martes, 28 de enero de 2025

Homilía de la fiesta de la Presentación del Señor y Purificación de su Santísima Madre Lc 2, 22-40

 

Homilía de la Presentación del Señor - Lc 2, 22-40

Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

02.02.2025

 

         «Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

         Lucas concluye los textos de la navidad haciendo referencia a la observancia por parte de la Sagrada Familia de dos disposiciones de la Ley de Israel. Las prescripciones era la purificación de la madre que había dado a luz un hijo varón (cfr. Lv 12, 2-4) y el rescate del hijo primogénito (cfr. Ex 13, 2; Ex 13, 11-13; Nm 18, 15). Se trata de dos costumbres judías diferentes y que se debían de realizar en dos momentos distintos [El rescate el hijo primogénito a los 8 días para circuncidarle y la purificación de la parturienta, al dar a un hijo varón precisaba de 40 días para poder ir al santuario], pero Lucas las ha abordado las dos juntas porque nos desea transmitir algunos mensajes con mayor claridad.

         En el texto evangélico de hoy aparece como una especie de estribillo que se repite por tres veces, que es la observancia de la Ley del Señor: La familia fue a Jerusalén porque la madre tuvo que purificarse «según la Ley de Moisés»; los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, como «está escrito en la Ley de Señor»; y luego ofrecieron un par de tórtolas o dos pichones «conforme a lo que se dice en la Ley del Señor». Lucas repite con intencionalidad tres veces la palabra o expresión «Ley de Señor». ¿Por qué lo hace? Se trata del primer mensaje que Lucas nos quiere transmitir. ¿Qué mensaje nos quiere transmitir con esto? Que la familia de Nazaret está totalmente sintonizada con la Palabra de Dios; Dios le indica el camino a seguir y esta familia está en sintonía con esta Palabra. Ellos con todos los problemas de desplazamiento, de escasez de recursos y de dinero obedecen totalmente al Señor; y porque siguen el camino que Dios les indica es una familia serena, pacificada, y esto es gracias porque desde el principio ha seguido a la Palabra de Dios.

         El segundo mensaje que nos quiere transmitir Lucas es el motivo por el que llevan al niño al Templo de Jerusalén para ofrecérselo al Señor. El mensaje que nos transmite es que el hijo no es suyo, que los padres no son propietarios del hijo, sino que el hijo pertenece y es de Dios. Los padres no pueden guardase al niño para sí mismos. ¿Cuál es la tentación que tienen los padres? El utilizar a su hijo para realizar sus propios proyectos y sus sueños. La familia de Nazaret no cayó en esa tentación, sino que ellos lo entregan al Señor e introducen a su hijo en el proyecto de Dios, en el plan del Señor. Y estos proyectos o diseños de Dios suelen ser muy diferentes a los planes que los propios padres pudieran tener proyectados. El hijo no pertenece a los padres, pertenece a Dios. Dios se lo confía para que los padres le eduquen, le cuiden, le protejan y le instruyan de tal modo que sea insertado en el plan que Dios tiene pensado para ese niño.

         El hijo de María y de José ya demostró desde su más tierna infancia una gran capacidad y unos inmensos talentos. Ellos habían recibido las catequesis de la sinagoga en las que se enseñaba que el Mesías era glorioso, poderoso y podrían haber cultivado esos sueños en su hijo; sin embargo, sus padres han confiado a su hijo y desde el inicio al proyecto que el Padre Celestial tenía sobre él. Lucas comunica a los padres de su comunidad cristiana la importancia fundamental de encomendar a los hijos al Señor porque los niños son sólo del Señor.

         El tercer mensaje que Lucas nos menciona es cuando menciona la oferta para el rescate del niño (cfr. Lv 5, 7). Si hubiera sido una familia rica habría ofrecido en rescate un cordero y «si no le alcanza para presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones, uno para el holocausto y otro para el sacrificio por el pecado» (cfr. Lv 12, 8). La familia de Nazaret era pobre y ofreció para el rescate de su hijo dos palomas (de otro modo tenía que haber entregado el dinero ganado durante 20 días, unos 5 shekel); porque el hijo de Dios no ha nacido en un palacio de Roma, donde nacen los emperadores, sino que nació entre los pobres y creció en una familia pobre y esto ha favorecido que el hijo de Dios sea muy próximo a cada uno de nosotros, accesible a todos.

 

         En este momento entran en escena dos personajes que hacen que les prestemos gran atención.

         «Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

         Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa,

puedes dejar a tu siervo irse en paz.

Porque mis ojos han visto a tu Salvador,

a quien has presentado ante todos los pueblos:

luz para alumbrar a las naciones

y gloria de tu pueblo Israel».

         Simeón era un hombre colmado de años que había estado cultivando en su propio corazón la certeza de que Dios realizará sus promesas. Simeón representa esta larga espera del pueblo de Israel; Israel es un pueblo que recuerda, recuerda las promesas que Dios hizo a Abrahán; recuerda las profecías que habían anunciado la venida del Mesías y el consuelo de Israel. E incluso cuando la historia parecía que desmentía la Palabra del Señor, Israel ha continuado creyendo que un día Dios realizará lo prometido. Simeón, con su ancianidad, representa a este pueblo que estaba esperando. En la explanada del Templo solía haber una infinidad de personas. Sin embargo, de toda esta gente, sólo dos personas mayores saben reconocer en un recién nacido, frágil y débil, al Mesías de Dios. Sólo dos personas que ven más allá de las simples apariencias. Todos los presentes han visto a un bebé traído en brazos por sus padres, no obstante dos ancianos han sabido reconocer lo que de extraordinario estaba aconteciendo.

 

         De Simeón (significa el Señor ha escuchado) se nos dice que era un «hombre justo y piadoso». El primer adjetivo es que es justo, como San José, el justo José (cfr. Mt 1, 19), una persona recta, con el corazón puro y no contaminado por las mentiras, ni por las pasiones ni por los propios intereses, sino que busca la verdad. Simeón tenía un corazón sintonizado con la Palabra del Señor, por eso pudo ver lo que otros -toda aquella muchedumbre que estaba en la esplanada del Templo- no podían ver. Sólo con esos ojos puros, a los que Jesús llamará bienaventurados, los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.  

         Otra característica del anciano Simeón es que «aguardaba el consuelo de Israel». Esperaba el consuelo de Israel; vivía con la certeza de que las promesas de Dios sí se iban a cumplir. Y cuando uno confía y cultiva esta certeza en el Señor se convierte en una persona libre y serena porque sabe que quien dirige la historia es el Señor. De tal modo que cuando todo lo que le suceda, tanto personalmente como socialmente, sea totalmente contrario, al creerse la promesa del Señor no pierde la serenidad en su ser y no pierde su libertad.

         A modo de ejemplo: nuestra Iglesia está atravesando momentos difíciles, de abandonos, de abuso de poder y de conciencia, de escándalos, de seminarios vacíos, de sacerdotes que no proceden como buenos pastores y que se creen los dueños y señores de sus parroquias, de conventos con monjas mayores, desinterés por la mayoría de los bautizados hacia las parroquias, etc., seamos como Simeón que cree en la Palabra del Señor que el poder del infierno no nos derrotará, y que prevaleceremos. Estamos invitados a creer como Simeón que estas promesas se cumplirán, porque si creemos seremos personas serenas y libres, tal y como lo era el anciano Simeón.

         La espera en las promesas del Señor no es una espera pasiva, como si uno estuviera esperando al autobús en la parada; sino como aquellos que se juegan la vida por estas promesas hechas por Dios y que se empeña en construir ese mundo nuevo que Cristo ha venido a instaurar en el aquí y ahora.

         Una tercera característica del anciano Simeón es que «el Espíritu Santo estaba con él». Aparecen por tres veces el Espíritu Santo: «el Espíritu Santo estaba con él»; «Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor»; «Impulsado por el Espíritu, fue al templo». Por tres veces aparece el Espíritu Santo lo que significa que Simeón estaba completamente lleno del Espíritu y que siempre se ha dejado guiar por el Espíritu ya que siempre se ha dejado aconsejar por él durante toda la vida. El pasado no se mira con arrepentimiento cuando uno lo vivió iluminado por el Espíritu. Simeón no quería retornar a su juventud porque ha colmado de sentido su vida; por eso no se queja del mal que ve alrededor ni culpa a los demás de las cosas que le desagradan.

 

         «Simeón lo tomó en brazos» al niño. Es el abrazo del viejo y del nuevo; del Israel y la Iglesia. En el derecho romano y en el semita tomar en brazos a un niño era tanto como reconocerle como propio. En el derecho romano había una ceremonia propia para ello conocida como ‘tollere filium’ (coger al vástago en brazos). Simeón al tomar en brazos al niño estaba reconociendo que en ese niño se cumplían en su totalidad. Así mismo este tomar en brazos al niño nos remite a Moisés cuando descendió del Monte Sinaí portando en sus brazos con las dos tablas de la ley de la Antigua Alianza para entregárselas al pueblo de Israel (Ex 34, 29-35). Jesús es la Nueva Alianza -cuya ley no está escrita sobre piedra sino sobre carne- que es entregada al nuevo pueblo de Israel.

 

         Y a continuación Simeón hace su canto: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz». El texto original no dice ‘dejar’, sino ἀπολύεις, (ἀπολύω) es decir, estás dejando ir/estas dejando soltar; significa que a su siervo ‘déjalo libre, déjalo andar’ porque ya no tiene miedo a la muerte. Porque la muerte, para todos aquellos que han vivido como Simeón, es el momento que da el sentido a toda la vida.

         La muerte es para ser liberado de las ataduras de lo corruptible. Simeón le está pidiendo al Señor que le deje libre, que le desate y que le deje ir hacia la paz, hacia el momento de la emancipación. Es la culminación de una vida que ha sido totalmente iluminada por ese niño. Es la serenidad de la muerte vivida en la luz de Paz Mesiánica. Es tanto como decir que es ahora cuando uno al cerrar los ojos tiene la total certeza de obtener la paz prometida. Este texto nos remite a la carta de San Pablo a Timoteo cuando le dice que «porque estoy a punto de ser derramado en libación, y el momento de mi partida es inminente» (cfr. 2 Tm 6), que es tanto como percibir la muerte como un desatar las velas de la barca para partir hacia la maravillosa patria celestial.

         Simeón se llama a sí mismo con el término de «siervo». Siervo significa que ha dedicado toda su vida al plan de Dios; que toda su vida ha sido gastada para realizar la misión a la que Dios le había destinado.

         Simeón ha sabido esperar y no ha sido presa de la impaciencia porque estaba seguro de la fidelidad de Dios.

         Simeón dice «luz para alumbrar a las naciones» significa la dimensión universal de la misión a la que está destinado este niño. Simeón no es egoísta ni piensa en sí mismo, sino que piensa en todos los demás, en toda la humanidad del presente y del futuro. Es la alegría de saber que este niño no sólo será la luz para el pueblo de Israel, sino para todos los pueblos de la Tierra.

 

 

         «Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

         María y José ya se habían admirado anteriormente cuando los pastores les comentaron la experiencia de lo que el ángel les había dicho. La catequesis que los judíos habían recibido, y entre ellos José y María, era que el Mesías vendría y se posicionaría de parte de los buenos y de los justos. En cambio, aquí el anuncio traído por los ángeles desde el cielo era que, para los pastores, para la gente impura, para los marginados, etc., para ellos había nacido el Salvador. La gran alegría es que Dios está de nuestra parte y esta es la primera sorpresa que nos da el evangelista Lucas.

         Y la segunda sorpresa está contenidas en las palabras pronunciadas por el anciano Simeón: Luz para todas las gentes; no sólo para los pecadores, sino también para todos los pueblos paganos. En Israel se esperaba el Mesías como la luz para el pueblo, una luz de poder que llevase a este pueblo a dominar a todos los demás pueblos. Sin embargo, no es una luz de dominio, sino una luz de salvación. Pero lo que ahí se estaba diciendo era algo que iba en contra de toda la tradición judía que habían asimilado en las sinagogas y en todas las catequesis de los rabinos.

         Y continúa el anciano Simeón diciendo a María, su madre lo que remite a la espada. ¿Por qué ahora Lucas repite por segunda vez la palabra «madre»? Porque Lucas se está refiriendo a la «madre Israel» que tenía que entregar al mundo el Mesías de Dios; por lo tanto, María se convierte en el símbolo de este pueblo que entrega al mundo el Mesías.

         Y aquí se inserta la profecía de la espada. Simeón le dice a María que «una espada te traspasará el alma». No nos podemos perder con las imágenes de las siete espadas plasmadas en tantas pinturas y esculturas que representan a Nuestra Señora de las Angustias; esto no tiene nada que ver con esta profecía ya que no hace referencia al dolor de María al pie de la cruz. La espada indica el simbolismo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, a la Palabra del Señor. La espada es la Palabra del Señor. La carta a los Hebreos en el capítulo 4 nos dice «pues viva y eficaz es la palabra de Dios, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (cfr. Hb 4, 12); «Hizo mi boca como espada afilada» (cfr. Is 49, 2); «Tomad también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (cfr. Ef 6, 17). María, en las palabras del anciano Simeón, es aquella que representa al pueblo de Israel, y la palabra de su hijo, del Mesías, creará una división en este pueblo; durante su vida pública no todo el mundo acogerá con agrado su mensaje y Jesús creará división. Jesús es la palabra, Jesús es la espada que creará división. Él mismo nos lo dirá: «No penséis que he venido a traer paz a la tierra, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra» (cfr. Mt 10, 34-35); «¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una familia y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres» (cfr. Lc 12, 51-52). Algunos han acogido y aceptado al Mesías de Dios mientras que otros lo rechazan violentamente y de plano porque no era ese el Mesías esperado para ellos.

         María ha experimentado en su propia alma una herida en su particular camino de fe; un camino de fe que ella misma ha realizado. María se da cuenta cómo su hijo no está en sintonía con lo que ella ha recibido desde pequeña en las catequesis de los rabinos en la sinagoga. Aceptar este importante cambio -toda la vida escuchando una cosa y resulta que es otra en su hijo- supone para ella una situación de profunda novedad, con los miedos que entraña lo que está aún por descubrir; aceptar esta palabra no fue para María ni fácil ni inmediata. Basta con pensar lo que nos dice el evangelista Marcos que cuando Jesús inició la vida pública entró inmediatamente en conflicto con la autoridad religiosa (por el asunto del ayuno, porque comía con pecadores, porque hacía cosas no permitidas en el

Shabbath שבת) y con las catequesis de los rabinos. Y cuando vuelve Jesús a Nazaret sus parientes le buscaron para hacerse cargo de él porque con lo que decía y por lo que hacía Jesús ellos «pensaban que estaba fuera de sí» (cfr. Mc 3, 20-21). Ellos pensaban que Jesús se había trastornado y querían llevarlo de nuevo a casa, que retomase el modo de vivir la fe judía como siempre se había procedido a hacer. María también tuvo dificultad para acoger esta palabra tan novedosa de Jesús que rompía con todo lo que a ella y a su pueblo le habían enseñado desde muy pequeños. Esta es la espada que atraviesa. María siempre ha sido la bienaventurada que ha escuchado con total atención y dedicación a la palabra de Dios, pero poco a poco aprendió a ser discípula de Cristo. María no lo tuvo nada fácil, ni lo tuvo todo claro desde el principio. Lucas nos invita a ver a María como nuestra compañera en el camino de la fe y en esta aceptación de la palabra del Señor, la cual -la palabra- no es siempre clara a nuestros ojos.

 

 

         A continuación, aparece en escena otro personaje: la profetisa Ana. Este segundo testimonio de la anciana Ana es importante porque confirma el testimonio primero dado por el anciano Simeón.

         «Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

         Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él».

         Se nos dice que esta profetisa llamada Ana pertenece a la tribu de Aser, una de las Doce tribus de Israel (cfr. Nm 1, 40-41; Nm 26, 44). Era una tribu particularmente rica porque estaba asentada en el norte, en la fértil región cerca del Mediterráneo, en la parte de Israel que se encuentra entre Haifa y Acre. Siendo la más pequeñas de las tribus, la más insignificante, pero con las riquezas materiales que disponía eran muy tentada por el paganismo. Esta tribu se había adaptado a las costumbres de los pueblos vecinos, lo que supuso que pronto desaparecieron de la escena. Cuando llegaron los asirios y fueron deportados esta tribu ya no permaneció, se disolvió saliendo de las páginas de la historia. Sin embargo en el Templo de Jerusalén aparece una mujer de la tribu de Aser; es el pequeño resto, el pequeño remante de una tribu infiel.

         Desde el profeta Oseas la nación de Israel había sido presentada como la esposa del Señor, casi siempre infiel a su Señor. Y en este pueblo de infieles queda un resto, un remanente de fidelidad. Y ese remanente o resto fiel está representado por esta profetisa Ana, la cual tiene 84 años. Es un numero claramente simbólico que es el resultado de 7 por 12. El número 7 es la perfección y el 12 son las tribus del pueblo de Israel. Ana representa a este pueblo que ha venido viviendo desde la más absoluta integridad viviendo su misión. Ana forma parte de las personas fieles del pueblo de Israel que esperan al Mesías y que le acogen. No acogen al Mesías que el pueblo estaba esperando -el Mesías vengador y luchador-, sino el Mesías del Señor. Ana representa el amor fiel al esposo, que le acoge y desea estar con él; y se implica en su mensaje de salvación.

         Mantenerse en este amor en un momento o a corto plazo es muy fácil, pero mantener esta lealtad es lo que resulta realmente difícil. Ana representa este resto que permaneció fiel incluso cuando todos los demás han dejado al Señor. Ana es la parte de Israel que representa a la esposa fiel a Yahvé. Son muchos los que han ido abandonando a la Iglesia, pues ante esta situación es muy importante guardar en el corazón esta figura de la esposa que no abandona al amor porque sabe que no hay más amor que en Dios.

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