Homilía
del domingo XVIII del tiempo ordinario, ciclo b
Todos,
y aquí no se salva nadie, necesita comer. Es una necesidad que tiene toda
persona. El comer no es una cosa de la que podamos prescindir. Otra cosa es
ayunar para mortificarse por amor al Señor acordándonos de nuestros hermanos
hambrientos. Y comidas hay muchas y de muchos tipos, tantos como clases de
panes.
Dependiendo
del tipo de pan que comamos nos alimentaremos de una manera o de otra. El
Demonio sabe que necesitamos comer para vivir, a lo que el maligno nos
proporciona de su comida. Nos atiborra de todo aquello que él mismo sabe que no
nos conviene pero que a él sí le interesa dárnoslo. Ese tipo de pan maligno nos
envenena en la mente, en la voluntad y en el corazón. Es un pan que no quita el
hambre, que no alimenta pero que engaña al estómago. Aquellos que se alimentan
de este pan maldito deambulan por la vida siempre murmurando de los demás,
echando a Dios las culpas de todo lo que les pasa, y hacen las cosas sin
discernimiento, simplemente movidos por el propio interés. Los alimentados por
este pan procedente del Demonio hace que pensemos que Dios no sabe lo que
nosotros realmente necesitamos y de saberlo, no le da la gana dárnoslo. Nos
dice el libro del Éxodo que «en aquellos
días, la comunidad de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el
desierto» (Éx 16, 2-4.12-15). El Demonio nos vende muy bien ese pan porque
nos dice cosas como estas: ¿Por qué tienes que ser fiel a tu esposa teniendo a
mujeres tan preciosas a tu propio alcance? ¿No te das cuenta cómo aún puedes
estar con ellas sin que la bruja de tu mujer se entere? ¿Por qué vas a tener
que estar toda la vida con la pesada de tu esposa cuando perfectamente puedes
divorciarte e ir con esa que tanto te atrae? El Demonio nos ofrece ese pan
envenenado pero presentándolo como muy delicioso. Ahora bien, el Demonio
siempre ataca allá donde hay una promesa hecha ante Dios. Los esposos ante el
Altar, en el día de su matrimonio se prometieron que iban a ser uno con una,
fielmente y para siempre: Unidad o fidelidad e indisolubilidad.
No
olvidemos del pan envenenado que el Demonio intenta vender, y muchas veces lo
puede llegar a conseguir, a los propios clérigos. El Demonio nos dice: ¿Ponte a
ver esa película o serie que tanto te gusta y ya rezarás ese rollo de la Liturgia
de las Horas? ¿Por qué vas a obedecer a ese obispo cuando tú mismo ves que él
hace lo que le da la gana y nunca él te ha ayudado en nada? O el Demonio puede
decir también a los clérigos: ¿Célibe?, anda, no luches contra eso y disfruta
de los placeres de la carne que demasiado dura es ya la vida de por sí.
Disfruta y no seas tonto o ¿es que acaso crees que esto del celibato se lo cree
la gente?. El Demonio atenta contra las promesas hechas en la ordenación: el
rezo la de la Liturgia de las Horas, la promesa de la obediencia al Obispo y a
sus sucesores y el voto del celibato por el Reino de los Cielos. El Demonio nos
da el pan del Infierno, el pan de la muerte, el pan del pecado que hace que
nuestra hambre no se sacie y que estemos viviendo engañando al estómago.
Por
eso es muy importante lo que nos dice el Apóstol san Pablo: «Hermanos, esto es lo
que digo y aseguro en el Señor: que no andéis ya, como es el caso de los
gentiles, en la vaciedad de sus ideas (…). Despojaos del hombre viejo y de su
anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras» (Ef 4,
17.20-24). Si nos dejamos envenenar por el pan del Demonio la muerte es nuestro
destino y seremos como troncos de árboles totalmente huecos por dentro, sin
consistencia, sin discernimiento en las decisiones, sin libertad interna, sin
amor en nuestros actos.
Cristo
es el pan vivo que ha bajado del cielo (Jn 6, 24-35). Dice el Señor: «Porque el
pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Todo aquel que se
nutra de este pan divino irá adquiriendo la sabiduría que procede de lo alto.
Gozará de un discernimiento a la hora de actuar con sabiduría buscando el amor
que llena de gozo el corazón. Es verdad que el pan que Cristo no es tan dulce
como el que ofrece el Demonio, ya que el Maligno siempre nos ofrece el placer y
el gozo inmediato, sin embargo Cristo nos ofrece un pan amargo porque
constantemente uno ha de morir a sí mismo para que el mundo pueda vivir y uno
ser conducido a la Patria Celestial. ¿Es que acaso es fácil rechazar a una
bella mujer que se le insinúa a uno –o viceversa- estando casado? ¿Es que acaso
es fácil obedecer al obispo cuando te envía a un pueblo casi incomunicado? Recordemos
la sentencia de San Ignacio de Antioquía en su carta a los Romanos: «Soy trigo
de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras». Cuando recibimos el
sacramento de la confirmación entramos a formar parte al ejército de los
soldados de Cristo para luchar contra el pecado muriendo a nosotros mismos para
que Cristo pudiera lucir en nuestras almas, y así poder ser hombres libres y
herederos de la Vida Eterna.
El
Pan de Cristo es la Eucaristía, el Pan de Cristo es la Palabra de Dios, el Pan
de Cristo son los diversos sacramentos que nos alimentan y nos nutren para que
su presencia entre nosotros sea tan intensa que no dudemos en rechazar la
tentación porque tenemos la esperanza cierta de alcanzar las promesas de
nuestro Señor Jesucristo.
Ya
que tenemos que comer, porque nuestro cuerpo y nuestra alma lo necesita
clamemos a una sola voz: «Señor, danos siempre de este pan».
5 de agosto de 2018
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