DOMINGO
XXI DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo b
La
vida cristiana es un combate sin cuartel. El catecismo de nuestra Madre la
Iglesia, en el número 2015 nos enseña lo siguiente: «El camino de perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2 Tm 4) (…)». Y este número del Catecismo nos lo ilustra
con una cita de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo que le dice lo
siguiente: «Proclama la
palabra, insiste a tiempo y a destiempo; reprende, amenaza, exhorta con toda
paciencia y doctrina. 3 Porque vendrá un tiempo en que los
hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias
pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír
novedades; 4 apartarán sus oídos de la verdad y se
volverán a las fábulas. 5 Tú, en cambio, pórtate en todo
con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador,
desempeña a la perfección tu ministerio».
Pero
puede llegarnos un momento en que uno haciendo lo en conciencia considera lo
correcto, ya que se lucha por ser obediente a su voluntad, uno no cosecha éxitos, sino lágrimas. Tal vez –a modo de ejemplo-
puede ser que una familia cristiana que ha llevado a sus hijos a la iglesia
desde pequeños, que les han enseñado a rezar, donde sus padres han trabajado
muchísimo por sacar todo adelante y resulta que una hija queda embarazada
siendo adolescente, o que el hijo que se había ordenado presbítero se ha ido con
una mujer o que el esposo se ha liado con una amiga del trabajo o que la esposa
ha caído en el alcoholismo. El hecho de cuidar la vida cristiana y de cumplir
lo que Dios nos pide no es garantía de que las cosas nos marchen ‘de
rechupete’. Dios no es un seguro a todo riesgo. Dios es Dios.
Nos
cuenta la primera de las lecturas [Josué 24, 1-2a.
15-17. 18b] cómo Josué habiendo acaudillado al pueblo de Israel en la
conquista de la tierra prometida y habiendo repartido la tierra entre las
tribus, el pueblo está cansado y también
decepcionado –ya que las cosas no fueron como ellos soñaron ni tan fáciles
como pensaron-. A lo que Josué con su planteamiento en el fondo les está
preguntando: ¿Consideráis que ha merecido la pena todo lo que se ha hecho, y
por todo lo que hemos pasado por obedecer a Yahvé? Es como si Josué les dijera
que si alguno quiera ir tras otros dioses o ídolos, ahora es el momento. No les
trata como niños sino como adultos. A lo que el pueblo responde con una
profesión de fe, recordando lo que Dios ha hecho con ellos y reafirmando su
amor hacia Yahvé.
Hay
una frase que pronunció Santa Teresa de Calcuta que ilumina este texto
evangélico y nuestra propia vida de luchas constantes: «Dios no me ha llamado a tener éxito. Él me
llamó a ser fiel».
Reza
el Salmo Responsorial [Sal. 33, 2-3. 16-17. 18-19. 20-21. 22-23] que «cuando uno grita, el Señor
lo escucha y lo libra de sus angustias».
Y que cierto es esto. Dios no nos envía una miríada de ángeles para protegernos
pero siempre se nos hace presente de manera misteriosa. Cuando habla la segunda
lectura [San Pablo a los Efesios 5, 21-32] de
los deberes de la esposa y del esposo no nos está diciendo nada de que el
marido sea un déspota o un tirano con su esposa; ni tampoco nos dice que la
esposa sea tratada en situaciones de inferioridad. Yo que sepa los dos tienen
la misma dignidad y nadie está sobre nadie. El matrimonio se asemeja más bien a
una yunta de bueyes. El esposo y la esposa, los dos juntos, unidos, haciendo el
surco en la tierra por donde Dios les vaya indicando. El esposo apoyándose en la esposa y la esposa en el esposo. Y esto
tiene concreciones cotidianas: ¿Cuántos matrimonios se han mantenido fieles
entre sí porque ambos se respaldaban antes situaciones muy delicadas que
planteaban los hijos o algunos familiares? O aun teniendo las tareas domésticas
repartidas, no importar quién las hacía siempre pensando en el otro y en la
marcha correcta del hogar.
San Pablo decía: «¿Quién
sufre sin que yo sufra con él; quien desfallece sin que yo también desfallezca?» (2 Cor 11, 29). Esto es igual en la
vida matrimonial, en la vida comunitaria y presbiteral. Si el esposo está
enfermo, triste, deprimido, en el paro…, la esposa sufre con él y hace propio
las tareas que el otro no puede hacer; si un hermano de comunidad está enfermo
o débil, los demás sufren con él y le respaldan en su tarea, etc. No hay
sumisión, sino amor.
Y el Señor se da
cuenta que muchos se tiran para atrás al sentir la exigencia que implica la
llamada. Otros porque esperaban éxitos, y no han cosechado ninguno –por lo
menos aparentemente-. A ti hoy el Señor te pregunta, “¿tu también quieres
irte?”. Al sufrir porque tus hijos no te obedecen porque siempre te traen
problemas, porque estás cansado de estar sacando adelante a tu familia y las
tareas tanto de fuera como de dentro del hogar; al no sentirte correspondido ni
comprendido ni respaldado en tu tarea pastoral y al experimentar la soledad del
ministerio presbiteral; al estar en una comunidad y no sentirte aceptada,
integrada, comprendida, escuchada, tenida en cuenta….¿tú también quieres irte? [San Juan 6, 61-70], a lo que san Pedro le responde
con toda la sinceridad de la que era capaz: «68Señor,
¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna.»
Yo responderé igual
que san Pedro, ¿y tú?
26 de agosto de 2018
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