Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Hace
poco tiempo, tomando un café en una cafetería próxima a mi casa, pude oír una
conversación entre dos amigas. Estaban leyendo el horóscopo del periódico en el
que les decía que eran días muy propicios para encontrar al amor de su vida.
Deben de estar solteras o amargadas en su matrimonio porque la conversación que
se traían era muy subidita de tono. De lo que me dí cuenta era de cómo esos horóscopos tenían una alta influencia en
ellas. Y esto me hizo pensar: ¿Qué cosas o qué personas permito que me
influyan diariamente? E hice un ejercicio, recordar de lo que hablaba la
primera lectura proclamada ese mismo día en la Eucaristía. Y me quedé preocupado
porque me acordaba de otras cosas sin importancia y de una cosa tan seria como
es la Palabra de Dios no lo recordaba, a lo que tuve que reconocer que no me
había dejado afectar o influir por Ella. Por eso cuando en el Evangelio de hoy
escucho «tienen a Moisés y a los profetas: que
los escuchen» hay algo en mi interior que se resiente [San Lucas 16,
19-31].
También
nos puede pasar que digamos que la Palabra de Dios nos llama a la conversión,
que me invita a ser mejor persona… tiremos
de frases hechas, pero nunca aterricemos, es decir, que no nos
planteemos en cambiar nada en nuestra vida. Y el Demonio es eso lo que quiere, que nada cambie en nuestra vida. Es
decir, no hacer nada, dejar las cosas tal
y como están. Esto tiene un nombre desde un punto de vista espiritual: Los Pecados de Omisión. Los pecados
de omisión que son los más abundantes y que muy pocos reparan en ellos.
Seamos
claros: el rico de la parábola, ese tal Epulón ¿era un pederasta, un asesino,
un ladrón?, ¿acaso era un inmoral, un ateo o una mala persona? La Palabra no dice nada malo de él, sólo
nos dice lo que habitualmente hacía, lo cotidiano. Porque de haber sido un pederasta,
ladrón, asesino, inmoral, ateo o una mala persona entenderíamos como normal que
estuviera siendo torturado por las llamas del infierno. Lo único que nos dice
la Palabra es que el rico estaba
satisfecho con su riqueza y que había puesto su confianza en sus bienes.
Lo que subraya la Palabra de él es que era
indiferente a lo que le ocurría a Lázaro. Paradójicamente el
pecado principal de este hombre no era tanto las obras de maldad, sino la falta
de amor, la falta de sensibilidad hacia quien
estaba sufriendo junto a él. Y esto nos recuerda una parte importante de
nuestra teología espiritual que nos dicen que existen pecados de pensamiento, palabra,
obra y Omisión. Los pecados de omisión
que pueden llegar a ser los más importante en la vida. Dios no nos ha llamado a
la santidad únicamente evitando hacer males, evitando los pecados, sino que
Dios ha entregado su vida por nosotros para que hagamos el bien, no sólo para
que evitemos el mal. Es más, no hay otra forma de evitar el mal que haciendo el
bien, porque el mal es la falta del bien. El mal no es otra cosa que la
carencia de la presencia de Dios, de esa carencia a la respuesta del amor de
Dios.
¿Y
cómo podemos descubrir los numerosos pecados de omisión que diariamente hacemos
automáticamente? Es aquí donde se recalca
la importancia de la acogida de la predicación de la Iglesia. Cuando el
rico Epulón pretende que Yahvé envíe a Lázaro resucitado para que avise a sus
familiares de lo que es la realidad del más allá, es entonces cuando Abrahán le
responde que «ya tienen a Moisés y a los profetas; que les hagan caso». Que
ya tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen, que escuchen su
predicación. A lo que Epulón le replica diciendo que si un muerto se les
presenta y les habla le harán caso. Y la respuesta que da Abrahán es tremenda
porque le dice que tienen a Moisés y a los profetas y si a ellos no les hacen
caso, no harán caso ni aunque un muerto resucite. Si tú no acoges la predicación de Cristo, si no acoges la
predicación de la Iglesia no despertarás tu corazón ni aunque un muerto
resucite; no busques señales especiales para abrirte a la llamada de
Dios porque en la predicación de la Iglesia Dios te está hablando, está
llegando a tu corazón para pedirte tu conversión. Lo cual nos da una gran
responsabilidad en la acogida de la predicación. La predicación que realizamos
es un instrumento del Cristo vivo, del Cristo celeste, del Cristo resucitado
que se sirve de los profetas, que se sirve de los que predican en su nombre
para llegar a tu corazón. Conozco a personas que cuando van a escuchar una
predicación rezan a Dios por el que va a predicar esa palabra para que sea
instrumento, para que Jesucristo le diga a él lo que debe de decir. Tomar en serio la predicación de la Palabra es
caer en la cuenta de que Jesucristo vivo está actuando en Ella y la
mediación del que está hablando es mera mediación, no hay que quedarse en el
que habla, hay que trascenderla y hay que dejar que el Cristo vivo te interpele
a ti, hoy, aquí y ahora.
Acojamos
esta parábola sabiéndonos siempre necesitados de Dios para no ser como Epulón sino
como Cristo que pasó por este mundo haciendo siempre el bien.
29
de septiembre de 2019
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