viernes, 27 de mayo de 2011

Novena a Ntra. Sra.del Monte o del Rasedo 8


DÍA OCTAVO DE LA NOVENA 2011


MARÍA, NUESTRA MADRE.



Trasladémonos con mente y corazón al Calvario, a los pies de la cruz. Allí está Jesús, clavados manos y pies al duro leño; las últimas gotas de su sangre gotean de sus llagas hasta la tierra; su cabeza ceñida por la corona erizada de espinas no tiene dónde apoyarse; el peso de su cuerpo divino agranda más cada vez las heridas de los clavos, que le tienen colgado entre el cielo y la tierra… Él, pues, ha dado todo por nosotros y nuestra salvación: ha dado sus preceptos y enseñanzas divinas; nos ha dado sus méritos y su gracia para actuarlos; ha realizado sus milagros para confirmar a sus discípulos en la fe; ha dado los Sacramentos y aún a sí mismo en la divina Eucaristía; y ahora, en fin, está dando su sangre toda y su vida para la redención de los hombres… ¿Qué más puede dar?. Jesucristo vuelve en torno sus ojos divinos velados por el dolor: mira cerca de sí las dos criaturas a quienes ama más que cualquiera otra, María, su Madre y el discípulo Juan. En su infinita bondad y poder no le queda otra cosa que darnos a su Madre. Le dice pues, a Ella en su última mirada, en que brilla todo su amor divino y humano: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Y luego, volviéndose al discípulo predilecto: «Hijo, ahí tienes a tu madre». Jesucristo ahora lo ha dado todo, aún sus afectos más queridos. Desde ese momento en Juan, según la interpretación de los Santos Padres y de la Iglesia, hemos sido hechos hijos de María, y María ha venido a ser nuestra Madre.


Sí, nosotros somos hijos suyos, pero no sólo, si nos mantenemos fieles como el Apóstol predilecto, sino también aún más, si somos pobres pecadores. Una madre, en efecto, no deja de amar a sus hijos cuando los ve extraviados por los errores y los vicios; los ama aún más y no deja de atraerlos al buen camino.


Que consuelo para nosotros saber que tenemos a María por Madre; que ella nos ama, como la Madre más tierna; que ella nos acompaña siempre con su mirada materna, tanto si somos virtuosos, como si caemos miserablemente; que nos protege continuamente en vida y muerte con su ayuda poderosa.


María es la vez Madre nuestra amorosa y omnipotente. Las madres de la tierra, aunque aman tiernamente a sus hijos, muchas veces quieren ayudarles, pero no pueden, porque su amor es limitado en sus posibilidades y medios. No es así María; ella no sólo nos ama como la mejor de las madres, sino que es al mismo tiempo poderosísima ante su divino Hijo. Debemos pues, tener para con ella la confianza más plena; en cualquier angustia, en cualquier necesidad espiritual o temporal recurramos a Ella, y Ella –estemos ciertos- interpondrá su omnipotencia intercesora ante Dios. Pero recordemos que debemos pedir ante todo las gracias espirituales que necesitamos para el alma; y después, y sólo después, y en plena conformidad con la voluntad de Dios, los auxilios temporales y la liberación de los males y dolores de este mundo.


Pidámosle pues, a María todo cuanto queremos y deseamos; pero antes que nada, pidámosle que nos haga santos; pidámosle, a saber, la virtud y la perseverancia final.


Finalizo con la oración de San Bernardo a la Santísima Virgen María:


«Acuérdate, oh piadosísima


Virgen María, que jamás se ha


oído decir que ninguno de los


que han acudido a tu protección,


implorando tu asistencia y


reclamando tu socorro, haya


sido desamparado de ti. Yo,


animado con esta confianza, a ti


también acudo, oh Madre, Virgen


de las vírgenes. Y aunque


gimiendo bajo el peso de mis


pecados, me atrevo a comparecer


ante tu presencia soberana;


no desprecies, oh Madre de


Dios, mis humildes súplicas,


antes bien acógelas benigna y


despáchalas favorablemente.


Amén».

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