sábado, 28 de septiembre de 2019

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C


Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Hace poco tiempo, tomando un café en una cafetería próxima a mi casa, pude oír una conversación entre dos amigas. Estaban leyendo el horóscopo del periódico en el que les decía que eran días muy propicios para encontrar al amor de su vida. Deben de estar solteras o amargadas en su matrimonio porque la conversación que se traían era muy subidita de tono. De lo que me dí cuenta era de cómo esos horóscopos tenían una alta influencia en ellas. Y esto me hizo pensar: ¿Qué cosas o qué personas permito que me influyan diariamente? E hice un ejercicio, recordar de lo que hablaba la primera lectura proclamada ese mismo día en la Eucaristía. Y me quedé preocupado porque me acordaba de otras cosas sin importancia y de una cosa tan seria como es la Palabra de Dios no lo recordaba, a lo que tuve que reconocer que no me había dejado afectar o influir por Ella. Por eso cuando en el Evangelio de hoy escucho «tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen» hay algo en mi interior que se resiente [San Lucas 16, 19-31].
También nos puede pasar que digamos que la Palabra de Dios nos llama a la conversión, que me invita a ser mejor persona… tiremos de frases hechas, pero nunca aterricemos, es decir, que no nos planteemos en cambiar nada en nuestra vida. Y el Demonio es eso lo que quiere, que nada cambie en nuestra vida. Es decir, no hacer nada, dejar las cosas tal y como están. Esto tiene un nombre desde un punto de vista espiritual: Los Pecados de Omisión. Los pecados de omisión que son los más abundantes y que muy pocos reparan en ellos.
Seamos claros: el rico de la parábola, ese tal Epulón ¿era un pederasta, un asesino, un ladrón?, ¿acaso era un inmoral, un ateo o una mala persona? La Palabra no dice nada malo de él, sólo nos dice lo que habitualmente hacía, lo cotidiano. Porque de haber sido un pederasta, ladrón, asesino, inmoral, ateo o una mala persona entenderíamos como normal que estuviera siendo torturado por las llamas del infierno. Lo único que nos dice la Palabra es que el rico estaba satisfecho con su riqueza y que había puesto su confianza en sus bienes. Lo que subraya la Palabra de él es que era indiferente a lo que le ocurría a Lázaro. Paradójicamente el pecado principal de este hombre no era tanto las obras de maldad, sino la falta de amor, la falta de sensibilidad hacia quien estaba sufriendo junto a él. Y esto nos recuerda una parte importante de nuestra teología espiritual que nos dicen que existen pecados de pensamiento, palabra, obra y Omisión. Los pecados de omisión que pueden llegar a ser los más importante en la vida. Dios no nos ha llamado a la santidad únicamente evitando hacer males, evitando los pecados, sino que Dios ha entregado su vida por nosotros para que hagamos el bien, no sólo para que evitemos el mal. Es más, no hay otra forma de evitar el mal que haciendo el bien, porque el mal es la falta del bien. El mal no es otra cosa que la carencia de la presencia de Dios, de esa carencia a la respuesta del amor de Dios.
¿Y cómo podemos descubrir los numerosos pecados de omisión que diariamente hacemos automáticamente? Es aquí donde se recalca la importancia de la acogida de la predicación de la Iglesia. Cuando el rico Epulón pretende que Yahvé envíe a Lázaro resucitado para que avise a sus familiares de lo que es la realidad del más allá, es entonces cuando Abrahán le responde que «ya tienen a Moisés y a los profetas; que les hagan caso». Que ya tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen, que escuchen su predicación. A lo que Epulón le replica diciendo que si un muerto se les presenta y les habla le harán caso. Y la respuesta que da Abrahán es tremenda porque le dice que tienen a Moisés y a los profetas y si a ellos no les hacen caso, no harán caso ni aunque un muerto resucite. Si tú no acoges la predicación de Cristo, si no acoges la predicación de la Iglesia no despertarás tu corazón ni aunque un muerto resucite; no busques señales especiales para abrirte a la llamada de Dios porque en la predicación de la Iglesia Dios te está hablando, está llegando a tu corazón para pedirte tu conversión. Lo cual nos da una gran responsabilidad en la acogida de la predicación. La predicación que realizamos es un instrumento del Cristo vivo, del Cristo celeste, del Cristo resucitado que se sirve de los profetas, que se sirve de los que predican en su nombre para llegar a tu corazón. Conozco a personas que cuando van a escuchar una predicación rezan a Dios por el que va a predicar esa palabra para que sea instrumento, para que Jesucristo le diga a él lo que debe de decir. Tomar en serio la predicación de la Palabra es caer en la cuenta de que Jesucristo vivo está actuando en Ella y la mediación del que está hablando es mera mediación, no hay que quedarse en el que habla, hay que trascenderla y hay que dejar que el Cristo vivo te interpele a ti, hoy, aquí y ahora.
Acojamos esta parábola sabiéndonos siempre necesitados de Dios para no ser como Epulón sino como Cristo que pasó por este mundo haciendo siempre el bien.




29 de septiembre de 2019

No hay comentarios: