domingo, 5 de diciembre de 2010

2º Domingo de Adviento, ciclo a

Hoy Juan el Bautista aparece en escena y empieza haciendo un llamamiento impetuoso a la CONVERSIÓN. Juan el Bautista nos dice: «Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos». Seguro que algunos dirán, otra vez con el mismo sermón de que nos convirtamos, que seamos buenos y todo eso. Lo cierto es que Juan el Bautista lo dice y con mucha claridad, y el porqué de la necesidad de convertirse es porque es preciso ‘para preparar el camino del Señor y que allanemos sus senderos’. Sin embargo, como tantas veces oímos estas cosas, pues, lo más normal es que ‘pase sin pena ni gloria’ esta invitación.

Nosotros nos tenemos que convertir no para ponernos una medalla por ser mejores, o lo más santos, sino que nos debemos de convertir porque ‘Cristo debe de reinar en nuestras almas’. Estos días que tenemos las carreteras con nieve y con placas de hielo, y el espacio aéreo del territorio español cerrado con todo el caos generado, sentimos la importancia de tener las vías de transporte y de comunicación abiertas y despejadas, sin riesgos y en buen estado. Las vías de transporte que emplean nuestras almas son la oración y los sacramentos. Y el tránsito por dichas vías está muy despejado, sin problemas ni incidencias.

Pues bien, nosotros los cristianos también estamos llamados a seguir las huellas de Jesucristo y para ello es importante quitar del medio todos los obstáculos que nos impidan seguirle con fidelidad. Es cierto que podremos tener algún resbalón, como suele suceder cuando las aceras están con placas de hielo por las bajas temperaturas, sin embargo, nos levantamos con la confianza de tener a nuestro Padre Dios con las manos tendidas a nuestro encuentro.

Me suelo encontrar con gente que me dice que ellos no tienen porqué confesarse ni convertirse porque ellos no tienen remordimientos de conciencia ni nada de eso. Lo cierto que a mí me da mucha pena porque sus corazones se han endurecido de tal forma que no son capaces de sentir el dolor que causamos a Dios cuando le ofendemos. Sus corazones están como helados, como las puertas cuando no se pueden abrir debido a una soberana helada que ha dejado, temporalmente, inutilizable, esa cerradura. O como los grifos de nuestros patios y corrales que, después de las bajas temperaturas, se bloquean por quedar congelado el agua que contienen. Primero es preciso poner nuestras almas cerca del Sagrario para que nos reconforte con su calor y así poder acoger a Cristo que viene. El Sagrario debería de ser como la estufa que caliente nuestras almas con el amor desbordante del corazón de Nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.

Ojala que, cayendo en la cuenta de nuestros pecados y arrepentidos de haberlos cometido, salgamos al encuentro de Aquel que vino a nosotros a salvarnos por amor. Así sea.

No hay comentarios: