sábado, 29 de julio de 2017

Homilía del Domingo XVII del tiempo ordinario, ciclo a

HOMILÍA DEL DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a
           
Salomón lo que le pedía a Dios era “un corazón que escuche”, como escuchan los sabios a Dios, para hacer justicia al pueblo. Después de todas las guerras y batallas de su padre, el rey David, era necesaria una “etapa de sabiduría”, una etapa donde se hiciera el serio ejercicio del discernimiento a la luz de la fe, para atender al pueblo a él encomendado. Salomón pide a Dios un corazón sabio para gobernar al pueblo porque él sabe que el poder auténtico reside en la sabiduría.
Salomón pide al Dios un corazón que escuche para poder discernir lo bueno de lo malo. Para no dejarse engañar por lo malo cuando esté revestido con apariencia de bueno. Para no dejarse arrastrar por lo que pudiera pedir una mayoría de personas o por aquellos que tuviese como personas de confianza, «sino que pone su gozo en la ley del Señor, meditándola día y noche» (Sal 1, 2). Como el profeta que está abierto a la voz del Señor; como los matrimonios que unidos rezan y meditan la Palabra; como los presbíteros que se alimentan espiritualmente de lo que Dios les proporciona a semejanza del pueblo hebreo en el desierto; como las consagradas que afinan el oído para escuchar y poder entender lo que Dios las pide…
Muchas veces rezamos de este modo: Señor, que esté abierto a tu voluntad; que se haga en mí lo que tú quieras. Deseo adentrarme en tu divina voluntad. Santa Teresa de Jesús, en Camino de perfección (cap.32): «Y así como en nuestro Bien y Señor no puede haber cosa que no sea cabal, como es sólo de él darnos esta agua, da la que hemos menester y, por mucha que sea no puede haber demasía en cosa suya. Porque, si da mucho, hace hábil el alma para que sea capaz de beber mucho. Como el vidriero que hace la vasija del tamaño que ve es menester para que quepa lo que ha de echar en ella».
Muchas veces nuestra pequeñez, nuestros razonamientos… nos juegan malas pasadas, porque pensamos con criterios del mundo y no con los de Dios. Por eso es fundamental pedir a Dios un corazón sabio, un corazón que le escuche. Y en la medida que le vamos escuchando, Él nos va asistiendo y capacitando para llevar a cabo lo que Él desea de nosotros. Dios es el alfarero y nosotros esa vasija que ahora mismo estamos siendo moldeados en su taller personal. Con sus pies, estando sentado, van moviendo el volante que hace girar y girar la platina, y va tomando más arcilla depositada en el caballete para que tengamos mayor capacidad. Y para moldear nuestra particular vasija se toma de tiempo todo lo que pueda durar nuestra vida mortal.
Según nuestros propios razonamientos humanos, ¿qué sentido tiene que uno vaya y venda todo lo que tiene para poder adquirir un campo sólo porque allí hay un tesoro del cual uno no va a poder disfrutar? Destaco que ese hombre, el cual es un jornalero que trabaja en campo ajeno –porque si el campo fuera suyo ¿para qué lo iba ya a comprar?-, este jornalero descubre ese tesoro. Ese tesoro estaba escondido allí, como se solía enterrar las cosas valiosas, para garantizar la protección segura contra los ladrones. Por lo tanto, el nuevo dueño de ese campo mantendría enterrado el tesoro para evitar robos y los saqueos. Ese jornalero, y ahora nuevo dueño, actúa desde la más absoluta legalidad. El oyente de la historia del tesoro en el campo espera que se le cuente algo de lo que hizo con ese tesoro, por ejemplo del magnífico palacio que se edificó, o del cortejo de esclavos que adquirió o de las nuevas relaciones que fue adquiriendo con la alta clase social reinante en aquel entonces… Pero Jesús de esto no dice nada. ¿Entonces? La clave de interpretación nos lo proporciona ese «lleno de alegría». Es esa alegría la que supera a toda medida (es esa esposa que el Señor te ha puesto en el camino de tu vida para «ser una sola carne» y poder dar pasos en el camino de la salvación; es esa vocación consagrada que el Señor te regala para gozar de su divina presencia de un modo más cercano y privilegiado; es esa actuación divina que Dios ha hecho en tu vida y te ha dado un vuelco al darte cuenta de que Dios no es un personaje mitológico ni fantástico, sino alguien que realmente existe y se interesa por ti…). Es esa alegría que supera toda medida, que abarca lo más íntimo y con lo cual todo palidece ante el brillo de lo encontrado.

Lo decisivo los dos personajes de la parábola no es la entrega o el sacrificio que hicieron para adquirir ese campo o esa perla.  Lo decisivo es el motivo de esa decisión, el ser subyugados por la grandeza de su hallazgo. Se dieron cuenta de que lo que habían descubierto les proporcionaba una gran alegría, una alegría desbordante, sin límites..., conduce a la comunión con Dios y que impulsa con convicción y gran gozo hacia la entrega más apasionada por anunciar el Evangelio. Nos está hablando del seguimiento de Jesús. Cuando uno descubre la riqueza de ser cristiano es entonces cuando se da cuenta de que sólo teniendo al Señor como constante modelo uno puede brillar con plenitud. Este amor descubierto se puede dar en silencio, sin tocar trompetas. Uno no piensa ya en reunir tesoros en la tierra, sino en poner sus bienes en las manos de Dios. Salomón pidió a Dios “un corazón que escuche” para discernir lo bueno de lo malo, nosotros tenemos un regalo aún más importante: la presencia del Espíritu que pone su morada en nuestra alma generándonos una alegría desbordante y ofreciéndonos razones, más que de sobra, para entregarnos por amor, aunque el mundo no lo llegue a entender.

sábado, 8 de julio de 2017

Homilía del Domingo XIV del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a
            Dentro de la comunidad de los cristianos en Roma se daban ciertas tensiones y divisiones: Que esa tierra es mía; ya no te hablo porque aquella vez me dijiste esto; como no me fío de ti me reservo esta información aun sabiendo que te podría ayudar; me voy a casar pero el tema de los hijos es algo que únicamente forma parte de la decisión de la pareja; niego que tengo rencor en el corazón a un hermano para ahorrarme en tener que acercarme a él y pedirle perdón; me toca preparar la liturgia –con todo lo que ello acarrea de tiempo y dedicación- pues lo hago rápidamente porque creo que a Dios no le importará que se lo haga pronto y mal ya que tengo muchas cosas que hacer; no me atrevo a decir nada a esta persona porque o bien le tengo miedo o bien puedo perder la amistad con ella, y al estar hipotecado por los afectos callo aun sabiendo que debería de hablar para corregirla y ayudarla, etc…
Mencionadas tensiones que se manifestaban en el exterior procedían y proceden del interior del corazón humano. El ‘vivir según la carne’ es tanto como existir dentro de las coordenadas de latitud y de longitud de todo lo pequeño y caduco que tenemos cada uno de nosotros. Es decir, todas aquellas pasiones, pretensiones humanas, o cualquier planteamiento del tipo que sea, que nos ayude a ‘sentirnos alguien’. Cada cual sabe dónde le aprieta el zapato. Pero, ¿en estas coordinadas ‘según la carne’ encontraremos la felicidad? No. Podemos encontrar reconocimiento y aplausos humanos, envidias y ‘diles y diretes’, pero, como dice la Escritura –en la primera carta de San Juan-: «El mundo y todos sus atractivos pasan. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17).
            San Pablo en su carta a los Romanos nos dice que alcemos la mirada a lo alto, tal y como hicieron los israelitas en el desierto al clavar su mirada en aquel estandarte con forma de serpiente de bronce. Nos dice que ‘estamos sujetos al Espíritu’, al mismo Espíritu del que resucitó a Jesucristo de entre los muertos, y de ese modo, ese mismo Espíritu Santo nos vivifique. San Pablo cambia totalmente nuestras coordenadas para reubicarnos en la latitud y longitud de lo imperecedero y de todo aquello que tenemos en nuestra alma y que participa del mismo ser divino. Cuando uno se encuentra en esas coordenadas ‘según el Espíritu’, va descubriendo las cosas de Dios. La Palabra nos enseña: «El Espíritu, en efecto, lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios. (…). No hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios gratuitamente nos ha dado» (1 Cor 2, 10-12).

            Poder descubrir, escuchar y entender el lenguaje del Espíritu es una gracia divina, ya que Él nos ha de abrir el oído para que arda nuestro corazón, abra nuestro entendimiento y procedamos en nuestra vida a fijarnos horizontes y coordenadas existenciales movidos únicamente por el discernimiento procedente de Aquel que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. 

domingo, 2 de julio de 2017

La Señora de Éfeso

Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, ciclo a

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo a
            Nos cuenta la Sagrada Escritura que Dios no se manifestó a Elías ni en el viento fuerte e impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego. Dios estaba en la suave brisa, en el ligero susurro (1 Re 19, 9-13). Dios se manifiesta en la suave brisa, símbolo de la intimidad que mantiene con él.
            Hoy somos testigos de una historia de intimidad entre una mujer sumita con Dios. Las personas que pasan desapercibidas a los ojos del mundo nos pueden estar ofreciendo una lección de amor muy importante.
            Ante las molestias que se tomaron la mujer sumita y su esposo al hacer en la terraza de su casa una habitación donde pudiera descansar el profeta Eliseo. De tal forma que tanto el profeta como su siervo les están muy agradecidos y les preguntan que qué cosa pueden hacer por ellos. Eliseo les comenta que él goza de importantes influencias, ya que conoce al rey y al jefe del ejército y eso supondrían para ella una mejora considerable  en sus condiciones de vida. Pero ella no quiso nada de eso. Eliseo es un hombre lleno del Espíritu del Señor y las cosas que dice o hace no lo plantea al ‘buen tun tun’, sino con una enseñanza profunda. Eliseo está realizando un escrute del corazón de esa mujer sumita. Le está preguntando a esta mujer de Sunam cosas tales como ¿dónde tiene puesto su corazón?, ¿cuáles son los ídolos que están condicionando su vida?, ¿aceptas la historia que Dios está haciendo contigo? Hermanos, ¿qué hubiéramos contestado nosotros?

            Ella, con su forma de actuar manifiesta externamente lo que llevaba en el corazón: nada necesita, no quiere nada que le pueda molestar para poder estar cerca de Dios. Y como su corazón es recto y su conducta agrada a Dios, el mismo Dios de boca de Eliseo promete a esa mujer mayor y estéril que concebirá un hijo. Aquel que se pone confiadamente en las manos del Todopoderoso jamás se verá defraudado. Y ese hijo nacerá y siendo niño morirá. Es un revés y una desgracia muy fuerte, que desgarra cualquier corazón y una prueba de fuego para comprobar en quien o en quienes tiene uno puesto su confianza. Ese hijo se le muere estando recostado en el seno de su madre. Su madre podría haber acabado loca o renegando de Dios o cometiendo cualquier salvajada. Sin embargo esperó en el Señor y con el alma muy dolorida mandó a buscar a Eliseo para que con su actuar y con sus palabras pudiera obtener la fuerza necesaria para afrontar este inmenso dolor. A lo que Dios la volvió a premiar reviviendo a su hijo muerto. Ese hijo muerto representa aquellas cosas que nos hacen sufrir en la vida y que únicamente con la gracia divina y la luz de la Palabra podremos, tarde o temprano, poder sanar. 

Homilía de la Solemnidad del Corpus Christi 2017

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI 2017
            Hay películas españolas, de aquellas que mostraban la España de los años sesenta y setenta, muchas de Paco Martínez Soria o de Gracita Morales, que de un modo muy ingenioso mostraban los orígenes humildes de aquellos que ‘ahora se creían algo’. Esa famosa frase de Gracita Morales que, haciendo el papel de sirvienta en una casa, descubre por medio del nombre de su ‘señora’ sus orígenes humildes: «¡¡Tanta Lucy, tanta Lucy y se llama Luciana!!». O cuando Paco Martínez Soria, en la película “La ciudad no es para mí” se presenta en todo el centro de Madrid, llegado del pueblo, con una gallina viva para llevársela a su hijo médico de gran prestigio. O cuando Paco Martínez Soria llevó desde el pueblo el enorme retrato de su mujer para colgarlo en la pared de la casa de su hijo que vivía en la ciudad. Que quitando un cuadro valioso del salón lo colocó allí y durante la película fue colgado y  descolgado el retrato llegando a parar hasta en la despensa de la cocina, hasta que al final se terminó imponiendo el retrato en el salón.
Con muchas notas de humor recordaban a esos que ‘ahora eran algo’ que antes no eran así y que si ahora están bien situados es porque antes han luchado para que ellos salieran adelante. Y esto, cuando uno está bien situado, lo tiende a olvidar.
Parece que es como si uno pensara, tal y como dice el libro del Deuteronomio «con mis propias fuerzas he conseguido esto» (Dt 8, 17). Por eso nos dice la primera de las lecturas: «No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible (…)». Estas palabras son para ti y para mí. Y me voy a explicar. El pueblo de Israel se disponía a cruzar el Jordán para ir a conquistar aquel terreno, ir a tomar posesión de aquella tierra. Se encontraban ya en los umbrales de la tierra prometida. De tal modo que el paso del Jordán representa la puerta de acceso al país de Canaán. Ahora tenían ya todo aquello por lo que habían luchado durante cuarenta años, sumando los que llevaban en la esclavitud de Egipto.

Lo mismo nos puede pasar a cada uno de nosotros: uno puede tener el novio o novia de sus sueños y casarse con él; uno puede tener un trabajo en aquello que ha estudiado y se ha preparado; uno puede ya alcanzar en la vida aquello que anhelaba… uno puede estar ya en Canaán, en la tierra prometida… y olvidarse de las cosas tan grandes que Dios ha realizado en uno. Llegando a pensar, equivocadamente, que con nuestras propias fuerzas hemos conseguido todo, a lo que la Palabra nos recuerda: «No vence el rey por su gran ejército, ni se libra el guerrero por su gran fuerza; de nada sirve el corcel para salvarse, ni con todos sus bríos proporciona la victoria» (Salmo 33, 16-17). Moisés bien nos lo recuerda a todos: si no hubiera estado el Señor de nuestra parte, y si no nos hubiera dado de comer de su pan y de beber de aquella roca de la que brotaba el agua, poco o nada hubiera quedado de nosotros.