domingo, 30 de diciembre de 2018

Homilía de Santa María, Madre de Dios



SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS                   
1 de enero de 2019

         El cristiano sabe que la historia ya está salvada, y que, al final, el desenlace será positivo. Sin embargo desconocemos a través de qué hechos y vericuetos llegaremos a ese gran desenlace final. No sabemos cuántas noches nos quedarán sin dormir, ni las enfermedades que nos irán amenazando, ni las carencias y penurias que sufriremos, así como tampoco las alegrías y momentos positivos que nos alegrarán. Todo esto lo desconocemos. Sólo sabemos que Cristo es el Señor de la Historia y que al final la muerte no tendrá la última palabra al estar ya derrotada por Cristo resucitado. Y la Iglesia que es madre y maestra, que está poseída por el Espíritu Santo, ya en la primera de las lecturas proclamadas en todo el orbe, nos regala la bendición de Dios (Nm 6, 22-27): «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz».
Una bendición que haremos todo lo posible por mantenerla durante todo el año, porque sin Dios somos nada. Ya nos lo recuerda san Pablo: «12 Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. 13 Todo lo puedo con Aquel* que me da fuerzas» (Flp 4, 12-13).
El Señor nos hace ser conscientes de que sólo Él puede salvar a su Iglesia y a aquellos que en ella estamos embarcados. La Iglesia es de Cristo y a Cristo le corresponde proveernos. Y de hecho siempre lo hace sobradamente. A nosotros se nos pide que trabajemos con todas nuestras fuerzas, sin dar lugar a la angustia, con la serenidad del que sabe que no es más que un siervo inútil que hace lo que tiene que hacer. Y lo que hacemos no lo hacemos de cualquier manera o según los caprichos mundanos que nos puedan mangonear, sino que lo hacemos según Dios. De hecho San Pablo en la segunda de las lecturas nos lo deja bien claro: «Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba! Padre.» (Gálatas 4, 4-7)». Lo que hacemos lo hacemos con el discernimiento de su Espíritu. El mismo Espíritu que hizo que la Virgen Santa María concibiese al Hijo del Altísimo.
Recordemos que cuando Dios te ha llamado para que le sigas en una vocación determinada es para que pongas todo de tu parte para que Cristo te pueda rescatar de la muerte eterna [ya sea como religiosa de vida activa o monja de vida contemplativa, la matrimonial, la presbiteral; recordemos cómo a los fieles laicos está abierta la posibilidad de profesar los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia a través de los votos o las promesas, conservando plenamente la propia condición laical tal y como nos lo dice San Pablo (1 Cor.7,32-34)]. Una vocación para seguir a Aquel que nos acaudillará a la victoria definitiva.
Nos toca vivir un periodo difícil para la vida cristiana en la que se nos pide paciencia, lo cual no deja de ser esa forma cotidiana de amor en el que está simultáneamente presentes la fe y la esperanza. Lo que sale de nosotros es el juicio contra el hermano, es el intentar anular al otro tan pronto como nos lleve la contraria porque le comprendemos como enemigo. Recordemos la Palabra de Dios: «15 Pensad que la paciencia de nuestro Señor es para nuestra salvación (2Pe 3, 15a)». Y al suplicar a Dios que tenga paciencia con nosotros nos estamos comprometiendo a tener paciencia con aquel que es peor que una piedra en el zapato o un grano en determinado sitio. Pero si nos fiamos de la Palabra de Jesucristo e iluminamos esta realidad a la luz de la fe, seremos corregidos y sanados por el Señor.
No es un periodo fácil para vivir en cristiano, como tampoco lo fue para la Sagrada Familia de Nazaret. La Virgen María no se renegó por no encontrar una posada para dar a luz a su hijo, sino que todo lo que ella vivía lo fue conservando en su corazón para meditarlas, para poder saborear estas cosas que procedían de Dios (Lc 2, 16-21). La Virgen María y su casto esposo San José tuvieron que caminar muchas veces contra corriente. Ellos sentirían el cansancio de oponerse con las palabras  las obras al modo de vida que caracterizaba aquella cultura. ¿Acaso creen que algunos hombres estarían de acuerdo con José cuando todos iban a lapidar a una mujer por adulterio mientras José se opondría? ¿Cómo le marginarían los hombres de su pueblo cuando José abandonase el grupo tan pronto como salieran temas de conversaciones indecentes? Y de estas muchas y lo que tuvo que sufrir la Virgen por apartarse de las cosas malas del mundo para poder estar más cerca de las cosas de Dios.
Empezamos un año nuevo que no sabemos lo que nos deparará. Sólo pido a Dios que durante toda nuestra vida gocemos de su bendición.

¿Habrá qué explicar que quién nace en Belén no es Papá Noel?

Homilía del Domingo de la Sagrada Familia 2018


DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARET 2018
         En un mundo como el de Occidente, donde el dinero y la riqueza son la medida de todo, donde el modelo de economía de mercado impone sus leyes aplicables a todos los aspectos de la vida, la ética católica auténtica se les antoja a muchos como un cuerpo extraño, remoto; una especie de meteorito que contrasta no sólo con los modos concretos de comportamiento, sino también con el esquema básico de pensamiento.
         Estamos inmersos en un liberalismo económico donde impera la ley de la oferta y el de la demanda; donde se da el libre comercio; donde cada cual mira por sus ahorros y por sus propios ingresos para garantizarse un status social y las correspondientes comodidades; donde cada cual busca su propio beneficio; y cuánto más riqueza y progreso se dé, mucho mejor. Éste liberalismo económico encuentra, en el plano moral, su exacta correspondencia en el permisivismo, en una tolerancia excesiva. En consecuencia, se hace difícil, cuando no imposible, presentar la moral de la Iglesia como razonable; se haya demasiado distante de lo que consideran obvio y normal la mayoría de las personas, condicionados por una cultura reinante, a la cual han acabado por amoldarse.
         Si no somos capaces de penetrar hasta el fondo de la realidad y las consecuencias del pecado original, ello se debe precisamente a que tal pecado existe; porque la muestra es una ofuscación de la mente y del corazón de las personas, que nos desequilibra, que confunde en nosotros la lógica de las cosas inscritas en el ser de todo lo creado que nos impide darnos cuenta que muchos de los razonamientos y sentimientos nacen heridos de muerte a causa del propio pecado que anida dentro de cada uno. Pero cuando el cristiano anuncia a sus hermanos a Cristo que les redime ante todo del pecado da pie a la esperanza de obtener la gracia que nos redime y nos salva de toda alienación y atadura. Cuando uno escucha a Cristo siente que su carne leprosa se va sanando, se va liberando de esa mediocridad, de ese relativismo y de ese permisivismo que nos impedía amar de verdad ya que lo que se buscaba únicamente la autorrealización y la autorredención que nos lleva a la destrucción.
         «¡Y mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida!» (2 Co 4, 11-12) Estamos salvados cuando nos abandonamos al Amor Eterno del Padre. Pocos quieren morir de amor porque cada cual quiere reservarse para sí lo mejor. Esto es una consecuencia de una crisis seria de fe que ataca los fundamentos más básicos de nuestro ser.
No hay nada nuevo bajo el sol, más si anulamos la fe y nos apartamos de Dios nada se puede sostener por sí mismo, todo queda derrumbado formando enormes ruinas. Para seguir la vocación que Dios otorga uno se ha de descalzar, porque pisa terreno sagrado, debe de luchar internamente con la mentalidad mercantilista reinante que tiene sus consecuencias desastrosas en la moral y fiarse obedeciendo al Señor aunque no lo entienda, ya que a su debido tiempo todo nos será revelado.

30 de diciembre de 2018

sábado, 1 de diciembre de 2018

Homilía del Primer Domingo de Adviento, ciclo c


PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO Ciclo c
2 de diciembre de 2018
          La mayor parte de los conflictos que sean entre nosotros tienen un mismo origen: nuestra falta de fe. Estamos acostumbrados a que nos sirvan, a tomar decisiones rápidas, a estar en reuniones sin darnos cuenta de cómo se encuentra el otro, a buscar la efectividad en aquello que hacemos. Y si alguien se comporta de un modo hiriente o te hace un desprecio enseguida nos sale el juicio en vez de disculparle porque aún no ha descubierto eso que uno sí cree haberlo descubierto. En la vida cotidiana sufrimos «graves hemorragias de fe» que nos genera una grave crisis de identidad cristiana. Esto tiene grandes consecuencias en la vida personal y comunitaria y sin darnos cuenta nos adentramos en una dinámica de secularización. El hecho de estar dentro de la Iglesia no supone que Cristo esté dentro de nuestra alma.
          La Iglesia tiene que estar abierta al mundo pero evangelizar y no para perderse en el mundo. Demostramos que estamos perdidos en el mundo cuando pensamos y actuamos del mismo modo de cómo actúa el mundo. No somos una sociedad humana más, somos un pueblo llamado a morir a nosotros mismos para que el rostro de Cristo pueda resplandecer mientras nosotros nos apagamos. ¿Qué somos los cristianos? Somos el trapo que se usa para limpiar las ventanas. Es cierto que nuestro cuerpo se resiente y se resiste. Es cierto que cuando nos intentan humillar o hacer de menos sale de nosotros todos los demonios que tenemos dentro. A lo que Cristo se acerca a tu persona, se sienta a tu lado, te coge de la mano, y con cariño te dice: «Si me amas no te resistas al mal y acepta las injusticias de tu hermano», porque cuando “menos tú”, más Cristo. Así es como se «practicará el derecho y la justicia en la tierra» (Jeremías 33, 14-16), y así Yahvé será nuestra justicia.  
          ¿De qué males yo y tú nos estamos resistiendo? ¿Qué injusticias me está haciendo mi hermano y qué injusticias le estoy yo haciendo a él? ¿Cómo estoy reaccionando ante sus justicias y cómo deseo yo que el mismo Dios reaccione ante las que yo mismo cometo?
          Dice el Salmo responsorial que «el Señor es bueno y recto, y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes». Si no percibimos el rostro de Cristo en nuestra comunidad es porque nuestro pecado lo oculta. Es preciso descalzarse ante el hermano porque en él, aunque él ni se entere, te está hablando Dios y te está pidiendo que pongas fe y amor allá donde no haya ni fe ni amor. Recordemos que Cristo es el Señor de la historia y Él escribe la historia. Pero no lo escribe con tinta normal, sino con tinta invisible que únicamente con la luz y el calor de la fe lo podemos llegar a leer.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Homilía del Domingo XXXI del tiempo ordinario, ciclo b


Domingo XXXI del tiempo ordinario, ciclo b
          Cristo tiene una clara pretensión contigo: Quiere cambiar tu vida. Pero no se trata de dar una mano de pintura o de poner una escayola en el techo. Cristo es duro contra tu pecado, pero Él no es tu enemigo, sino tu aliado en esta particular lucha en la que uno tiene que afrontar.
          Hay cristianos que dicen que lo importante es ser fiel a su conciencia. Que Cristo es el amigo que nos acompaña en la travesía de nuestra vida y que se limita a consolarnos y a aceptarnos tal y como somos. De tal modo que hemos renunciado a que Cristo pueda cuestionarnos los grandes absolutos de la vida o que nos pueda interpelar fuertemente sobre el modo de cómo estamos planteándonos la vida. Por eso cuesta tanto a los hermanos y a los presbíteros acoger una Palabra desde la fe que ilumine desde el interior las oscuridades personales y comunitarias.   
Dice la Palabra: «Habló Moisés al pueblo y le dijo:
–Teme al Señor tu Dios, guardando todos los mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida
». Dios no es el colega que hace que tú te sientas feliz contigo mismo. Dios es aquel que te pone ante tu verdad, que te desenmascara tu pecado, que te molesta porque tu conciencia no te denuncia.
Un Jesucristo que está de acuerdo con tu vida y que siempre te disculpa es una miserable caricatura de Jesucristo. Jesucristo ante la pregunta del letrado no le respondió que lo importante era ser buena persona ni le dio consejos para que alcanzase un bienestar. Cristo no le dio un golpecito en la espalda y le dijo ‘anda, a ser buenos’. Le dijo que empezara a amar a su hermano, es decir ‘que cogiera entre sus hombros su propia cruz y que cargara con ella’ y que empezara a luchar contra su propio pecado porque no estaba amando a Dios sobre todas las cosas. Es decir que Jesús dejó al letrado totalmente desencajado. Que no se trata de algo de sentimientos, sino de opciones serias y maduras que uno ha de ir haciendo a lo largo de su vida. Claro, hay gente que empezará a decir que no hay que ser tan radical, que hay que justificar y esto es fruto de intentar endulzar nuestro pecado, de arrancar de la Biblia las hojas que no nos gustan, y así nadie podrá entrar por la puerta estrecha para ir al Cielo.
Jesucristo camina a tu lado para que no te canses en tu particular lucha contra tu pecado y poder ofrecer nuestra vida como un sacrificio agradable al Padre.

martes, 11 de septiembre de 2018

domingo, 9 de septiembre de 2018

Homilía del Domingo XXIII del tiempo ordinario, ciclo b


HOMILÍA DEL DOMINGO XXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b, 9 de septiembre de 2018

          Hermanos, les tengo que confesar que tengo un problema muy serio. Algo que me quita la paz. Yo pensaba que tenía fe, que era un buen cristiano, que cumplía con lo que la Iglesia me mandaba, y resulta que he descubierto que soy peor de lo que jamás me llegué a imaginar. Yo pensaba que esto de la fe únicamente era cumplir una serie de normas, de rezar y ser bueno. Sin embargo la Palabra me dice que yo estoy ciego, sordo, cojo y mudo (Cfr. Is, 4-7a). Y esto a mí me ha descolocado. Yo pensaba que tenía mi vida bien estructurada y organizada y resulta que mi vida es un páramo con el suelo sediento, agrietado.
          ¿Por qué la Palabra me dice a mí que Dios «viene en persona y os salvará»? ¿Por qué Dios me tiene que despegar los ojos ciegos, abrirme los oídos y soltarme la lengua para que cante? Si la Palabra me lo dice y la Palabra nunca miente, es que estoy realmente ciego, sordo, mudo y cojo. El Señor me ha hecho un diagnóstico médico y ha detectado mi ceguera, mi sordera, mi mudez y mi invalidez. Y yo pensaba que estaba más sano que una manzana y resulta que estoy podrido.
          Cuentan los entendidos que las personas tenemos un campo visual que abarca, entre los dos ojos, más o menos los 180 grados. Pero puede darse una serie de problemas que hagan que se disminuya ese campo visual, teniendo una reducción concéntrica de su campo visual, tan lentamente que no se da cuenta de eso. En la vida espiritual ocurre exactamente lo mismo: Tenemos el campo visual en nuestra alma muy disminuido porque hemos ido quitando a Dios de muchas de las esferas de nuestra vida. De donde hemos quitado a Dios hemos perdido visión y aumentado la ceguera.
          Voy a aterrizar: ¿Cómo comemos en nuestras casas? Seguro que delante del televisor, a veces se comerá por etapas (los niños primero, y según se vaya llegando se va comiendo), seguro que la madre o el padre tiene que hacer varias comidas porque a uno no le gusta una cosa y al otro le gusta otra; haciendo mil comidas, dejando mucho de comida en el plato que termina en el cubo de la basura; el uno comiendo en la cocina y otro en la habitación o en el comedor o ante el ordenador, etc. Esto es una consecuencia de haber quitado a Dios en el momento de comer. Un momento que era para dar gracias a Dios todos juntos en la mesa por los alimentos, unos alimentos a los que Dios ha hecho a todos como alimentos puros (el cerdo es un alimento puro porque es criatura de Dios), un momento que era para comer todos la misma comida como señal de agradecimiento a Dios que nos lo concede (un agradecimiento que pasa por ayudarme a educar mis gustos personales), un momento de encuentro familiar y de conversación, un momento de educar a los niños y jóvenes en la escucha y participación de un diálogo y de una colaboración activa para ayudar en la tareas domésticas… ha quedado ensombrecida y empobrecida al quitar a Dios del medio. Luego donde antes sí había campo visual, espiritualmente hablando, ahora hay oscuridad y ceguera. ¿Se dan cuenta de cómo la fe incluso incide en estas cosas cotidianas?
          Otro caso: ¿Cómo celebramos el domingo en nuestras casas? Seguro que la mayoría de las casas es el día que se aprovecha para levantarse tarde, ir al campo o a la montaña, o simplemente quedarse en casa viendo la televisión o jugando a las cartas. ¿Dónde queda lo que nos aporta el Señor en este día de descanso? Es que resulta que si uno no busca la fuerza en Dios, tenderá a sustituirlo con otras compensaciones. Si uno no acude a la iglesia no podrá oír cosas que le remitan a Dios, no se podrá confesar de sus pecados, la reiteración de esos pecados crearán unas actitudes perniciosas y perjudiciales, dará igual ver una cosa que otra en la televisión (porque ya no existe una selección de lo que se ve o de lo que se deja de ver). No sentirá la necesidad de rezar porque su alma se enfriará, ya que se busca lo efectivo, lo inmediato, lo que soluciona las cosas prácticas… y esto tiene sus repercusiones directas a la hora de perdonar de corazón a tu esposa, a aquel que te ha molestado, e irás adentrándote en el relativismo del ‘todo es válido’, te dará igual cuidar la mirada que no cuidarla, buscarás tu propio interés antes que el interés del otro, cómo podré aceptar a aquel que es diferente a mí o piensa de modo distinto al mío, etc. Todo aquello que Dios te podría haber aportado enriqueciéndote, lo has desperdiciado. ¿Cómo puede un padre corregir a su hijo si el propio padre no sabe qué bien ha de proteger? Si el hijo no ve a su padre rezar, si el hijo no ve a su padre que reconoce en Dios a una autoridad suprema, tendrá como autoridad suprema a su propio padre, el cual le terminará fallando siendo una gran tragedia para el chico quedándose sin referencia de la autoridad.
          Cuando uno arrincona a Dios de sus vidas, se cree que uno es dueño de su cuerpo, se actúa teniendo el placer como el fin de todo, entendiendo el cuerpo como un producto de intercambio, se distorsiona y transgiversa la concepción de la sexualidad, se crean leyes inmorales que respaldan esas transgiversaciones dotándolas de unos derechos que en realidad no existen, perjudican a las conciencias de los jóvenes y adolescentes y esto se plasma en asesinatos masivos por medio del aborto, bajo índice de natalidad, confusión de la propia sexualidad, alto índice de enfermedades de transmisión sexual, alto alcoholismo en edades muy tempranas, suicidios por no encontrar el sentido a la vida, niños que se mal educan con dos padres o dos madres creándoles una profunda confusión y profundas heridas en su evolución psicológica y en su ser persona… la cultura de la muerte.
Cada vez que decimos no a Dios y le cortamos el paso en las cosas cotidianas nos vamos llenando de oscuridad, de tinieblas, nuestro campo visual espiritual se va limitando y terminaremos totalmente ciegos.

sábado, 1 de septiembre de 2018

Homilía del domingo XXII del tiempo ordinario, ciclo b


DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo b
02/09/2018
          Dios nos ha hecho con dos oídos y una boca, para que escuchemos más de lo que hablemos. Un oído que ha de estar atento a los latidos del corazón de Cristo, inserto en su divina intimidad, que escuche las palabras de Vida que manan de sus labios; y el otro oído atento a lo que acontece en la sociedad, en el mundo, allá en donde nos movemos y encontramos. Sólo así podremos hablar con discernimiento y con sabiduría.
          Hay un juego, una especie de gallinita ciega, en la que unos concursantes compiten para llegar el primero a la meta. A estos concursantes se tapan los ojos y deben seguir un trayecto previamente trazado con tiza, pero todo él sembrado de obstáculos –una silla, una mesa, etc.-. Un lazarillo le va guiando únicamente con su voz, pero también está la figura del demonio que da instrucciones equivocadas o le lanza algo –ya sea agua, ya sean bolas de papel… para impedir que escuche las indicaciones del lazarillo y así se salga del camino trazado o simplemente se pegue un trompazo con los numerosos obstáculos. Es el propio concursante el que tiene que afinar el oído y fiarse plenamente de las indicaciones del lazarillo para conseguir llegar triunfante a la meta.
          De esto van las lecturas de hoy. Van de cómo adquirir la sabiduría y la inteligencia. Dice la Palabra en el libro del Deuteronomio: «Habló Moisés al pueblo diciendo: –Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir». Y sigue diciéndonos: «Estos mandatos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos».  
Dios conoce todo lo que hay en este mundo y de todo de lo que el hombre es capaz, tanto bueno como lo malo. Y Dios desea que todos nos salvemos, por eso nos ha dado una serie de mandamientos. Y todos nosotros somos conscientes de cómo escuchando y obedeciendo a Dios nos hemos librado de situaciones muy delicadas y extremadamente peligrosas. No mintiendo se aprende a no ocultar cosas, a apostar por el diálogo sincero y fraterno y quitar del medio todo tipo de desconfianza y de recelos. Se apuesta por el diálogo y el entendimiento y se ejercita el perdón antes de que la situación se enquiste. No abusando de la bebida se puede mantener un diálogo tranquilo y sereno en casa. Uno puede encontrarse con normalidad sin el temor por parte de los demás de una reacción desproporcionada por parte del que se encuentra borracho o demasiado bebido o de unos comentarios fuera de lugar que lo que hacen es herir a los demás o simplemente exponerse a situaciones peligrosas por el alcohol o drogas; y no digamos nada de lo peligroso que resulta que se ponga a conducir. No tener el dinero como un ídolo es como aquel que tiene justo delante de su ventana un árbol enorme que le impide ver más allá de esas molestas hojas. Solo puede ver ese árbol, ni los rayos salares pueden adentrarse en ese cuarto. Lo único que importa es ganar dinero, echar en cara a los demás el dinero que gastan pasando por alto lo que uno mismo gasta a lo tonto, no pensar ni tener en cuenta las necesidades de los más pobres ya que los demás no importan ni interesan, mejor dicho interesan siempre que uno pueda sacar de ellos un provecho. Y de estos ejemplos un millar. Obedeciendo al Señor nos protegemos.  
          El Apóstol Santiago nos lo vuelve a recordar: «Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros». Jesucristo nos pide que tengamos nuestro corazón cerca de Él y así nuestros labios podrán hablar de una buena, constructiva y oportuna, haciendo el bien a todos aquellos que nos oigan. Recordemos que Dios nos hizo con dos oídos y una única boca.

sábado, 25 de agosto de 2018

Homilía del domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo b


DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
          La vida cristiana es un combate sin cuartel. El catecismo de nuestra Madre la Iglesia, en el número 2015 nos enseña lo siguiente: «El camino de perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2 Tm 4) (…)». Y este número del Catecismo nos lo ilustra con una cita de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo que le dice lo siguiente: «Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo; reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. 3 Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; 4 apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. 5 Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio».
          Pero puede llegarnos un momento en que uno haciendo lo en conciencia considera lo correcto, ya que se lucha por ser obediente a su voluntad, uno no cosecha éxitos, sino lágrimas. Tal vez –a modo de ejemplo- puede ser que una familia cristiana que ha llevado a sus hijos a la iglesia desde pequeños, que les han enseñado a rezar, donde sus padres han trabajado muchísimo por sacar todo adelante y resulta que una hija queda embarazada siendo adolescente, o que el hijo que se había ordenado presbítero se ha ido con una mujer o que el esposo se ha liado con una amiga del trabajo o que la esposa ha caído en el alcoholismo. El hecho de cuidar la vida cristiana y de cumplir lo que Dios nos pide no es garantía de que las cosas nos marchen ‘de rechupete’. Dios no es un seguro a todo riesgo. Dios es Dios.
          Nos cuenta la primera de las lecturas [Josué 24, 1-2a. 15-17. 18b] cómo Josué habiendo acaudillado al pueblo de Israel en la conquista de la tierra prometida y habiendo repartido la tierra entre las tribus, el pueblo está cansado y también decepcionado –ya que las cosas no fueron como ellos soñaron ni tan fáciles como pensaron-. A lo que Josué con su planteamiento en el fondo les está preguntando: ¿Consideráis que ha merecido la pena todo lo que se ha hecho, y por todo lo que hemos pasado por obedecer a Yahvé? Es como si Josué les dijera que si alguno quiera ir tras otros dioses o ídolos, ahora es el momento. No les trata como niños sino como adultos. A lo que el pueblo responde con una profesión de fe, recordando lo que Dios ha hecho con ellos y reafirmando su amor hacia Yahvé.
          Hay una frase que pronunció Santa Teresa de Calcuta que ilumina este texto evangélico y nuestra propia vida de luchas constantes: «Dios no me ha llamado a tener éxito. Él me llamó a ser fiel».
          Reza el Salmo Responsorial [Sal. 33, 2-3. 16-17. 18-19. 20-21. 22-23] que «cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias». Y que cierto es esto. Dios no nos envía una miríada de ángeles para protegernos pero siempre se nos hace presente de manera misteriosa. Cuando habla la segunda lectura [San Pablo a los Efesios 5, 21-32] de los deberes de la esposa y del esposo no nos está diciendo nada de que el marido sea un déspota o un tirano con su esposa; ni tampoco nos dice que la esposa sea tratada en situaciones de inferioridad. Yo que sepa los dos tienen la misma dignidad y nadie está sobre nadie. El matrimonio se asemeja más bien a una yunta de bueyes. El esposo y la esposa, los dos juntos, unidos, haciendo el surco en la tierra por donde Dios les vaya indicando. El esposo apoyándose en la esposa y la esposa en el esposo. Y esto tiene concreciones cotidianas: ¿Cuántos matrimonios se han mantenido fieles entre sí porque ambos se respaldaban antes situaciones muy delicadas que planteaban los hijos o algunos familiares? O aun teniendo las tareas domésticas repartidas, no importar quién las hacía siempre pensando en el otro y en la marcha correcta del hogar.
San Pablo decía: «¿Quién sufre sin que yo sufra con él; quien desfallece sin que yo también desfallezca?» (2 Cor 11, 29). Esto es igual en la vida matrimonial, en la vida comunitaria y presbiteral. Si el esposo está enfermo, triste, deprimido, en el paro…, la esposa sufre con él y hace propio las tareas que el otro no puede hacer; si un hermano de comunidad está enfermo o débil, los demás sufren con él y le respaldan en su tarea, etc. No hay sumisión, sino amor.
Y el Señor se da cuenta que muchos se tiran para atrás al sentir la exigencia que implica la llamada. Otros porque esperaban éxitos, y no han cosechado ninguno –por lo menos aparentemente-. A ti hoy el Señor te pregunta, “¿tu también quieres irte?”. Al sufrir porque tus hijos no te obedecen porque siempre te traen problemas, porque estás cansado de estar sacando adelante a tu familia y las tareas tanto de fuera como de dentro del hogar; al no sentirte correspondido ni comprendido ni respaldado en tu tarea pastoral y al experimentar la soledad del ministerio presbiteral; al estar en una comunidad y no sentirte aceptada, integrada, comprendida, escuchada, tenida en cuenta….¿tú también quieres irte? [San Juan 6, 61-70], a lo que san Pedro le responde con toda la sinceridad de la que era capaz: «68Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.» 
Yo responderé igual que san Pedro, ¿y tú?

26 de agosto de 2018

Homilía del domingo XX del tiempo ordinario, ciclo b


DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo B                                      
Durante estos cuatro domingos la liturgia de la Palabra se ha centrado en el discurso eucarístico. Jesús ha mostrado gran interés por mostrarnos catequéticamente qué es la Eucaristía es una buena oportunidad para preguntarnos cuál es nuestra salud de la vivencia de la Eucaristía. Dicho de otro modo, ¿qué nota pondría yo a la vivencia que tengo de la Eucaristía? ¿Qué importancia ocupa para mí en la vida?
Es recurrente la pregunta de qué hacer para que la Eucaristía sea atrayente. Y nos preocupa por lo que implica el que acudan a la Eucaristía las nuevas generaciones y cómo hacer que la Eucaristía resulta atrayente a los jóvenes. Y el otro punto es cómo lograr que la Eucaristía no resulte algo monótono o cansino, domingo tras domingo, a las personas adultas que podemos terminando dejando, abandonando. Hay algunos que montan un show en la iglesia en nombre de la participación sin lograr, ni de lejos, descubrir lo que allí se celebra. Y los shows tienen éxito, pero son algo que nacen estériles. ¿Cómo lograr que la Eucaristía resulte atrayente?
Quizás el problema resida en que estamos en un mundo en el que existe una profunda competitividad por atraer los sentidos. Hoy los publicistas tienen un profundo problema en cómo atraer la atención de la gente. Cuando hay tantos anuncios y uno tiene que ser tan original para que atraiga la atención y esto es un serio problema, este es el gran caballo de batalla de los publicistas. Los hombres parece que estamos dentro de una dinámica de haber quien ofrece más para atraer nuestros sentidos, es como si estuviéramos haciendo zaping con el mando a distancia para dejarnos seducir por lo que más nos haya atraído, ofreciéndonos destellos para atraer nuestra atención. Esto no lo podemos buscar en la Eucaristía.
En la Eucaristía no podemos pretender hacer carrera a esta atracción de los sentidos; no podemos pretenderlo. Hay que hacer las cosas litúrgicamente bien, cuidar los gestos, cuidar el modo de cómo se proclama las lecturas, cuidar el modo de presentar las ofrendas, cuidar el lavabo, el ajustarse a las oraciones y plegarias del Misal, el preparar la homilía, etc., esto hay que cuidarlo con esmero, pero esto no está enmarcado en esa carrera por atraer la atención de los sentidos. Porque hay cristianos que prefieren ir al campo, o jugar al futbol o quedarse en la cama antes de ir a la Eucaristía porque para ellos aquello es más atrayente para sus sentidos, mientras dicen que la Eucaristía no les dice nada. Pero por mucho que estemos preparando la Eucaristía no vamos a estar compitiendo en ese bazar de novedades que se convierte nuestra sociedad para poder atraer nuestra atención. La cosa va por otro camino. Y para entenderlo vamos a usar la palabra que la fe de la Iglesia utiliza para decir qué es la Eucaristía: Transustanciación. Éste término ha quedado sólo reservado para la Eucaristía –el cambio de la sustancia del pan y del vino por la del cuerpo y la sangre de Jesús. La palabra que nos evoca en el mundo es la palabra ‘transformación’. Pero son dos cosas muy distintas la ‘transformación’ y la ‘transustanciación’. Por transformación decimos ‘vaya cambio que ha tenido esa persona’, porque se ha maquillado, ha adelgazado, se ha vestido de una determinada manera, etc., ha cambiado externamente pero sigue siendo la misma persona de antes. Sin embargo con la palabra ‘transustanciación’ decimos lo contrario, aunque parezca lo mismo, sin embargo sustancialmente ha cambiado el ser. Una cosa es la transformación y otra la transustanciación.
Para renovar la vivencia de la Eucaristía no podemos estar pensando en cómo variar las formas, sino que la clave para renovar la vivencia la clave está en que profundicemos en lo que ocurre dentro. Que demos una vuelta de tuerca más sobre el misterio que se celebra. Y la liturgia nos ofrece la oportunidad para profundizar más, caer más en cuenta de cosas y aspectos que aún no lo habíamos descubierto. La Eucaristía es un misterio del que nos queda mucho más por descubrir, luego no busquemos novedades, no busquemos formas distintas, no busquemos atracciones. Hay que partir de que ahí, en la Eucaristía, hay un misterio en el que yo aún no he penetrado suficientemente, ya que aún nos hemos quedado en el exterior, y necesito unos ojos de fe para adentrarme en lo que ahí está aconteciendo.
¿Por qué eligió Jesús el pan entre todos los alimentos para hacer de él un signo? Podía haber elegido la cebolla, el pimiento, una tortilla de huevos o cualquier otro, pero Jesús eligió el pan de entre todos los alimentos para hacer de él su sacramento de vida. El pan se caracteriza por ser alimento básico de muchas culturas. El pan se caracteriza por ser comido a diario y por acompañar en las comidas, por acompañar a todos los alimentos. El pan es el que acompaña a todos los alimentos. Tal vez por eso Jesús eligió el pan como del elemento del que se iba a servir para darnos el don de su gracia. Porque realmente esto es la Eucaristía, para que Jesús esté con nosotros para que nos pueda acompañar a toda la vida. La Eucaristía no tiene como finalidad el estar aquí, sino que como ocurre con el pan que el pan acompaña a todo, tiene como finalidad que Jesús, recibido aquí, sea el que de alimento y sabor a todo lo que hagamos durante el día y durante la semana. No es un alimento más entre otros, sino que es el que acompaña a todo. Sin Cristo el resto de nuestra vida no tiene sabor, no termina de alimentarnos, no termina de saciarnos, no termina de llenarnos. Sin Jesucristo nuestra vida está incompleta. Es Cristo en todo. El alimento básico que acompaña al resto. Pedimos a Jesús profundizar más y no dejarnos seducir por la atracción de los sentidos, sino que Él nos permita adentrarnos en este misterio y así, día a día, poder disfrutarlo con mayor intensidad.

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sábado, 11 de agosto de 2018

Homilía del domingo XIX del Tiempo Ordinario, ciclo b


HOMILÍA DEL DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
Nos encontramos ante la dificultad de aquel que desea ser fiel al Señor. Uno desea vivir su vocación en fidelidad pero siente cómo la violenta ventisca y las fuerzas contrarias nos lo ponen muy difícil. Precisamente cuando uno pone interés en hacer bien las cosas es cuando más dificultades se nos presentan para que nos desalentemos. Y corremos el algo riesgo de llegar a creer que esa meta no la vamos a poder alcanzar y es mejor dejar de luchar.
Algo parecido le sucedió al bueno de Elías. Él deseaba hacer las cosas bien. Resulta que hay un rey llamado Ajab que era un mal bicho, siempre ofendiendo con su conducta al Señor. Y su esposa, la reina fenicia Jezabel era perecida a su esposo. Ajab y Jezabel eran los que gobernaban y por lo tanto con su modo de gobernar influían al pueblo de una manera negativa, ya que las creencias y los modos de proceder paganos se colaban por todos los rincones, tal y como ocurre con el agua de los pantanos cuando terminan llegando a nuestras casas por los grifos. El caso es que Elías, ni corto ni perezoso ‘la tuvo muy gorda con el rey’, una de esas broncas que pasan a la historia. La razón de la bronca era porque tanto Ajab como el pueblo actuaba como si Dios no existiera. A veces nosotros somos ese Ajab que nos creemos muy seguros de nosotros mismos y actuamos al margen de lo que Dios nos plantea, sobre todo porque lo que Dios nos plantea es más exigente. El caso es que Elías se enfadó tanto que le dijo al rey que no iba a llover en dos años, ni agua ni rocío. Elías tenía una idea un tanto idealizada de lo que debía de ser el pueblo y se encontró de bruces con la realidad, un pueblo que se dejaba llevar por cualquier ídolo o por cualquier forma de pensar y de actuar. Nosotros tenemos una idea de lo que es la vida consagrada, de lo que es el ministerio ordenado, de lo que es el matrimonio o el noviazgo… y nos encontramos ‘de bruces’ con la pobre realidad cuando lo estamos viviendo. El Demonio quiere que nos desalentemos, sin embargo Dios nos dice ‘ánimo, cuento contigo, adelante’.
El caso es que Elías les dijo que se les acabó el llover castigándoles con la sed. Probablemente Dios no estaría muy de acuerdo con el castigo que les había impuesto Elías porque le dijo que se fuera al oriente, a esconderse en el torrente Querit que está al este del Jordán. ¿Por qué el Señor mandó al profeta que fuera hacia el oriente? Porque Elías actuando y castigando por su cuenta al pueblo se había separado de la voluntad de Dios. Y era necesario que dirigiera sus pasos hacia oriente para encontrarse de nuevo con el Señor. Nuestro oriente es el sacramento de la reconciliación, nuestro oriente es la intimidad con el Señor en la oración, nuestro oriente es el nutrirnos del Pan de Vida que es Cristo, etc. Y el Señor nos envía al oriente para purificarnos de nuestro mal proceder y retomar nuestra vocación viviéndola con la santidad que corresponde, actuando en el amor por Jesucristo. San Pablo a los Efesios nos lo dice: «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor» (Ef 4, 30–5, 2). El Señor no se cansa de nosotros, sino que sana nuestras heridas.
Elías siente el peso del cansancio se sentó bajo una retama, y se deseó la muerte (1 Re 19, 4-8). Nosotros también sentimos el peso de ese cansancio, o ¿es que acaso no nos cuesta perdonar al otro aun sabiendo que uno tiene la razón? ¿Es que acaso estar abierto a la vida es algo fácil? ¿Es que acaso es sencillo posicionarse en cuestiones delicadas de moral ante amigos y conocidos que piensan distinto? ¿Es que acaso vivir un noviazgo lo más casto posible es algo que esté de moda en esta sociedad? ¿Es que acaso es algo sencillo ponerse a rezar el matrimonio con los hijos estando un poco tranquilos? ¿Es que estar pendiente de lo que tus hijos ven en la televisión teniendo que estar con ellos batallando es un plato de buen gusto?  
Y resulta que pasa el tiempo y la gente se interroga y te pregunta que por qué llevamos a nuestros hijos a la Eucaristía, que por qué seguimos eligiendo la clase de religión en la escuela, que por qué estas embarazada si ya tienes hijos, que por qué te metes en un convento de clausura o en un seminario, que por qué te vas a casar tan pronto, que por qué… ¿Es que acaso tú no eres igual que nosotros? Eso se lo dijeron a Jesús sus propios paisanos: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?» (San Juan 6, 41-52). Entonces, ¿por qué actúa así?  Fundamentalmente porque nos fiamos del Señor, porque en medio de nuestras debilidades, que son muchas, al alimentarnos de Cristo Pan de Vida, nos levanta de nuestro pesimismo, de nuestro agotamiento y nos anima aún en medio de nuestras miserias a seguir siéndole fiel y así, como dice la Escritura, nunca morir.

12 de agosto de 2018

sábado, 4 de agosto de 2018

Homilía del Domingo XVIII del Tiempo Ordinario, ciclo b


Homilía del domingo XVIII del tiempo ordinario, ciclo b
         Todos, y aquí no se salva nadie, necesita comer. Es una necesidad que tiene toda persona. El comer no es una cosa de la que podamos prescindir. Otra cosa es ayunar para mortificarse por amor al Señor acordándonos de nuestros hermanos hambrientos. Y comidas hay muchas y de muchos tipos, tantos como clases de panes.
         Dependiendo del tipo de pan que comamos nos alimentaremos de una manera o de otra. El Demonio sabe que necesitamos comer para vivir, a lo que el maligno nos proporciona de su comida. Nos atiborra de todo aquello que él mismo sabe que no nos conviene pero que a él sí le interesa dárnoslo. Ese tipo de pan maligno nos envenena en la mente, en la voluntad y en el corazón. Es un pan que no quita el hambre, que no alimenta pero que engaña al estómago. Aquellos que se alimentan de este pan maldito deambulan por la vida siempre murmurando de los demás, echando a Dios las culpas de todo lo que les pasa, y hacen las cosas sin discernimiento, simplemente movidos por el propio interés. Los alimentados por este pan procedente del Demonio hace que pensemos que Dios no sabe lo que nosotros realmente necesitamos y de saberlo, no le da la gana dárnoslo. Nos dice el libro del Éxodo que «en aquellos días, la comunidad de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto» (Éx 16, 2-4.12-15). El Demonio nos vende muy bien ese pan porque nos dice cosas como estas: ¿Por qué tienes que ser fiel a tu esposa teniendo a mujeres tan preciosas a tu propio alcance? ¿No te das cuenta cómo aún puedes estar con ellas sin que la bruja de tu mujer se entere? ¿Por qué vas a tener que estar toda la vida con la pesada de tu esposa cuando perfectamente puedes divorciarte e ir con esa que tanto te atrae? El Demonio nos ofrece ese pan envenenado pero presentándolo como muy delicioso. Ahora bien, el Demonio siempre ataca allá donde hay una promesa hecha ante Dios. Los esposos ante el Altar, en el día de su matrimonio se prometieron que iban a ser uno con una, fielmente y para siempre: Unidad o fidelidad e indisolubilidad.
         No olvidemos del pan envenenado que el Demonio intenta vender, y muchas veces lo puede llegar a conseguir, a los propios clérigos. El Demonio nos dice: ¿Ponte a ver esa película o serie que tanto te gusta y ya rezarás ese rollo de la Liturgia de las Horas? ¿Por qué vas a obedecer a ese obispo cuando tú mismo ves que él hace lo que le da la gana y nunca él te ha ayudado en nada? O el Demonio puede decir también a los clérigos: ¿Célibe?, anda, no luches contra eso y disfruta de los placeres de la carne que demasiado dura es ya la vida de por sí. Disfruta y no seas tonto o ¿es que acaso crees que esto del celibato se lo cree la gente?. El Demonio atenta contra las promesas hechas en la ordenación: el rezo la de la Liturgia de las Horas, la promesa de la obediencia al Obispo y a sus sucesores y el voto del celibato por el Reino de los Cielos. El Demonio nos da el pan del Infierno, el pan de la muerte, el pan del pecado que hace que nuestra hambre no se sacie y que estemos viviendo engañando al estómago.
         Por eso es muy importante lo que nos dice el Apóstol san Pablo: «Hermanos, esto es lo que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los gentiles, en la vaciedad de sus ideas (…). Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras» (Ef 4, 17.20-24). Si nos dejamos envenenar por el pan del Demonio la muerte es nuestro destino y seremos como troncos de árboles totalmente huecos por dentro, sin consistencia, sin discernimiento en las decisiones, sin libertad interna, sin amor en nuestros actos.
         Cristo es el pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6, 24-35). Dice el Señor: «Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Todo aquel que se nutra de este pan divino irá adquiriendo la sabiduría que procede de lo alto. Gozará de un discernimiento a la hora de actuar con sabiduría buscando el amor que llena de gozo el corazón. Es verdad que el pan que Cristo no es tan dulce como el que ofrece el Demonio, ya que el Maligno siempre nos ofrece el placer y el gozo inmediato, sin embargo Cristo nos ofrece un pan amargo porque constantemente uno ha de morir a sí mismo para que el mundo pueda vivir y uno ser conducido a la Patria Celestial. ¿Es que acaso es fácil rechazar a una bella mujer que se le insinúa a uno –o viceversa- estando casado? ¿Es que acaso es fácil obedecer al obispo cuando te envía a un pueblo casi incomunicado? Recordemos la sentencia de San Ignacio de Antioquía en su carta a los Romanos: «Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras». Cuando recibimos el sacramento de la confirmación entramos a formar parte al ejército de los soldados de Cristo para luchar contra el pecado muriendo a nosotros mismos para que Cristo pudiera lucir en nuestras almas, y así poder ser hombres libres y herederos de la Vida Eterna.
         El Pan de Cristo es la Eucaristía, el Pan de Cristo es la Palabra de Dios, el Pan de Cristo son los diversos sacramentos que nos alimentan y nos nutren para que su presencia entre nosotros sea tan intensa que no dudemos en rechazar la tentación porque tenemos la esperanza cierta de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.
         Ya que tenemos que comer, porque nuestro cuerpo y nuestra alma lo necesita clamemos a una sola voz: «Señor, danos siempre de este pan».



5 de agosto de 2018

sábado, 28 de julio de 2018

Homilía del domingo XVII del tiempo ordinario, ciclo b


HOMILÍA DEL DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
            Dios nos pide que confiemos en Él por encima de todas las cosas. Eliseo, el discípulo de Elías, únicamente tenía veinte panes de cebada para que comieran cien personas. Los cálculos humanos nos aseguran que con eso no se pueden alimentar. [Lectura del Libro segundo de los Reyes 3, 42-44] Sin embargo, comieron y no se quedaron con hambre.
            Confiar en Dios no nos garantiza que las cosas salgan como nosotros habíamos planeado. Puedo estar suplicando a Dios día y noche por la curación de una persona, haciendo sacrificios y largos ayunos… y no conseguir su recuperación. ¿Acaso esto sería un motivo más que justificado para retirar nuestra confianza en Dios? No es un motivo, es una prueba de fidelidad al Señor porque Él es el que conduce la historia y lo que Él quiere no coincide con lo que nosotros deseamos. Sin embargo una cosa nos genera paz: Dios sabe lo que hace y lo que hace es sin duda lo mejor, aunque no lo entendamos y nuestros ojos se deshagan en lágrimas.
            Confiar en Dios es preocuparse de la formación y educación de los hijos, morir a uno constantemente para que el otro pueda vivir, amar con todo el corazón al esposo o a la esposa, rezar en familia, dar una palabra desde la fe por parte de los padres a los hijos y una palabra de fe compartida entre los esposos… es decir «aquí estoy Señor para hacer tu voluntad» en medio del cansancio acumulado, del sueño, de los dolores… siendo fiel a la vocación que Dios ha concedido. Y ¿si un hijo o una hija sale rebelde? ¿Por eso podríamos decir de algún modo que Dios nos ha fallado? ¿Por eso deberíamos de retirar nuestra confianza en Dios? Porque si uno ha cumplido con su parte, parece lógico que Dios cumpla con la suya haciendo que todo nos vaya bien.  Dios no es un seguro que nos garantice nuestra seguridad o nuestro bienestar.
            Hemos rezado en el Salmo Responsorial que «el Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones; cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente». [Sal 144, 10-11. 15-16. 17-18] Dios nos garantiza su presencia, lo que no está claro es que nuestras pretensiones se realicen conforme nosotros deseamos. Lo que nos corresponde es vivir conforme a la vocación a la que hemos sido llamados. [San Pablo a los Efesios 4, 1-6] Cualquier excusa nos puede parecer buena para poder tener una compensación cuando las cosas no nos van bien, y claro está, esa compensación no la buscamos en Dios. Por eso San Pablo nos dice: «Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz».
            Decía el criado de Eliseo que qué había él a hacer con veinte panes de cebada para dárselos a cien personas. Decía el discípulo Andrés a Jesús que había un muchacho que tenía cinco panes de cebada y un par de peces, pero que iban a hacer ellos con toda aquella grandísima multitud de personas. [San Juan 6, 1-15] A lo que yo os pregunto: ¿acaso con nuestras fuerzas, nuestros pecados y limitaciones, con nuestras capacidades y habilidades, -que son esos cinco panes y ese par de peces- podremos sacar adelante nuestra vocación –que es tanto como decir ‘el dar de comer a esa multitud’? No duden de que el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces es algo que constantemente Jesucristo está realizando tanto en tu vida como en la mía.

29 de julio de 2018

sábado, 9 de junio de 2018

Homilía del Domingo X del Tiempo Ordinario, ciclo b


HOMILÍA DEL DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
            Hoy en la primera de las lecturas se nos habla del mayor de los dramas posibles: el pecado. Del mismo modo que el frío es la ausencia del calor, las injusticias, el hambre, los odios, las envidias, las guerras… es fruto de la ausencia de la gracia de Dios en nuestras vidas. Cuando se paseaba Dios por aquel jardín paradisiaco ya sabía de sobra lo que habían hecho esta pareja. Dios desea iniciar una conversación con ellos y por eso les busca. Dios desea escrutar el corazón de Adán y el de Eva. Y Dios después de escrutar esos corazones ¿qué es lo que encuentra?: la culpa la tiene el otro. Esa es la respuesta de Adán y la de Eva. La culpa la tiene el otro. Dice la Palabra: «El Señor le replicó: “¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?” Adán respondió: “La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí». (PRIMERA LECTURA Génesis 3, 9-15).
            Si tuviera que contar las cantidades de veces que he escuchado, en el sacramento de la reconciliación, cosas como: mi esposa es insoportable, mi cuñada es una desagradecida, mi suegra me hace muchos desprecios, etc. Si los tuviera que contar estaría a estas alturas en unos cuantos centenares de veces. El Demonio conoce nuestro ‘talón de Aquiles’, nuestro particular punto débil. Como mi suegra no deja de hacerme desprecios pues soy indiferente ante ella, la ignoro totalmente. Y además, para demostrarse uno mismo de que está actuando bien –al mostrar la total indiferencia- uno se carga de argumentos tales como lo que ella me dijo o me hizo aquella vez, etc. A lo que el Demonio se frota las manos. Lo curioso de todo esto es que nosotros no nos estamos dando cuenta que en esa situación preciosamente el Señor está escrutando ese corazón. Cuando partamos de esta tierra peregrina para ir hacia la Eterna, y tengamos nuestro juicio particular ante Dios nos daremos cuenta de que, muchas veces hemos sido como marionetas del Demonio. Porque tan pronto como Dios nos pregunte sobre nuestro mal comportamiento y de nuestras altas dosis de faltas de caridad para con esa o esas personas no nos vale lo que ella nos haya hecho, porque eso le corresponde a ella defenderlo en su juicio particular y no a uno. No nos vale decir en mi juicio particular, ante Dios, que yo me comportaba así de mal porque ella era una desagradecida, una mal educada, una mala persona, dando a entender que mi comportamiento era malo por culpa de la otra persona, luego uno no tiene la culpa. Es lo mismo que hizo Adán al acusar a Eva; y es lo mismo que hizo Eva al acusar a la serpiente en el Paraíso.  
            Si nos creemos la Palabra y hacemos nuestro lo que dice San Pablo que «todo es para vuestro bien» (SEGUNDA LECTURA San Pablo a los Corintios 4, 13–5, 1) y que «una tribulación pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria», nuestro modo de proceder y de pensar han de ser iluminados a la luz del amor del Señor. Dicho con otras palabras, ese hermano repelente, esa suegra insoportable, ese familiar desagradecido, ese conocido insufrible o ese vecino mal oliente, que no deja de incordiar, que estorba e incomoda…, de los que uno puede tener toda una batería de argumentos para ir contra ellos y así uno sentirse tranquilo al atacarles ya que uno lo entendería como algo que se hace ‘por legítima defensa’ están puestos ahí en tu vida por el mismo Dios. El problema no está en lo que ellos hagan o dejen de hacer, sino en la respuesta que uno da a esa situación que se le va planteando.
            Cuando estemos en ese juicio personal ante Dios, de nada nos valdrá sacar toda esa batería de quejas por el modo de cómo las otras personas se compartan con uno, ya que el Señor nos quitará el turno de la palabra ya que eso no le importa a Él, ya que ahora está con uno y no con el otro. El Señor te preguntará por si has crecido en la calidad en tu amor a ese hermano tuyo, te preguntará si en esa lucha interna que has sostenido si has formado parte de los soldados del ejército del Espíritu Santo o de los soldados esbirros de Satanás. El Señor te preguntará si has hecho tuyo lo que reza el Salmo: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra» (SALMO RESPONSORIAL Sal. 129, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8.) o no te has tomado la molestia de esperar en el Señor porque ya habías decidido hacer las cosas al margen de Dios.
En los gimnasios hay de estas máquinas para hacer deporte que consisten en subir peldaños. Pero no todos los peldaños se suben con igual facilidad o agilidad, ya que se puede regular la intensidad del mismo ejercicio usando de una palanca. Si la palanca está graduada a un nivel máximo… uno suda tinta para ir subiendo escalones porque tienes que hacer más fuerza con todo el cuerpo. O no es lo mismo una carrera con obstáculos con tan solo unas pocas vallas para saltar que con muchas para saltar… el cansancio es mayor y el esfuerzo bastante superior. Hay personas que tienen la habilidad de hacer a uno la vida más complicada y desagradable, pero no olvidemos que, cuando el Señor escruta nuestra alma, lo que Él valorará es la respuesta personal que uno da en el amor, no como el otro se porte con uno.
Jesucristo expulsa nuestros particulares demonios con el poder del dedo de Dios (EVANGELIO  San Marcos 3, 20-35), pidiéndonos que en esta lucha contra el Demonio estemos enteramente y sin condiciones al lado de Dios. Con Jesucristo alcanzar la Gloria es posible, porque la fuerza procede de lo alto, así seremos buenos hijos de tan gran y buen Padre.

sábado, 26 de mayo de 2018

Homilía del Domingo de la Santísima Trinidad, ciclo b


LA SANTÍSIMA TRINIDAD, Ciclo B
            Dios ha elegido a un pueblo de entre los pueblos para hacer con ellos una alianza de amor. El pueblo pasa revista a los grandes acontecimientos que ellos han vivido, gozado o padecido, acontecimientos que les ha ido dando una identidad, una historia, una nota de excelencia frente a dos demás pueblos. Y se dan cuenta de si el Señor no hubiera estado de su parte ni siquiera serían un borroso recuerdo. El pueblo cuando pasa por el corazón y por la memoria todo lo vivido es cuando ellos proclaman ‘el credo’. No van a decir si la voz de Dios es aguda, si es alto o delgado, si tiene panza o está musculoso... en primer lugar porque Dios es Dios y nosotros sólo criaturas con una mente y un amor limitado. El ‘credo que ellos hacen’ es resultado de lo que ellos han descubierto en los avatares de su existencia.
            Este pueblo elegido en su particular ‘credo’ tiene en su haber aquellos acontecimientos históricos que quisieron recorrerlos al margen de Dios. Esta situación se asemeja a una persona que al andar pisa mal desgastando antes una determinada parte del zapato que el del resto, ya sea el tacón, la puntera o la suela del calzado. O de aquel que a causa del dolor de una rodilla tiende a dejar caer todo el peso en la otra rodilla, terminando dañando la buena y la propia cadera. O ese padre o madre de familia que intenta estar muy entretenido fuera de casa –con reuniones, en el trabajo, con sus amigos, en sus hobbies o entretenimientos- para estar poco tiempo en casa porque ahí ni se encuentra querido ni aceptado. Y sin embargo en todos los acontecimientos Dios se manifiesta. Dice Moisés al pueblo israelita: «¿hay algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?» (PRIMERA LECTURA Deuteronomio 4, 32-34. 39-40).El fuego es lo que quema, lo que purifica, lo que genera dolor para que nos podamos sanar. Dios nos habla también en medio de ese fuego.
Hacemos nuestras las palabras del Salmo Responsorial «nosotros guardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo» (Sal. 32, 4-5. 6 y 9. 18-19. 20 y 22 R) Y le aguardamos porque en este mundo nadie realmente nos auxilia y porque los escudos que aquí se nos proporcionan son de pésima calidad, cualquier flecha los puede atravesar.
Si estamos resguardados en Cristo, ahí escondidos con Él en ese diálogo con aquel que sabemos que nos ama, bebiendo de la fuente de agua viva de su Sabiduría para tener el don del discernimiento para afrontar como cristianos la vida. En el Libro de la Vida, la Santa Madre Teresa de Jesús para animarnos a la oración y estar escondidos con Cristo en Dios nos dice: «Mas esto del Señor (que sabe su Majestad que, después de obedecer, es mi intención engolosinar las almas de un bien tan alto), que me ha en ello de ayudar» (V 18,8).  La oración es la golosina del alma, es el oxígeno en los pulmones, en la sangre de nuestras venas, es la caricia de Dios en nuestra alma. Dice Santa Teresa de Jesús: «Queda el alma de esta oración y unión con grandísima ternura, de manera que se querría deshacer, no de pena, sino de unas lágrimas gozosas. Hállase bañada de ellas sin sentirlo, ni saber cuándo ni cómo las lloró; mas dale gran deleite ver aplacado aquel ímpetu de fuego con agua que le hace más crecer» (V. 19,1).
En la vida cristiana nos debería de suceder lo que nos dice el apóstol San Pablo «ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde» porque nos dejamos llevar por el Espíritu de Dios (SEGUNDA LECTURA San Pablo a los Romanos 8, 14-17). Hace unos días veía por la calle a una niña que tenía un berrinche en medio de la calle y no quería acompañar a su madre. Su madre la tuvo que coger por el brazo para llevarla a la fuerza. ¿Nos pasa lo mismo con el Espíritu de Dios? ¿Nuestro espíritu también da berrinches por la calle como esa niña o nos fiamos de las insinuaciones que Él nos proporciona en el alma por medio de la oración?
Yo no he visto a Cristo, pero sé que todo lo que Dios ha dicho lo ha cumplido, y esta es mi esperanza, sabiendo que Cristo está presente porque Él mismo lo prometió: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (EVANGELIO San Mateo 28, 16-20).


27 de mayo de 2018

domingo, 20 de mayo de 2018

Homilía de Pentecostés 2018


PENTECOSTÉS 2018, ciclo b
            Cuando uno hace un corte trasversal en el tronco de un árbol puede observar los diversos anillos de crecimiento. Esos anillos nos hablan de su vida, del primer año de crecimiento, de las épocas de lluvia y de sequía, las cicatrices ocasionadas por algún incendio. Los árboles tienen memoria de lo experimentado y vivido.
            Jesucristo resucitado, cuando se hizo el encontradizo a esos dos discípulos desanimados y desalentados camino de Emaús, hablando entre ellos de lo acontecido por aquel entonces en Jerusalén (cfr. Lc 24, 13-35) les hizo una pregunta: «¿Qué conversación es la que lleváis por el camino?». Jesucristo sabía perfectamente lo que allí había acontecido, porque precisamente era Él el principal implicado en los sucesos, pero Cristo deseaba que ellos le dijeran cómo lo habían vivido. Que le mostrasen el fruto o resultado de lo sufrido, de lo llorado, de las alegrías, de lo compartido y de lo rezado.
            La vida personal y la vida comunitaria tienen gran parecido a esos diversos anillos de crecimiento de los árboles. Unos cristianos que rezan ya sea en soledad como en comunidad, que se preocupan los unos de los otros porque les mueve el amor, cuando se van acumulando experiencias pascuales en cada uno y en la misma comunidad, cuando se da la comunión entre los hermanos… tanto ese cristiano como esa comunidad cristiana hablan al mundo tal y como lo hace ese tronco cortado por la sierra.
            Sin embargo nosotros no nos hacemos a nosotros mismos, sino que es el «Señor y dador de vida» el que nos hace, aquel que «manda su luz desde el cielo», aquel que «infunde calor de vida en el hielo». Cristo nos dice: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquél que crea en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7, 37-38). Por lo tanto Jesucristo nos está indicando que nos tenemos que hidratar, que es necesario que bebamos de su agua. Porque ¿qué pasa si uno no se hidrata del agua del Señor? Que muere deshidratado, que su matrimonio ‘hará aguas por todas partes’; que ese noviazgo será muy mundano y allá casi ni cuenta nada Dios; que uno no podrá llegar a descubrir cuál es la vocación que el mismo Dios le tiene destinado, etc.
Pero también puede ser que uno se acerque al caño de la fuente y en vez de beber empiece a jugar con el agua y a derramarlo por todas partes. Esto de desperdiciar derramando el agua puede ocurrir a cristianos que están físicamente dentro de la Iglesia, se han acostumbrado a estar dentro pero no estando atentos a lo que el Espíritu de Dios quiere de ellos. De otro modo ¿cómo se puede llegar a entender que un cristiano ‘practicante’ no pueda perdonar de corazón a un hermano y no rece por él? ¿Cómo puede ser posible que un cristiano tenga apego al dinero y piense acumular riquezas para uno mismo y no para Dios?
Una comunidad cristiana dirigida por el Espíritu Santo es aquella que como resultado de todo lo vivido junto a Cristo Resucitado ha descubierto que todo problema que no se tenga en cuenta la Palabra de Dios es un problema sin resolver; ha descubierto que la indiferencia o el egoísmo personal es algo que a uno le daña porque pierdes calidad en la relación con el Señor; ha descubierto que con Dios todo se puede superar y ayuda a convertirnos a Él porque todo forma parte de su historia de Salvación. Ha descubierto que la comunidad no es algo, sino el encuentro con Alguien, con el Santo Espíritu del Señor.


20 de mayo de 2018