La Razón – Álex Navajas -
Los católicos españoles nos hemos acostumbrado, a lo largo de toda nuestra historia, a que nos lo dieran casi todo hecho. Tenemos nuestros templos, vamos a misa cuando nos toca, nos ponemos de pie, de rodillas, nos sentamos, nos santiguamos y nos vamos, pero en eso de ayudar a la Iglesia en sus necesidades hemos sido bastante raquíticos.
Gastarnos 30 euros en una cena con amigos, en una camisa o en un capricho cualquiera nos puede parecer razonable, pero echar esa misma cantidad en el cepillo de una iglesia se nos antoja una barbaridad. Luego, claro, nos quejamos de que el cura no encienda la calefacción en la parroquia o de que «ya podría pintar la iglesia por dentro, que está hecha una pena». No hay más que ver cómo suelen ir los cestos en las misas de los domingos, en los que apenas se encuentran billetes. Si alguien necesita cambio para el parquímetro o para la máquina de tabaco, antes que a una cafetería, lo mejor que puede hacer es recurrir a una parroquia.
A la entrada de una iglesia madrileña, el sacerdote colgó una pequeña pancarta con un lema curioso: «La misa es gratis. La luz, no». Logró hacer mella en muchos de sus feligreses, quienes se dieron cuenta de que, hasta el momento, apenas habían ayudado a sostener su parroquia, y se dispararon las colaboraciones. La Iglesia ha pedido ayuda a través de la campaña de la Declaración de la Renta que en estos días está tocando a su fin. Ojalá hayamos cumplido.
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