sábado, 21 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Domingo XXV del Tiempo Ordinario, Ciclo C
La Palabra de Dios de hoy es muy actual. Habla abiertamente de la avaricia. La naturaleza humana está herida por el pecado de nuestros primeros padres que rechazaron a Dios a cambio de complacerse a sí mismos. Es cierto que esta naturaleza herida ha quedado reparada por la cruz de Cristo, sin embargo siempre hay algo que nos inclina hacia el mal. El hombre herido por el pecado original se muestra con frecuencia egocéntrico, individualista y egoísta. Si una persona se deja inspirar, influir por Cristo, sirve a su prójimo. Ahora bien tan pronto como quitemos a Cristo sólo tiene en cuenta su propio interés. Sin una vida de intensa intimidad con Jesucristo estamos tanto incapacitados para buscar el bien del otro como para buscar el propio. Sin Cristo la caridad es una mascarada.
            La pérdida del sentido de Dios constituye la matriz de todas crisis. La adoración es un acto de amor, de respetuosa reverencia, de abandono filial y de humildad ante la estremecedora majestad y santidad de Dios. Adorar es dejarse abrasar por el amor divino, es responder a quien nos ama y se nos acerca regalándonos su presencia amorosa. La adoración es un acto personal, un cara a cara con Dios que tenemos que aprender. Recordemos a Moisés, que enseñó al pueblo judío a convertirse en un pueblo de adoradores y permanecer filialmente ante Dios.
            Satanás ataca muy fuerte y nos hace tambalear ya que siempre lanza sus lanzas incendiarias cuando nos encontramos más débiles o en crisis. Por eso estar acurrucado ante el Señor, adorándole, es el mejor refugio en medio de estos crueles ataques del enemigo.
            Si nos centramos en nosotros mismos, en las reformas de las estructuras, en los análisis sociales y culturales, si nos centramos en las actividades afanándonos por los resultados humanos como cristianos y como consagrados, no es de extrañar que se descuide la adoración y no encontremos el sentido de Dios.  Hay planes de pastorales de ámbito diocesano que se afanan por hacer cosas, plantear muchas claves de actuación, de incidir en dar protagonismo a todo el mundo, de plantear actitudes para mirar con atención y escucha la realidad y caminar, acoger y acompañar… pero Dios ya no ocupa espacio ni en esos planes de pastoral ni para aquellos que está destinados. La primacía de Dios debería de constituir el centro de nuestras vidas, de nuestras obras y pensamientos. No podemos actuar como si el mundo o la iglesia fuera de nuestro dominio particular, porque entonces Dios ya no tendría nada que ver al ser todo propiedad nuestra. Cuando Moisés se acercó movido por la curiosidad ante la zarza que ardía sin consumirse, Yahvé le pidió que se descalzase porque estaba pisando terreno sagrado. Lo nuestro no es organizar el mundo pensando que este mundo es el único real explotándolo con un espíritu profano aunque lo tiñamos de algo de pseudo-cristiano. La raíz más profunda del sufrimiento es la ausencia de Dios y cuando se tiene a Dios en el centro de la vida y se va adquiriendo una actitud de adoración ante el Señor, es entonces cuando uno se va desprendiendo de las cosas, afronta la batalla contra la avaricia y reconoce como único bien anhelado la presencia del Todopoderoso.

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