domingo, 7 de noviembre de 2010

HOMILÍA Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, 7 de noviembre 2010

No puedo borrar de mi mente la noticia que escuché en el coche de la emisora RADIO MARÍA. La periodista decía que el pasado mes de octubre, en Irak, una comunidad católica que celebraba la Eucaristía, se vio sorprendida por un comando terrorista, que los sometió a criminal encerrona y al asesinato después. Entre una u otra actuación, de quienes delinquían (los terroristas) y de quienes los querían liberar, han muerto más de cincuenta personas. El saldo es terrible, pero apena más, algún detalle que nos dan. Entre las víctimas dos eran sacerdotes y otra una niñita de dos años. Profesaba la asamblea la misma Fe que la que ilumina nuestra vida, pero manifestarlo en aquel país, como en otros, es peligroso; no obstante no dejaron de acudir este domingo a Misa. Encontraron la muerte, viven feliz existencia junto a Dios. Se arriesgaron, inicialmente perdieron, fueron mártires.

Esta mañana con toda tranquilidad, sin que nadie vigilara las puertas de la iglesia, celebramos la Misa dominical. No estábamos todos los que yo esperaba o suponía. Aunque es de agradecer y alegra el corazón ver a los que sí que estamos celebrando la Santa Misa. Sin embargo, hoy, que es un día en el que no hay ni clases ni trabajos se echa de menos la presencia de otros hermanos en la fe. Algunos pueden justificar su ausencia alegando que desean quedarse un poco más al calor de las sábanas, o que les da algo de pereza salir de casa para ir a la Iglesia, o que en la Eucaristía se aburren porque no han llegado a alcanzar la importancia que tiene, pero poco a poco se conseguirá si así se desea. Otros no se animan a venir porque están atravesando algún momento obscuro en la fe… habrá de todo.

Tal vez, las palabras del Santo Padre, Benedicto XVI, en su homilía en la Plaza del Obradoiro, en el día de ayer, nos de algo de claridad cuando nos dice: «Los hombres no podemos vivir a oscuras, sin ver la luz del sol» y «que es necesario que Dios vuelva a resonar gozosamente bajo los cielos de Europa».

Pero pienso que aquel medio centenar de personas que se habían expuesto a ser víctimas de la persecución a los cristianos eran gente que lo veían claro, que entendía el valor de la Comunión perfectamente, que sentían como necesario encontrarse con Cristo en la Eucaristía y de compartir la fe en la comunidad cristiana. No he tenido en mi vida más que un contacto personal y directo con un cristiano de China, era un diácono que pertenecía a la Iglesia perseguida o clandestina china, o sea, la no oficial, la que sí es fiel al Papa, y que se encuentra totalmente acorralada por el régimen comunista. Que tienen miedo a ser detenidos por la policía del régimen y de ser encarcelados. Sin embargo, como los Apóstoles, dan gracias a Dios por sufrir los azotes por anunciar al Divino Salvador.

A la luz de este suceso acaecido en Irak, podemos entender y meditar la actuación de esta mujer y sus hijos de la época de los Macabeos, de los que habla la primera lectura de la misa de hoy. Los héroes no se acabaron cuando murió el último hijo. ¿Eran superhombres? ¿Eran fanáticos insensatos? ¿Estaban hartos de vivir y vieron que era la oportunidad de que se les acabara la existencia? No, ellos, como tantos otros que han muerto por su Fe, como los de la Catedral de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de Bagdad, confiaban su vida a Dios. Han desaparecido aquellos ejércitos invasores, el régimen que gobernaba el Israel de entonces también ha desaparecido, pero ellos continúan siendo los santos mártires macabeos y en el Cielo podremos encontrárnoslos y confraternizar, felices en comunión con Dios que a todos nos invita a la Fiesta Eterna. Así sea.

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