Homilía del
Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Aun cuando cierro los ojos me viene
a la mente esa imagen de aquel castillo de arena, tan bien esculpido por aquel
padre y su hijo en la playa de Laredo. Una auténtica obra de arte, no le
faltaba ni el más mínimo detalle. De repente subió la marea y una ola barrió
toda la playa. El niño empezó a llorar desconsoladamente.
Uno se afana por estudiar una
carrera, por aprobar unas oposiciones, por encontrar un puesto de trabajo y a
alguien que te quiera y de repente viene la ola de la muerte, y todo lo que se
ha conseguido queda barrido como el castillo de arena de la playa. ¿Estamos
destinados a desaparecer, a ser un simple recuerdo que se llegará a desvanecer
en el tiempo tan pronto como también desaparezcan aquellos que nos han amado? ¿Qué
sentido tiene todos los esfuerzos realizados, todos los dolores sufridos y
todos los gozos experimentados? ¿Qué sentido tiene todo el amor que hemos dado
y que hemos recibido y por aquello que hemos luchado? El libro del Eclesiastés
nos lo dice: «¿Qué saca el
hombre de todo su trabajo y de los afanes con que trabaja bajo el sol?» [Ecl 1, 2: 2, 21-23]. Y
el Salmo responsorial nos lo vuelve a decir: «Los siembras año por año, como hierba que se renueva, que florece y se
renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca» [Sal 89]. ¿Quién
da consistencia a nuestra existencia?, ¿quién firmeza a nuestra extremada
debilidad?, ¿quién vida a nuestra constante muerte?, ¿quién llamará a la Vida a
las escasas y dispersas cenizas que queden de nuestros cuerpos mortales?
La
respuesta nos la da San Pablo: «Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios.
Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis,
juntamente con él, en gloria» [Col 3, 1-5. 9 -11]. Físicamente
todos moriremos y nos enterrarán, pero al
estar nuestra vida en Cristo escondida en Dios la muerte eterna pasa de largo, tal y como sucedió en
Egipto cuando los hebreos pintaron las dos jambas y el dintel de sus puertas
con sangre de los corderos o cabritos [Ex 12, 7] para que el ángel exterminador
no entre en las casas para herir. ¿Y cómo
podemos estar en Cristo y así encontrarnos escondidos en Dios y así
escapar de la destrucción total y absoluta? En palabras de San Pablo: «Dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la
impureza, la pasión, la codicia, y la avaricia, que es una idolatría». Nos
vamos escondiendo en Dios en la medida en
que vayamos dando muerte en nosotros al hombre viejo del pecado. Esto
implica una renovación de la mente y del corazón, un luchar por estar en una
constante actitud de conversión hacia el Señor, de tal modo que todo lo que uno
haga, piense o sienta sea para estar con
el Señor. No tengan miedo, si quieres estar con Cristo vete permitiendo
que el Espíritu Santo vaya renovando tu
mente, purificando tu corazón, y en ese cambio que se vaya dando en
ti descubras el gozo de «ser rico ante
Dios» [Lc 12, 13-21]. Sólo Dios puede
hacer prósperas y eternas las obras de nuestras manos.
Palencia, 4 de agosto de 2019
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