sábado, 5 de diciembre de 2020

Homilía del Segundo Domingo de Adviento, ciclo B

 Homilía del Domingo II del Tiempo de Adviento, ciclo B

            Isaías 40, 1-5. 9-11

            Sal 84, 9ab 10. 11-12. 13-14

R/. «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación»

            Segunda carta del apóstol san Pedro 3, 8-14

            San Marcos 1, 1-8

 

En el Evangelio de hoy hay un protagonista especial: Juan Bautista, al que se le llama «el precursor». ¿Qué significa y qué representa esta figura del precursor? Algo importante debe de ser porque el comienzo del evangelio de San Marcos se inicia con una cita que dice: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino». Esto de preparar el camino es muy importante porque la indiferencia del hombre ante Dios había sido combatida por la paciencia y por el celo de Yahvé que a lo largo de siglos y siglos ha preparado el momento de la encarnación, el momento de la llegada de Jesús. Y a pesar de eso, uno de los momentos más dramáticos de la Escritura es cuando en el prólogo del evangelio de San Juan se dice «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron». Aunque es cierto que hubo un resto de Israel que sí le recibió.

Pero hay que preguntarse: ¿cómo es posible que, habiendo habido una preparación tan larga, tan intensa, con tantos profetas anunciando y esperando la llegada de ese Mesías fuera finalmente un pequeño resto de Israel el que esperase su llegada? Tal vez la llave está en que confundimos entre «Desear» y «Esperar». Porque una cosa es desear la salvación y otra cosa es esperarla. El que «desea», sueña con que llegue; pero el que «espera», prepara la llegada, discierne, desbroza el camino, hace acopio de fuerzas para afrontar lo que está por llegar. Es muy distinto desear y esperar.

Es más, en la primera de las lecturas de hoy, el profeta Isaías señala diciendo: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale»; esto es «Preparar», no solo desear.

Juan el Bautista, esta figura ascética que vive en el desierto, y que se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre, este no sólo desea, sino que también espera. La austeridad es signo de esperanza. El que se despoja de comodidades es porque se está desprendiendo de un lastre en la esperanza de la llegada de algo mejor.

A Jesús no sólo hay que desearle, hay que esperarle, lo cual se traduce en una actitud de conversión. Al igual que Dios le preparó una digna morada en la Inmaculada Concepción, también nosotros estamos llamados a prepararle una digna morada en un corazón con deseos sincero de conversión para preparar su llegada.

Ahora bien, «este esperar» no se reduce sólo a una dimensión ascética, penitencial, moral, de trabajar para preparar esa llegada; sino que esa esperanza tiene una dimensión teologal. Es decir, esperar en la llegada de Dios porque creemos en su bondad, que Dios no nos va a dejar solos, Dios es vuelca con aquel que está desvalido. Dios es amor y el amor es comunicativo, y el amor no soporta el silencio con los brazos cruzados viendo cómo la persona amada sufre. Hay que tener fe en el amor de Dios para esperar su llegada.

La figura de Juan el Bautismo es una llamada para que revisemos cómo estamos preparando la Navidad. Porque hay que reconocer que el consumismo de nuestra sociedad nos ha comido el adviento. El adviento popularmente ha dejado de existir. La Navidad es pervertida hacia el consumismo y el adviento desaparece. Es un modo de cuestionarnos de cómo yo y tú preparamos esa llegada del Señor. Que no vuelva a ocurrir ese drama de que «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron». Es que si no hay preparación esto puede volver a ocurrir. ¿Nosotros estamos realmente esperándole o únicamente deseándolo? ¿Tenemos hambre y sed de Dios? ¿Realmente me adelanto a la aurora pidiendo auxilio al Señor? ¿Realmente me escuece cuando me olvido de Él? ¿Soy consciente de las heridas generadas en mi vida por haberme olvidado de Él?

sábado, 14 de noviembre de 2020

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, ciclo A 15 de noviembre 2020

 Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, ciclo a

15/11/2020

[Mt 25, 14-30]

 

                Acaba de ser proclamado el evangelio de los talentos, y quizá la primera afirmación que se podría hacer es que en el designio de Dios no hay pobres. Les hay quien tiene cinco talentos, quienes tienen dos y quienes tienen un talento. Pero en el designio de Dios cada uno hemos tenido los suficientes talentos para ser felices y para aportar desde nuestros talentos al bien común de la sociedad. Para que nadie se sienta inferior a nadie, porque Dios hace las cosas bien hechas; ya que cada uno es como es y es único e irrepetible a los ojos de Dios.

                Pero es verdad, como decía la Madre Teresa de Calcuta que ‘la más terrible pobreza es la soledad y el no ser amado’. Por eso la pobreza se genera no porque uno tenga cinco talentos y el otro uno, sino que la pobreza nace por nuestra soledad, por habernos desligado de ese proyecto por el que Dios no nos ha querido autosuficientes de cada uno, sino que en ese proyecto de Dios nos ha querido interdependientes. En el designio de Dios los talentos se comparten y se ponen los unos al servicio de los otros, no se entierran, se producen al servicio de los demás.

                En el designio de Dios no existían los pobres; sin embargo, en el designio de Dios sí que existe la fragilidad. Unos son más frágiles que otros, pobres no, frágiles sí en el designio de Dios. Y la salud de una sociedad se puede medir perfectamente por cuáles son sus reacciones, cuáles son sus comportamientos ante la fragilidad. Es importante caer en la cuenta de cómo es el comportamiento de la sociedad ante la fragilidad y cómo es mi reacción ante la fragilidad que me rodea.

                Ya hace algo de tiempo, tal vez alguno de vosotros lo escuchasteis en algún medio de comunicación, un hombre con el síndrome de Down  estadounidense llamado Frank Sephens compareció ante una de las mesas de trabajo del Congreso de los Estados Unidos donde dio su testimonio. Fueron siete minutos de oro en el que él dio testimonio desde su fragilidad como personas con síndrome de Down ante el mundo. Porque en muchos lugares del mundo han dejado de existir, así como hay muchos que conciben que hay que acabar con la pobreza del mundo haciendo que los pobres no nazcan, pues desde esta situación de fragilidad hablaba este joven, sabiendo que cada vez tenía menos compañeros con síndrome de Down en este mundo. Y en este testimonio dijo una palabra importantísima. Él dijo: «Somos como el canario en la mina de carbón». Antiguamente se bajaba a las minas con un canario para poder detectar cuando había un escape de gas peligroso inflamable era bajar a la mina un canario metido en una jaula. De manera que cuando ese canario se comenzaba a marearse o se caía había que salir corriendo porque se estaba fraguando una explosión. Y ese canario era indicativo de lo que iba a ocurrir ahí. Pues este joven, ante el congreso de los Estados Unidos dijo esto: «Somos el canario en la mina de carbón». Es decir, si la fragilidad no es cuidada, si la fragilidad no es valorada, no es estimada, si la fragilidad cae, salgamos todos corriendo que los valores de esta sociedad están en una situación de colapso total.

                En la manera en que cuidamos de la fragilidad es un autorretrato, nos autorretratamos en el modo de posicionarnos ante la fragilidad. Y no solamente de la fragilidad tenemos un autorretrato, sino que también de la fragilidad nos enriquecemos. Necesitamos todos tener amistad con los pobres, porque los pobres nos evangelizan. Hay una cosa muy ilustrativa: en el Evangelio, en las dos versiones que hay de las bienaventuranzas -san Mateo y San Lucas-, en una se dice «bienaventurados los pobres de espíritu» y en otra se dice «bienaventurados los pobres». ¿En qué quedamos? ¿en los pobres de espíritu o en los pobres?, en las dos cosas, porque una se ilumina a la otra. Un cristiano está llamado a ser ‘un pobre de espíritu’, es decir a tener a Dios como tesoro en su vida. Un pobre de espíritu, un pobre de Yahvé, un cristiano es aquel que tiene a Dios como tesoro. Pero necesitamos tener amistad con los pobres para que te enseñen a rezar el Padre Nuestro. Es cierto que el Padre Nuestro lo hemos aprendido de pequeños, pero es para que cuando reces ‘dame el pan de cada día’, lo hagas con la plena conciencia de que Dios es tu tesoro, de que Dios es tu sustento y de que dependes totalmente de Él. Que no dependes de tus falsas seguridades; no dependes de tu cuenta corriente. Un pobre es alguien que te enseñe a rezar el Padre Nuestro, porque pobre de espíritu no se puede ser sin aprender de los pobres. No podemos apoyarnos falsamente en nuestras seguridades, no podemos auto-engañarnos por esa falsa seguridad del que se suele desprender del sentirnos seguros por tener una nómina, una pensión, unas tierras, unos pisos o una nutrida cuenta de ahorros.

                Dejémonos enseñar de cómo Dios es nuestro sustento último en el que se cimienta nuestra felicidad. La parábola de los talentos nos está recordando que hemos sido llamados no sólo a no hacer el mal, sino hacer el bien. El Señor nos ha redimido para que no enterremos los talentos, para que hagamos el bien, para que no hagamos pecados de omisión; sino que hagamos todo el bien que podamos hacer en esta vida.

domingo, 8 de noviembre de 2020

Homilía del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo a

 Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo a

08/11/2020

[Mt 25, 1-13]

                La parábola que acaba de ser proclamada, la de las cinco vírgenes sensatas y de las cinco necias nos habla de esa vocación para prepararnos a la vida Eterna. Esta parábola subraya, no tanto la perspectiva moral –de que seremos preguntados si nuestras obras han sido buenas o han sido malas-, sino lo que subraya es la importancia de la esperanza. Cinco de ellas mantuvieron su esperanza y las otras se durmieron sin esperar la llegada del esposo.

                El evangelio de hoy nos habla de ese encuentro último con Dios, no tanto desde la perspectiva de las obras buenas o malas, sino desde la perspectiva de la esperanza. Lo peor que le puede pasar a un cristiano es que no espere en Dios, que deje de esperar. El cielo es para aquellos que buscan a Dios con un corazón sincero, los que mantienen la lámpara encendida, los que no se ajustan a este mundo, los que mantienen la esperanza del encuentro definitivo con Dios. Ese riesgo de que quedarnos dormidos, es una referencia al riego que tenemos de perder la perspectiva de nuestra vocación a la transcendencia. El hombre tiene una vocación trascendente y lo peor que le puede pasar es perder ese instituto de transcendencia. A modo de ejemplo: imaginaros un perro de caza, de esos perros que tienen muy desarrollado su instinto y que tienen esas habilidades para la caza; pues si a ese perro le maleducamos en una vida cómoda, dándole de comer en exceso, sin en vez de sacarle a pasear por el monte le quedamos en casa, si le vamos aburguesando va perdiendo, poco a poco su instinto cazador y llegará un momento que cuando el perro vea a una presa no haga nada porque no es consciente de saber ante quien está. Algo así le pasa al hombre que por no esperar en Dios va perdiendo su vocación a la trascendencia, su vocación a la vida eterna. Y eso es lo peor que nos puede pasar. Somos peregrinos y lo propio de un peregrino es el que no se asiente, que no se apegue a este mundo; que viva en este mundo sin ser de este mundo.

                Hay un texto del siglo II que la es “la carta a Diogneto” donde se nos escribe cómo eran los cristianos, cómo llamaban la atención de los cristianos en medio del imperio romano. Porque venían a los cristianos igual que al resto de los ciudadanos romanos, pero se les veía algo distinto: vivían en el mundo pero tenían un estilo distinto de vida. Dice la carta: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres

                Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho».

                Es decir, que les llamaba la atención que vivían como ciudadanos, pero su talente de vida era distinto. Sigue diciendo la carta: «Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad».

                De los cristianos se podía percibir ese estar en el mundo, pero sin ser del mundo. Esto es lo que el evangelio de este domingo quiere subrayar con esa imagen de las vírgenes que tienen las lámparas encendidas y están esperando la llegada del esposo. La imagen evangélica dice que hay que alimentar la lámpara con el aceite para que no se apague. Hay que cuidar esa vocación a la trascendencia, hay que seguir echando en esa lámpara el aceite de lo trascendente, de afrontar la vida con la esperanza en Dios para que no se apague; cuidar esa lámpara supone alimentarla con la Eucaristía; supone alimentarla con la oración. ¿Cómo alimento yo esa lámpara de la esperanza en Dios? La Iglesia no tiene otra razón de ser que ofrecer de ese aceite para que esa lámpara no se apague. Hoy día de la Iglesia diocesana nos recuerda que la razón de ser de la diócesis es la de ofrecer de ese aceite para que esa lámpara de lo trascendente en el Dios de Jesucristo no se apague, para que se mantenga encendida esperando la llegada de Jesucristo.

sábado, 24 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, ciclo A

Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

25 de octubre de 2020

Ex 22, 20-26; Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab; 1 Tes 1, 5c-10; Mt 22, 34-40

             Hoy en el Evangelio se nos pregunta una cuestión clave: «¿Cuál es el mandamiento principal de la ley?». Es decir, que a Jesús se le pregunta por lo importante, se le pregunta por lo principal: ¿qué es lo principal? Es clave saber qué cosa es lo principal para poder vertebrar todas las demás cosas en torno a eso.

            Uno de los grandes males de nuestro tiempo es la dispersión: Hacer muchas cosas, y muchas de ellas buenas, pero sin el hilo conductor entre ellas, sin el necesario equilibrio entre ellas. Y eso nos lleva a contradicciones: cuando la vida no está interiormente unificada no es coherente y no suele ser gozosa. Por eso es clave saber qué es aquello por el cual todo se vertebra, todo se unifica.

            Un ejemplo para intentar iluminar este evangelio. Todos conocemos lo que pasó con el Titanic, pues en el siglo XVII también ocurrió una historia semejante que ocurrió el 10 de agosto de 1628. Se produjo en esa fecha la botadura en Estocolmo del que era el mayor navío militar de aquel momento, era imponente por su tamaño, por su lujo, por su potencia de fuego. El nombre de aquel barco era el ‘Vasa’. El buque estaba armado con 64 cañones de bronce colocados en tres puentes: la superior, batería alta y batería baja. El Vasa desplazaba más de 1200 toneladas. La superficie bélica era de 1150 m² y tenía un peso total de unas 80 toneladas. Se calcula la dotación del Vasa en ciento treinta marineros y trescientos soldados. Y estaba allí presente todo el cuerpo diplomático, el rey de Suecia siendo testigos de la inauguración de este potente navío militar. Y ante los ojos atónitos de todos los presentes, en su primera singladura una fuerte ráfaga de viento azotó al ‘Vasa’ y el buque volcó al llevar demasiada carga que no estaba bien estibada y que se desplazó al otro lado del buque, lo que agravó la zozobra del mismo. Y se hundió. ¿Qué había pasado? Pues que en la construcción del barco había habido una desconexión peligrosísima entre los distintos gremios, entre los escultores –a los cuales les interesaba que los adornos del barco fueran perfectos y muy bellos., los fundidores de los cañones –les interesaba solo la potencia de fuego-, por otra parte, los diseñadores de los mástiles y de las velas habían hecho su trabajo –porque les interesaba que el barco fuera rápido y veloz-. Pero para construir ese barco habían contratado de su casa lo mejor, pero sin capacidad de conjugarse entre ellos, sin capacidad de coordinarse entre sí, sin la docilidad necesaria para seguir la directriz de un ingeniero naval que les coordinase a todos ellos; por lo que toda la tarea realizada estaba descompensada. Cada uno hacía un gran trabajo, pero no había un hilo conductor y el resultado fue catastrófico.

            Así es nuestra vida, el único principio digno y capaz de unificar todo lo que hacemos es ese «shemá Israel» que se proclama al pueblo judío: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4-5). El amor a Dios es lo que hace capaz de integrar todas las cosas que hacemos. El amor es ese hijo que conecta todo lo que hacemos. Está llamado a ser el principio vertebrador de obras, pensamientos, sentimientos. Es como si el amor fuera el director de obra o el director de la orquesta de nuestra vida. Y cuando no existe ese director de obra o principio unificador, ese puesto lo termina ocupando un pecado oculto: Ya sea la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia, la pereza. ¿Qué cosa está unificando toda nuestra vida?

            Y resulta importante las veces que el Señor, en el Evangelio resalta el ‘todo’: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente». Y lo hace porque sabe que es muy difícil el unificar toda nuestra vida. Y para que la espiritualidad no se quede en meras abstracciones, el Señor lo aterriza en la segunda parte del evangelio de hoy: «Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo».  A Jesús no le habían preguntado por el segundo, sólo le habían preguntado por el primero, pero Jesús añade el segundo. Jesús lo añade porque es consciente de que sin este segundo el primero no se vive bien: el amor si no se encarna es falso. «Obras son amores y no buena razones». El amor a Dios suele ser abstracto, difuso sino es encarnado en el amor al prójimo.

            Si lo propio del amor es unificarnos interiormente en todas las cosas que hacemos, el amor al prójimo garantiza que eso sea auténtico, no una palabra bonita; no un deseo sino una realidad.

            Pidamos a nuestra Madre del Cielo que toda nuestra vida estés sostenida en el amor a Dios y al prójimo, como principios unificadores de nuestra existencia.

sábado, 17 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Homilía XXIX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A)                                18/10/2020

Isaías 45, 1. 4-6

Sal 95, 1 y 3. 4-5. 7-8a. 9-10ac 

Tesalonicenses 1, 1-5b

Mateo 22, 15-21

           Hermanas, el hombre moderno descuida tanto su interioridad que ya no sabe lo que significa. Vive sumergido en el lodo de sus pasiones, centrado en divertirse y en disfrutar de todos los placeres de este mundo. Le da igual vivir en un mundo dominado por el mal, la violencia, la corrupción, la relajación de las costumbres, la perversión, la indiferencia ante Dios o incluso el desprecio de Dios. Ese hombre tiene una brújula que no indica hacia el norte, sino hacia sus apetencias y sensualidades. Pero lo más inquietante de todo esto es que a Dios se le quiere quitar de la esfera social, cultural, política, educativa, eclesial y personal. Esta gran ausencia representa la peor de las amenazas para la humanidad. 

            Los creyentes tenemos la obligación grave de anunciar a Dios conforme a la vocación que el Señor nos haya entregado. Cuando estamos lejos de Dios el hombre se dispersa en vanos placeres. San Pablo, cuando escribe a la comunidad de Tesalónica es muy consciente de cómo muchos de los hermanos que forman parte de esa comunidad antes estaban dominados por sus pasiones y totalmente dispersos en placeres; eran un desastre de persona, con la brújula de su vida totalmente averiada, pero ahora todo ha ido cambiando. San Pablo les fue enseñando a recuperar la vida interior digna al cultivar en ellos el silencio. El silencio cuesta, porque hay mucho ruido y dispersión, se escuchan muchos ‘cantos de sirena’ y el demonio quiere que nos sumerjamos en el bullicio. El silencio cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios. San Pablo les anuncia el kerigma, les habla con sus palabras y su propia vida del amor de su vida: les habla de Jesucristo. Es cierto que él no conoció personalmente al Señor, tal y como lo hicieron los otros apóstoles, pero él tiene una fuerte experiencia de cómo Jesucristo le dio un vuelco total a su vida. Pablo, que conoce a los hermanos de esa comunidad y sabe de sus historias de pecado y de miseria, se alegra profundamente porque al acoger a Cristo en sus vidas esas familias enfrentadas se han reconciliado, porque ese mujeriego se ha reformado, porque ese rico avaro ha aprendido a compartir, porque esa mujer perdida en los afectos ha encontrado a Cristo como su único amor, … porque la fe al ponerla en práctica no tiene hermanos en la comunidad que pasan hambre o que están solos por la enfermedad o ancianidad. Porque han descubierto que tener a Cristo entre ellos es lo mejor que les ha podido pasar en la vida. Dice San Pablo: «En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor».

            Cuando esos herodianos y fariseos se acercan a Jesús para hacerle esa pregunta capciosa de ‘si es lícito de pagar impuesto al César o no’, esos herodianos y fariseos están dispersos en vanos placeres y en el fango del pecado. Ellos están cegados por el dinero, el poder y el odio. El dinero no es de Dios, sino que de Dios somos nosotros mismos, y por lo mismo nosotros solamente debemos estar sometidos a Dios. Ya San Agustín, que afirmaba: “El César busca su imagen, dádsela. Dios busca la suya: devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no pierda Dios la suya en vosotros” (Com. Ps 57,11). La trampa la resuelve Jesús, no solamente con inteligencia, sino con sabiduría, donde salta por los aires la legalidad con la que pretenden acusarlo en su caso. La respuesta de Jesús no es evasiva, sino profética; porque a trampas legales no valen más que respuestas proféticas. El tributo de hacienda es socialmente necesario; el corazón, no obstante, lleva la imagen de Dios donde el hombre recobra toda su dignidad, aunque pierda el “dinero” o la imagen del césar de turno que no valen nada.

            El hombre moderno, como esos herodianos y fariseos, actúa inconscientemente. No miden todas las consecuencias de sus actos. Prefiere la ilusión a la realidad. Mas cuando uno se encuentra con Cristo, como le pasó a la comunidad de los tesalonicenses y al propio Pablo, va y vende todo lo que tiene para comprar ese campo y puede decir con plena convicción: «Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia» (Filp 1,21).


sábado, 10 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

11 de octubre de 2020 Mateo 22, 1-14

          Acaba de ser proclamada la parábola de los convidados a la boda del hijo del rey. Un rey que convida al banquete de su hijo y que recibe un gran rechazo, un gran menosprecio, una gran indiferencia. Se había invitado a los principales de la sociedad y han sido éstos quienes han rechazo mencionada invitación. Pero hay una gran paradoja, porque es un gran honor recibir la invitación para participar de las bodas del hijo del rey y lo han despreciado. El rey, que es imagen de Dios, que nos lo quiere dar todo participando de las bodas de su Hijo y nosotros en vez de sentirnos agraciados y agradecidos y en vez de sentirnos elegidos, tenemos un gran rechazo. Y aquí sale una idea clave de esta parábola: La esencia del pecado es no dejarse amar por Dios.

            Es instructivo ver los motivos por los que los invitados se han excusado: no hicieron caso de la invitación, el uno se fue a su campo, el otro a su negocio, el otro va a probar sus yuntas de bueyes, etc. Hay una serie de motivos por los que se rechaza esa gran invitación del rey. Pero si nos damos cuenta no se tratan de motivos, sino de excusas para no acudir. No hay motivo alguno para rechazar ese gran regalo de Dios. Cuando anteponemos cosas ante la invitación de Dios se tratan de excusas, dejando a Dios en segundo lugar. Cuando colocamos nuestras cosas en primer lugar relegando a Dios en segundo o tercer lugar, estamos cayendo en un pecado de minusvaloración, de menos precio, de indiferencia ante Dios. Y esto es muy grave, es tan grave que dice la parábola que la reacción del rey fue tremenda, «el rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad». Y todo por desagradecidos. Es algo que nos debe de hacer meditar porque también nosotros, a nuestra medida y a nuestro nivel, vivimos también esa tentación de anteponer otras cosas a la llamada de Dios o de dejar en segundo lugar esa llamada.

            Hay un dicho que dice «si estás tan ocupado como para no poder orar, es que estás más ocupado de lo que Dios quiere». ¿Cómo es posible que no tengamos tiempo para Dios? ¿Cómo es posible que no tengamos tiempo para priorizar en la invitación que el Señor nos hace para participar en su intimidad? Dios no quiere que estés tan apegado a las cosas. Podemos tener el riesgo de tener apegos que se convierten en excusas para dejar la llamada de Dios en segundo o tercer lugar.

            Hay una viñeta en la que aparece un niño y debajo ponía «demasiado joven para pensar en Dios». Al lado aparecía a ese mismo niño pero ya en la edad adolescente con sus novias que ponía «demasiado feliz para pensar en Dios»; luego se le veía en la siguiente viñeta cuando ya había conseguido comprar su primer coche y su casa y se sentía muy orgulloso y decía «demasiado autosuficiente para pensar en Dios»; en la siguiente viñeta se le veía demasiado enfrascado en la vida laboral y ocupado, y decía: «demasiado ocupado para pensar en Dios»; en la siguiente viñeta se le veía cansadísimo e intentando descansar y decía: «demasiado cansado para pensar en Dios»; y en la última se le ve en la tumba y dice: «demasiado tarde para pensar en Dios». Y es verdad que se nos puede pasar la vida anteponiendo todas las cosas a esa invitación que nos hace Dios a participar en el banquete de su Hijo.

            Que el Señor nos de la gracia de priorizar esa llamada del Señor y a participar en esa intimidad con el Señor.

Pero hay una segunda parte en esta parábola: visto ese rechazo, el rey convidó, no ya a los principales, sino a todos, a los más humildes, a buenos y malos. La invitación no nace de nuestro mérito. Dios no nos quiere porque seamos buenos; Dios nos quiere para que podamos ser buenos. Y la paradoja es que uno de esos invitados entró sin traje de fiesta. Y entonces le dice el rey «amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?», y es expulsado con indignación porque tampoco este ha entendido que tenía que responder con gratitud como les había ocurrido a los principales, éste tampoco lo había entendido. ¿Cómo te has atrevido a entrar sin el traje de fiesta? La Tradición de la Iglesia ha entendido este texto como la importancia de acercarse a Dios en gracia, en estado de gracia. Vivir en gracia de Dios no es la condición que Dios pone para querernos, sino que es la consecuencia lógica del habernos abierto al amor de Dios. Lo lógico es que de ese agradecimiento de ser invitado al banquete se derive una conversión y el vivir en gracia, el vestirnos el traje de fiesta. De otro modo seríamos una ingratos como los primeros. El amor de Dios es gratuito, pero no es barato; requiere de nosotros una respuesta de totalidad.

Ojalá nos sintamos agraciados de estar sentados en este banquete, porque ésta Eucaristía que celebramos es el banquete de bodas del Hijo del Rey. Que la Virgen María nos conceda ser muy humildes y muy agradecidos. 


sábado, 3 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXVII del tiempo ordinario, ciclo a

Homilía XXVII Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A) 04/10/2020; Mateo 21,33-43

            Hoy se acaba de proclamar el evangelio de los viñadores homicidas que acabamos de escuchar. El contexto inmediato de esta parábola se refiere a la relación entre Dios y el Pueblo de Israel: primero fueron enviados los profetas, que no fueron acogidos y finalmente fue enviado el Hijo que no fue acogido mayoritariamente. Pero como todas las parábolas de Jesús esta es una historia abierta que estamos invitados a aplicar en nuestras vidas, ya que en esta historia abierta está aconteciendo toda la historia de la salvación. Porque todo esto también acontece en nuestra sociedad, en nuestros días cuando construimos un mundo a espaldas a Dios, olvidando nuestras raíces cristianas. Porque estamos construyendo un mundo teniendo en cuenta sólo la economía sin tener en cuenta el patrimonio espiritual. Un hombre secularizado que pretende ser el heredero, el dueño de la cultura.

            Pero también sucede que en la vida de la Iglesia Dios envía a sus santos, a los profetas y resultan molestos, no son bien acogidos. Tal vez porque esperamos que los profetas nos alaguen los oídos, que vengan a firmar lo que pensamos…, pero como vienen en nombre de Dios y traen la Palabra de Dios, esa Palabra entra hasta el interior y nos ponen en crisis porque estamos instalados en la mediocridad, en la comodidad, en las ideologías. Y claro, esta palabra de los profetas y de los santos suele resultar molestos por aquellos que no se quieren dejar cuestionar por los enviados del Señor. Por lo tanto, aquello que aconteció entre Jesús e Israel sigue aconteciendo también entre nosotros actualmente.

            Hay una frase sorprendente en este evangelio que retrata cómo es el corazón de Dios: «Por último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’». Es la solución dramática que sale del corazón de Dios; Dios que arriesga en lo más querido que tiene, en su propio hijo. Se arriesga por nuestra salvación. Y se ha arriesgado mucho poniendo a su Hijo en manos de quienes conformamos su Iglesia que somos muy limitados y pecadores.

Y supongo que le daremos muchos disgustos, aunque alguna alegría supongo que de vez en cuando. Y además se nos queda en la Eucaristía y no siempre recibimos la Eucaristía con la debida preparación, conciencia y gratitud. Y no siempre esa presencia eucarística del Señor la cuidamos como debiéramos. Y se queda en el perdón de los pecados que muchas veces lo recibimos de una forma superficial sin la verdadera conversión. Y se queda con nosotros llamándonos a la oración y resulta que priorizamos por nuestra pereza queriendo otra cosa antes que orar. Y nos anuncia que está presente en los débiles y en los sufrientes de este mundo y sin embargo nosotros permanecemos indiferentes ante esta presencia de Jesús. Y Él sigue diciéndonos «y tuve hambre y no me disteis de comer y tuve sed y no me disteis de beber…». Es decir, resuena de forma dramática esa apuesta tan arriesgada que hace el Señor: “A mí hijo, por lo menos lo respetarán… a mí hijo lo tratarán de otra manera”.

            Pues el Señor se ha arriesgado y ha sido dramática su apuesta. Y Él no da por perdida nuestra situación y sigue arriesgando. Y si el Señor sigue arriesgando y sigue poniendo a su Hijo en nuestras manos, sigue enviando labradores a esa viña, y sigue enviando enviados y profetas, obviamente es porque Él tiene esperanza. Y nosotros no tenemos derecho a desesperar cuando vemos al Señor apostar de una forma tan fuerte en favor de su viña, y no se arrepiente de haber enviado a su Hijo. Y aun sabiendo cómo iba a ser tratado su Hijo lo envió. Dios lo arriesga todo por ti.

sábado, 9 de mayo de 2020

Yo soy el camino (Cover) / Romina Di Benedetti - Jonatan Narváez

Homilía del Quinto Domingo del Tiempo Pascual, Ciclo A

Homilía del Quinto Domingo del Tiempo Pascual, Ciclo A 

            La Palabra de Dios de hoy tiene más actualidad en tu vida de lo que te puedas llegar a pensar. Voy a daros una palabra de parte de Dios.

            Vamos a ver hermanos, ¿qué ha sucedido hoy en la Comunidad cristiana para que se tiren los trastos a la cabeza? Nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que «los discípulos de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea, porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas» [Hch 6, 1-7]. O sea que tienen problemas, en la comunidad cristiana se generan conflictos. ¿Dónde ha quedado la comunidad idílica, donde todos vendían sus posesiones y las ponían al servicio de los apóstoles, donde nadie tenía nada como suyo propio?

Es cierto que “el roce hace el cariño”, pero también se generan chispas, chispitas y chispazos. Es importante que en la comunidad haya chispas, chispitas y chispazos porque es síntoma de que la Comunidad está viva. Al principio la gente no se conoce, y todos parecemos muy buenos y santos y da la impresión, de que incluso alguno, se encuentre como levitando metro y medio del suelo. Pero el tiempo pasa y nos vamos conociendo, y resulta que descubro las manías de un hermano de la comunidad que me sacan de quicio. O el otro que cuando hay que colaborar para aportar para algo es “más agarrado que un chotis”. Y no digamos nada si encima sabemos que tal o cual persona se lleva a matar con su familia y aparece en la iglesia como el santurrón o santurrona que “nunca hubiera roto un plato”. Y empiezan a surgir las críticas y murmuraciones en el corazón. Si os dais cuanta el Demonio quiere llevarnos a su terreno, a la división, al enfrentamiento, a que anidemos el odio en nuestro corazón.

Sin embargo no nos asustemos porque el conflicto es algo lógico, algo normal dentro de la Comunidad Cristiana. Y cuando digo Comunidad Cristiana estoy diciendo también en nuestros hogares e Iglesias domésticas.

 Los Doce Apóstoles se dieron cuenta de cómo al iluminar esa situación tensa con la luz de la fe les había llevado a descubrir un regalo valiosísimo para la Comunidad Cristiana. Al contar con Cristo en la resolución de ese conflicto pudieron descubrir una solución que va a enriquecer a toda la Comunidad Cristiana el orden del diaconado, para configurarse con Cristo servidor. Y ahí tenemos a Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás. Y el Señor bendice a la Comunidad Cristiana con una mejor acogida de la Palabra de Dios y multiplicándose el número de discípulos.

El conflicto, las chispas, chispitas y chispazos es una oportunidad que el Señor nos brinda para avanzar en nuestra conversión y crecer en la Comunión. Hemos sido adquiridos por Dios para ir adquiriendo una mentalidad renovada [1 Pe 2, 4-9] y así crear nuestra propia cultura cristiana. Es importante identificarnos con ese movimiento de Jesús. ¿Y cómo puedo yo ir adquiriendo era mentalidad renovada? ¿Cómo me puede ir identificando con ese movimiento de Jesús? Pues hoy Cristo nos da la clave en el Evangelio a partir de una pregunta del Apóstol Tomás: « ¿Cómo podemos saber el camino?» [Jn 14, 1-12]. ¿Cómo podemos ir adquiriendo esa mentalidad renovada? ¿Cómo poder afrontar los conflictos y problemas con una visión sobrenatural? En una frase: ¿Cómo aprender a caminar como cristiano? Y Jesucristo nos da la clave, la respuesta: «Yo soy el camino y la verdad y la vida». Los tres términos o facetas están perfectamente encajadas en un único engranaje, las tres cosas perfectamente integradas.

«Yo soy el Camino»; Nos indica el camino, el comportamiento, la actitud de vida que tenemos que tener para llegar a la casa del Padre. El camino son los mandamientos, las bienaventuranzas, el amor al enemigo; o sea el estilo de vida que ha sido revelado en Jesucristo.

«Yo soy la Verdad»; Nos habla del misterio oculto de Dios que se nos ha descubierto en el Credo, el conocimiento de los dogmas de la fe. Y la razón humana está urgida a conocerlo. Es imposible amar lo que se desconoce.

«Yo soy la Vida»; La vida se refiere a la experiencia de Dios que se nos ha sido comunicada a través de la oración, a través de los sacramentos, ya que estamos llamados a tener un encuentro vital con Dios.

Y las tres cosas se suman, la moral, los mandamientos «Yo soy el Camino»; el Credo, la doctrina, «Yo soy la Verdad»; y la experiencia de Dios, la oración y lo sacramentos, «Yo soy la Vida». Son las tres dimensiones de la vida cristiana. Y esos tres aspectos han de estar profundamente integrados en nuestra vida.

            Y esto se aprende a vivir en la Comunidad Cristiana, en la Iglesia, donde nos vamos gestando, vamos tomando forma como cristianos para poder nacer a la vida sobrenatural, cuando el Señor así lo disponga.

 


 

 

 

 

 

 

 

 


sábado, 2 de mayo de 2020

Homilía de San José Obrero, 1 de mayo de 2020



San José Obrero, 1 de mayo de 2020
            El Señor hoy nos pide que nosotros colaboremos con Él. Nos quiere como sus colaboradores. Dios ha creado todo a partir de la nada y quiere que nosotros seamos colaboradores en su creación. Cuando a uno le contratan en una empresa importante o cuentan con uno para llevar a cabo un proyecto de gran envergadura los motivos de alegría son muchos. Pues bien, Dios quiere contar con tu colaboración personal, a pesar de nuestras importantes limitaciones. ¿Quién de nosotros contrataría a una persona si no estuviera lo suficientemente preparado o especializado para esa tarea? He podido ver en las mesas de algunos despachos una pila de Curriculum Vitae y desgraciadamente no siempre la capacitación y la vocación para una tarea determinada suele ser el criterio de selección, sino el enchufismo. Pues bien, Dios quiere contar con nuestra colaboración no porque seamos los más guapos, los más inteligentes, los más preparados o los más enchufados o desenchufados, sino que Él quiere contar contigo porque quiere tenerte a su lado. Él no te necesita, pero tu presencia le agrada y se alegra de ti y contigo. Es más, Dios cuenta contigo porque piensa en tu bien. Y esto no lo digo yo, lo dice San Agustín: «Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti».
            San José enseño a su hijo a trabajar con sus manos. De hecho, la gente de Galilea exclamaba: «¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13, 55). «¿No es éste el artesano, el hijo de María?» (Mc 6, 3). Artesano o carpintero se trata de un mismo oficio; un hombre que trabaja con sus manos en la madera y probablemente también en el hierro o en la piedra: un ebanista, un herrero, un albañil, alguien que se ocupa en las faenas de la construcción. Además, en aquel entonces la mayoría de los carpinteros en Galilea eran asalariados itinerantes, que no realizaban sus tareas mayoritariamente en su propio taller, sino que deambulaban por los pueblos y sus alrededores, atendiendo las necesidades de cada momento; arreglar una ventana, ajustar una puerta, levantar una pared. Seguramente que Jesús, junto con su padre San José, trabajara con otras personas para levantar una sinagoga, construir una casa y tuvieron que trabajar necesariamente con herreros, alfareros, curtidores y seguramente se tuvieron que relacionar con grupos sociales que laboraban con sus manos, tales como labradores y pescadores… de este modo Jesús, al lado de su padre San José fue convirtiéndose en un experto trabajador que sabe calcular las medidas y dimensiones de las cosas y estimar el trabajo que ello puede acarrear.
            Una vez que Jesús inició su vida pública, para explicar el misterio del Reino de Dios, utilizará la sabiduría adquirida a través de la realidad cotidiana: cómo hay que calcular la hondura de los cimientos a la hora de levantar una torre; del riesgo real de que te salte una brizna de viruta en el ojo; lo que sucede cuando se construye una casa sobre arena; del trabajo duro de los labradores y de cómo hay que ver la manera de ampliar los graneros cuando la cosecha supera todas las expectativas…
            San José ayudó a su hijo Jesús a adentrarse en la vida real, no sólo en la de su propia casa, sino también en la de sus vecinos. Por eso entiende de las faenas de la siembra, de la recolección de los frutos y de la vendimia, de cómo y cuándo se ha de pagar a los jornaleros al cabo del día o que se hacen los pecadores con los peces pequeños y gordos.
            San José ayudó a Jesús cómo la mano del hombre puede hacer milagros tales como transformar un retorcido tronco de olivo en una hermosa cuna.
            Es ahora cuando Jesús, una vez que ha conocido los entresijos de la vida cotidiana, nos enseña a nosotros a trabajar y desea contar contigo en esta labor. Y te puedes estar preguntando: ¿Cómo puedo yo estar colaborando con Jesucristo? ¿Cómo puedo colaborar con Dios? ¿qué he de hacer? Lo primero es alimentarnos de Cristo, ya que Él es el Pan de Vida. Si tú te alimentas de Cristo, con la Eucaristía y con la lectura frecuente de la Palabra de Dios, Cristo vivirá en ti y Él irá guiando tus pasos. Es que resulta que tú colaboras con Dios cuando te sientas a hacer los deberes con tus hijos; tú colaboras con Dios cuando tienes detalles de amor con tu esposa o tu esposo; tú colaboras con Dios cuando desempeñas tu labor profesional responsablemente; tú colaboras con Dios cuando vas con tu familia a la Iglesia; tú colaboras con Dios cuando seleccionas los programas de televisión que se ven en tu casa; tú colaboras con Dios educando a tus hijos y siendo ejemplo de buena conducta… Y Dios quiere contar con tú colaboración.
            Y lo mejor de todo es que Él mismo te capacita para ir más allá de tus propias fuerzas.




Homilía del Cuarto Domingo del Tiempo Pascual, ciclo a - Para Radio María


Homilía del Cuarto Domingo del Tiempo Pascual, ciclo a
            Un cordial saludo en Cristo a todos los voluntarios y amigos de Radio María. Una especial mención a todos aquellos que os encontráis confinados en vuestras casas sin poder salir, por estar sufriendo a causa del Coronavirus; a vosotros, de una manera muy particular, os enviamos un fuerte abrazo deseando vuestra pronta recuperación.
            En este cuarto domingo de Pascua la Iglesia celebra la Jornada Mundial por las Vocaciones y además la Iglesia ha proclamado el Evangelio del Buen Pastor. Y para conocer cómo es el corazón del Señor, vamos a adentrarnos en esta parábola del Buen Pastor. Una de las características que permite distinguir entre un buen pastor y uno que no es tan bueno es que el buen pastor abre al camino andando por delante de las ovejas. Abre el camino, por donde él anda, están llamados a andar los demás. No se limita a dar instrucciones o a repartir mapas, sino que va por delante. El buen pastor es aquel que tiene conciencia por encima de todo, de que es un hombre de Dios y un hombre de oración. No puede dejarse atrapar por el mundo porque de hacerlo no podría ofrecer a los hermanos una palabra de parte de Dios. El buen pastor está disponible para todos, pero en su fuero interno sabe que la prioridad de su ser consiste en estar con el Señor. San Carlos Borromeo solía decir: «No podrás curar las almas de los demás si dejas que la tuya se marchite. Acabarás no haciendo nada, ni siquiera por los demás. Debes tener tiempo para ti, para estar con Dios».
            Y cuando uno está empapado de esa presencia divina, es entonces cuando uno puede ir abriendo camino por delante de las ovejas. El buen pastor no va dando latigazos montado en una mula detrás de las ovejas. El bien pastor es como Moisés que acudía a la Tienda del Encuentro para poder hablar cara a cara con Dios y así hablar al Señor Dios de lo que sucedía en el pueblo de Israel para entregar al pueblo una palabra de parte de Dios que reanimaba, que revivía a las almas adormecidas por el pecado.
            De hecho, yo estoy seguro, de que tú, ahora mismo eres consciente de cuándo has recibido una Palabra de Parte de Dios, dada por el sacerdote, que ha producido frutos de amor en tu vida interior.
El buen pastor es aquel que tiene conciencia, al mismo tiempo, de ser oveja. Que él también tiene que caminar junto con las ovejas. Y ha de caminar obediente a la voluntad del Padre. Y esa propia obediencia al Padre es el que la capacita para ser pastor de los demás. Pero en virtud del sacerdocio común de los fieles, cada uno, desde su propia vocación, está llamado a reproducir el pastoreo de Jesucristo, ser mediadores de Cristo para los demás, atrayendo a todos los hombres a Cristo.
Nos dice la Palabra, en el Evangelio que: «el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido». Entrar por la puerta es entrar por la obediencia al Padre. En las casas de las series o películas americanas, en más de una escena aparecen los que allí protagonistas trepando por un árbol para llegar a la ventana del primer piso de su habitación en vez de entrar por la puerta principal, y todo porque evita ser visto por sus padres o por los demás. Y todo porque quiere ocultar algo. El que entra por la puerta es que obedece, el que desea estar en plena amistad con Dios para andar en su vida con discernimiento, con lucidez. Estos suelen pasar desapercibidos y son los hijos fieles de la Iglesia. Pero los hay también los que suben trepando y saltando por otra parte en el aprisco; Éstos son los que por su cuenta quieren hacer cosas grandes, pero por su cuenta. Me decían hace unos días: «Estamos contentísimos con el cura de nuestra parroquia. La misa es divertidísima. Subimos allí al altar y escenificamos el evangelio, a modo de teatro. Se suele quitar la primera de las lecturas para no alargar la misa y el evangelio lo suele hacer una catequista o un niño. Aunque lo mejor es cuando el templo se llena de gente para compartir nuestros alimentos para un fin solidario».  A mí me quedaron preocupado, porque el verdadero pastor entra por la puerta, no salta la valla y es hijo fiel de la Iglesia, y entiende que no puede seguir a Jesucristo fuera de la Iglesia. Y entiende la regla de sentir con la Iglesia y de ser fiel a ella.
Otro detalle bellísimo de la Palabra. Dice que las ovejas distinguen la voz de su pastor en medio del barullo de las otras voces. Las ovejas tienen la capacidad de distinguir la voz de su pastor. El cristiano está llamado a tener el instinto de distinguir cuál es Palabra de Dios y cuál palabra de los hombres. La oveja tiene esa capacidad de distinguir entre los criterios evangélicos y la mundanidad. El cristiano ha de tener ese instinto interior para no dejarse arrastrar por la mundanidad de esta sociedad. El cristiano ha de ser fuerte para no dejarse seducir por los cantos de sirena que nos plantean cosas que luego no son dejándonos más vacíos que antes. Son cantos de sirena que nos pretenden atraer con mensajes muy seductores, pero están vacíos y llenos de falsedad. Sin embargo, el mensaje de Cristo, el cual es exigente, es un mensaje de verdad y de vida.
Cristo, buen pastor, quiere compartir su pastoreo con nosotros. Seamos ovejas obedientes y dóciles al Señor.