jueves, 20 de noviembre de 2025

Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, ciclo C, Lc 23, 35-43 «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino»

 Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, ciclo C

Jesucristo, Rey del Universo, solemnidad

Lc 23, 35-43 «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (HAY DOS AUDIOS)


No es un sermón:

Es una conversación seria sobre la vida.

Hoy me gustaría que nos acerquemos a este texto como quien conversa en serio sobre algo que le importa de verdad.


Los imperios pasan; las víctimas quedan.

Si uno hojea un libro de historia, el esquema se repite: imperios que nacen, crecen, conquistan, parecen indestructibles… y al final se hunden. Los asirios, por ejemplo: a comienzos del siglo VI a.C., desde el golfo Pérsico hasta el Egipto de los faraones, lo controlaban prácticamente todo. Poco después, Nínive cae y empiezan los babilonios. De Babilonia recordamos los Jardines Colgantes, la puerta de Istar con sus leones, aquella torre que se alzaba orgullosa… y, sin embargo, su esplendor dura muy poco. Después vienen los persas, luego Alejandro Magno, más tarde Roma. Cada reino tapa al anterior y todos dejan la misma estela: guerras, violencia, injusticias, dolor.

 

También las ideas tienen fecha de caducidad.

Si pasamos de la antigüedad a hoy, la dinámica no es muy distinta. Ideologías que prometían un mundo nuevo, sistemas políticos que parecían definitivos, modelos económicos o culturales presentados como “la solución” … y que, al cabo de unos años, se desinflan o muestran sus límites.

En la vida cotidiana y real, el poder de este mundo es pasajero, y quienes lo han usado para hacer daño acaban cayendo y quedando al descubierto en toda su pobreza moral.


La única apuesta que no se derrumba:

Un Reino donde nadie queda fuera de la misericordia.

La pregunta de fondo es sencilla y seria: ¿hay algo que no se derrumbe? ¿Existe un “reino”, un modo de vivir y de situarse en el mundo, en el que valga la pena apostar la vida sin miedo a descubrir al final que uno se equivocó de bando? El evangelio de hoy responde que sí. Jesús habla una y otra vez del Reino de Dios, y ese tema está en el centro de su predicación (cfr. Lc 4,43; 8,1). Lo hace desde una certeza: para Dios “nada hay imposible” (cfr. Lc 1,37; 1 Sm 2, 1-10). No hay historias sin salida, ni personas irremediablemente fuera. Pablo lo resume así: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para tener misericordia con todos ellos» (cfr. Rm 11,32).

 

                   El poder de Jesús desconcierta a los profesionales del poder.

Pero, ¿qué clase de reino es ese? Aquí empiezan los malentendidos. Pilato, por ejemplo, cuando interroga a Jesús, no entiende nada. Él solo conoce el poder del emperador Tiberio, apoyado en legiones, impuestos y miedo. Mira a Jesús, rodeado de doce pescadores y algunas mujeres, y piensa: “¿Este es un rey?” (cfr. Jn 18,33-37).

 

Cuando los discípulos copian a los poderosos,

se borra el rostro de Jesús.

Si somos sinceros a los cristianos tampoco nos ha resultado siempre fácil distinguir el estilo de Jesús del estilo de los poderes de este mundo. Muchas veces, quienes decían seguirle han buscado honores, influencia, riqueza, peso político, y en ciertos momentos incluso se ha justificado la violencia en nombre de aquel que mandó guardar la espada (cfr. Mt 26, 52).

 

La tentación no es dejar a Dios, sino usarlo.

Lucas ya había mostrado al inicio del evangelio que Jesús se enfrentó a la tentación de utilizar su relación con Dios para entrar en la lógica del poder (cfr. Lc 4,1-13). En el episodio de las tres tentaciones en el desierto Jesús fue escrutado.

La primera tentación fue la del pan: «Si eres hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan» (cfr. Lc 4, 3); es la tentación de murmurar cuando experimentamos la fragilidad de nuestra vida, la cual no tiene seguridades. Es cuando nos asedia la precariedad. Tendemos antes a la murmuración que al amor a Dios. Nosotros murmuramos porque no aceptamos la voluntad que Dios nos presenta a cada uno; de tal modo que llegamos a razonar del siguiente modo: ‘¿Qué sabrá Dios lo que a mí me conviene?’ Algunos dicen que ‘primero llénate el estómago y luego la Palabra de Dios’. El mundo y los que piensan al modo mundano dicen que uno se ha de asegurar primero las cosas y luego vienen las cosas de Dios. Jesús es tentado cuando estaba débil. El Diablo nos susurra al oído cosas tales como ‘gratifícate con la sexualidad’, ‘tómate un momento de relax con el alcohol o la droga, porque necesitas desahogarte al ser insoportable la precariedad que tienes en tu vida’. Jesús nos enseña que ser hombre es aceptar la tensión en nuestra vida para encontrarnos con Dios. Nunca aceptamos que la vida sea distinta de lo que nosotros nos habíamos proyectado. A lo que Jesús responde al Diablo que «está escrito: no sólo de pan vive el hombre» (cfr. Lc 4, 4). Es decir, no sólo de afectos, no solo de seguridades, no sólo de dinero, de tierras, de casas, de coches, de joyas, etc., vive el hombre; sino de todo lo que Dios tiene destinado para el hombre. Amar es arriesgar. Si borramos a Dios de nuestra existencia personal o comunitaria cualquier estupidez pretendería sostenernos. Alguno puede pensar que ‘si viniera un ángel y nos explicase lo que nos sucede, tal vez lo aceptaríamos’. Pero este modo de razonar no deja de ser un modo de dudar del amor de Dios.

La segunda tentación fue la de las riquezas: «Te daré el poder de todos estos reinos y su gloria (…), si te postras ante mí» (Lc 4, 6-7). Recordemos cómo cuando Moisés es llamado a la cima del Monte Sinaí (cfr. Ex 24,12-13.15-18; 25–31; 31,18; 32,1-20.30-34; 34,1-4.27-29; Dt 9,7-21; 10,1-5) para recibir las Tablas de la Ley, la Torá el pueblo esculpió el becerro de oro. Hacer ese becerro de oro era el símbolo del poder y de la fecundidad; era una profesión idólatra que manifestaba que el éxito y el poder lo da el dinero. Este modo de pensar se degrada hasta el punto de hacer proyectos de cómo tiene que ser Dios. Es aquí cuando entra en escena el trueque con Dios, ya que deseamos estar cerca de Dios para que nuestros negocios, estudios, trabajos, amores sean exitosos; pero si algo no nos va bien es entonces cuando renegamos de Dios. Jesús es el Maestro y nosotros seguimos a uno que ‘no tiene dónde reclinar la cabeza’ (cfr. Mt 8,20; Lc 9,58). Si eres un hombre que triunfa todo el mundo de aplaudirá; pero sólo al Señor se le ha de tributar culto, no a nosotros. El mundo tiene la mentalidad mezquina de tener dinero, de tener la pensión garantizada…; y toda la vida gira en torno a eso. El ahorro y el bienestar son las columnas de la sociedad. Que sube la docena de huevos y es titular en las noticias de los telediarios manifestando una profunda protesta; que se asesinan diariamente a niños en el seno materno y nadie escribe ni un pequeño titular en la prensa ni en los partes de la televisión. ¿Cuáles son las columnas de nuestra vida? Jesús nos propone vivir en la verdad. Esta sociedad nos dice que lo importantes es el pan, la cama, la pensión, el futbol, etc., pero esto queda vacío porque nada de lo mundano sacia el corazón insaciable del ser humano.




La tercera tentación fue la del alero del Templo
: «Si eres hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden; te llevarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna» (cfr. Lc 4, 9-10). Es la tentación de no querer seguir caminando. Es más, sólo caminaremos si Dios se manifiesta. Recordemos el episodio acontecido en Masá y Meribá, cuando el pueblo, sediento, tentó al Señor murmurando contra Moisés, y Dios hizo brotar agua de la roca para ellos (cfr. Ex 17,1-7; Sal 95,8-9; Dt 6,16; 9,22; Nm 20,2-13). Lo que aquí se está cociendo es que preferimos estar en la esclavitud comiendo aquellas cebollas y ajos de Egipto (cfr. Nm 11,5) antes que vivir en una situación de incertidumbre y de prueba. Por eso se exige que Dios se manifieste de nuevo; es tanto como decir a Dios que estamos dispuestos a seguirle con tal que Dios se manifieste. Y el Diablo que sabe que la salvación de Jesús pasa por el fracaso quiere tentarle con el éxito. El Diablo plantea hacer un chantaje para que Dios cambie los planes para mí. Lo que quiere el Diablo es que yo no sufra y a obligar a Dios a cambiar mi historia. Es no aceptar que en tu historia venga la cruz. Y la Palabra nos contesta al manifestarnos que no podemos proyectar nuestras insatisfacciones para huir de la cruz. No podemos obligar a Dios a cambiar nuestra historia para que nos beneficiemos. Y lo el Diablo te dice es claro: si tu historia no te gusta, refúgiate en el pecado. Si tu esposa no te da lo que tú quieres acudes a la secretaria o a la vecina para que te consuele y buscar lo que deberías de encontrar en tu hogar. El Diablo te está enseñando la catequesis de que Dios no te conoce ni te quiere.

En resumidas cuentas, el Tentador no se presenta como enemigo, sino como asesor “útil”. En sustancia le viene a decir: “Tú quieres cambiar el mundo. Tienes palabra, arrastras gente. Te falta una cosa: aprender a jugar como juegan todos. Domina, controla, seduce. Si piensas demasiado en los débiles, no llegarás lejos. Si quieres dejar huella, conquista poder” (cfr. Lc 4,6-7).

El enemigo sabe esperar su momento:

La hora de la cruz.

Ese relato de las tentaciones en el desierto termina con una frase enigmática: «El diablo se alejó de él hasta el tiempo fijado» (cfr. Lc 4,13). Lucas usa la palabra griega καιρός (kairós), que significa “momento oportuno, ocasión clave”.

Ese καιρός reaparece en el Calvario, aunque el término ya no se mencione: la misma tentación de fondo —“piensa en ti, sálvate tú”— vuelve ahora en boca de distintos personajes.

 

Lo cuelgan como maldito para ‘probar’

que Dios está contra él.

El contexto es conocido. Pilato, presionado, entrega a Jesús para que sea crucificado (cfr. Lc 23,24-25). Lo asocian a dos criminales, para dejar claro que se le considera peligroso. No bastaba con quitarlo de en medio: había que desacreditarlo del todo. En la mentalidad de la época, alguien colgado de un madero era “maldito de Dios” (cfr. Dt 21,23). El mensaje implícito: “Dios está de nuestra parte, no de la suya”.

 

En el escenario del Calvario,

Dios se deja ver tal como es.

Lucas describe lo que ocurre con una palabra griega que solo usa aquí: θεωρία (theōría), “espectáculo” (cfr. Lc 23,48). El Calvario es un escenario alzado a las afueras de la ciudad, en un lugar visible, para que todos puedan “ver la función”. Pero el verdadero protagonista de esa escena no es Pilato, ni las autoridades, ni los soldados: es Dios, que se deja ver de un modo totalmente inesperado.

 

 

Este Rey reina sin trono de oro,

sin manto y sin cetro.

Si contemplamos el cuadro con calma, parece una coronación al revés. El “trono” es una cruz. No hay palacio, sino un patíbulo. No hay manto de púrpura, sino un cuerpo desnudo de alguien que lo ha ido entregando todo. No hay cetro: las manos están clavadas. El cetro, al principio, no era un objeto decorativo, sino un bastón para golpear, símbolo de un poder que dominaba por miedo. Jesús nunca ha tenido algo así en las manos. A él lo golpean, y él no responde.

 

Nos gustaría un Dios que ‘ponga orden’;

nos encontramos con un Dios que se deja matar.

Aquí aparece una dificultad de fondo. A muchos nos resultaría tranquilizador un Dios que, de vez en cuando, “pusiera las cosas en su sitio” castigando de forma visible. Un Dios que “les hiciera pagar” a los malos y nos diera la razón a nosotros. En el Antiguo Testamento quedaba muy claro esta idea: «El malo no quedará sin castigo» (cfr. Prov 11,21); «¡Ay del malvado! Le irá mal, porque se le dará la recompensa de sus manos» (cfr.  Is 3,11); «Los malhechores serán exterminados» (cfr. Sal 37,9-10); «Los impíos recibirán su merecido» (cfr. Sab 3,10); «Dios no tendrá al culpable por inocente» (cfr. Nah 1,3). Es decir, un Dios hecho a imagen de nuestras ganas de venganza.

El Dios que se muestra en el Calvario no es así: no golpea, se deja golpear; no manda matar, se deja matar. Y eso no entra fácilmente en nuestros esquemas. San Pedro en su primera carta nos lo escribe así: «Él, cuando lo insultaban, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos del que juzga justamente» (cfr. 1 Pe 2,23).

 

La fuerza se ríe del amor…

y el amor sigue en silencio.

«En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo
».

A los pies de la cruz hay soldados, sí, pero no son “suyos”. Son hombres arrancados de sus casas, enviados a mantener el orden del Imperio en un país lejano, con otra lengua y otra religión. A fuerza de vivir en la violencia, se les ha endurecido el corazón. Se entretienen humillando a un condenado, le ofrecen vinagre —si el vino, en la Biblia, suele expresar alegría compartida, el vinagre es su lado agrio, el odio— y se burlan: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (cfr. Lc 23, 36-37; Sal 69,22). Solo respetan a quien demuestra fuerza.

Pilato se burla… y sin saberlo, dice la verdad.

«Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».

Para muchos, es una burla cruel: “Mirad cómo acaban los que se creen reyes”. El evangelio de Juan añade que la inscripción estaba en hebreo, latín y griego (cfr. Jn 19,20): la lengua de la fe judía, la del poder romano y la de la cultura de entonces. Es un mensaje “universal”.

Las autoridades religiosas protestan ante Pilato: «No pongas: “El rey de los judíos”, sino más bien: “Este hombre ha dicho: Yo soy el rey de los judíos”. Pero Pilato les contestó: Lo que he escrito, escrito está» (cfr. Jn 19,21-22). Sin pretenderlo, afirma una verdad más profunda de lo que cree: el auténtico rey está ahí, pero su forma de reinar no se parece a nada conocido.

 

Mirar, callar… y después descubrir

que hemos participado en algo injusto.

Alrededor de Jesús, Lucas presenta varios grupos. Primero, el pueblo: «El pueblo estaba allí mirando» (cfr. Lc 23,35). No es una mirada neutral. Es la misma multitud que poco antes había gritado: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (cfr. Lc 23,21). Ahora observa, quizá con curiosidad, quizá con confusión. Más tarde, al marcharse, «se volvieron golpeándose el pecho» (cfr. Lc 23,48); el gesto de quien toma conciencia de haber participado en algo profundamente injusto.

 

La religión también puede repetir

la voz de la tentación.

Después, las autoridades religiosas; «los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».

Tienen un objetivo claro; que nada cambie en lo esencial. Quieren conservar su posición, su prestigio, su control. Miran a Jesús y repiten la frase que recoge la tentación de fondo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Dicho de otra manera: “Si vienes de Dios, demuéstralo bajando de la cruz. Usa tu poder en tu propio beneficio”. Es la misma idea de siempre: “No te desgastes. Piensa primero en ti”.

 

En su mundo solo cuenta el que gana;

el perdedor no merece respeto.

Luego están los soldados que, por su parte, no manejan grandes discursos, pero repiten lo mismo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Han sido educados para creer solo en la fuerza: respetan al que vence y se ríen del que pierde.

Un crucificado repite el viejo lema:

sálvate tú primero.

«Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros
».

Y, por último, los dos malhechores crucificados con Jesús. Uno de ellos se suma al coro: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Lucas emplea el verbo griego βλασφημέω (blasfeméo) que  indica ‘insultar, vilipendiar, hablar impíamente, blasfemar, difamar, calumniar”. En concreto la frase griega es «Εἷς δὲ τῶν κρεμασθέντων κακούργων ἐβλασφήμει αὐτόν»; que traducido es «pero uno de los malhechores que habían sido colgados no paraba (de manera insistente) de blasfemar contra él».

 

La tentación llega hasta el extremo

Es la tercera vez que aparece la misma propuesta: «Sálvate a ti mismo». En lenguaje bíblico, el número tres suele indicar algo llevado al extremo. La tentación ha llegado a su forma definitiva: “Si realmente puedes, deja de pensar en los demás. Sálvate, baja, demuestra quién eres”.

 

La verdad comienza cuando dejamos de justificarnos.

Si Jesús hubiera aceptado esa lógica, no habría cruz. Habría otro tipo de trono, visible, respetado, eficaz. Pero habría dejado de ser fiel al modo de amar que ha mostrado siempre y al rostro del Padre que ha venido a revelarnos.

 

El otro malhechor mira la misma escena

de manera muy diferente.

El otro malhechor no se justifica, no se defiende. Dice con una honestidad que desarma a cualquiera: «Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Sabe que su vida no es precisamente ejemplar. La cruz era una pena reservada a delitos graves, como los de Barrabás, preso “por un motín y por homicidio” (cfr. Lc 23,19).

 

No tiene méritos:

solo se atreve a pedir que no lo olviden.

Y, sin embargo, es precisamente este hombre —el que cualquiera habría considerado “el más lejos de Dios”— quien capta algo esencial de Jesús. No le llama “Señor”, ni “Hijo de Dios”. Le llama por su nombre, “Jesús”. «Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». No le presenta méritos, no le promete hazañas. Solo se confía a su memoria: “No te olvides de mí”.

 

Para Jesús, la salvación no es ‘algún día’, sino ‘Hoy’.

«Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

En medio de burlas, insultos y desafíos, solo hay una voz que no pide espectáculo ni venganza, sino cercanía. Y Jesús responde con una frase que condensa todo el evangelio de Lucas: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Ese “hoy” es una palabra clave en Lucas. Aparece en momentos decisivos: «Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador» (cfr. Lc 2,11); «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de escuchar» (cfr. Lc 4,21); «Hoy hemos visto cosas extraordinarias» (cfr. Lc 5,26); «Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa (…). Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (cfr. Lc 19,5.9). Ahora, en la cruz: «hoy estarás conmigo en el paraíso». No es una promesa vaga para un futuro lejano; es algo que empieza ya, incluso en medio del fracaso aparente.

 

El ‘paraíso’ no es un cuento;

es la imagen de una vida en plenitud.

La palabra “paraíso” traduce el griego παράδεισος (parádeisos), que procede del persa פַּרְדֵּס‎ (pardés): un gran jardín, un parque lleno de verde y agua. En la Biblia hebrea se relaciona con el גַּן‎ (gan), el “jardín” del principio (cfr. Gn 2,8). En todo el Nuevo Testamento, “παράδεισος” solo aparece tres veces: aquí, en la promesa a este malhechor; en Pablo, que habla de haber sido «arrebatado al paraíso» (cfr. 2 Co 12,4); y en el Apocalipsis, cuando se promete al vencedor comer del árbol de la vida «que está en el paraíso de Dios» (cfr. Ap 2,7). Normalmente, los evangelios prefieren hablar de “vida”, “vida eterna” (cfr. Mt 19, 16.29; 25, 46; Mc 10, 17.30; Lc 10, 25; 18, 18.30; Jn 3, 15-16.36; 4, 14.36; 5, 24.39; 6, 27.40.47.54.68; 10, 28; 12, 25.50; 17, 2-3; Hch 13, 46.48; Rm 2, 7; 5, 21; 6, 22-23; Gal 6, 8; 1 Tim 1, 16; 6, 12.19; Tit 1, 2; 3, 7; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 3, 15; 5, 11.13.20; Jds 21).

 

Cuando ya no hay tiempo, bastan tres palabras:

conmigo, hoy, paraíso.

Pero en la cruz no hay lugar para grandes explicaciones. Jesús tiene al lado a un hombre que se muere. Le habla en un lenguaje que ese hombre entiende: “estar conmigo”, “hoy”, “paraíso”. No le describe cómo será exactamente. Lo esencial es esto; donde está Jesús, empieza el jardín, aunque alrededor solo se vea violencia.

 

 

El primero que entra en el jardín con Jesús no es un santo,

es un delincuente.

Si unimos esta escena con el relato del Génesis, el contraste es fuerte. Allí, el ser humano es expulsado del jardín por su pecado (cfr. Gn 3,23-24). Aquí, el primero que entra en el “jardín” con Jesús no es un perfecto, sino un delincuente. No un hombre de trayectoria intachable, sino alguien cuya vida está hecha pedazos. Si tomamos en serio esto, se derrumban muchas imágenes de un Dios que funciona con un “sistema de puntos”; tantas buenas obras, tanta recompensa.

 

Dios no lleva contabilidad de méritos:

mira la necesidad real.

Jesús no interroga a este hombre sobre su pasado. No le pide garantías de arrepentimiento, ni un tiempo previo de purificación, ni una lista de buenas obras para compensar. Se toma en serio una frase sencilla: «acuérdate de mí cuando llegues a tu reino», y la convierte en un «hoy estarás conmigo en el paraíso». El criterio no son los méritos acumulados, sino la confianza, aunque sea mínima. Dios mira menos nuestro “expediente” que nuestra verdad.

 

Este pasaje incomoda porque rompe nuestras cuentas.

No es extraño que este episodio haya incomodado siempre un poco. La tradición, con el tiempo, ha hablado del “buen ladrón” e incluso le ha dado un nombre, Dimas, en escritos posteriores. Pero Lucas, en su relato, no suaviza nada. No dice que fuera “especialmente bueno”, ni que llevara una doble vida de santidad escondida. Es sencillamente alguien que, al final del todo, se atreve a confiar.

 

Dos Reinos:

el del ‘sálvate tú’ y el del ‘estoy contigo’.

Ante esta escena, la pregunta ya no es teórica. El evangelio nos pone delante dos maneras de vivir: por un lado, la lógica del «sálvate a ti mismo», que repiten la tentación del desierto, las autoridades religiosas, los soldados y el primer malhechor; por otro, la lógica de Jesús, que se expresa en un «hoy estarás conmigo en el paraíso»; la lógica de quien no se protege, sino que se entrega; de quien no abandona a nadie, ni siquiera cuando ya no puede esperar nada a cambio.

 

En cada conflicto elegimos:

Salvar la imagen o salvar al hermano.

La primera lógica -salvar la imagen- nos resulta muy familiar: protegerse, subir, asegurarse, no “perder” por nadie. A corto plazo parece eficaz, pero acaba como todos los imperios de la historia. La segunda -salvar al hermano- parece frágil, porque se basa en la entrega y la misericordia; sin embargo, es la única que no se viene abajo. Si queremos aterrizarlo, podemos mirarlo así: en nuestras relaciones, en los conflictos, en las decisiones importantes, siempre podemos responder desde el “cada uno que se salve como pueda” o desde algo más parecido a “acuérdate de mí / estoy contigo”. La primera opción levanta muros; la segunda abre espacio para que alguien vuelva a vivir.


                                                A veces, la mejor teología cabe en cuatro palabras:

Jesús, acuérdate de mí.

Tal vez la oración más sencilla, después de escuchar este evangelio, no sea un discurso largo, sino una frase breve y honesta: «Jesús, acuérdate de mí». Dicha de verdad, esa frase deja que su Reino entre en nuestro propio “hoy”.

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