Homilía de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción
de María
Domingo II del tiempo de Adviento, Ciclo A
María,
según aparece en los evangelios, nunca
fue una mujer pasiva o alienada. Ella colaboró desde un primer momento
en la proposición el ángel. Por sí misma tomó la iniciativa y se fue
rápidamente, cruzando las montañas, para ayudar a Isabel. En la gruta de Belén
ella, ella sola, se defendió en el complicado y difícil momento de dar a luz.
Cuando el niño se perdió en el Templo, la Madre no se quedó cruzada de brazos,
sino que tomó la primera caravana y subió de nuevo a Jerusalén y removió cielos
y tierra hasta que al tercer día lo encontró. En las bodas de Caná, mientras
todos se divertían, sólo ella estaba atenta. Se dio cuenta de que faltaba el
vino. Tomó la iniciativa y sin molestar a nadie, y con gran delicadeza lo
solucionó. Y de estos ejemplos tenemos una infinidad. Y en el Calvario, cuando
ya estaba todo consumado y no había nada que hacer, entonces sí, ella quedó
quieta y en silencio.
Durante
toda su vida aquel ‘hágase’ la librará de temores y caídas emocionales, le
conferirá una fortaleza indestructible y la dejará sumida en un estado de
señorío y dulzura. Ni las emergencias más crueles harán tambalear el equilibrio
de una pobre de Dios. Y al no tener capacidades de solución, el cielo mudo y en
silencio ¿qué hará la Madre? La prueba más costosa para la fe de María fue la
travesía de la presión de los treinta años bajo eso a lo que llaman ‘la guerra
psicológica del desgaste’. Dicen que una roca, cayendo gota a gota, termina por
perforar las entrañas de una roca. Ser héroe una semana o un mes es algo
relativamente fácil, no erosionarse por la acción invisible y pertinaz de la
rutina es mucho más difícil. La fe de Abrahán fue sometida a la prueba del
desgaste y sucumbió. La Madre sin embargo permaneció en pie. Situémonos en su
caso, van pasando los años, la impresión viva de la anunciación quedó allí
lejos, de aquello no queda más que un recuerdo desvanecido. La Madre queda
atrapada entre el resplandor de las antiguas promesas y la vulgaridad de la
realidad presente. Nazaret era un lugar tan insignificante que ni siquiera
aparece ni en el Antiguo Testamento, ni en Flavio Josefo, ni en los mapas de
los romanos.
La
vida de una nazaretana se reducía a tener asegurada el agua y la leña,
preocuparse seguramente de unas ovejas en el cerro, de unas gallinas y de tener
dos piedras para moler el trigo, lo restante era monotonía, y la monotonía
tiene siempre la misma cara; largas horas, largos días de los interminables
treinta años, los vecinos se encierran en sus casas, en el invierno oscurece
temprano, se cierran las puertas y ventanas, quedan ahí los dos, frente a
frente, la Madre observa todo, ahí está el hijo que trabaja, come y reza. Pasa
una hora y otra y otra y otra y otra. Pasa un día y otro y otro y otro y otro…
una semana. Y pasa una semana y otra y otra y otra… un mes. El año parece una
eternidad y siempre lo mismo, todo lo mismo, sin novedad. Parece que todo se ha
parado en Nazaret. Y ¿qué hacía la Madre? En las eternizadas horas, en cuanto
ella molía el trigo a mano, amasaba el pan, traía la leña del cerro o agua del
pozo, daba vueltas en su cabeza las palabras que un día, ya tan lejano, le
comunicara el arcángel San Gabriel: «Será grande, se llamará hijo del Altísimo,
su reino no tendrá fin». Las palabras antiguas eran ciertamente
resplandecientes, pero la realidad que tenía ante sus ojos era muy distinta.
Ahí estaba el muchacho, trabajando en el rincón de la vivienda, trabajando
solitario. ¿Será grande?, no, era igual que los demás muchachos de su edad. Y
la perplejidad comenzó a golpear insistentemente las puertas ¿sería verdad
aquello? ¿No habría sido ella víctima de una ilusión? Dios permanecía en
silencio y ningún detalle actual confirmaba las palabras antiguas, estas ¿harán
sido verdaderas? Esta es nuestra suprema tentación en la vida de fe, querer
tener una evidencia, querer palpar la objetividad como una piedra fría, agarrar
con las dos manos la realidad, dejar las aguas movedizas y pisar tierra firme y
decir a Dios: ‘¡dame una garantía, una prueba, una señal!¡transfórmate ahora
mismo en un fuego, en un río, en una tormenta!’. La Madre no hizo eso. Golpeada
por la perplejidad no se agitó, quedó quieta, sin resistir. Cuando todo parecía
absurdo ella respondía su ‘hágase’ al mismo absurdo y éste se desvanecía. Al
silencio respondía con el ‘hágase’ y la ausencia se trasformaba en presencia.
En lugar de exigir a Dios una garantía de veracidad, la Madre se abandonaba al
misterio de Dios, quedaba en paz y la duda se tornaba en dulzura.
Ella
supo avanzar en la oscuridad obedeciendo a la fe. La Madre observa, medita,
calla. Golpe a golpe la vida iba desmoronando las promesas y las seguridades…
en la vida oculta de Jesús. Ella es la pobre de Dios y como tal no puede pedir
garantías como Gedeon, como Abrahán. Los pobres del Señor no andan con reclamos
ni exigencias en su boca, sino con un ‘hágase’. ¿Qué hará la Madre para no
sucumbir? Nos dice la Palabra que ella guardaba y meditaba los hechos antiguos
en su corazón, ponderándolos, confrontándolos. Cuidaban de que estas estrellas
nunca se apagaran en su cielo. Y cuando el cielo se oscurecía y su corazón se
llenaba de desconcierto, recordaba, hacía presente en su mente las palabras
antiguas y los hechos de misericordia que con su luz ponía en claridad y en
consolación sobre la oscuridad del momento. Y así su fe pudo mantenerse en pie
a pesar de haber sido combatida en esta peligrosa travesía de los treinta años.
Para no sucumbir la Madre tuvo que desplegar una gran cantidad de fe adulta,
aquella fe que sólo se apoya en Dios mismo. El secreto fue este, no resistir,
sino entregarse. Al entregarse se disipan las dudas y nacen las certezas. Ella
no podía cambiar nada, ni la tardanza de la manifestación del hijo, ni la
rutina que como sombra envolvía todo, ni el silencio de Dios. La Madre se
entregó una y mil veces en las manos de su Señor que disponía así las cosas y
se libró de la angustia y permaneció de pie en medio de la noche.
08
de diciembre de 2019
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