CAPÍTULO SÉPTIMO
A Jesús por María
La cruz de las visitas.
A su entrada en Saint-Gildard, donde había venido para esconderse, Sor María Bernarda había recibido de sus superioras la seguridad de que no sería molestada por los visitantes, salvo casos excepcionales. Si bien en su oficio de enfermera había estado libre de sus impertinencias, en su oficio de sacristana, por el contrario, estaba mucho más expuesta. Así, cierto día una señora había venido a Saint-Gildard para encontrarse con ella. Viendo un grupo de religiosas en el claustro, se dirigió a una de ellas:
- ¿Me podría usted indicar quien es Sor María Bernarda?.
- ¿Usted pregunta por Sor María Bernarda?.
- ¡Ah!, muy bien, - respondió evasiva la misma religiosa y se alejó discretamente.
Viendo que no volvía, la señora se dirigió a otra religiosa haciendo la misma pregunta. Ésta la replicó:
- ¿Sor María Bernarda?, pero, ¡ si es esa misma con la que acabáis de hablar!. La habéis visto marcharse, pero no contéis con que vuelva.
Era ella, en efecto, quien había esquivado su compañía como solía hacerlo en casos parecidos.
Había también quienes con disimulo permanecían en algún lugar por donde ella podía pasar. Un día ella percibió un grupo que estaba tras la puerta del refectorio del que las hermanas comenzaban a salir. Su primer impulso fue salir por otra puerta, dando cuenta a su vecina de su malestar: “Vienen a verme como si fuera un animal raro”. Después, tomándolo con paciencia dijo: “¡Bien sea!, me ofreceré en espectáculo como ese animal, con tal de que yo sea bestia del buen Dios”. Y pasó ante ellos fingiendo no enterarse.
Algunas veces la Superiora le hacía saber que una personalidad laica solicitaba una entrevista con ella. Entonces ella buscaba algún pretexto para esquivarlo. Sin embargo, cuando se trataba de obispos cedía. Sin buscar disculpas; pero no sin hacer saber su desagrado a quienes estaban entonces con ella: “Estos pobres obispos –susurraba-, harían mejor quedándose en su obispado”.
Cuando María Bernarda estaba en cama durante sus crisis la Superiora se abstenía de enviarle visita alguna. Hizo, sin embargo, una excepción. Un día llegó una señora con su pequeña Magda, de seis o siete año de edad. Al manifestar su amarga decepción de no poder encontrarse con Sor María Bernarda, la Superiora para consolarla permitió que la niña fuera a ver a la enferma.
Marga sin preámbulos abordó a Sor María Bernarda:
- Sor, ¿ha visto usted a la Virgen?.
- Sí.
- ¿Es muy guapa?.
- Tan bella que si se la ha visto una vez, nos parece tarde la muerte para verla de nuevo.
Después de haber obtenido la promesa de Sor María Bernarda de que rezaría por ella y por su mamá, la pequeña salió marchando a reculas para contemplar el más largo tiempo posible y conservar en su memoria el bello rostro de aquella que había visto lo invisible.
Lo que he visto es mucho más hermoso.
Ni el pensamiento ni el corazón de María Bernarda se alejó jamás de Lourdes. Mantenía con los suyos estrechos vínculos, les mimaba para que tuvieran entre sí un buen entendimiento, reprendía a sus hermanos cuando emperezaban en escribirle y les daba consejos para su futuro. Consolaba a José y Toñita, que perdían todos los hijos uno tras otro.
Habiendo mejorado su salud a primeros de julio de 1876 hubiera podido volver por Lourdes con un grupo de religiosas de Saint Gildard que acompañaron a su nuevo Obispo con motivo de la consagración de la basílica y la coronación de la imagen. Bernardita rehusó participar en tal viaje. Temía ser vista y reconocida, admirada y festejada. Lourdes ya no le incumbía. Había acogido el mensaje de María, le había transmitido a los hombres y se había retirado a Nevers para vivirlo. Únicamente la Inmaculada Concepción debía de quedar allí a la luz, para atraer a las muchedumbres hacia su Hijo.
Se contentó con entregar al Padre Perreau, que celebraba la misa cada día a la comunidad, varias cartas para su familia, para las Hermanas del Hospicio y para el Párroco, don Peyramalle. A su retorno, el sacerdote vino a traerle las noticias de unos y otros y a transmitirle mil frases afectuosas, entre ellas las del reverendo Peyramalle: “Decirla que ella es siempre mi hija y que yo la bendigo”.
Una religiosa que había tenido el privilegio de asistir a aquellas grandes fiestas, le dijo a su vuelta:
-¡Fíjate que cosas tan hermosas han sucedido en la gruta!. ¡Que pena que no las hayas visto!.
- Hermana, no te de pena –le respondió-, lo que yo vi es mucho más hermoso.
Los cambios de estación.
La salud de Sor María Bernarda no conocía sino raros periodos de calma. Un tumor en la rodilla acrecentaba sus molestias obligándola a andar con muletas. Con frecuencia sus accesos de asma venían a sustituir a las crisis de hemotisis, cuando no ambas se acumulaban. Entonces quedaba condenada a permanecer día y noche en la cama con las blancas cortinas echadas, lo que llamaba ‘su capilla blanca’.
Para mantener su oración en estos momentos tan penosos había colgado un crucifijo, varias estampas de la Virgen, de su Santo Patrono y varias otras que recordaban la Pasión y la Eucaristía. Durante sus horas de descanso se peinaba o bordaba pequeños corazones en tisú, que las religiosas distribuían entre sus visitantes. Durante la Cuaresma pintaba o grababa los ‘huevos de pascua’ destinado a los niños del orfelinato.
Cuando retornaban los hermosos días se levantaba para hacer algunos trabajos en la casa ayudándose de sus muletas. Paseaba en el jardín admirando las flores. Iba a rezar a San José en el oratorio o a la Virgen ante su imagen de Nuestra Señora de las Aguas.
Cuando se encontraba con fuerzas para ello iba a participar en la recreación con las novicias, a quienes divertía con sus cantos regionales y sus grotescas historias o imitando al doctor Saint-Cyr. Los días de mal tiempo se quedaba en el obrador para festonear las sabanillas del altar o bordar las albas de encaje, ¡verdaderas maravillas!.
En uno de estos periodos de descanso le llegó la noticia de la muerte del reverendo Peyramale. La religiosa que le había llevado la noticia notó su reacción: “No dio más que un débil grito, como un gemido de desfallecimiento: “¡Oh, el Señor Cura!”. Nunca un llanto tan desgarrador ha herido mis oídos. Se puso de rodillas juntando las manos, hundida bajo el golpe de esta muerte”. Sucedía el 8 de septiembre de 1876, el día en que la Iglesia celebra la Natividad de María.
Como un pájaro con las alas rotas.
Cuando Sor María Bernarda tenía que guardar cama era la admiración de la enfermera, quien ensalzaba su paciencia:
- ¡Qué paciente eres!, -le dijo un día.
- Sor María Bernarda al responder no le ocultó los límites de su naturaleza humana:
- ¡Que remedio!, pero me viene bien renovar mi sacrificio e intentar ser paciente… me doy cuenta de que no lo soy… sobre todo cuando se me incordia como hoy.
- ¿Y quién te incordia?.
- ¿Pues no ves ese rayo de sol que viene justo a pasearse sobre mi cama para provocarme, para decirme que hace un tiempo espléndido y … que yo debo quedarme en mi prisión?. Y esos pájaros que cantan llamándome a fuera, a mí que yo estoy en una jaula ¿no los oyes?.
Así era, esta inacción física pesaba sobre Sor María Bernarda; pero lo que deploraba, sobre todo, era el sentimiento de su inutilidad en el seno de la comunidad después de haber sido el instrumento para la difusión de un tan bello mensaje de esperanza, ahora no era, según ella, buena para nada. Como una ‘escoba’ detrás de una puerta después de usada.
Nuestro primer movimiento no nos pertenece.
En Lourdes la Virgen había pedido a la muchacha Bernardita que orase por los pecadores, y ésta en el transcurso de los años había tomado más y más conciencia de ser una gran pecadora. Le costaba muchísimo dominarse en sus réplicas ante cualquier contradicción. Algunos episodios revelados por sus compañeras lo confirman. Un día una hermana que tenía por ella gran admiración, le pidió tocase su rosario bajo el pretexto de que pudiera observar que estaba oxidado. La reacción fue inmediata:
- Rézale con más frecuencia y no se oxidará.
En otra ocasión, habiéndola visto una religiosa tomar tabaco (por orden del doctor Saint-Cyr) le espetó:
- Hermana… no seréis canonizada.
- –Y Bernardita como un rayo:
- ¿ Vas ha serlo tú ,acaso,por no tomarlo?.
Estas salidas de genio, de las que inmediatamente iba ella a pedir perdón, no eran en ella sino manifestación de que nuestro ‘primer movimiento no nos pertenece’. Pero falta ese segundo movimiento, no siempre conforme con el ideal evangélico.
Es pecador quien quiere serlo.
Sor María Bernarda conservaba todavía cierta desconfianza aumentada por una terquedad que ella calificaba de cabezonería. El sentimiento de haber sido una muy indigna mensajera de la Inmaculada le hacía sufrir: “¡He recibido tantas gracias, tengo miedo de no corresponder!”.
Esta opinión de sí misma había engendrado en ella una angustia que le turbaba hasta el sueño y que nada, ni siquiera la oración, lograba desvanecer… hasta que oyó una plática del nuevo capellán de la comunidad, el Padre Fevre.
Bernardita no pudo disimular su alegría y al salir de la capilla dijo a la Hermana en cuyo brazo se apoyaba para caminar:
- ¡Oh, qué contenta estoy!. El Padre capellán ha dicho que, si no quieres hacer un pecado, no lo has hecho.
- Sí, ya lo he oído. ¿Y qué?.
- Pues que yo entonces no lo he cometido jamás, pues yo jamás lo quise.
Un tal director iba a serle una ayuda preciosa para ser más receptiva de esa fuente de agua viva que es Cristo. Después de haber librado su conciencia de los restos turbios de los escrúpulos que la estorbaban, la invitaría a consagrarse con mayor confianza a su amor misericordioso.
Pasos hacia Dios.
Sor María Bernarda iba con toda serenidad trabajando para liberarse de estos residuos de amor propio sostenidos por su temperamento. Son testigo estos varios propósitos anotados en una pequeña libreta:
“Cuanto yo más me rebaje, más creceré en el corazón de Jesús.
Agradecer de inmediato como una gran gracia los desprecios y humillaciones…
Soportar cada palabra hiriente como un paso para acercarme a Él”.
Ella iría haciendo estos pasos hacia Él avanzando aún más por el camino del despojo del yo:
“Iré –escribe- al encuentro de las personas que me hayan mortificado y seré buena con ellas, no por ellas mismas, sino por amor a Nuestro Señor”.
“Recordaré frecuentemente estas palabras: sólo Dios es bueno y de Él espero la recompensa”.
El detalle siguiente es revelador del fruto conseguido por los esfuerzos de Sor María Bernarda para llegar a eso que los teólogos llaman la santa indiferencia’. Un día en que se encontraba bastante fuerte subía la escalera del brazo de una hermana para volver a la enfermería y se cruzaron con la Superiora que les llamó “personas inútiles”. Su compañera se echó a llorar y Bernardita intentó consolarla diciendo: “No llores por tan poco. ¡Puf, de estas somos muchas!”.
Sor María Bernarda no perdía ocasión para llegar a este despojo de sí misma aún en lo referente al gusto. Un día una hermana se había dejado quemar el puré que había preparado para ella. “Estaba muy turbada, -confiesa la culpable- de presentárselo así; pero Bernardita lo tomó a broma y se lo comió como si estuviera perfectamente”.
Otro día fue un chocolate quemado que se lo bebió sin la menor queja, dice también esta religiosa sonriendo vergonzosa. Esto fue para la culpable motivo de reflexión, con más impacto que la más agria reprensión.
Una mejoría de su estado la permitió el 8 de septiembre pronunciar sus votos perpetuos en la capilla de la comunidad.
El perfume de la amistad.
Esta ‘santa indiferencia’ no implicaba en Sor María Bernarda desinterés para esos momentos privilegiados que nacen de la amistad o del afecto familiar. Por la fiesta de Todos los Santos de 1878 una religiosa, que conocía su amor a las flores, había recogido un ramillete de violetas que habían retoñado al favor de un suave otoño. Se lo entregó a una novicia para que lo llevase a la enfermería con este mensaje:
“Mi querida hermana: hoy es vuestra fiesta ya que es la de Todos los Santos”.
Al día siguiente Sor María Bernarda le hizo llegar con la misma novicia una notita redactada así: “Pues si es mi fiesta, es también la vuestra. Aceptad la mitad de mis dulces”.
Hacia finales del año fue de nuevo ingresada en la enfermería. El 18 de diciembre tuvo la agradable sorpresa de recibir una visita inesperada: la de su hermano Juan María. Bernardita estaba tan débil que, para bajarla al locutorio, hubo de usarse un sillón. Podemos suponer la alegría del reencuentro y la inquietud de su hermano al verla tan debilitada.
El 18 de marzo, Toñita y José Sabathe llegaron a su vez a Nevers, alertados por las noticias pesimistas dadas por Juan María. Temiendo que no volverían a verla, habían querido venir a abrazarla por última vez y desahogar su corazón destrozado: Acababan de perder su quinto hijo. Bernardita no estaba en condiciones de darles el consuelo tal como ellos deseaban, pues apenas pudo comunicarse más que por gestos y con la mirada. Este sería para Toñita y Juan María el último encuentro con su hermana mayor tan querida de su corazón.
En el corazón del amor.
Sor María Bernarda iba a vivir la última etapa de su existencia en la tierra. Su estómago manifestaba una resistencia cada vez más aguda a tomar alimento. Los golpes de tos con hemotisis, asociados a frecuentes crisis de asma, la agotaban y asfixiaban. Las punzadas dolorosas de su rodilla paralizada eran tan violentas cuando estaba echada en la cama que era necesario sentarla en un sillón la mayor parte de la jornada. Por otra parte, el sufrimiento moral que soportaba era tan intenso como sus dolores físicos. Como Jesús en el Huerto de los Olivos se sentía abandonada de Dios. Pero esta unión con el Hijo la unía al Padre:
“Jesús desolado y al mismo tiempo refugio de las almas desoladas, vuestro amor me enseña que es en vuestro abandono donde debo encontrar toda fuerza de que tengo necesidad para soportar el mío…”.
Bernardita en su desamparo ponía su confianza en el Corazón de Jesús:
“Jesús, yo sufro y yo os amo… es a vuestro Corazón al que se elevan sin cesar mis gemidos”, y tornándose después hacia María: “Madre dolorosa, eh aquí a vuestra niña que no puede más… mira que estoy como vos al pie de la cruz”.
La Eucaristía era para ella un medio privilegiado de esta unión con Dios a la que aspiraba; era, según sus compañeras, ‘la respiración de su alma’. Cuando la recibía en su ‘capilla blanca’ unía sus manos, e indiferente a lo que la rodeaba parecía conversar con un personaje invisible. Un día manifestó a una hermana que se admiraba de su actitud:
“Considero que es la Virgen Santísima la que me da al Niño Jesús, y que yo le cojo y Él me habla. Debemos recibirle bien… Es de interés nuestro hacerle un agradable recibimiento, pues así Él deberá pagarnos el alojamiento”.
Sí, Sor María Bernarda estaba para partir hacia ‘otro mundo’. Estaba con María al pie de la cruz. El 28 de marzo recibió por quinta vez la Unción de Enfermos, que aceptó únicamente para tener fuerza para bien morir, y no como las veces anteriores para recobrar la salud.
Desde el Lunes Santo, 6 de abril de 1859 se agravaron los síntomas. Sus dolores sobrepasaron a veces el límite de lo tolerable. Entonces decía a la enfermera: “Buscad, por favor, entre vuestras drogas y mirar si tenéis alguna para reconfortarme. No puedo ni respirar, tan débil me siento. ¡Ay, si pudieras hallar algo para aliviar mis riñones!. ¡Estoy totalmente destrozada…!.” Este deseo de recurrir a algo para aliviar su sufrimiento la hace muy próxima a nosotros… ¡y tan humana!. Todo, como también su actitud con la hermana que la velaba por la noche sin cerrar ni un instante sus ojos. Bernardita pedía una que tuviera un sueño más profundo.
A Jesús por María.
Las visitas del capellán traían algún pequeño alivio a su corazón. El Martes Santo la exhortó con toda delicadeza a ofrecer su vida en sacrificio. Su respuesta fue sorprendente y al par admirable:
- Pero, Padre, ¡ si el dejar esta vida no es ningún sacrificio!, aquí cuesta tanto trabajo no ofender a Dios y donde se encuentra tantos obstáculos!..
- Seguramente –continuo él- no debe de ser un sacrificio ir a gozar para siempre los eternos esplendores de Dios… y tu, mi buena hermana, sin haber contemplado el rostro del Altísimo ¿sabéis, no obstante qué y cómo es la bondad de Dios?.
- Sí, -respondió ella después de un silencio- este es el recuerdo que me consuela y trae la esperanza a mi corazón.
Sor María Bernarda había contemplado realmente el reflejo de la bondad divina en el rostro de María, quien la había llevado a su Hijo. Desde entonces no había tenido sino un solo deseo: Unirse más íntimamente a Él. Hizo quitar de su ‘capilla blanca’ las imágenes y otros objetos que había colgado para sostener su oración… a excepción del crucifijo:
“Ahora, -dijo a quienes la rodeaban- ya no tengo necesidad más que de Éste”.
El Lunes de Pascua confesó a las enfermeras su estado de extrema debilidad:
“He sido molida como un grano de trigo”. Última alusión al molino de su infancia. El miércoles la sentaron en su sillón para aliviarla de las llagas y facilitar su respiración. Hacia las 13,30 horas el capellán vino a visitarla. Se la oyó musitar:
“Jesús mío, ¡Cuánto os amo!”.
Tomó su crucifijo en las manos, y se inclinó para besarlo ayudada por una hermana que le sostenía el brazo. Después, con una voz débil y temblorosa, Bernardita se abandonó a María:
“Madre de Dios, rogad por mí, pobre pecadora… pobre pecadora…”.
Dos gruesas lágrimas surcaron sus mejillas. Éstas fueron sus últimas palabras y sus últimas lágrimas. Su último suspiro. Tenía 35 años. Era el 16 de abril de 1879 a las 3,15 horas de la tarde.
ÍNDICE
PREFACIO
Capítulo I – Un solo corazón
Capítulo II – Cuando lo visible se revela
Capítulo III – Cuando la verdad es evidente
Capítulo IV – Luces y sombras
Capítulo V – El corazón en el cielo,
los pies en la tierra
Capítulo VI – Amar y servir