martes, 2 de marzo de 2010

Reflexión sobre el DÍA DEL SEMINARIO DIOCESANO

RETIRO DEL DÍA DEL SEMINARIO 2010

“Por entonces subió Jesús a la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos, y los nombró apóstoles…” (Lc. 6, 12s).

I. Nosotros, los sacerdotes,

hemos sido engendrados en la oración de Jesucristo.

La elección de los discípulos es un ACONTECIMIENTO DE ORACIÓN; ellos son, por decirlo así, ENGENDRADOS en la ORACIÓN, en la familiaridad con el Padre. Así la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional, un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está anclada en Él. También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús cuando nos dice: “Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9, 38).

Nuestra vocación sacerdotal ha sido engendrada en ese diálogo fecundo que ha mantenido el Hijo con el Padre. Dios ha pensado en cada uno de nosotros y te ha elegido y me ha elegido porque Él ha querido. A quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por Él mismo para este servicio. El Evangelista San Marcos nos dice que “Jesús llamó a los que quiso”.

Uno no puede hacerse discípulo por sí mismo, sino que es resultado de una elección, una decisión de la voluntad del Señor basada, a su vez, en su unidad de voluntad con el Padre.

II. Es una CERTEZA INTERIOR que te impulsa a dejarlo todo.

El Santo Padre, Benedicto XVI, en su libro “Jesús de Nazaret” nos instruye muy bien en esta certeza interior que te impulsa a dejarlo todo para seguir a Jesucristo.

Jesucristo instituye a los Doce con una doble misión: para que estuvieran con Él y para enviarlos. Tienen que estar con Él para conocerlo, para tener ese conocimiento de Él que las “gentes” no podían alcanzar porque lo veían desde el exterior y lo tenían por un profeta, un gran personaje, pero la gente no llegaba a percibir su carácter único. Los Doce tienen que estar con Él para conocer a Jesús como el Hijo de Dios encarnado y para irse dejando conquistar por el amor de Dios manifestado en Cristo. El modo de proceder del Señor no es el de la imposición ni el de la conquista: Así es como obran los que tienen una mentalidad belicista que terminan arrollando al personal. El modo de proceder el Señor es la PROPUESTA.

Cristo propone con una mirada que llega al corazón. “Jesús, poniendo los ojos en él, lo amó” nos dice el Evangelista San Marcos refiriéndose al Joven Rico. Jesús, mira “volviéndose a la mujer pecadora” reconociendo el amor y la necesidad del perdón de esta mujer cuando esta mujer lavó sus pies con sus lágrimas y los enjugó con sus cabellos (Lc 7,44). “Jesús levantó los ojos” cuando atravesaba la ciudad de Jericó y subido a una higuera encontró a Zaqueo (Lc 19, 1-10), una mirada que busca salvar lo que estaba perdido. Cristo propone con una mirada que enamora el corazón.

Dios normalmente no suscita en un muchacho la idea del sacerdocio. Dios lo puede hacer, pero normalmente no lo hace. Dios suscita el encuentro de un muchacho con un sacerdote. Un seminarista, en su autobiografía habla así del sacerdote que más ha significado en su infancia:

«Don Isidoro, su figura creo que no me abandonará jamás: encierra al hombre que se entrega totalmente a Cristo, imitándolo en su darse a los otros, hasta dar su vida por ellos. Era un santo: pienso que no fui el único que en los días de su muerte pidió al Señor poder parecerse a él». En otras palabras; la hipótesis del sacerdocio nace en un chico por la fascinación de totalidad que ve vivir en un sacerdote. No se impresiona tanto por las cosas que hace el sacerdote, cuanto por lo que el sacerdote es.

¿Y quién es el sacerdote para un muchacho?. Es un padre. En el sacerdote el chico ve un hombre que, a través de lo que hace, muestra un interés especial por las personas que tiene delante, un interés que no se limita a aspectos particulares o sectoriales de su vida, sino que es un interés desinteresado por la persona, por el destino personal. Esto es lo que fascina y atrae al muchacho; esto es de lo que Dios se sirve para hacer nacer en él la hipótesis de la vocación sacerdotal.

El testimonio de otro seminarista nos cuenta esto:

«Aquel hombre viejo, tan humilde y tan digno a la vez, tan consumido y débil y sin embargo tan fuerte y ardoroso, me conquistaba frase a frase, palabra a palabra. Pensaba en mi padre, de quien no recordaba la cara (había muerto cuando él era muy pequeño) y me llenaba de piedad y de admiración: él me había sido quitado para que pudiera descubrir más dramáticamente y por tanto más profundamente la experiencia totalizante de ser un padre, del Padre».

El chico queda fascinado por la madurez del sacerdote, por la autoridad de su propuesta, por el hecho de que afronta la vida. Viviendo junto a él, el sacerdote tiene algo que él, el chico no tiene y querría tenerlo, que él no es y querría ser. Algunos de los seminaristas que ahora tenemos en el seminario han señalado la presencia del sacerdote que no los a apartaba de su vida cotidiana y normal, sino que los acompañaba, mostrando cómo el estudio, los afectos, las dificultades, los proyectos para el futuro… todo sería más verdadero, más bello y más grandioso siguiendo a Cristo.

Es en el interior de una vida normal donde se capta de extraordinario de Jesús. Esto es lo que impresiona al joven: ver en el sacerdote no a un especialista de la oración o de la liturgia, ni tampoco un mero organizador de juegos y de excursiones, sino un verdadero hombre que ha encontrado en Cristo el desarrollo más auténtico de su inteligencia y la plenitud de su vida afectiva. A este propósito ha escrito otro muchacho:

«Al estar con don Antonio sentía una tensión por entender cómo era posible que un sacerdote pudiera vivir de ese modo, porque también a mí me hubiera gustado vivir así, tratar a las cosas y a las personas como lo hacía él».

Al ser la vida normal el lugar donde se muestra lo excepcional de la vida cristiana y sacerdotal, se comprende entonces qué importante es que la presencia del sacerdote atraviese aquellos ambientes donde los jóvenes pasan la mayoría de su tiempo, como la escuela.

«El aspecto más positivo de los años del Instituto –cuenta un seminarista llamado José- estuvo para mí en el profesor de religión, don Fabio. No tuve nunca con él una relación estrictamente personal o confidencial, pero la autoridad y la credibilidad de la propuesta con que me hablaba de Cristo durante las clases me parecían ofrecerme lo que realmente faltaba a mi experiencia de fe hasta ahora».

Cuando el sacerdote está presente en el ambiente de vida del muchacho, su misma figura se convierte en un signo, un reclamo para la vocación:

«Siguiendo a don Francisco, el sacerdote que estaba en el Instituto, percibí la grandeza de una vida gastada por Cristo, una vida que también yo quería vivir –son las palabras de otro seminarista de España-, y así el último año del Instituto me decidí a decir lo que sentía a un sacerdote y es así como comencé un periodo de verificación de la vocación».

En una frase: Es una certeza interior que te impulsa a dejarlo todo.

III. En un CAMINO DE ENTREGA al estudio, a la oración y al apostolado.

“Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto lo corta, y todo el que da fruto lo poda para que dé más fruto. (…). Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15).

El Seminario es un plantel, un vivero. La cepa vieja es JESUCRISTO. Se han cogido sarmientos y se han injertado en Cristo. Esos sarmientos se aplican a la otra planta, que es Cristo, y se sueldan con Él para que la savia procedente de las raíces vaya fluyendo por los vasos de los nuevos tallos. Los sarmientos son los seminaristas que vienen cada cual con su historia, con su realidad y con sus ilusiones. Los formadores y el director espiritual somos los encargados de irles injertando en Cristo para que la savia de Cristo también vaya circulando por ellos.

Los jóvenes de hoy saben que el sacerdote juega un papel esencial en su crecimiento espiritual. Buscan en el sacerdote no el especialista en pastoral juvenil, sino al pastor bueno y cercano que les muestre a Jesucristo, que sea testigo de la fe y del amor del Señor por su pueblo.

Desde el testimonio orante del sacerdote irá suscitando en el joven el hambre por la experiencia de Dios, la necesidad de la oración diaria, la frecuencia en la participación en la Eucaristía, la práctica habitual de la lectura de la Palabra de Dios y el gusto por el sacramento de la Reconciliación.

El seminarista, como todo sarmiento injertado a la vid, precisa de unos cuidados.

El sarmiento se vuelve más consistente, aumenta en grosor, y empieza a ser una pequeñita cepa y de él van surgiendo otros sarmientos menores. Es entonces cuando hay que empezar a destallar, o sea, quitar tallos para que sólo broten los fuertes. El formador, para ayudar a crecer al chico, debe de corregir los hábitos negativos del muchacho, pedirle que redoble fuerzas en su vida de oración, que no se rinda en el trabajo, que modere su genio, que empiece en pensar en los demás, que cuando peque se confiese con frecuencia, que no busque el placer ni la comodidad, que cuide sus amistades y que sepa rectificar después de sus caídas pidiendo fuerza al Señor para seguir. Dicho con otras palabras: El formador, con la ayuda del Espíritu Santo, va podando aquellos tallos que obstaculizan al seminarista en su camino hacia Cristo. Podando esos sarmientos débiles van adquiriendo mayor consistencia los demás hábitos positivos y robustecer a la nueva y débil cepa.

A las cepas hay que sulfatarlas para librarlas de las plagas de hongos y de insectos. Las plagas de hongos brotan de uno mismo, tan pronto como se despista de la vida de oración y la confesión la va abandonando… espiritual y vocacionalmente uno va enfermando. Pero también puede ser una plaga de insectos la que ataque a la nueva cepa. Insectos como las orugas que vienen de fuera, un grupo de amigos que le perjudican, el no mantener un trato frecuente con el sacerdote de su parroquia, el dejar que la mirada demasiado libre,… entre otras cosas. Por eso es importante sulfatar la cepa con la corrección fraterna, con el acompañamiento y la constante oración por los seminaristas.

Pasa el tiempo y, de suyo, se deja madurar los racimos. Si la cepa tiene muchos racimos, para que la cepa de uva de calidad, se opta por quitar algunos racimos, por eso se seleccionan los racimos mejores y se desechan los peores. Muchas cosas y muy buenas puede estar haciendo el seminarista, pero debe de seleccionar las auténticas motivaciones para hacer lo que hace: La única motivación debe ser Cristo.

Y el último paso a seguir es, cuando la uva ya se encuentra madura es cuando se procede a la vendimia. Y la vendimia es cuando la Iglesia te llama para ser ordenado sacerdote de Cristo.

En todo este camino que recorre el seminarista es fundamental la santidad de vida de los testigos. Sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Animar, sostener y orientar su crecimiento espiritual y su madurez humana; el contrastar desviaciones o equívocos en ese crecimiento espiritual; el abrir nuevos caminos en su forma de orar y de llegar a Dios, así como ayudar a discernir por dónde le quiere el Señor es la tarea que todos los sacerdotes, junto con los formadores, estamos llamados a realizar para que estos chicos tengan toda su vida injertada en la vid verdadera que es Cristo.

IV. SER SACERDOTE es un REGALO que no se puede merecer.

“No os llamo ya siervos… A vosotros os he llamado amigos, porque lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15)

Durante la celebración de la Última Cena Jesucristo pronunció estas palabras, dirigidas a los Apóstoles, al instituir el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, a la vez que les encargaba: «Haced esto en conmemoración mía» (Lc 22,19).

Estas palabras están relacionadas de modo particular con la vocación sacerdotal. Cristo hace sacerdotes a los Apóstoles, confiando en sus manos el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Este Cuerpo que será ofrecido en la cruz, esta Sangre que será derramada (ahora bajo las especies de pan y vino) constituyen la memoria del sacrificio de la cruz de Cristo.

En el Cenáculo, Cristo llama a los Apóstoles amigos porque les ha entregado su Cuerpo y su Sangre. Desde aquel momento, realizando sacramentalmente este sacrificio, debían obrar en su nombre, representándole personalmente, “in persona Christi”.

La vocación es ante todo INICIATIVA DEL MISMO DIOS. Continuamente Dios llama al sacerdocio a personas concretas. Es impresionante la descripción que de esta llamada hace el profeta Jeremías:

«Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía» (Jr 1,5). El “conocer” de Dios es elección, llamada a participar en la realización de sus planes salvíficos. El profeta Jeremías sigue refiriéndose a la Palabra de Dios que se le dirigió y que le continuaba diciendo: «Antes que nacieses, te tenía consagrado». La consagración a Dios ES DEDICACIÓN PLENA, TOTAL DE POR VIDA, a un encargo o misión, bajo la acción del Espíritu Santo que unge y envía. Por la ordenación sagrada el sacerdote participa de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, «ungido y enviado por el Espíritu Santo para anunciar a los pobres la Buena Noticia» (Lc 4,18).

De ahí que el compromiso del sacerdocio lleve el sello de lo eterno. Los sacerdotes somos consagrados para siempre. No es una decisión sujeta al vaivén del tiempo ni a las vicisitudes de la vida. Ni tampoco puede fundarse en sentimientos o emociones pasajeras. Implica, como el verdadero amor, la permanencia de la fidelidad. Los sacerdotes somos llamados a estar siempre con el Señor, a perpetuar día a día su amistad para moldearnos en su Corazón. Sólo a la luz de este amor divino comprendemos y vivimos las exigencias evangélicas del sacerdocio ministerial.

En la vocación sacerdotal se experimenta el contraste entre la fuerza y la santidad del Maestro que llama, y la fragilidad y pequeñez de quien es elegido. El temor ante la sublimidad, la excelencia y la magnitud de la misión que se nos encomienda lo estamos experimentando; pero también sentimos la seguridad y la alegría de saber que es Jesús quien nos llama, que Él estará siempre con nosotros y nos da las energías y la alegría para ser fieles a su servicio. Él nunca abandona a los suyos.

Participamos de modo singular en el sacerdocio de Cristo. Aunque «todos hemos recibido de su plenitud» (Jn 1, 16), cada uno participa de este «don de Cristo» (Ef 4,7) según las gracias o carismas particulares, siempre al servicio de la comunidad eclesial que es comunión de hermanos. En la medida en que amamos gozosamente nuestro sacerdocio, nos sentimos llamados a apreciar, respetar, suscitar y cultivar los otros carismas de la comunidad eclesial.

La identidad sacerdotal es pues una realidad gozosa que se experimenta cuando amamos el don recibido para servir mejor a los demás, con la actitud de “dar la vida” como el Buen Pastor (Jn 10,15).

Si la vocación sacerdotal es un don tan grande para la Iglesia, ello quiere decir que los sacerdotes no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino que somos propiedad de Cristo que vive en la Iglesia y que nos espera en los múltiples campos del apostolado. Pertenecemos a Cristo y pertenecemos a la Iglesia, que es su «Esposa inmaculada», «a la que Cristo amó hasta darse en sacrificio por ella» (Ef 5, 25).

El amor a Cristo y el amor al sacerdocio no serían posibles sin amar hondamente a la Iglesia, sintiéndonos en plena comunión con el Obispo y con el Romano Pontífice; una Iglesia que, a pesar de las limitaciones propias de su condición peregrina, no deja de ser el Cuerpo de Cristo, su Esposa y el Pueblo de Dios.

V. Ser sacerdote es REVESTIRSE DE CRISTO.

En la Exhortación Apostólica PASTORES DABO VOBIS, en el número 46 nos ilustra diciendo esto: «En nuestra cultura no falta valores espirituales y religiosos, y el hombre –a pesar de su apariencia contraria- sigue siendo incansablemente un hambriento y sediento de Dios». La Exhortación Apostólica sigue exponiendo lo siguiente: «El Decreto del Concilio Vaticano II sobre la formación sacerdotal OPTATAM TOTIUS, en el número 8, (…) relaciona la íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús con una forma de amistad». Y la Exhortación Apostólica insiste de este modo: «El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor espiritual: ‘la búsqueda de Jesús’, ‘enséñeseles a buscar a Cristo’. (…)». Ese deseo de búsqueda para que, una vez que tenga un encuentro con Él, una vez que ‘encuentre’ al Maestro pueda mostrarlo a los demás y, mejor aún, para suscitar en los demás el deseo de buscar al Maestro.

El sacerdote es la persona enamorada DE Cristo; el Sacerdote es el que tiene que estar injertado en cristo. El sacerdote se ha encontrado con el Maestro, reconoce todo lo bueno y todo lo que el Maestro le ha aportado… y desea comunicarlo a todos los hombres para que todos los hombres puedan ir adquiriendo ese deseo de buscar a Jesucristo.

La labor de un sacerdote, además de consolar y de ser guía espiritual, es ser alguien que, como decía San Pablo, administra los misterios de Dios. El sacerdote es el que lleva los sacramentos a la vida del pueblo de Dios.

Cuando yo digo «Éste es mi Cuerpo entregado por vosotros», yo me estremezco, ¿quién soy yo para hacer esto?, ¿quién soy yo?. Tener los poderes de Dios de invocar al Espíritu Santo sobre el pan y el vino. Y ofreciendo la Sangre del Hijo de Dios a su Padre, pidiendo misericordia, invocando sobre el mundo la misericordia del Padre, mientras levanto el Cáliz, sabiendo que ese Cáliz está lleno de la sangre que brotó de su Sagrado Corazón.

Ciertamente no falta en los muchachos la fascinación de la celebración de los sacramentos, vistos al principio como algo absolutamente misterioso y extraño, pero atractivo. Esta una de las tantas razones para celebrar la liturgia con la solemnidad que precisa. Esta experiencia vivida en la infancia la testimonia un seminarista de Getafe:

«Me acuerdo que mientras estaba con mi abuela (tenía cuatro años), fuimos a encender una vela en la capilla de la Virgen y vi a un sacerdote que decía Misa en el altar mayor. Aún hoy no sabía explicar la fascinación que experimenté. Solo recuerdo que pregunté a mi abuela quién era ese hombre y qué estaba haciendo. Me respondió que era un sacerdote y que decía Misa. Qué quería decir eso sinceramente no lo sabía, pero dije que de mayor quería ser sacerdote».

Se trata de una experiencia común a muchos que, a menudo desde niños, son alcanzados por la presencia del Señor que parece atraerles a Sí de una manera misteriosa. Por eso es muy importante la figura de los monaguillos en nuestras parroquias. Tener monaguillos que ayuden en el Altar y que sean objeto de una especial tarea pastoral hacia ellos y con sus respectivas familias. Los monaguillos de las parroquias deben ser, como de hecho lo es en muchas diócesis, la cantera para poder luego ir al Seminario Menor.

Un sacerdote ya entrado en años de esta diócesis me contaba lo siguiente:

«Desde pequeño había notado que el sacerdote es el que puede estar más cerca de Jesús durante la Misa. La presencia de Jesús es, en efecto, el primer recuerdo claro y fuerte que tengo de mi infancia. Cuando mi madre volvía al banco después de comulgar, me apoyaba sobre su vientre para estar más cerca de Jesús, aunque no podía todavía comulgar».

Es justamente el guardar esta misteriosidad de lo que el Señor pudo servirse para llamar desde niños, porque los sacramentos son en verdad el descubrimiento cada vez más envolvente y pacificador de Otro que sana nuestra vida atrayéndola a sí.

El sacerdote habla al corazón y al alma de toda sociedad. El sacerdocio es una vida de sacrificio y de servicio porque es la vida de Nuestro Señor. No se trata de estar todo el día en la Iglesia de rodillas y rezar, se trata de ‘remangarse la camisa’ y de hacer cosas por los demás. Y haciendo esas cosas por los demás irles llevando a Cristo. Es una vida de entrega, eso de dar tu tiempo completamente a los demás, escuchando confesiones, celebrando la Eucaristía, llevando retiros y haciéndolo todo con completo gozo.

No puedo ocultar que un niño también es atraído por el MODO DE HABLAR DEL SACERDOTE, por las palabras que usa. No es absolutamente necesario que sea culto en el sentido mundano del término, pero si sus palabras nacen de la profundidad del silencio y de la oración, revelan siempre las cosas en una luz nueva y desconocida.

Francamente, el sacerdote tiene que ser todo para todas las personas. En el momento más importante de sus vidas estás ahí. Un desconocido, pero por ser sacerdote eres parte de sus vidas, eres parte de su familia. Lo que una persona pasa durante toda una vida, los sacerdotes podemos pasarlo durante un solo día: Porque en un momento tienes que alegrarte con la persona que estás casando, en otro momento tienes que tener el gozo de bautizar a un bebé y al siguiente momento tienes que estar preparando a un alma para la muerte.

Lo que acerca a los jóvenes al sacerdocio es el ejemplo del sacerdote, es como un padre para ellos. Porque nosotros los sacerdotes somos el ROSTRO DE CRISTO y cuando nos miran a nosotros, ellos ven a la Iglesia, y cuando ven a la Iglesia ven a Cristo.

Yo creo que todos los jóvenes tienen ese profundo anhelo de hacer algo extraordinario, de ser alguien extraordinario.

VI. El sacerdote es HOMBRE DE ORACIÓN.

La oración como centro de la existencia sacerdotal. Nuestro sacerdocio debe de estar profundamente vinculado a la oración: ENRAIZADO EN LA ORACIÓN. El presbítero debe ser, como el mismo Cristo, hombre de oración.

Jesús es un hombre de oración: comienza su vida pública con cuarenta días en el desierto; se levanta muy de madrugada, cuando todavía no ha salido el sol, para orar en descampado; pasa la noche en oración antes de elegir a los Doce; ora después del milagro de los panes y los peces, retirándose solo, al monte; ora antes de enseñar a sus discípulos a orar; ora antes de la Transfiguración; ora antes de realizar cualquier milagro; ora en la Última Cena para confiar al Padre su futuro y el de su Iglesia. En Getsemaní se entrega por completo a la voluntad del Padre. En la Cruz le dirige las últimas invocaciones, llenas de angustia y de confianza, sucesivamente.

No es posible el ejercicio fecundo del ministerio presbiteral sin la oración. Todos hemos comprobado cómo nos volvemos unos simples palabreros si nuestra jornada no está bañada de intensos momentos de oración para vivir en lo cotidiano lo que decía Santa Teresa: Orar es “tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (Libro de la vida, 8).

La Exhortación Apostólica, PASTORES DABO VOBIS, en el número 72 nos ilustra con estas palabras:

«La vida de oración debe ser ‘renovada’ constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia nos enseña que en la oración no se vive de las rentas; cada día es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior a los momentos de oración, sobre todo los destinados a la celebración de la Liturgia de las Horas y los dejados a la libertad personal y sometidos a tiempos fijos o a horarios de servicio litúrgico, sino que también se necesita, y de modo especial, reanimar la búsqueda continua de un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu».

Juan Pablo II, en la Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1987 nos escribía que La oración nos da una especial sensibilidad hacia los demás, haciéndonos sensibles a sus necesidades, a sus vidas y a sus destinos. La oración permite al sacerdote reconocen los “que el Padre le ha dado”. Estos son, ante todo, los que, por decirlo así, son puestos por el Buen Pastor en nuestro camino sacerdotal. Son los niños, los adultos, los ancianos, son la juventud, las parejas de novios, las familias, los enfermos… Son los que están espiritualmente cercanos, dispuestos a la colaboración apostólica, pero también los lejanos, los ausentes, los indiferentes.

¿Cómo ser sacerdote ‘para’ todos ellos y para cada uno de ellos según el modelo de Cristo?. ¿Cómo ser sacerdote ‘para’ aquellos que “el Padre nos ha dado” confiándonoslos como encargo?. Nuestra prueba será siempre una prueba de amor, una prueba que hemos de aceptar, antes que nada, en el terreno de la oración.

Todos sabemos bien cuánto cuesta esta prueba. ¡Cuánto cuesta a veces los coloquios aparentemente normales con las distintas personas!, ¡cuánto cuesta el servicio a las conciencias en el confesionario!, ¡cuánto cuesta la solicitud por las familias!, ¡cuánto cuesta llegar a tantas personas, que aún siendo cristianas, han dejado arrinconado a Dios!. Todas estas pruebas las debemos de sostener con la ayuda de la oración.

Por lo tanto, la oración nos permitirá, a pesar de muchas contrariedades, dar esa prueba de amor que debe de ofrecer, de un modo especial, el sacerdote.

Los cristianos necesitan al sacerdote como acompañamiento espiritual que los vaya acogiendo, escuchando, orientando, desde la amistad cristiana. Los laicos, que con tantos problemas viven en medio de la sociedad, necesitan ser aconsejados por un sacerdote con honda vida espiritual.

El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar. Decía que «no hay necesidad de hablar mucho para orar bien», «sabemos que Jesús está en el sagrario, abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración».

VII. El sacerdote es TESTIGO DE LA MISERICORDIA DE DIOS.

San Juan María Vianney consiguió cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso de Dios. Llegó a decir: «La mayor desgracia para nosotros los párrocos es que el alma se endurezca», refiriéndose al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en el que viven muchos fieles.

Es preciso que nosotros, los sacerdotes, con nuestra vida y con nuestras obras, se nos distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Estamos llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo.

El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo con su condición de presbítero:

· Su pobreza fue la que se le pide a un sacerdote, a pesar de manejar mucho dinero por los donativos que recibía, era consciente de que todo era para sus huérfanos, sus familias más necesitadas, sus pobres… (Él explicaba: «Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada»).

· Su castidad también era la que se le pide a un sacerdote, los fieles se daban cuenta de que miraba el sagrario con los ojos de un enamorado.

· La obediencia le hizo permanecer en su puesto ya que le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y deseaba retirarse. Su regla de oro para ser obediente era: «Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al Buen Dios».

El Santo Padre, Benedicto XVI en la Carta para la convocación de un Año Sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del ‘dies natalis’ de Juan María Vianney nos instruye con estas sabias palabras:

«El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del amor. A veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “la mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo- es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas ovejas».

El Santo Padre Benedicto XVI nos sigue diciendo: «Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesionario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza».

Termino este momento de reflexión con la proclamación de la primera carta de San Pedro:

«A los presbíteros de esta comunidad yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a descubrirse, os exhorto: Sed pastores del rebaño de Dios a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con generosidad, no como dominadores sobre la heredad de Dios, sino convirtiéndoos en modelo del rebaño. Y cuando aparezca el Supremo Pastor recibiréis la corona de gloria que no se marchita».

PALABRA DE DIOS.

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