos con los criterios del hombre viejo.

            Sin embargo, si hacemos caso a San Pablo y nos reconciliamos con Dios, las heridas ocasionadas por nuestros pecados empezarán a ser sanadas. Y son sanadas porque Dios nos ama con misericordia. Con un amor que abraza incondicionalmente nuestra pobreza y que nos dice que no estamos determinados por el error cometido. Cristo nos devuelve la dignidad perdida y nos anima cada día a emprender de nuevo el camino.