Domingo XXV del Tiempo Ordinario,
Ciclo C
La Palabra de Dios de hoy es muy actual. Habla
abiertamente de la avaricia. La
naturaleza humana está herida por el pecado de nuestros primeros padres que
rechazaron a Dios a cambio de complacerse a sí mismos. Es cierto que esta
naturaleza herida ha quedado reparada por la cruz de Cristo, sin embargo
siempre hay algo que nos inclina hacia el mal. El hombre herido por el pecado original se muestra
con frecuencia egocéntrico, individualista y egoísta. Si una persona se deja
inspirar, influir por Cristo, sirve a su prójimo. Ahora bien tan pronto como
quitemos a Cristo sólo tiene en cuenta su propio interés. Sin una vida de intensa intimidad con
Jesucristo estamos tanto incapacitados para buscar el bien del otro como
para buscar el propio. Sin Cristo la caridad es una mascarada.
La
pérdida del sentido de Dios constituye la matriz de todas crisis. La
adoración es un acto de amor, de respetuosa reverencia, de abandono filial y de
humildad ante la estremecedora majestad y santidad de Dios. Adorar es dejarse abrasar por el amor divino,
es responder a quien nos ama y se nos acerca regalándonos su presencia amorosa.
La adoración es un acto personal, un cara a cara con Dios que tenemos que
aprender. Recordemos a Moisés, que enseñó al pueblo judío a convertirse en un
pueblo de adoradores y permanecer filialmente ante Dios.
Satanás ataca muy fuerte y nos hace
tambalear ya que siempre lanza sus lanzas incendiarias cuando nos encontramos
más débiles o en crisis. Por eso estar acurrucado ante el Señor, adorándole, es
el mejor refugio en medio de estos crueles ataques del enemigo.
Si nos centramos en nosotros mismos,
en las reformas de las estructuras, en los análisis sociales y culturales, si
nos centramos en las actividades afanándonos por los resultados humanos como
cristianos y como consagrados, no es de extrañar que se descuide la adoración y
no encontremos el sentido de Dios. Hay
planes de pastorales de ámbito diocesano que se afanan por hacer cosas,
plantear muchas claves de actuación, de incidir en dar protagonismo a todo el
mundo, de plantear actitudes para mirar con atención y escucha la realidad y
caminar, acoger y acompañar… pero Dios ya
no ocupa espacio ni en esos planes de pastoral ni para aquellos que está
destinados. La primacía de Dios debería de constituir el centro de
nuestras vidas, de nuestras obras y pensamientos. No podemos actuar como si el
mundo o la iglesia fuera de nuestro
dominio particular, porque entonces Dios ya no tendría nada que ver al
ser todo propiedad nuestra. Cuando Moisés se acercó movido por la curiosidad
ante la zarza que ardía sin consumirse, Yahvé le pidió que se descalzase porque
estaba pisando terreno sagrado. Lo nuestro no es organizar el mundo pensando
que este mundo es el único real explotándolo con un espíritu profano aunque lo
tiñamos de algo de pseudo-cristiano. La raíz más profunda del sufrimiento es la
ausencia de Dios y cuando se tiene a Dios en el centro de la vida y se va
adquiriendo una actitud de adoración ante el Señor, es entonces cuando uno se
va desprendiendo de las cosas, afronta la batalla contra la avaricia y reconoce como único bien anhelado la presencia
del Todopoderoso.
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