Homilía de
la Presentación del Señor - Lc 2, 22-40
Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo C
02.02.2025
«Cuando se cumplieron los días de
la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a
Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del
Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la
oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Lucas
concluye los textos de la navidad haciendo referencia a la observancia por
parte de la Sagrada Familia de dos disposiciones de la Ley de Israel. Las
prescripciones era la purificación de la madre que había dado a luz un hijo
varón (cfr. Lv 12, 2-4) y el rescate del hijo primogénito (cfr. Ex 13, 2; Ex 13,
11-13; Nm 18, 15). Se trata de dos costumbres judías diferentes y que se debían
de realizar en dos momentos distintos [El rescate el hijo primogénito a los 8
días para circuncidarle y la purificación de la parturienta, al dar a un hijo
varón precisaba de 40 días para poder ir al santuario], pero Lucas las ha
abordado las dos juntas porque nos desea transmitir algunos mensajes con mayor
claridad.
En
el texto evangélico de hoy aparece como una especie de estribillo que se repite
por tres veces, que es la observancia de la Ley del Señor: La familia fue a
Jerusalén porque la madre tuvo que purificarse «según la Ley de Moisés»;
los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, como «está escrito en la Ley de Señor»; y luego
ofrecieron un par de tórtolas o dos pichones «conforme a lo que se dice en
la Ley del Señor». Lucas repite con intencionalidad tres veces la palabra o
expresión «Ley de Señor». ¿Por qué lo hace? Se trata del primer mensaje
que Lucas nos quiere transmitir. ¿Qué mensaje nos quiere transmitir con
esto? Que la familia de Nazaret está totalmente sintonizada con la Palabra
de Dios; Dios le indica el camino a seguir y esta familia está en sintonía
con esta Palabra. Ellos con todos los problemas de desplazamiento, de escasez
de recursos y de dinero obedecen totalmente al Señor; y porque siguen el
camino que Dios les indica es una familia serena, pacificada, y esto es
gracias porque desde el principio ha seguido a la Palabra de Dios.
El
segundo mensaje que nos quiere transmitir Lucas es el motivo por el que
llevan al niño al Templo de Jerusalén para ofrecérselo al Señor. El mensaje que
nos transmite es que el hijo no es suyo, que los padres no son propietarios del
hijo, sino que el hijo pertenece y es de Dios. Los padres no pueden
guardase al niño para sí mismos. ¿Cuál es la tentación que tienen los padres?
El utilizar a su hijo para realizar sus propios proyectos y sus sueños. La
familia de Nazaret no cayó en esa tentación, sino que ellos lo entregan al
Señor e introducen a su hijo en el proyecto de Dios, en el plan del
Señor. Y estos proyectos o diseños de Dios suelen ser muy diferentes a los
planes que los propios padres pudieran tener proyectados. El hijo no pertenece
a los padres, pertenece a Dios. Dios se lo confía para que los padres le
eduquen, le cuiden, le protejan y le instruyan de tal modo que sea insertado en
el plan que Dios tiene pensado para ese niño.
El
hijo de María y de José ya demostró desde su más tierna infancia una gran
capacidad y unos inmensos talentos. Ellos habían recibido las catequesis de la
sinagoga en las que se enseñaba que el Mesías era glorioso, poderoso y podrían
haber cultivado esos sueños en su hijo; sin embargo, sus padres han confiado a
su hijo y desde el inicio al proyecto que el Padre Celestial tenía sobre él. Lucas
comunica a los padres de su comunidad cristiana la importancia fundamental de
encomendar a los hijos al Señor porque los niños son sólo del Señor.
El
tercer mensaje que Lucas nos menciona es cuando menciona la oferta para el
rescate del niño (cfr. Lv 5, 7). Si hubiera sido una familia rica habría
ofrecido en rescate un cordero y «si no le alcanza para presentar una res
menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el
sacrificio por el pecado» (cfr. Lv 12, 8). La familia de Nazaret era pobre
y ofreció para el rescate de su hijo dos palomas (de otro modo tenía que haber
entregado el dinero ganado durante 20 días, unos 5 shekel); porque el hijo de
Dios no ha nacido en un palacio de Roma, donde nacen los emperadores, sino que
nació entre los pobres y creció en una familia pobre y esto ha favorecido que
el hijo de Dios sea muy próximo a cada uno de nosotros, accesible a todos.
En
este momento entran en escena dos personajes que hacen que les prestemos gran
atención.
«Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba
el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le
había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver
al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir
con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios
diciendo:
«Ahora,
Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto
a tu Salvador,
a quien has presentado
ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las
naciones
y gloria de tu pueblo
Israel».
Simeón
era un hombre colmado de años que había estado cultivando en su propio corazón
la certeza de que Dios realizará sus promesas. Simeón representa esta larga
espera del pueblo de Israel; Israel es un pueblo que recuerda, recuerda las
promesas que Dios hizo a Abrahán; recuerda las profecías que habían anunciado
la venida del Mesías y el consuelo de Israel. E incluso cuando la historia
parecía que desmentía la Palabra del Señor, Israel ha continuado creyendo que
un día Dios realizará lo prometido. Simeón, con su ancianidad, representa a este
pueblo que estaba esperando. En la explanada del Templo solía haber una
infinidad de personas. Sin embargo, de toda esta gente, sólo dos personas
mayores saben reconocer en un recién nacido, frágil y débil, al Mesías de Dios.
Sólo dos personas que ven más allá de las simples apariencias. Todos los
presentes han visto a un bebé traído en brazos por sus padres, no obstante dos
ancianos han sabido reconocer lo que de extraordinario estaba aconteciendo.
De
Simeón (significa el Señor ha escuchado) se nos dice que era un «hombre justo y piadoso». El primer adjetivo es que
es justo, como San José, el justo José (cfr. Mt 1, 19), una persona recta, con
el corazón puro y no contaminado por las mentiras, ni por las pasiones ni por
los propios intereses, sino que busca la verdad. Simeón tenía un corazón
sintonizado con la Palabra del Señor, por eso pudo ver lo que otros -toda
aquella muchedumbre que estaba en la esplanada del Templo- no podían ver. Sólo con
esos ojos puros, a los que Jesús llamará bienaventurados, los limpios de
corazón porque ellos verán a Dios.
Otra
característica del anciano Simeón es que «aguardaba
el consuelo de Israel». Esperaba el consuelo de Israel; vivía con la
certeza de que las promesas de Dios sí se iban a cumplir. Y cuando uno confía y
cultiva esta certeza en el Señor se convierte en una persona libre y serena
porque sabe que quien dirige la historia es el Señor. De tal modo que cuando
todo lo que le suceda, tanto personalmente como socialmente, sea totalmente
contrario, al creerse la promesa del Señor no pierde la serenidad en su ser y
no pierde su libertad.
A
modo de ejemplo: nuestra Iglesia está atravesando momentos difíciles, de
abandonos, de abuso de poder y de conciencia, de escándalos, de seminarios
vacíos, de sacerdotes que no proceden como buenos pastores y que se creen los
dueños y señores de sus parroquias, de conventos con monjas mayores, desinterés
por la mayoría de los bautizados hacia las parroquias, etc., seamos como Simeón
que cree en la Palabra del Señor que el poder del infierno no nos derrotará, y
que prevaleceremos. Estamos invitados a creer como Simeón que estas promesas se
cumplirán, porque si creemos seremos personas serenas y libres, tal y como lo
era el anciano Simeón.
La
espera en las promesas del Señor no es una espera pasiva, como si uno estuviera
esperando al autobús en la parada; sino como aquellos que se juegan la vida por
estas promesas hechas por Dios y que se empeña en construir ese mundo nuevo que
Cristo ha venido a instaurar en el aquí y ahora.
Una
tercera característica del anciano Simeón es que «el Espíritu Santo estaba con él». Aparecen por
tres veces el Espíritu Santo: «el Espíritu Santo estaba con él»;
«Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte
antes de ver al Mesías del Señor»; «Impulsado por el Espíritu, fue al
templo». Por tres veces aparece el Espíritu Santo lo que significa que
Simeón estaba completamente lleno del Espíritu y que siempre se ha dejado guiar
por el Espíritu ya que siempre se ha dejado aconsejar por él durante toda la
vida. El pasado no se mira con arrepentimiento cuando uno lo vivió iluminado
por el Espíritu. Simeón no quería retornar a su juventud porque ha colmado de
sentido su vida; por eso no se queja del mal que ve alrededor ni culpa a los
demás de las cosas que le desagradan.
«Simeón lo tomó en brazos» al niño. Es el abrazo
del viejo y del nuevo; del Israel y la Iglesia. En el derecho romano y en el
semita tomar en brazos a un niño era tanto como reconocerle como propio. En el
derecho romano había una ceremonia propia para ello conocida como ‘tollere
filium’ (coger al vástago en brazos). Simeón al tomar en brazos al niño
estaba reconociendo que en ese niño se cumplían en su totalidad. Así mismo este
tomar en brazos al niño nos remite a Moisés cuando descendió del Monte Sinaí
portando en sus brazos con las dos tablas de la ley de la Antigua Alianza para
entregárselas al pueblo de Israel (Ex 34, 29-35). Jesús es la Nueva Alianza
-cuya ley no está escrita sobre piedra sino sobre carne- que es entregada al
nuevo pueblo de Israel.
Y
a continuación Simeón hace su canto: «Ahora, Señor,
según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz». El texto
original no dice ‘dejar’, sino ἀπολύεις, (ἀπολύω) es decir, estás dejando ir/estas
dejando soltar; significa que a su siervo ‘déjalo libre, déjalo andar’ porque
ya no tiene miedo a la muerte. Porque la muerte, para todos aquellos que
han vivido como Simeón, es el momento que da el sentido a toda la vida.
La
muerte es para ser liberado de las ataduras de lo corruptible. Simeón le está
pidiendo al Señor que le deje libre, que le desate y que le deje ir hacia la
paz, hacia el momento de la emancipación. Es la culminación de una vida que ha
sido totalmente iluminada por ese niño. Es la serenidad de la muerte vivida en
la luz de Paz Mesiánica. Es tanto como decir que es ahora cuando uno al
cerrar los ojos tiene la total certeza de obtener la paz prometida. Este
texto nos remite a la carta de San Pablo a Timoteo cuando le dice que «porque
estoy a punto de ser derramado en libación, y el momento de mi partida es
inminente» (cfr. 2 Tm 6), que es tanto como percibir la muerte como un
desatar las velas de la barca para partir hacia la maravillosa patria
celestial.
Simeón
se llama a sí mismo con el término de «siervo». Siervo significa que ha
dedicado toda su vida al plan de Dios; que toda su vida ha sido gastada para
realizar la misión a la que Dios le había destinado.
Simeón
ha sabido esperar y no ha sido presa de la impaciencia porque estaba seguro de
la fidelidad de Dios.
Simeón
dice «luz para alumbrar a las naciones»
significa la dimensión universal de la misión a la que está destinado este
niño. Simeón no es egoísta ni piensa en sí mismo, sino que piensa en todos los
demás, en toda la humanidad del presente y del futuro. Es la alegría de saber
que este niño no sólo será la luz para el pueblo de Israel, sino para todos los
pueblos de la Tierra.
«Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del
niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para
que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de
contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el
alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos
corazones».
María y José ya se
habían admirado anteriormente cuando los pastores les comentaron la experiencia
de lo que el ángel les había dicho. La catequesis que los judíos habían
recibido, y entre ellos José y María, era que el Mesías vendría y se
posicionaría de parte de los buenos y de los justos. En cambio, aquí el anuncio
traído por los ángeles desde el cielo era que, para los pastores, para la
gente impura, para los marginados, etc., para ellos había nacido el Salvador.
La gran alegría es que Dios está de nuestra parte y esta es la primera sorpresa
que nos da el evangelista Lucas.
Y
la segunda sorpresa está contenidas en las palabras pronunciadas por el anciano
Simeón: Luz para todas las gentes; no sólo para los pecadores, sino también
para todos los pueblos paganos. En Israel se esperaba el Mesías como la luz
para el pueblo, una luz de poder que llevase a este pueblo a dominar a todos
los demás pueblos. Sin embargo, no es una luz de dominio, sino una luz de
salvación. Pero lo que ahí se estaba diciendo era algo que iba en contra de
toda la tradición judía que habían asimilado en las sinagogas y en todas las
catequesis de los rabinos.
Y
continúa el anciano Simeón diciendo a María, su madre lo que remite a la
espada. ¿Por qué ahora Lucas repite por segunda vez la palabra «madre»? Porque
Lucas se está refiriendo a la «madre Israel» que tenía que entregar al mundo el
Mesías de Dios; por lo tanto, María se convierte en el símbolo de este pueblo
que entrega al mundo el Mesías.
Y
aquí se inserta la profecía de la espada. Simeón le dice a María que «una espada te traspasará el alma». No nos podemos
perder con las imágenes de las siete espadas plasmadas en tantas pinturas y
esculturas que representan a Nuestra Señora de las Angustias; esto no tiene
nada que ver con esta profecía ya que no hace referencia al dolor de María al
pie de la cruz. La espada indica el simbolismo, tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento, a la Palabra del Señor. La espada es la Palabra del Señor. La
carta a los Hebreos en el capítulo 4 nos dice «pues viva y eficaz es la
palabra de Dios, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra
hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne
sentimientos y pensamientos del corazón» (cfr. Hb 4, 12); «Hizo mi boca
como espada afilada» (cfr. Is 49, 2); «Tomad también, el yelmo de la
salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (cfr. Ef 6,
17). María, en las palabras del anciano Simeón, es aquella que representa al
pueblo de Israel, y la palabra de su hijo, del Mesías, creará una división en
este pueblo; durante su vida pública no todo el mundo acogerá con agrado su
mensaje y Jesús creará división. Jesús es la palabra, Jesús es la espada que
creará división. Él mismo nos lo dirá: «No penséis que he venido a traer paz
a la tierra, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a
la hija con su madre, a la nuera con su suegra» (cfr. Mt 10, 34-35); «¿Creéis
que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división.
Porque desde ahora habrá cinco en una familia y estarán divididos: tres contra
dos y dos contra tres» (cfr. Lc 12, 51-52). Algunos han acogido y aceptado
al Mesías de Dios mientras que otros lo rechazan violentamente y de plano
porque no era ese el Mesías esperado para ellos.
María
ha experimentado en su propia alma una herida en su particular camino de fe; un
camino de fe que ella misma ha realizado. María se da cuenta cómo su hijo no
está en sintonía con lo que ella ha recibido desde pequeña en las catequesis de
los rabinos en la sinagoga. Aceptar este importante cambio -toda la vida
escuchando una cosa y resulta que es otra en su hijo- supone para ella una
situación de profunda novedad, con los miedos que entraña lo que está aún por
descubrir; aceptar esta palabra no fue para María ni fácil ni inmediata. Basta
con pensar lo que nos dice el evangelista Marcos que cuando Jesús inició la
vida pública entró inmediatamente en conflicto con la autoridad religiosa (por
el asunto del ayuno, porque comía con pecadores, porque hacía cosas no
permitidas en el
Shabbath שבת) y con las catequesis de los
rabinos. Y cuando vuelve Jesús a Nazaret sus parientes le buscaron para hacerse
cargo de él porque con lo que decía y por lo que hacía Jesús ellos «pensaban
que estaba fuera de sí» (cfr. Mc 3, 20-21). Ellos pensaban que Jesús se
había trastornado y querían llevarlo de nuevo a casa, que retomase el modo de
vivir la fe judía como siempre se había procedido a hacer. María también tuvo
dificultad para acoger esta palabra tan novedosa de Jesús que rompía con todo
lo que a ella y a su pueblo le habían enseñado desde muy pequeños. Esta es la
espada que atraviesa. María siempre ha sido la bienaventurada que ha escuchado
con total atención y dedicación a la palabra de Dios, pero poco a poco aprendió
a ser discípula de Cristo. María no lo tuvo nada fácil, ni lo tuvo todo claro
desde el principio. Lucas nos invita a ver a María como nuestra compañera en el
camino de la fe y en esta aceptación de la palabra del Señor, la cual -la
palabra- no es siempre clara a nuestros ojos.
A
continuación, aparece en escena otro personaje: la profetisa Ana. Este segundo
testimonio de la anciana Ana es importante porque confirma el testimonio
primero dado por el anciano Simeón.
«Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu
de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y
luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a
Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento,
alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la
liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del
Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte,
iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba
con él».
Se
nos dice que esta profetisa llamada Ana pertenece a la tribu de Aser, una de
las Doce tribus de Israel (cfr. Nm 1, 40-41; Nm 26, 44). Era una tribu
particularmente rica porque estaba asentada en el norte, en la fértil región
cerca del Mediterráneo, en la parte de Israel que se encuentra entre Haifa y Acre.
Siendo la más pequeñas de las tribus, la más insignificante, pero con las
riquezas materiales que disponía eran muy tentada por el paganismo. Esta tribu
se había adaptado a las costumbres de los pueblos vecinos, lo que supuso que
pronto desaparecieron de la escena. Cuando llegaron los asirios y fueron deportados
esta tribu ya no permaneció, se disolvió saliendo de las páginas de la historia.
Sin embargo en el Templo de Jerusalén aparece una mujer de la tribu de Aser; es
el pequeño resto, el pequeño remante de una tribu infiel.
Desde
el profeta Oseas la nación de Israel había sido presentada como la esposa del
Señor, casi siempre infiel a su Señor. Y en este pueblo de infieles queda un
resto, un remanente de fidelidad. Y ese remanente o resto fiel está representado
por esta profetisa Ana, la cual tiene 84 años. Es un numero claramente
simbólico que es el resultado de 7 por 12. El número 7 es la perfección y el 12
son las tribus del pueblo de Israel. Ana representa a este pueblo que ha venido
viviendo desde la más absoluta integridad viviendo su misión. Ana forma parte
de las personas fieles del pueblo de Israel que esperan al Mesías y que le acogen.
No acogen al Mesías que el pueblo estaba esperando -el Mesías vengador y
luchador-, sino el Mesías del Señor. Ana representa el amor fiel al esposo, que
le acoge y desea estar con él; y se implica en su mensaje de salvación.
Mantenerse en este amor en un momento o a corto plazo es muy fácil, pero mantener esta lealtad es lo que resulta realmente difícil. Ana representa este resto que permaneció fiel incluso cuando todos los demás han dejado al Señor. Ana es la parte de Israel que representa a la esposa fiel a Yahvé. Son muchos los que han ido abandonando a la Iglesia, pues ante esta situación es muy importante guardar en el corazón esta figura de la esposa que no abandona al amor porque sabe que no hay más amor que en Dios.
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