Homilía del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario, ciclo C
Jesucristo,
Rey del Universo, solemnidad
Lc 23, 35-43 «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (HAY DOS AUDIOS)
No es un sermón:
Es una conversación seria
sobre la vida.
Hoy me gustaría
que nos acerquemos a este texto como quien conversa en serio sobre algo que le
importa de verdad.
Los imperios pasan; las
víctimas quedan.
Si uno hojea un
libro de historia, el esquema se repite: imperios que nacen, crecen,
conquistan, parecen indestructibles… y al final se hunden. Los asirios, por
ejemplo: a comienzos del siglo VI a.C., desde el golfo Pérsico hasta el Egipto
de los faraones, lo controlaban prácticamente todo. Poco después, Nínive cae y
empiezan los babilonios. De Babilonia recordamos los Jardines Colgantes, la
puerta de Istar con sus leones, aquella torre que se alzaba orgullosa… y, sin
embargo, su esplendor dura muy poco. Después vienen los persas, luego Alejandro
Magno, más tarde Roma. Cada reino tapa al anterior y todos dejan la misma
estela: guerras, violencia, injusticias, dolor.
También las ideas tienen fecha
de caducidad.
Si pasamos de la
antigüedad a hoy, la dinámica no es muy distinta. Ideologías que prometían un
mundo nuevo, sistemas políticos que parecían definitivos, modelos económicos o
culturales presentados como “la solución” … y que, al cabo de unos años,
se desinflan o muestran sus límites.
En la vida cotidiana
y real, el poder de este mundo es pasajero, y quienes lo han usado para hacer
daño acaban cayendo y quedando al descubierto en toda su pobreza moral.
La
única apuesta que no se derrumba:
Un
Reino donde nadie queda fuera de la misericordia.
La pregunta de
fondo es sencilla y seria: ¿hay algo que no se derrumbe? ¿Existe un “reino”, un
modo de vivir y de situarse en el mundo, en el que valga la pena apostar la
vida sin miedo a descubrir al final que uno se equivocó de bando? El evangelio
de hoy responde que sí. Jesús habla una y otra vez del Reino de Dios, y ese
tema está en el centro de su predicación (cfr. Lc 4,43; 8,1). Lo hace desde una
certeza: para Dios “nada hay imposible” (cfr. Lc 1,37; 1 Sm 2, 1-10). No
hay historias sin salida, ni personas irremediablemente fuera. Pablo lo resume
así: «Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para tener
misericordia con todos ellos» (cfr. Rm 11,32).
Pero, ¿qué clase
de reino es ese? Aquí empiezan los malentendidos. Pilato, por ejemplo, cuando
interroga a Jesús, no entiende nada. Él solo conoce el poder del emperador
Tiberio, apoyado en legiones, impuestos y miedo. Mira a Jesús, rodeado de doce
pescadores y algunas mujeres, y piensa: “¿Este es un rey?” (cfr. Jn 18,33-37).
Cuando los discípulos copian a
los poderosos,
se borra el rostro de Jesús.
Si somos sinceros
a los cristianos tampoco nos ha resultado siempre fácil distinguir el estilo de
Jesús del estilo de los poderes de este mundo. Muchas veces, quienes decían
seguirle han buscado honores, influencia, riqueza, peso político, y en ciertos
momentos incluso se ha justificado la violencia en nombre de aquel que mandó
guardar la espada (cfr. Mt 26, 52).
La tentación no es dejar a
Dios, sino usarlo.
Lucas ya había
mostrado al inicio del evangelio que Jesús se enfrentó a la tentación de
utilizar su relación con Dios para entrar en la lógica del poder (cfr. Lc
4,1-13). En el episodio de las tres tentaciones en el desierto Jesús fue
escrutado.
La primera
tentación fue la del pan: «Si eres hijo de Dios, di a esta piedra que se
convierta en pan» (cfr. Lc 4, 3); es la tentación de murmurar cuando
experimentamos la fragilidad de nuestra vida, la cual no tiene seguridades. Es
cuando nos asedia la precariedad. Tendemos antes a la murmuración que al amor a
Dios. Nosotros murmuramos porque no aceptamos la voluntad que Dios nos presenta
a cada uno; de tal modo que llegamos a razonar del siguiente modo: ‘¿Qué
sabrá Dios lo que a mí me conviene?’ Algunos dicen que ‘primero llénate
el estómago y luego la Palabra de Dios’. El mundo y los que piensan al modo
mundano dicen que uno se ha de asegurar primero las cosas y luego vienen las
cosas de Dios. Jesús es tentado cuando estaba débil. El Diablo nos susurra al
oído cosas tales como ‘gratifícate con la sexualidad’, ‘tómate un
momento de relax con el alcohol o la droga, porque necesitas desahogarte al ser
insoportable la precariedad que tienes en tu vida’. Jesús nos enseña que
ser hombre es aceptar la tensión en nuestra vida para encontrarnos con Dios.
Nunca aceptamos que la vida sea distinta de lo que nosotros nos habíamos
proyectado. A lo que Jesús responde al Diablo que «está escrito: no sólo de
pan vive el hombre» (cfr. Lc 4, 4). Es decir, no sólo de afectos, no solo
de seguridades, no sólo de dinero, de tierras, de casas, de coches, de joyas,
etc., vive el hombre; sino de todo lo que Dios tiene destinado para el hombre.
Amar es arriesgar. Si borramos a Dios de nuestra existencia personal o
comunitaria cualquier estupidez pretendería sostenernos. Alguno puede pensar
que ‘si viniera un ángel y nos explicase lo que nos sucede, tal vez lo
aceptaríamos’. Pero este modo de razonar no deja de ser un modo de dudar
del amor de Dios.
La segunda
tentación fue la de las riquezas: «Te daré el poder de todos estos
reinos y su gloria (…), si te postras ante mí» (Lc 4, 6-7). Recordemos
cómo cuando Moisés es llamado a la cima del Monte Sinaí (cfr. Ex
24,12-13.15-18; 25–31; 31,18; 32,1-20.30-34; 34,1-4.27-29; Dt 9,7-21; 10,1-5)
para recibir las Tablas de la Ley, la Torá el pueblo esculpió el becerro de
oro. Hacer ese becerro de oro era el símbolo del poder y de la fecundidad; era
una profesión idólatra que manifestaba que el éxito y el poder lo da el dinero.
Este modo de pensar se degrada hasta el punto de hacer proyectos de cómo tiene
que ser Dios. Es aquí cuando entra en escena el trueque con Dios, ya que
deseamos estar cerca de Dios para que nuestros negocios, estudios, trabajos,
amores sean exitosos; pero si algo no nos va bien es entonces cuando renegamos
de Dios. Jesús es el Maestro y nosotros seguimos a uno que ‘no tiene dónde
reclinar la cabeza’ (cfr. Mt 8,20; Lc 9,58). Si eres un hombre que triunfa todo
el mundo de aplaudirá; pero sólo al Señor se le ha de tributar culto, no a
nosotros. El mundo tiene la mentalidad mezquina de tener dinero, de tener la
pensión garantizada…; y toda la vida gira en torno a eso. El ahorro y el
bienestar son las columnas de la sociedad. Que sube la docena de huevos y es
titular en las noticias de los telediarios manifestando una profunda protesta;
que se asesinan diariamente a niños en el seno materno y nadie escribe ni un
pequeño titular en la prensa ni en los partes de la televisión. ¿Cuáles son las
columnas de nuestra vida? Jesús nos propone vivir en la verdad. Esta sociedad
nos dice que lo importantes es el pan, la cama, la pensión, el futbol, etc.,
pero esto queda vacío porque nada de lo mundano sacia el corazón insaciable del
ser humano.
La tercera tentación fue la del alero del Templo: «Si eres hijo de Dios, tírate desde aquí; porque está escrito: Dará órdenes a sus ángeles para que te guarden; te llevarán en brazos y tu pie no tropezará en piedra alguna» (cfr. Lc 4, 9-10). Es la tentación de no querer seguir caminando. Es más, sólo caminaremos si Dios se manifiesta. Recordemos el episodio acontecido en Masá y Meribá, cuando el pueblo, sediento, tentó al Señor murmurando contra Moisés, y Dios hizo brotar agua de la roca para ellos (cfr. Ex 17,1-7; Sal 95,8-9; Dt 6,16; 9,22; Nm 20,2-13). Lo que aquí se está cociendo es que preferimos estar en la esclavitud comiendo aquellas cebollas y ajos de Egipto (cfr. Nm 11,5) antes que vivir en una situación de incertidumbre y de prueba. Por eso se exige que Dios se manifieste de nuevo; es tanto como decir a Dios que estamos dispuestos a seguirle con tal que Dios se manifieste. Y el Diablo que sabe que la salvación de Jesús pasa por el fracaso quiere tentarle con el éxito. El Diablo plantea hacer un chantaje para que Dios cambie los planes para mí. Lo que quiere el Diablo es que yo no sufra y a obligar a Dios a cambiar mi historia. Es no aceptar que en tu historia venga la cruz. Y la Palabra nos contesta al manifestarnos que no podemos proyectar nuestras insatisfacciones para huir de la cruz. No podemos obligar a Dios a cambiar nuestra historia para que nos beneficiemos. Y lo el Diablo te dice es claro: si tu historia no te gusta, refúgiate en el pecado. Si tu esposa no te da lo que tú quieres acudes a la secretaria o a la vecina para que te consuele y buscar lo que deberías de encontrar en tu hogar. El Diablo te está enseñando la catequesis de que Dios no te conoce ni te quiere.
En resumidas cuentas, el Tentador no se presenta como enemigo, sino como asesor “útil”. En sustancia le viene a decir: “Tú quieres cambiar el mundo. Tienes palabra, arrastras gente. Te falta una cosa: aprender a jugar como juegan todos. Domina, controla, seduce. Si piensas demasiado en los débiles, no llegarás lejos. Si quieres dejar huella, conquista poder” (cfr. Lc 4,6-7).
El enemigo sabe esperar su
momento:
La hora de la cruz.
Ese relato de las
tentaciones en el desierto termina con una frase enigmática: «El diablo se
alejó de él hasta el tiempo fijado» (cfr. Lc 4,13). Lucas usa la palabra
griega καιρός (kairós), que significa “momento
oportuno, ocasión clave”.
Ese καιρός
reaparece en el Calvario, aunque el término ya no se mencione: la misma
tentación de fondo —“piensa en ti, sálvate tú”— vuelve ahora en boca de
distintos personajes.
Lo cuelgan como maldito para
‘probar’
que Dios está contra él.
El contexto es
conocido. Pilato, presionado, entrega a Jesús para que sea crucificado (cfr. Lc
23,24-25). Lo asocian a dos criminales, para dejar claro que se le considera
peligroso. No bastaba con quitarlo de en medio: había que desacreditarlo del
todo. En la mentalidad de la época, alguien colgado de un madero era “maldito
de Dios” (cfr. Dt 21,23). El mensaje implícito: “Dios está de nuestra
parte, no de la suya”.
En el escenario del Calvario,
Dios se deja ver tal como es.
Lucas describe lo
que ocurre con una palabra griega que solo usa aquí: θεωρία (theōría),
“espectáculo” (cfr. Lc 23,48). El Calvario es un escenario alzado a las
afueras de la ciudad, en un lugar visible, para que todos puedan “ver la
función”. Pero el verdadero protagonista de esa escena no es Pilato, ni las
autoridades, ni los soldados: es Dios, que se deja ver de un modo totalmente
inesperado.
Este Rey reina sin trono de
oro,
sin manto y sin cetro.
Si contemplamos el
cuadro con calma, parece una coronación al revés. El “trono” es una cruz. No
hay palacio, sino un patíbulo. No hay manto de púrpura, sino un cuerpo desnudo
de alguien que lo ha ido entregando todo. No hay cetro: las manos están clavadas.
El cetro, al principio, no era un objeto decorativo, sino un bastón para
golpear, símbolo de un poder que dominaba por miedo. Jesús nunca ha tenido algo
así en las manos. A él lo golpean, y él no responde.
Nos gustaría un Dios que
‘ponga orden’;
nos encontramos con un Dios
que se deja matar.
Aquí aparece una
dificultad de fondo. A muchos nos resultaría tranquilizador un Dios que, de vez
en cuando, “pusiera las cosas en su sitio” castigando de forma visible.
Un Dios que “les hiciera pagar” a los malos y nos diera la razón a
nosotros. En el Antiguo Testamento quedaba muy claro esta idea: «El malo no
quedará sin castigo» (cfr. Prov 11,21); «¡Ay del malvado! Le irá mal,
porque se le dará la recompensa de sus manos» (cfr. Is 3,11); «Los malhechores serán
exterminados» (cfr. Sal 37,9-10); «Los impíos recibirán su merecido»
(cfr. Sab 3,10); «Dios no tendrá al culpable por inocente» (cfr. Nah
1,3). Es decir, un Dios hecho a imagen de nuestras ganas de venganza.
El Dios que se
muestra en el Calvario no es así: no golpea, se deja golpear; no manda matar,
se deja matar. Y eso no entra fácilmente en nuestros esquemas. San Pedro en su
primera carta nos lo escribe así: «Él, cuando lo insultaban, no respondía
con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos del que
juzga justamente» (cfr. 1 Pe 2,23).
La fuerza se ríe del amor…
y el amor sigue en silencio.
«En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús
diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el
Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le
ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los
judíos, sálvate a ti mismo».
A los pies de la
cruz hay soldados, sí, pero no son “suyos”. Son hombres arrancados de
sus casas, enviados a mantener el orden del Imperio en un país lejano, con otra
lengua y otra religión. A fuerza de vivir en la violencia, se les ha
endurecido el corazón. Se entretienen humillando a un condenado, le ofrecen
vinagre —si el vino, en la Biblia, suele expresar alegría compartida, el
vinagre es su lado agrio, el odio— y se burlan: «Si
eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (cfr. Lc 23, 36-37;
Sal 69,22). Solo respetan a quien demuestra fuerza.
Pilato se burla… y sin
saberlo, dice la verdad.
«Había también por
encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos».
Para muchos, es
una burla cruel: “Mirad cómo acaban los que se creen reyes”. El
evangelio de Juan añade que la inscripción estaba en hebreo, latín y griego
(cfr. Jn 19,20): la lengua de la fe judía, la del poder romano y la de la
cultura de entonces. Es un mensaje “universal”.
Las autoridades
religiosas protestan ante Pilato: «No pongas: “El rey de los judíos”, sino
más bien: “Este hombre ha dicho: Yo soy el rey de los judíos”. Pero Pilato les
contestó: Lo que he escrito, escrito está» (cfr. Jn 19,21-22). Sin
pretenderlo, afirma una verdad más profunda de lo que cree: el auténtico rey
está ahí, pero su forma de reinar no se parece a nada conocido.
Mirar, callar… y después
descubrir
que hemos participado en algo
injusto.
Alrededor de
Jesús, Lucas presenta varios grupos. Primero, el pueblo: «El pueblo estaba allí mirando» (cfr. Lc
23,35). No es una mirada neutral. Es la misma multitud que poco antes había
gritado: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (cfr. Lc 23,21). Ahora observa,
quizá con curiosidad, quizá con confusión. Más tarde, al marcharse, «se
volvieron golpeándose el pecho» (cfr. Lc 23,48); el gesto de quien toma
conciencia de haber participado en algo profundamente injusto.
La religión también puede
repetir
la voz de la tentación.
Después, las
autoridades religiosas; «los magistrados
hacían muecas a Jesús diciendo: «A otros ha salvado;
que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Tienen un objetivo
claro; que nada cambie en lo esencial. Quieren conservar su posición, su
prestigio, su control. Miran a Jesús y repiten la frase que recoge la tentación
de fondo: «A otros ha salvado; que se salve a
sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Dicho de otra
manera: “Si vienes de Dios, demuéstralo bajando de la cruz. Usa tu poder en
tu propio beneficio”. Es la misma idea de siempre: “No te desgastes.
Piensa primero en ti”.
En su mundo solo cuenta el que
gana;
el perdedor no merece respeto.
Luego están los
soldados
que, por su parte, no manejan grandes discursos, pero repiten lo mismo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Han sido educados para creer solo en la fuerza: respetan al que vence y se ríen
del que pierde.
Un crucificado repite el viejo
lema:
sálvate tú primero.
«Uno de los malhechores crucificados lo insultaba
diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Y, por último, los
dos malhechores crucificados con Jesús. Uno de ellos se suma al coro: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Lucas emplea el verbo griego βλασφημέω (blasfeméo) que indica ‘insultar, vilipendiar, hablar
impíamente, blasfemar, difamar, calumniar”. En concreto la frase griega es
«Εἷς δὲ τῶν κρεμασθέντων κακούργων ἐβλασφήμει αὐτόν»; que traducido es «pero
uno de los malhechores que habían sido colgados no paraba (de manera
insistente) de blasfemar contra él».
La
tentación llega hasta el extremo
Es la tercera vez
que aparece la misma propuesta: «Sálvate
a ti mismo». En lenguaje bíblico, el número tres suele
indicar algo llevado al extremo. La tentación ha llegado a su forma definitiva:
“Si realmente puedes, deja de pensar en los demás. Sálvate, baja, demuestra
quién eres”.
La verdad comienza cuando
dejamos de justificarnos.
Si Jesús hubiera
aceptado esa lógica, no habría cruz. Habría otro tipo de trono, visible,
respetado, eficaz. Pero habría dejado de ser fiel al modo de amar que ha
mostrado siempre y al rostro del Padre que ha venido a revelarnos.
El
otro malhechor mira la misma escena
de
manera muy diferente.
El otro malhechor
no se justifica, no se defiende. Dice con una honestidad que desarma a
cualquiera: «Pero el otro, respondiéndole e
increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma
condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo
pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Sabe que su vida no es precisamente ejemplar. La cruz era una pena reservada a
delitos graves, como los de Barrabás, preso “por un motín y por homicidio”
(cfr. Lc 23,19).
No tiene méritos:
solo se atreve a pedir que no
lo olviden.
Y, sin embargo, es
precisamente este hombre —el que cualquiera habría considerado “el más lejos de
Dios”— quien capta algo esencial de Jesús. No le llama “Señor”, ni “Hijo de
Dios”. Le llama por su nombre, “Jesús”. «Y
decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». No le
presenta méritos, no le promete hazañas. Solo se confía a su memoria: “No te
olvides de mí”.
Para Jesús, la salvación no es
‘algún día’, sino ‘Hoy’.
«Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en
el paraíso».
En medio de
burlas, insultos y desafíos, solo hay una voz que no pide espectáculo ni
venganza, sino cercanía. Y Jesús responde con una frase que condensa todo el
evangelio de Lucas: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
Ese “hoy” es una
palabra clave en Lucas. Aparece en momentos decisivos: «Hoy, en la ciudad de
David, os ha nacido un Salvador» (cfr. Lc 2,11); «Hoy se ha cumplido
esta Escritura que acabáis de escuchar» (cfr. Lc 4,21); «Hoy hemos visto
cosas extraordinarias» (cfr. Lc 5,26); «Zaqueo, baja enseguida, porque
hoy tengo que alojarme en tu casa (…). Hoy ha llegado la salvación a esta casa»
(cfr. Lc 19,5.9). Ahora, en la cruz: «hoy
estarás conmigo en el paraíso». No es una promesa vaga para un
futuro lejano; es algo que empieza ya, incluso en medio del fracaso aparente.
El ‘paraíso’ no es un cuento;
es la imagen de una vida en
plenitud.
La palabra
“paraíso” traduce el griego παράδεισος (parádeisos),
que procede del persa פַּרְדֵּס (pardés): un gran
jardín, un parque lleno de verde y agua. En la Biblia hebrea se relaciona con
el גַּן (gan), el “jardín” del principio (cfr. Gn
2,8). En todo el Nuevo Testamento, “παράδεισος” solo aparece tres veces: aquí,
en la promesa a este malhechor; en Pablo, que habla de haber sido «arrebatado
al paraíso» (cfr. 2 Co 12,4); y en el Apocalipsis, cuando se promete al
vencedor comer del árbol de la vida «que está en el paraíso de Dios»
(cfr. Ap 2,7). Normalmente, los evangelios prefieren hablar de “vida”, “vida
eterna” (cfr. Mt 19, 16.29; 25, 46; Mc 10, 17.30; Lc 10, 25; 18, 18.30; Jn
3, 15-16.36; 4, 14.36; 5, 24.39; 6, 27.40.47.54.68; 10, 28; 12, 25.50; 17, 2-3;
Hch 13, 46.48; Rm 2, 7; 5, 21; 6, 22-23; Gal 6, 8; 1 Tim 1, 16; 6, 12.19; Tit
1, 2; 3, 7; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 3, 15; 5, 11.13.20; Jds 21).
Cuando ya no hay tiempo,
bastan tres palabras:
conmigo, hoy, paraíso.
Pero en la cruz no
hay lugar para grandes explicaciones. Jesús tiene al lado a un hombre que se
muere. Le habla en un lenguaje que ese hombre entiende: “estar conmigo”,
“hoy”, “paraíso”. No le describe cómo será exactamente. Lo
esencial es esto; donde está Jesús, empieza el jardín, aunque alrededor
solo se vea violencia.
El primero que entra en el
jardín con Jesús no es un santo,
es un delincuente.
Si unimos esta
escena con el relato del Génesis, el contraste es fuerte. Allí, el ser humano
es expulsado del jardín por su pecado (cfr. Gn 3,23-24). Aquí, el primero que
entra en el “jardín” con Jesús no es un perfecto, sino un delincuente. No un
hombre de trayectoria intachable, sino alguien cuya vida está hecha pedazos. Si
tomamos en serio esto, se derrumban muchas imágenes de un Dios que funciona con
un “sistema de puntos”; tantas buenas obras, tanta recompensa.
Dios no lleva contabilidad de
méritos:
mira la necesidad real.
Jesús no interroga
a este hombre sobre su pasado. No le pide garantías de arrepentimiento, ni un
tiempo previo de purificación, ni una lista de buenas obras para compensar. Se
toma en serio una frase sencilla: «acuérdate
de mí cuando llegues a tu reino», y la convierte en un «hoy estarás conmigo en el paraíso». El
criterio no son los méritos acumulados, sino la confianza, aunque sea mínima.
Dios mira menos nuestro “expediente” que nuestra verdad.
Este pasaje incomoda porque
rompe nuestras cuentas.
No es extraño que
este episodio haya incomodado siempre un poco. La tradición, con el tiempo, ha
hablado del “buen ladrón” e incluso le ha dado un nombre, Dimas, en escritos
posteriores. Pero Lucas, en su relato, no suaviza nada. No dice que fuera
“especialmente bueno”, ni que llevara una doble vida de santidad escondida. Es
sencillamente alguien que, al final del todo, se atreve a confiar.
Dos Reinos:
el del ‘sálvate tú’ y el del
‘estoy contigo’.
Ante esta escena,
la pregunta ya no es teórica. El evangelio nos pone delante dos maneras de
vivir: por un lado, la lógica del «sálvate a
ti mismo», que repiten la tentación del desierto, las
autoridades religiosas, los soldados y el primer malhechor; por otro, la lógica
de Jesús, que se expresa en un «hoy estarás
conmigo en el paraíso»; la lógica de quien no se protege, sino
que se entrega; de quien no abandona a nadie, ni siquiera cuando ya no puede
esperar nada a cambio.
En cada conflicto elegimos:
Salvar la imagen o salvar al
hermano.
La primera lógica -salvar
la imagen- nos resulta muy familiar: protegerse, subir, asegurarse, no “perder”
por nadie. A corto plazo parece eficaz, pero acaba como todos los imperios de
la historia. La segunda -salvar al hermano- parece frágil, porque se basa en la
entrega y la misericordia; sin embargo, es la única que no se viene abajo. Si
queremos aterrizarlo, podemos mirarlo así: en nuestras relaciones, en los
conflictos, en las decisiones importantes, siempre podemos responder desde el “cada
uno que se salve como pueda” o desde algo más parecido a “acuérdate de
mí / estoy contigo”. La primera opción levanta muros; la segunda abre
espacio para que alguien vuelva a vivir.
A veces, la mejor teología cabe en cuatro palabras:
Jesús, acuérdate de mí.
Tal vez la oración
más sencilla, después de escuchar este evangelio, no sea un discurso largo,
sino una frase breve y honesta: «Jesús,
acuérdate de mí». Dicha de verdad, esa frase deja que su Reino
entre en nuestro propio “hoy”.





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