martes, 30 de marzo de 2010

Jueves Santo


JUEVES SANTO:


Durante la Semana Santa la Iglesia celebra los misterios de la salvación actuados por Cristo en los últimos días de su vida, comenzando por su entrada mesiánica en Jerusalén.


Hoy, Jueves Santo, la Iglesia Católica y todos nosotros, damos gracias a Jesucristo por habernos entregado tres regalos: la institución de la Eucaristía, la institución del Orden Sacerdotal y el mandamiento del Señor sobre la caridad fraterna.

Suele suceder que únicamente valoramos las cosas y a las personas cuando las terminamos perdiendo. Lo más importante que tenemos los cristianos es la Eucaristía, es el centro y cumbre de la vida cristiana, sin embargo no somos capaces ni de intuir el gran misterio que encierra y vivirlo con la intensidad que se precisa.


Sin embargo, a pesar de nuestras limitaciones, Dios sigue apostando por nosotros, nos sigue amando y desea que demos pasos en nuestra vida espiritual. Por eso, el Señor nos ofrece el ejemplo de algunos testigos para que caigamos en la cuenta de la grandeza del don de la Eucaristía para nuestras comunidades cristianas y para nuestro propio crecimiento espiritual. El Cardenal vietnamita Van Thuan pertenece a ese grupo de enamorados de Cristo Eucaristía.


El 24 de abril de 1975, pocos días antes de que el régimen comunista se hiciera del poder, Pablo VI lo nombró arzobispo coadjutor de Saigón (Hochiminh Ville). Pocas semanas después era arrestado y luego encarcelado. Una larguísima noche que duró trece años, sin juicio ni sentencia, nueve de los cuales los pasó incomunicado. Salió el 21 de noviembre de 1988. A pesar de la situación de extrema precariedad en que se encontró, no se dejó vencer por la resignación ni el desaliento.


El Cardenal Van Thuan, prisionero por Cristo, muchas veces estaba totalmente incomunicado y vigilado día y noche por dos guardias. Juntando cualquier trozo de papel que llegara a sus manos se creó una minúscula Biblia personal, en la que escribió más de 300 frases del Evangelio que recordaba de memoria. Fue su tesoro más preciado. Pero el momento central de su jornada era la celebración de la Eucaristía con: tres gotas de vino y una de agua en la palma de la mano. Lo hacía de un modo totalmente clandestino, a escondidas, ya que de otro modo, las autoridades comunistas se lo hubiesen impedido empleando métodos más represivos. La celebración diaria de la Eucaristía fue la verdadera medicina para su cuerpo y su alma. Van Thuan, en sus memorias nos dice: «Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida!. Quien come de mí vivirá por mí. Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.»


Incluso fabricaron bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los demás. Jesús Eucaristía estaba siempre con el Van Thuan, en el bolsillo de la camisa.


Una vez por semana había una sesión de adoctrinamiento en la que tenían que participar todo el campo. En el momento de la pausa, sus compañeros católicos y él aprovechaban para pasar un saquito que contenía a Jesús Eucaristía a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús eucarístico ayudaba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.


Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la semilla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La prisión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos. Así Cristo Eucaristía les alentó y alimentó en aquel campo de concentración.



Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión... El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!.


Otro de los regalos que Jesucristo nos ha dado en el jueves santo es la institución del Orden Sacerdotal. Ser sacerdote es un REGALO que no se puede merecer. Los sacerdotes somos consagrados para siempre, somos llamados a ESTAR SIEMPRE CON EL SEÑOR, a perpetuar día a día su amistad para moldearnos según su corazón. La vocación sacerdotal es un DON TAN GRANDE PARA LA IGLESIA que los sacerdotes no nos pertenecemos a nosotros mismos, SINO QUE SOMOS PROPIEDAD DE CRISTO que vive en la Iglesia y pertenecemos a la Iglesia. El sacerdote es la persona enamorada de Cristo; el sacerdote es que tiene que estar injertado en Cristo. El sacerdote se ha encontrado con el Maestro, con el Señor, reconoce todo lo bueno y todo lo que el Maestro le ha aportado… y DESEA COMUNICARLO a todos los hombres PARA QUE TODOS PUEDAN IR ADQUIRIENDO ESE DESEO DE BUSCAR A JESUCRISTO.


San Juan Crisóstomo exhorta a estar atentos a la presencia de Cristo en el hermano cuando celebramos la Eucaristía: Aquel que dijo: «Esto es mi cuerpo»... y que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho también: lo que os hayáis negado a hacerle al más pequeño, me lo habéis negado a mí. Consciente de ello, Agustín había construido en Hipona una “domus caritatis” cerca de su Catedral. Y san Basilio había creado una ciudadela de la caridad en Cesarea. Por eso Eucaristía y el Mandamiento del amor van entrelazados con gran firmeza. Y el mandamiento del amor fue el tercer gran regalo que nos hizo Jesucristo.

Viernes Santo

VIERNES SANTO:


Jesús muere en la Cruz. Ya nuestros primeros padres pecaron contra Dios estando en el Paraíso. No aceptaban su condición de ser criaturas y deseaban ser como dioses: El gran pecado de la soberbia. El mal se extendió, como se extienden las malas hierbas por los sembrados y las epidemias en las tierras de hambre y miseria. Incluso, en un lugar llamado Babel, nos dice la Biblia que los hombres construyeron una torre tan alta y tan sólida con el fin de llegar hasta el cielo y allí derrocar a Dios de su trono, con una especie de golpe de estado, para constituirse ellos mismos como dioses y señores de todo. Todos nos acordamos como acabaron las ciudades de Sodoma y Gomorra. Asesinatos, violaciones constantes de los derechos más elementales del ser humano, los abusos de poder, robos, engaños, difamaciones son algunas de las tantas consecuencias que acarrea el pecado.



Pero recordemos que cuando Dios expulsó a Adán y a Eva del paraíso, por haber comido el fruto prohibido del árbol, también nos habla de otro árbol, del árbol de la vida, el cual estaba custodiado por dos querubines con las espadas de fuego en las manos. Tal árbol de la vida del Antiguo Testamento ya nos está remitiendo, señalando, indicando, prefigurando el otro árbol de la vida: La Cruz de Cristo. Y recordemos también lo que nos dice el libro de los Números (Nm 21,4-9), cuando peregrinaba el pueblo israelita por el desierto después de haber salido triunfante de la esclavitud de los egipcios. Muchos israelitas empezaron a murmurar contra Moisés y contra Dios porque no tenían comida, que no tenían agua y les daba asco ese pan sin cuerpo que era el maná del cielo, y Dios les mandó serpientes venenosas a aquellos que dudaban y criticaban abiertamente ante el pueblo contra Dios y Moisés. Sin embargo Dios, que siempre da nuevas oportunidades, mandó forjar una serpiente de bronce colocada en un asta. Los mordidos por una serpiente, miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados. A nosotros nos pica, no una serpiente, sino el pecado. Cada vez que pecamos, si miramos con arrepentimiento al árbol de la cruz y acudimos al sacramento de la reconciliación o del perdón… también quedamos curados. Tal serpiente de bronce del antiguo testamento nos está señalando, remitiendo, prefigurando el otro árbol de la vida: La Cruz de Cristo.



En el Antiguo Testamento, el Pueblo de Israel luchaba por mantener la pureza. Era consciente de su pecado y acudían a los sacrificios y holocaustos de machos cabríos y de corderos creyendo que el derramamiento de su sangre borrarían los numerosos pecados personales. Sin embargo tales sacrificios no podían quitar los pecados, ya que era imposible que la sangre de estos animales pudieran quitar los pecados. Por la pascua judía constantemente se sacrificaban animales y derramaban su sangre por los altares del Templo de Jerusalén, pero todo eso era en vano.



Dios, movido por su gran misericordia y deseando que todos los hombres se pudieran salvar, nos envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para salvar a los que estaban bajo la ley.



Cristo, el Cordero de Dios, muriendo en la Cruz fue sacrificado y su sangre fue derramada. Sus heridas nos han curado y nuestro pecado ha sido perdonado. Dios, por medio de su Hijo, ha reconciliado a toda la humanidad. Recordemos las palabras del profeta Isaías “Como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no había la boca. Sin defensa, sin justicia se lo llevaron. Lo arrancaron de la tierra de los vivos” (Is. 53).



Cristo ha muerto en la Cruz. En el Credo proclamamos que “Jesucristo descendió a los infiernos”. Jesús, estando muerto, bajó a los infiernos. Aquí, la palabra infierno quiere decir “morada de los muertos” y bajó allí porque los muertos se encontraban privados de la visión de Dios. Los muertos estaban a la espera, estaban esperando la visita salvadora de Jesucristo. Ahora bien, únicamente las almas de los santos, que esperaban a su Libertador en el seno de Abrahám, a las que liberó cuando descendió a los infiernos. Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que le habían precedido. Dicho con otras palabras: Cristo, al bajar a los infiernos abrió las puertas del Cielo a los justos que le habían precedido.



Cristo anuncia la Buena Noticia incluso a los muertos. Esto es un gran motivo de alegría y de gozo en el Señor.



Roberto García Villumbrales

Pascua de Resurrección

PASCUA DE RESURRECCIÓN:

Nosotros, en el Credo manifestamos que creemos en “la resurrección de la carne”. Del mismo modo, en el Credo profesamos nuestra fe en que Jesucristo “al tercer día resucitó de entre los muertos”.


Jesucristo realmente ha resucitado y vive para siempre. ¿Cómo se produjo la resurrección?, ¿cómo sucedió realmente este hecho?, ¿qué proceso sufre el cuerpo para ser resucitado?. Todo esto lo sabremos a su debido tiempo, cuando nosotros resucitemos con Cristo. Ahora es un enigma, un gran misterio, algo que se nos desvelará a su tiempo. Lo cierto es que sería de un valor incalculable el haber tenido, cosa imposible en aquella época, una cámara de video en el sepulcro para grabar el acontecimiento más importante de toda la humanidad… pero esto forma parte de la curiosidad, y Dios desea que vivamos con Cristo para que resucitemos con Él.


Sin lugar a dudas, ustedes me pueden preguntar: ¿Qué es resucitar?. Para dar respuesta a esta cuestión les voy a leer el número 997 del Catecismo de la Iglesia Católica: «En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro de Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús».


Todos vamos a resucitar. Ahora bien, los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación. Es cierto que nosotros, ahora, no tenemos experiencia de la resurrección, sabemos que Cristo ha resucitado. Y también sabemos que para Dios nada hay imposible y que el Creador de todo tiene poder para reconstruir al hombre al final de la historia.


Los muertos resucitan con sus cuerpos, en esta carne que ahora vivimos; con sus propios cuerpos, los que ahora poseen (DS 801). Jesús de Nazaret recitó con su propio cuerpo. Es más, Jesús Resucitado, cuando se apareció a los Apóstoles le dijo: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo» (Lc 24, 39); es más, recordemos la escena del encuentro del incrédulo Tomás con Jesús Resucitado: «Jesús dijo a Tomás: Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente». Pero Jesucristo no volvió a una vida terrenal.


El ‘como’ se llevó a cabo la resurrección es algo que sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento. Sólo lo podemos entender desde la fe. San Ireneo de Lyon nos ofrece luz en este tema tan importante: «Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan de la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección».


San Gregorio de Nisa nos dice: «Así como un poco de levadura, según la doctrina del Apóstol, hace fermentar toda la masa, así también el divino cuerpo de Jesucristo, que padeció la muerte, y es el principio de nuestra vida., entra en nuestro cuerpo, nos le muda y transforma todo en sí. Porque al modo que un veneno que se ha derramado por los miembros sanos, los corrompe en poco tiempo, así por contraria razón, cuando el cuerpo inmortal de Jesucristo se ha llegado a mezclar con el del hombre, que en otro tiempo había comido el fruto envenenado, le transforma todo entero en su divina naturaleza.» (S. Greg. de Nisa, c. 37, sent. 29, Tric. T. 4, p. 118 y 119.)


Nuestras vidas están llamadas a ser vividas al amparo del Todopoderoso. Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participamos de la vida celestial de Cristo Resucitado, pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día nos “manifestaremos con Él llenos de gloria” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1003).

Roberto García Villumbrales

lunes, 29 de marzo de 2010

EUCARISTÍA en un CAMPO DE CONCENTRACIÓN, Por Van Thuan.

EUCARISTÍA en un CAMPO de CONCENTRACIÓN. Por Van Thuan

Van Thuan
Revista Id y Evangelizad
nº 42, febrero 2005


Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mí una pregunta angustiosa: ¿Podré seguir celebrando la Eucaristía? Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: ¿Ha podido celebrar la Santa misa?

En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo (Jn 6, 51).

¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possumus! ¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía!

En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.

Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión... El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!

En memoria mía

En la última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.

Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea espléndido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Iglesia el memorial presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de Él, para vivir y morir como Él.

Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de Él y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. Haced esto en memoria mía (cf. I Co 11, 25).

Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos, para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes... Les puse: Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago. Los fieles comprendieron enseguida.
.Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible

Me enviaron una botellita de vino de misa, con la etiqueta: medicina contra el dolor de estómago, y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.

La policía me preguntó:
–¿Le duele el estómago?
–Sí.
–Aquí tiene una medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo, como dice Ignacio de Antioquía.

A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con Él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas más hermosas de mi vida!

Quien come de mí vivirá por mí

Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.

Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que él realiza: El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo, afirman los Padres. Dice León Magno: La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos. Agustín da voz a Jesús con esta frase: Tú no me cambiarás en ti, como la comida de la carne, sino que serás transformado en mí. Mediante la Eucaristía nos hacemos, como dice Cirilo de Jerusalén, concorpóreos y consanguíneos con Cristo. Jesús vive en nosotros y nosotros en Él, en una especie de simbiosis y de mutua inmanencia: Él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí.

La Eucaristía en el campo de reeducación

Así, en la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.

La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en medio de todas las dificultades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.

En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos arreglamos para que hubiera cinco católicos conmigo. A las 21.30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los demás. Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bolsillo de la camisa.

Una vez por semana había una sesión de adoctrinamiento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo aprovechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús eucarístico ayudaba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.

Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la semilla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La prisión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.

En conjunto fueron apresados cerca de 300 sacerdotes. Su presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.

Así Jesús se convirtió –como decía Santa Teresa de Jesús– en el verdadero compañero nuestro en el Santísimo Sacramento. Un solo pan, un solo cuerpo. Y Jesús nos ha hecho ser Iglesia. Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan (1 Co 10, 17). He ahí la Eucaristía que hace a la Iglesia: el cuerpo eucarístico que nos hace Cuerpo de Cristo. O con la imagen joánica: todos nosotros somos una misma vid, con la savia vital del Espíritu que circula en cada uno y en todos (cf. Jn 15).

Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo. Cirilo de Alejandría recuerda: Para fundirnos en unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamarnos unos con otros, el Hijo unigénito... inventó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos con él y entre ellos.

Somos una sola cosa: ese uno que se realiza en la participación en la Eucaristía. El Resucitado nos hace uno con Él y con el Padre en el Espíritu. En la unidad realizada por la Eucaristía y vivida en el amor recíproco, Cristo puede tomar en sus manos el destino de los hombres y llevarlos a su verdadera finalidad: un solo Padre y todos hermanos.

Padre nuestro, pan nuestro

Si tomamos conciencia de lo que realiza la Eucaristía, ésta nos hace enlazar inmediatamente las dos palabras de la oración dominical: Padre nuestro y pan nuestro. Da testimonio de ello la Iglesia de los orígenes: Se mantenían constantes... en la fracción del pan, narran los Hechos de los Apóstoles (2, 42). E indican su reflejo inmediato: La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común (Hch 4, 32).

Si Eucaristía y comunión son dos caras inseparables de la misma realidad, esta comunión no puede ser únicamente espiritual. Estamos llamados a dar al mundo el espectáculo de comunidades donde se tenga en común no sólo la fe, sino que se compartan verdaderamente gozos y penas, bienes y necesidades espirituales y materiales.

El ministerio que desarrollo dentro de la Curia Romana al servicio de la justicia y de la paz me hace especialmente sensible a esta instancia. Urge testimoniar que el cuerpo de Cristo es verdaderamente carne para la vida del mundo.

Todos sabemos cómo, en los dos siglos que acaban de pasar, muchas personas que sentían la exigencia de una verdadera justicia social, al no hallar en el ámbito cristiano un testimonio claro y fuerte, han recurrido a falsas esperanzas. Y todos nosotros hemos asistido a verdaderas tragedias, bien sólo escuchando hablar de ellas, bien pagando personalmente.

En nuestros días el problema social no ha disminuido en absoluto. Desgraciadamente, gran parte de la población mundial sigue viviendo en la miseria más inhumana. Se está caminando hacia la globalización en todos los campos, pero esto puede agravar más que resolver los problemas. Falta un auténtico principio unificador, que una, valorando y no masificando a las personas. Falta el principio de la comunión y de la fraternidad universal: Cristo, pan eucarístico que nos hace uno en él y nos enseña a vivir según un estilo eucarístico de comunión.

Los cristianos estamos llamados a dar esta aportación esencial. Lo entendieron muy bien los cristianos de los primeros siglos. Leemos en la Didaché: Pues si sois copartícipes en la inmortalidad, ¿cuánto más en los bienes corruptibles? Juan Crisóstomo exhorta a estar atentos a la presencia de Cristo en el hermano cuando celebramos la Eucaristía: Aquel que dijo: «Esto es mi cuerpo»... y que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho también: lo que os hayáis negado a hacerle al más pequeño, me lo habéis negado a mí. Consciente de ello, Agustín había construido en Hipona una domus caritatis cerca de su catedral. Y san Basilio había creado una ciudadela de la caridad en Cesarea. Afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: La Eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos (cf. Mt 25, 40).

Pero la función social de la Eucaristía va más allá. Es necesario que la Iglesia que celebra la Eucaristía sea también capaz de cambiar las estructuras injustas de este mundo en formas nuevas de socialidad, en sistemas económicos donde prevalezca el sentido de la comunión y no del provecho.

Pablo VI acuñó este estupendo programa: Hacer de la mina una escuela de profundidad espiritual y una tranquila pero comprometida palestra de sociología cristiana.

Jesús, Pan de vida, impulsa a trabajar para que no falte el pan que muchos necesitamos todavía: el pan de la justicia y de la paz, allá donde la guerra amenaza y no se respetan los derechos del hombre, de la familia, de los pueblos; el pan de la verdadera libertad, allí donde no rige una justa libertad religiosa para profesar abiertamente la propia fe; el pan de la fraternidad, donde no se reconoce y realiza el sentido de la comunión universal en la paz y en la concordia; el pan de la unidad entre los cristianos, aún divididos, en camino para compartir el mismo pan y el mismo cáliz.

Fuente: http://www.anecdonet.com/modules.php?name=News&file=article&sid=431

Pesada Cruz



Pesada cruz. Un joven, ya no daba mas con sus problemas. Cayo de rodillas, rezando, "Señor, no puedo seguir. Mi cruz es demasiado pesada". El Señor, como siempre, acudió y le contesto, "Hijo mío, si no puedes llevar el peso de tu cruz, guárdala dentro de esa habitación. Después, abre esa otra puerta y escoge la cruz que tu quieras." El joven suspiro aliviado. "Gracias, Señor" dijo, e hizo lo que le había dicho. Al entrar, vio muchas cruces, algunas tan grandes que no les podía ver la parte de arriba. Después, vio una pequeña cruz apoyada en un extremo de la pared. "Señor", susurro, "quisiera esa que esta allá". Y el Señor contesto, "Hijo mío, esa es la cruz que acabas de dejar". Cuando los problemas de la vida nos parecen abrumadores, siempre es útil mirar a nuestro alrededor y ver las cosas con las que se enfrentan los demás. Veras que debes considerarte mas afortunado de lo que te imaginas. Cualquiera que sea tu cruz, cualquiera que sea tu dolor, siempre brillara el sol después de la tempestad.




Domingo de Ramos: La burriquilla.

jueves, 25 de marzo de 2010

Tiempo de Cuaresma




Estamos ya inmersos en el tiempo de cuaresma, un tiempo de conversión, para “cambiar” todo aquello que en nuestra vida se aleja del amor de Dios. Es un tiempo para prepararnos a acompañar a Jesús en los momentos cumbre de su pasión, su muerte y resurrección. Un tiempo para ordenar nuestra vida: ver qué es lo más importante, aquello que tenemos descuidado, tiempo de oración, de lectura de la Palabra, de acercarnos al que nos necesita,… Cada uno sabrá las cosas que ha de “ordenar” y cómo preparar su corazón para estar más cerca de Jesús y de los demás.

EL SíMBOLO DE LA CRUZ DE LAS JORNADAS

EL SíMBOLO DE LA CRUZ DE LAS JORNADAS

Una sencilla explicación de lo que significa esta Cruz en la Convocatoria de las Jornadas Mundiales de la Juventud


miércoles, 24 de marzo de 2010

Mineritos. Niños trabajadores en las entrañas de Bolivia - Temas - Nuestro Tiempo

Mineritos. Niños trabajadores en las entrañas de Bolivia - Temas - Nuestro Tiempo

Mineritos. Niños trabajadores en las entrañas de Bolivia
Texto Ander Izagirre [Com 98] Fotografías Daniel Burgui Iguzkiza [Com 98]

Abigaíl Canaviri, de catorce años, entra todas las noches en las galerías del Cerro Rico de Potosí, una de las minas más deterioradas y peligrosas del mundo. Allí empuja vagonetas cargadas de rocas durante doce horas, a cambio de dos euros. Como ella, 13.000 niños bolivianos arrancan rocas, muelen el mineral, lo tratan con ácidos y lo acarrean sobre sus hombros.

Pausa a 45 grados. Los mineros mascan coca y beben alcohol puro durante un descanso subterráneo en las minas de Llallagua.

Hacia las seis de la tarde, la montaña empieza a escupir hombres azules. Salen de las bocaminas, rebozados de polvo de estaño, levantan la cara hacia la luz y enseguida la agachan, deslumbrados. Caminan cabizbajos, sin quitarse el casco, arrastrando las botas por la gravilla, en silencio. Diez mil mineros bajan como hormigas por las laderas del Cerro Rico hacia la ciudad de Potosí.
Los miedos

Abigaíl tiene miedo de los pasos angostos, los dolores, la silicosis, los mineros borrachos. Y sobre todo, tiene miedo del hambre.

En un pedregal a 4.300 metros de altitud, en la caseta de adobe donde vive con su familia, Abigaíl Canaviri Canaviri se calza el casco, la lámpara frontal y las botas de goma. Esta niña de catorce años espera a que salgan los mineros para entrar a trabajar toda la noche bajo tierra.

Derrumbes

El peso de la montaña descansa sobre vigas combadas, roídas, puestas hace tiempo. Las muertes por derrumbes son frecuentes.

El Cerro Rico es un montañón despellejado, destripado y desmochado. Esta pirámide rosácea, de la que manan hemorragias minerales por seiscientas heridas, alcanzaba los 5.200 metros de altitud cuando llegaron los colonos españoles y ha menguado hasta los 4.700. Durante cinco siglos la han perforado, socavado, dinamitado y triturado, le han roído 90 kilómetros de túneles, pozos y ramificaciones en las entrañas, quizá 200, quizá 500 kilómetros. Le arrancaron 15.000 toneladas de plata pura, quizá 30, quizá 50.000 toneladas; hoy le siguen sacando tres millones de kilos de rocas al día para obtener estaño, cinc y plata. La montaña es un cascarón mineral cada vez más hueco, las laderas se derrumban aquí y allá, y los potosinos temen el día del colapso final, el hundimiento apocalíptico que culmine la historia del Cerro Rico: en sus entrañas yacen los huesos, o el polvo de los huesos, de docenas de miles de mineros. La montaña que devora hombres, la llaman.

Los supervivientes de hoy bajan caminando o apiñados en camiones a la ciudad, extendida en una meseta a 4.000 metros, con las iglesias alzando torres barrocas en medio de un oleaje de luz blanca, del mar de destellos que el sol arranca a los tejados de calamina del cinturón de chabolas, del esplendor de la miseria que inunda Potosí al atardecer.

Y a las ocho, cuando ya van saliendo los últimos hombres azules, Abigaíl entra por una bocamina angosta. Da pasos cortos, siempre pisando los raíles de las vagonetas para no hundirse en el fango anaranjado, en ese puré de metales y aguas fétidas, estirando el brazo derecho para palpar metro a metro la roca viva, agachándose cada poco para no golpearse con las vigas podridas que todavía apuntalan la galería pero ya resquebrajan el ánimo. Así camina por los bronquios del Cerro Rico, respirando miasmas calientes, pegajosos, saturados de sílice, asbesto y arsénico, abriendo en la oscuridad una cuña de luz con la lámpara de su casco.

Avanzar “como lagarto”. En el fondo del túnel, a 1.500 metros de la superficie, le esperan las rocas arrancadas por los mineros durante el día. A veces con la ayuda de su madre, casi siempre ella sola, amontona las piedras en una vagoneta y la empuja por los raíles hacia el exterior. La carga ronda los trescientos o los cuatrocientos kilos. “Cuando empecé con doce años, se me hacía muy pesado”, explica. “Ahora ya me voy acostumbrando. Pero siempre es muy cansado. Hace calor. Y a veces tengo miedo”.

Abigaíl tiene miedo de que se le voltee el carro, cuando se lanza en los tramos cuesta abajo y ella intenta retenerlo. Tiene miedo de los lugares tan estrechos en los que apenas hay sitio para la vagoneta y ella tiene que agacharse, empujar y avanzar “como lagarto”. Miedo de los dolores en la espalda y los brazos. De la silicosis: un médico le dijo que debe dejar la mina para que no le ocurra como a su papá, que por la noches reventaba en un terremoto de toses, un derrumbe de alveolos, una sacudida de costillas que lo doblaba en dos. Su papá escupía pedazos de pulmón sanguinolentos. Y murió ahogado cuando ella tenía ocho años. Abigaíl también teme que algún minero borracho la viole: dos amigas suyas de doce y trece años ya han tenido bebés por este motivo. Pero le empuja otro miedo mayor: el miedo al hambre. “Hace pocos días murió un bebé en Pailaviri porque no tenía qué comer”, dice. Y piensa en su hermano de cuatro años.

Durante el día, entre los trabajadores de este submundo también pueden verse adolescentes: golpean la peña con mazo y cincel, horadan la galería con barrenas, insertan cartuchos de dinamita, incluso ayudan a los perforistas, que taladran la pared con martillos neumáticos en medio de un zumbido atronador y una polvareda tóxica que ciega y asfixia. Los chavales más pequeños reptan por túneles minúsculos, donde no cabe un adulto. Meten la cabeza en el hoyo, pasan los hombros y se tumban con el pecho sobre la roca. Reptan apoyándose sobre los antebrazos, arrastrando la perforadora con la mano, acercándose metro a metro hacia una cavidad ardiente. La temperatura suele superar los 60 o 70 grados. Tienen diez minutos para excavar un poco más el hueco, enroscarse sobre sí mismos, girar y regresar arrastrándose al encuentro de sus compañeros y del aire fresco.

Durante la noche, la mina está desierta. En la oscuridad sólo resuena el chapoteo de las botas de Abigaíl. Puede que en alguna galería lejana un juku rasque rocas. Los jukus (búhos, en quechua) son ladronzuelos nocturnos, casi siempre jóvenes, que excavan túneles clandestinos para llegar a las vetas y robar mineral. Si los atrapan los mineros adultos, es probable que salgan con la cara hinchada, algún diente de menos y varios huesos rotos.

Abigaíl tarda dos horas en caminar hasta el fondo de la galería y sacar una vagoneta cargada. Repite la operación seis o siete veces. Comienza a las ocho de la noche y no suele terminar hasta las ocho o diez de la mañana. Por ese trabajo de doce o catorce horas nocturnas, la cooperativa de mineros le pagaba 20 pesos diarios (dos euros), cuatro veces menos de lo que cobra un adulto por la misma tarea. Pero desde hace varios meses Abigaíl trabaja gratis. Sus minúsculas ganancias se las restan a la deuda de 2.000 euros que le cargaron a su madre viuda.

La historia de doña Margarita, la madre de Abigaíl, es la de tantas viudas de mineros: al morir el marido y quedarse sin ingresos, tuvo que abandonar su vivienda y subir con los cuatro hijos a una caseta de adobe en la ladera pelada del Cerro Rico, a 4.300 metros, junto a la bocamina. La caseta es un refugio de seis metros por dos y medio, un cuartucho lóbrego, sin ventanas, cubierto por una chapa de cinc agujereada. Los vendavales del Cerro silban en las rendijas de las paredes, apenas tapadas por cartones y plásticos. Las goteras suelen embarrar el suelo de tierra, donde se aprietan los sacos con la ropa de la familia, una mesita con una cocina de gas y la cama donde duermen Abigaíl, su hermano y su madre, menos apretados desde que los dos hermanos mayores emigraron a Porco y Oruro para buscarse la vida. En esta casa comen maíz hervido, papas y arroz. Y acarrean el agua potable desde una cisterna cercana. En eso están mejor que otras familias, todavía acostumbradas a usar las aguas cargadas de metales que fluyen por la ladera.
Viven aquí, en la canchamina, porque sólo aquí pueden rascar algún sustento. Doña Margarita trabaja de palliri, partiendo rocas con un mazo para seleccionar los bloques más valiosos, barre el polvo de la mina para obtener algunas pizcas de estaño y ejerce de guarda, custodiando las herramientas y la maquinaria de los mineros en un anexo de su caseta. Entre una cosa y otra, gana unos 400 pesos mensuales (40 euros). Pero adquiere un compromiso: se hace absolutamente responsable del material guardado en la caseta, apenas cerrada por una plancha metálica que no encaja en el quicio.

Un domingo de diciembre de 2008, cuando doña Margarita y Abigaíl regresaban a casa cargando un bidón de agua potable, vieron que alguien había arrancado la puerta. Y que les habían robado tres máquinas de los mineros, valoradas en unos 700 euros cada una. Desde entonces, ambas trabajan gratis para la cooperativa, hasta satisfacer la deuda.
Para sobrevivir, Abigaíl escamotea algunos pedazos de mineral y los vende a los turistas de Potosí a cambio de unos pesitos.

Peor que hace cien años. Abigaíl es el eslabón más débil y machacado de un sistema perverso. En Bolivia, alrededor de 5.000 mineros trabajan para la empresa estatal Comibol, otros 9.000 lo hacen para compañías privadas, pero la gran mayoría, unos 45.000, se buscan la vida -y a menudo la muerte- por su cuenta y riesgo.

El caos empezó en 1985, cuando Comibol, ahogada por las deudas, la ineficacia y la corrupción, despidió a 23.000 mineros y dejó muchos yacimientos sin control. Modesto Pérez es minero viejo, una categoría improbable en Bolivia: “Cuando se quedaron sin empleo, muchos saquearon las instalaciones para vender el material”, recuerda. “Se llevaron los raíles, las tuberías de ventilación, los cables, las máquinas; hasta el último fierro y el último perno se llevaron”. Los mineros despedidos se organizaron en unas mal llamadas cooperativas: cuadrillas de unos pocos socios que arrendan un yacimiento, lo explotan de manera artesanal y sin medidas de seguridad, y obtienen un rendimiento exiguo. Si las cosas van bien, ofrecen trabajo a otros mineros para seguir con la explotación: sin contratos, sin seguros, sin cotizaciones, con jornales que alcanzan para sobrevivir y poco más.

Y trabajan en peores condiciones que hace cien años, como explica Pérez: “Desde los saqueos, en muchas galerías no hay vagonetas ni raíles; tenemos que cargar los sacos de mineral al hombro y llevarlos andando tres o cuatro kilómetros hasta el exterior. Acá en el socavón de Cancañiri al menos funciona un generador, pero la electricidad falla a menudo, así que nos quedamos sin jaula [el ascensor que desciende a las galerías inferiores] y bajamos y subimos por las escalas, 40 o 60 metros en vertical, cargados con las perforadoras o con los sacos. Es muy riesgoso. Un resbalón y adiós”. La falta de planificación también mata: “Ya no hay ingenieros ni técnicos. Antes se prohibían las zonas peligrosas, las que se podían derrumbar. Ahora cada cuadrilla taladra por donde quiere, arriba, abajo, en diagonal, sin plan. Harta gente muere porque excava sin saber lo que hay encima y se le derrumba la galería. Ayer mismo murió un compañero, Miguel Characayo, aplastado. Como no volvió a casa, bajaron a buscarlo hasta el nivel -250 y allá encontraron un derrumbe. Entre las piedras sacaron su cadáver”. El apuntalamiento de las galerías da escalofríos: el peso de la montaña descansa sobre vigas combadas, roídas, puestas hace demasiados años. “Ya no se cambian”, dice Pérez, “porque ganamos lo justito para sobrevivir y nadie puede gastar dinero en medidas de seguridad. Tampoco podemos reconstruir el sistema de ventilación. Algunos compañeros trabajan en pozos muy estrechos, donde sólo pueden entrar arrastrándose, y como ya no hay bombeo de oxígeno, encuentran una bolsa de gas y se ahogan allá dentro”. A los 59 años, a Pérez no le queda ningún compañero de su edad. Todos murieron aplastados por derrumbes o asfixiados por la silicosis.

Es difícil que un minero viva más de 35 o 40 años. Cuando muere el padre, la viuda y los hijos quedan al borde de la miseria, se instalan en las casetas de la bocamina y los adolescentes como Abigaíl empiezan a trabajar en las galerías. O en los ingenios exteriores, donde muelen el mineral con enormes quimbaletes manuales (corren el riesgo de aplastarse las manos o los pies, se les hinchan las articulaciones, sufren artritis y tendinitis), concentran el estaño utilizando aguas saturadas de ácidos y xantato (y por las noches sienten clavos incandescentes atravesándoles la cabeza) o acarrean el mineral hasta los almacenes (y quedan doblados por los dolores de espalda). Las autoridades calculan que unos 3.800 niños y adolescentes trabajan en las minas bolivianas, pero según la ONG local Cepromin (Centro de Promoción Minera), los buenos precios actuales del estaño atraen a los adolescentes que quieren hacer dinero y la cifra real de mineritos ronda los 13.000.

Cómo salir de la mina.
Cepromin intenta sacar a los niños del subsuelo. Los acoge en sus centros al pie de la mina, donde los pequeños trabajadores tienen asegurado un desayuno, una comida, un baño de agua caliente y un entorno amable, a salvo del alcoholismo y la violencia que azotan muchas casas. Cuentan con profesoras de apoyo, que ayudan a los niños con las tareas para evitar que se retrasen mucho en la escuela y abandonen los estudios. Los adolescentes reciben formación profesional y algunas familias obtienen microcréditos para poner en marcha pequeños negocios (panadería, mecánica, electricidad, costura, zapatería…). En la ciudad de Llallagua, donde 175 niños trabajaban en la minería, las ayudas de Cepromin consiguieron que casi todos abandonaran esas actividades y siguieran con sus estudios o los compaginaran con empleos más suaves.

A uno de esos centros acude Abigaíl muchas mañanas. Su empeño es asombroso: cuando sale de la mina, después de trabajar toda la noche, no se mete en la cama sino que acude al centro de Cepromin para desayunar y hacer las tareas del colegio, al que asiste algunas tardes. “Tengo que estudiar para tener una profesión. Es la única manera de sacar a mi mamá y a mi hermanito de la mina”, explica, mientras sorbe un puré de verduras. Con sus manos de minera, curtidas, agrietadas y teñidas por el polvo de estaño, hojea libros ilustrados de Disney y detiene la mirada en los vestidos de Cenicienta o la Bella Durmiente. Le quedan por delante cuatro cursos para sacarse el bachillerato. Suspira: “Pero la escuela se me hace difícil. A veces me quedo dormida”.
La lucidez de Abigaíl es demoledora. Sabe que debe buscarse la vida porque no puede esperar ninguna ayuda de las autoridades: “Se habla mucho de los derechos de los niños. Pero en Potosí esos derechos no existen. Nos maltratan. Y queremos que las autoridades nos expliquen por qué nadie protege nuestros derechos, por qué no vienen a visitar nuestras casas en la bocamina. Nosotros tenemos miedo. Pero ellos están muy ocupados”.

¿Qué hacen las autoridades?
El Ministerio de Trabajo boliviano tiene un Plan para la Erradicación Progresiva del Trabajo Infantil. Pero cuenta con un presupuesto exiguo y, en el caso de la minería, su actuación no va más allá de enviar a unos pocos inspectores de trabajo a las bocaminas y organizar algunos talleres de sensibilización. “Es cierto que disponemos de pocos recursos”, reconoce Eva Udaeta, directora del Plan, “pero antes no había nada. El Gobierno de Evo Morales es el primero que dedica algo de dinero a esta cuestión y, lo que es más importante, ataca la base del problema: la pobreza. Con los bonos para ayuda escolar, para las madres embarazadas, para los jubilados, ayudamos a que las familias padezcan menos necesidades y no tengan que enviar a los niños al trabajo. Lo más importante es que con este Gobierno tenemos un sistema económico que por fin invierte los grandes recursos del país en la mejora de las condiciones de vida de los bolivianos. Para acabar de verdad con el trabajo infantil, hay que acabar con la pobreza”.

Los chavales no esperan de brazos cruzados.
Muchos de ellos, con doce, catorce o 16 años, se reúnen en asambleas, debaten sobre los derechos de los menores y las leyes bolivianas, redactan informes con sus peticiones y las envían a las autoridades locales para reclamar su atención. Son los grupos nats (“niños y adolescentes trabajadores”), organizaciones dirigidas y gestionadas por los propios jóvenes, que convocan congresos con grupos de toda Bolivia y luchan por mejorar las condiciones de los mineritos, los vendedores callejeros, los empleados del hogar, los lustrabotas…

Fernando Pérez tiene 18 años y por eso cumple sus últimos días como presidente de los nats en la región minera de Llallagua y Uncía. Nos muestra la casita que han construido con ayuda de Cepromin y varias instituciones extranjeras y que los propios jóvenes administran: comedor, sala de reuniones, dormitorios… También cuentan con un horno de pan y tres pequeños invernaderos, cuya producción sirve para financiar los gastos. Fernando está organizando un encuentro de nats de toda Bolivia, que se ha retrasado varios meses porque falta parte del dinero: “Es importante que nos juntemos”, dice, “para conocernos, compartir nuestros problemas y plantearlos a los políticos”.

Fernando empezó a trabajar en la minería con trece años, en una tarea típica de los adolescentes: se dedicaba a filtrar las aguas sobrantes que vierten los ingenios, aguas cargadas de ácidos que corren por una quebrada pestilente, alfombrada de basuras y cadáveres de animales putrefactos, donde los niños rescatan las últimas arenillas de estaño. Trabajando ocho horas diarias en ese arroyo tóxico, su hermano Ricardo y él sacaban 20 sacos de 30 o 40 kilos que luego acarreaban hasta los almacenes compradores de mineral. Ganaban dos o tres euros cada uno, a cambio de quemarse la piel de los brazos, machacarse la espalda, sufrir dolores de cabeza y tener dificultades para respirar.

“Entonces éramos changuitos y aquello era bien duro”, cuenta Fernando. “Después descargamos camiones y trabajamos en la construcción. Mi hermano entró a la mina pero yo nunca quise. Es muy riesgoso. Hace mucho calor, se respira mal, se clavan piedritas filosas en los ojos y hartos mueren por los derrumbes. Una vez a mi hermano se le hundió el suelo bajo los pies. Salió trepando, corrió por el socavón y unos segundos después se derrumbó toda la zona”.
Fernando tiene muy claro lo que no quiere. Y lo que quiere: marcharse a Sucre para matricularse en Bioquímica y ser farmacéutico. Abigaíl también sueña con estudiar Medicina “para darles medicinas a los niños pobres y curarlos gratis”. Ambos pertenecen a esa nueva generación de mineritos que no se resignan a un futuro acorralado por derrumbes y enfermedades. Ambos pelean por salir del subsuelo.

viernes, 19 de marzo de 2010

Un fragmento de la película UP que enseña a vivir el matrimonio.

Homilía del DÍA DEL SEMINARIO 2010

Homilía del DÍA DEL SEMINARIO 2010

No hace mucho visitando a una enferma en el hospital me encontré con un adolescente que estaba cuidando de su madre que recobraba las fuerzas después de una delicada operación quirúrgica. El muchacho al ver que yo iba vestido de cura, parece que eso le dio confianza para hablar conmigo. En poco tiempo me contó muchas cosas… que sus padres iban a Misa todos los domingos, que en casa oían la emisora RADIO MARÍA, que le caía genial el profesor de religión de su instituto, que asistía semanalmente a la catequesis de confirmación y que era un incondicional del Real Madrid. Lo más llamativo era la cara de asombro que ponía su madre ya que ella no era capaz de sacarle, ni con sacacorchos, dos palabras seguidas a su hijo.

El muchacho me preguntó que dónde estaba yo de cura, que si atendía alguna parroquia. Le comenté que el Obispo me encomendó una tarea preciosa que era acompañar a muchachos de su edad y que la diócesis tenía un lugar privilegiado que es el Seminario Menor. Me llamó mucho la atención porque el chico sabía donde se encontraba el Seminario Menor, ya que un primo suyo había estado allí hace unos años y me comentaba que su primo hablaba del seminario con gran cariño, como de una etapa importante en su vida y llena de buenos recuerdos.

Sin embargo este adolescente, aunque oía campanas no sabía de qué campanario procedía las campanadas… por eso le pregunté: “Oye chico, ¿sabes lo que es el seminario?”. Él se encogió de hombros y me reconoció que no lo sabía. Y como yo me estaba dando cuenta de que este muchacho contaba con un cierto bagaje de conocimientos de la Biblia y de una cultura general cristiana le comenté lo siguiente: “Sabes que a Jesús le seguía mucha gente, y esos eran los discípulos. Sin embargo Jesús tenía un grupo más reducido, que Él mismo había ido llamando personalmente por su propio nombre, y a este grupo más reducido de los Doce son los Apóstoles”, y continúe comentándole: “Ese pequeño grupo elegido por el Señor fueron acumulando muchas experiencias a cerca de Jesús: Ellos comían con Jesús; ellos escuchaban las parábolas con el resto de la gente y luego, el Maestro, se lo explicaba más detenidamente a ellos; ellos le acompañaban por aquellos caminos y fueron testigos privilegiados de sus milagros; ellos disfrutaron, gozaron de su divina compañía; ellos sufrieron cuando capturaron y crucificaron a Jesús, tuvieron mucho miedo; ellos experimentaron un gozo inenarrable al descubrir, ante sus propios ojos, que Aquel que había sido cosido en el madero de la cruz y que había muerto de una manera tan trágica… pues había resucitado y que está vivo para siempre. En cierto modo, los Doce con Jesús formaron ya el primer seminario de la historia”.

El adolescente, como era lógico, me contestó que los Doce, que los Apóstoles lo tenían mas sencillo que nosotros porque ellos habían visto a Jesucristo. Daba la casualidad que su madre tenía sobre la mesita de su habitación en el hospital una radio de las que uno debe de sintonizar, con los dedos, manualmente, el dial de la cadena radiofónica que uno desee. Yo pedí prestada la radio a su madre y moví, intencionadamente el dial de la radio para que únicamente se oyese ruidos molestos por no estar sintonizada. Yo le comenté que cuando estaba Jesús en esta tierra y cuando caminaba por los senderos de Galilea muchos no le prestaron atención, muchos pasaron totalmente de Él y de su Mensaje de Salvación. Y que incluso le condenaron, sus propios paisanos, a morir en una cruz. Ellos sí lo tenían delante, pero no lo reconocieron porque no sintonizaron el dial correcto de la radio de su corazón para escuchar el mensaje del amor que vino a traernos Jesucristo. Ante esto, me di cuenta que había tirado por tierra su argumentación. Y que el Seminario era un lugar privilegiado para ayudar a los seminaristas para ir sintonizando con el dial de la emisora de Dios. Pero para poder sintonizar en el dial de Jesucristo uno debe de cuidar, con gran esmero, su íntima amistad con el Señor. Y que uno cuida su amistad con Dios confesándose con frecuencia; rezando diariamente; participando de la Eucaristía y comulgando en estado de gracia; leyendo la Biblia; cuidando mucho las miradas… para que no se escapen las miradas y el corazón esté libre para el Señor; y preocupándose de su formación cristiana. El muchacho me contestó que eso era muy costoso, a lo que yo le respondí que si se acordaba de aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena y que vino el viento huracanado, los ríos se desbordaron y su casa terminó siendo una gran ruina. Que él debía de ser listo y edificar su vida sobre roca.

Yo le explicaba al adolescente que el seminario era como “una especie de microclima” en el cual se puede escuchar la voz de Dios que te puede llamar a una vida apasionante, a la vida sacerdotal. El muchacho es cuando me comenta: “Es que las chicas me gustan mucho”, y yo le respondo: “¡Las chicas te gustan porque tú estás bien hecho!, y las chicas tienen esa cualidad de ser atractivas porque Dios así lo quiere. Es algo normal. Lo que sucede es que tú tienes que descubrir en lo profundo de tu corazón el lugar dónde tienes que encontrar el auténtico amor que te haga feliz. Y Dios puede hacerte muy feliz si él te llama al sacerdocio”.

El seminario es un espacio privilegiado para DISCERNIR LA VOCACIÓN. Por eso es muy importante el papel que juega el DIRECTOR ESPIRITUAL que te va guiando por este itinerario de discernimiento vocacional. El muchacho como no entendía que era eso del DIRECTOR ESPIRITUAL le puse este ejemplo: “Tú imagínate que te encuentras bien adentrado en la espesura de la selva tropical. No consigues ver nada porque la maleza y las ramas te impiden poder divisar algo. Sin embargo, en dicha expedición tenéis la suerte de contar con un jefe de expedición que machete en la mano va, poco a poco, abriendo senderos seguros para poder llegar, sin muchos incidentes, al destino deseado. El DIRECTOR ESPIRITUAL sería como ese jefe de la expedición que con tesón y seguridad nos conduce y nos ayuda a discernir lo que Dios quiere de cada uno de nosotros. Y la brújula que tiene el DIRECTOR ESPIRITUAL así como el que está en dicha expedición es una: LA ORACIÓN ANTE EL SAGRARIO”.

Y el muchacho, intrigado me dice: “¿Cuándo uno puede saber si tal vez puede tener vocación sacerdotal?”... Lo cierto es que me alegré de la pregunta en cuestión. Yo le confesé que cuando uno va descubriendo que está mirando el Sagrario con los ojos de un enamorado. Y le comenté que contaban los feligreses del Santo Cura de Ars que él miraba el sagrario con los ojos de un enamorado”.

Muchos padres estáis preocupados por la educación de vuestros hijos. El Seminario Menor es el lugar adecuado que la diócesis os ofrece para vuestros hijos que cursen de primero de ESO hasta segundo de Bachiller. Muchas gracias.
Fdo. Roberto García Villumbrales