martes, 30 de marzo de 2010

Viernes Santo

VIERNES SANTO:


Jesús muere en la Cruz. Ya nuestros primeros padres pecaron contra Dios estando en el Paraíso. No aceptaban su condición de ser criaturas y deseaban ser como dioses: El gran pecado de la soberbia. El mal se extendió, como se extienden las malas hierbas por los sembrados y las epidemias en las tierras de hambre y miseria. Incluso, en un lugar llamado Babel, nos dice la Biblia que los hombres construyeron una torre tan alta y tan sólida con el fin de llegar hasta el cielo y allí derrocar a Dios de su trono, con una especie de golpe de estado, para constituirse ellos mismos como dioses y señores de todo. Todos nos acordamos como acabaron las ciudades de Sodoma y Gomorra. Asesinatos, violaciones constantes de los derechos más elementales del ser humano, los abusos de poder, robos, engaños, difamaciones son algunas de las tantas consecuencias que acarrea el pecado.



Pero recordemos que cuando Dios expulsó a Adán y a Eva del paraíso, por haber comido el fruto prohibido del árbol, también nos habla de otro árbol, del árbol de la vida, el cual estaba custodiado por dos querubines con las espadas de fuego en las manos. Tal árbol de la vida del Antiguo Testamento ya nos está remitiendo, señalando, indicando, prefigurando el otro árbol de la vida: La Cruz de Cristo. Y recordemos también lo que nos dice el libro de los Números (Nm 21,4-9), cuando peregrinaba el pueblo israelita por el desierto después de haber salido triunfante de la esclavitud de los egipcios. Muchos israelitas empezaron a murmurar contra Moisés y contra Dios porque no tenían comida, que no tenían agua y les daba asco ese pan sin cuerpo que era el maná del cielo, y Dios les mandó serpientes venenosas a aquellos que dudaban y criticaban abiertamente ante el pueblo contra Dios y Moisés. Sin embargo Dios, que siempre da nuevas oportunidades, mandó forjar una serpiente de bronce colocada en un asta. Los mordidos por una serpiente, miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados. A nosotros nos pica, no una serpiente, sino el pecado. Cada vez que pecamos, si miramos con arrepentimiento al árbol de la cruz y acudimos al sacramento de la reconciliación o del perdón… también quedamos curados. Tal serpiente de bronce del antiguo testamento nos está señalando, remitiendo, prefigurando el otro árbol de la vida: La Cruz de Cristo.



En el Antiguo Testamento, el Pueblo de Israel luchaba por mantener la pureza. Era consciente de su pecado y acudían a los sacrificios y holocaustos de machos cabríos y de corderos creyendo que el derramamiento de su sangre borrarían los numerosos pecados personales. Sin embargo tales sacrificios no podían quitar los pecados, ya que era imposible que la sangre de estos animales pudieran quitar los pecados. Por la pascua judía constantemente se sacrificaban animales y derramaban su sangre por los altares del Templo de Jerusalén, pero todo eso era en vano.



Dios, movido por su gran misericordia y deseando que todos los hombres se pudieran salvar, nos envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para salvar a los que estaban bajo la ley.



Cristo, el Cordero de Dios, muriendo en la Cruz fue sacrificado y su sangre fue derramada. Sus heridas nos han curado y nuestro pecado ha sido perdonado. Dios, por medio de su Hijo, ha reconciliado a toda la humanidad. Recordemos las palabras del profeta Isaías “Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no había la boca. Sin defensa, sin justicia se lo llevaron. Lo arrancaron de la tierra de los vivos” (Is. 53).



Cristo ha muerto en la Cruz. En el Credo proclamamos que “Jesucristo descendió a los infiernos”. Jesús, estando muerto, bajó a los infiernos. Aquí, la palabra infierno quiere decir “morada de los muertos” y bajó allí porque los muertos se encontraban privados de la visión de Dios. Los muertos estaban a la espera, estaban esperando la visita salvadora de Jesucristo. Ahora bien, únicamente las almas de los santos, que esperaban a su Libertador en el seno de Abrahám, a las que liberó cuando descendió a los infiernos. Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido. Dicho con otras palabras: Cristo, al bajar a los infiernos abrió las puertas del Cielo a los justos que le habían precedido.



Cristo anuncia la Buena Noticia incluso a los muertos. Esto es un gran motivo de alegría y de gozo en el Señor.



Roberto García Villumbrales

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