sábado, 18 de diciembre de 2010

Homilía del Cuarto Domingo de Adviento, ciclo a

En este cuarto domingo de adviento aparece en escena un personaje bastante importante: San José. Dios había pensado en este gran santo para que guardara y protegiera a la Santísima Virgen y a su Hijo.

Vamos a encuadrar la escena bíblica. José y María estaban comprometidos para casarse; estaban desposados. Y la ley judía exigía una norma de pureza ritual y corporal: no mantener relaciones sexuales hasta la fecha de la boda. Y a todo esto, en el tiempo comprendido entre el desposorio o compromiso de boda y la boda propiamente dicha, sucede que ella, María, se marcha lejos, a la montaña, a la casa de su prima Isabel, la cual está en cinta, tal y como le dijo el Arcángel San Gabriel en la Anunciación. María está con Isabel unos tres meses y después regresa hacia su casa en Nazaret. Al llegar a Nazaret todos se percatan, todos se dan cuenta que María está en cinta, que en su seno se está gestando una nueva criatura. Y a partir de aquí empieza un doble tormento, tanto para María y como para José.

Hay un detalle que no quiero que pase desapercibido. Dios está orquestando toda esta historia. Dios conocía perfectamente las costumbres y las leyes judías respecto a la pureza. Dios estaba muy puesto al día del desposorio realizado entre María y José, Él sabía que ambos estaban comprometidos para el matrimonio. Sin embargo, en la Anunciación el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Dios envía a un Arcángel para decirla, además, que su prima, anciana y estéril había concebido un hijo y que estaba en el sexto mes de embarazo. Dios hace llegar esta noticia por medio del Arcángel San Gabriel a María no para darla un cotilleo sino para que fuera a ayudarla en este duro trance de dar a luz a un niño. Dios lo preparó todo para que estos acontecimientos sucedieran así.

El caso es que al llegar a Nazaret y no pasar desapercibido el embarazo de María, se plantea un problema muy serio a José: Cree que su prometida le ha sido infiel y se ve obligado tomar una decisión durísima; redactar un acta de repudio para repudiarla, y acto seguido, María sería lapidada ya que de ese modo, con su muerte, se borraría el pecado cometido en medio del pueblo judío.

Lo curioso de todo esto es que el mismo Dios había provocado la situación que podía haber desembocado en la muerte a pedradas de María. Sin embargo, Dios que es sabio, y que sabe que las espadas afiladas y resistentes se forjan en las fraguas con altísimas temperaturas siendo avivado el fuego con el fuelle y que conoce la profunda nobleza de José y la fortaleza de María les quería preparar en la complicada tarea de educar al Hijo del Altísimo, al Hijo de Dios. Todo lo que Dios nos manda es para nuestro bien.

Sin embargo, Dios vuelve de nuevo a intervenir, enviando, de nuevo, Dios a un ángel para decirle a José que María le ha sido totalmente fiel y que quiere contar con su persona para que haga de padre del Niño. Ante esto, José hace una cosa digna de elogio; acepta sin objeciones el nuevo plan de Dios para su vida; y José destaca, sobre manera en otro aspecto, también digno de elogio: ser un especialista en las virtudes calladas haciendo todo por amor a Dios.

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