miércoles, 15 de agosto de 2007

Ante la Asunción de Nuestra Señora a los Cielos...




Ante la Asunción de Nuestra Señora a los Cielos...

Amigos; estamos celebrando una de las grandes fiestas de nuestra vida cristiana: la Asunción de Maria…la Ascensión de la Virgen. ¡Media España y medio mundo, eleva sus ojos al cielo! ¡Allá, en lo más alto, se abre una ventana para que, a través de ella, pase la Madre del mismo Dios! ¡María!.

¡Qué bien nos viene, la imagen de los juegos olímpicos para centrar esta fiesta!.
¿Qué es lo que buscan o pretenden los atletas o los deportistas, los países que participan? Competir para ganar. Subir al podium y con cuantas medallas más y mejor.
Pues mirad esta festividad de la Asunción, me atrevería a decir, es la gran medalla que DIOS da a la Virgen por haber estado ahí, por haber corrido hasta el final, por haber permanecido fiel, por no haber humillado –y esta es la diferencia con los juegos olímpicos- al adversario sino al revés: haberse humillado para que Dios hiciera que ello que tenia pensado.
Hoy es el día en que DIOS eleva a la Virgen en el podium del cielo; le abre sus puertas, la sienta a su lado por haber jugado en limpio con sencillez y obediencia, con pobreza y humildad, con pureza y con disponibilidad… No me extraña que miles de pueblos, parroquias, catedrales, ermitas, hombres y mujeres, continentes, la tengan como punto de referencia en sus vidas. La suerte que tuvo Ella la queremos tener nosotros.
No hace mucho, conversando con unos conocidos, me comentaron que se llevaron un susto porque fueron a pasar el día de excursión por las montañas del norte de Palencia y llegado un momento se encontraron desorientados a causa de la niebla. Pasaron nervios porque la noche se les echaba encima y estaban perdidos. Menos mal que se encontraron con otro excursionista que estaba por allí y como llevaba una brújula que les indicaba el NORTE, les orientó y pudieron salir sin dificultades.

Lo mismo nos pasa a nosotros en la vida. Nuestras montañas son el quehacer cotidiano, el trabajo, la casa, los hijos, los amigos, la familia, el esposo o la esposa... siempre ajetreados y siempre pendientes.

La niebla que se levanta en nuestras montañas es la decepción, es el desaliento, el cansancio, las desilusiones, los enfados, las ganas de ‘tirar la toalla’. Y esta niebla del desaliento se cuela por todos los recovecos de nuestra vida familiar, matrimonial, laboral, etc. Y es entonces cuando aparece el miedo, el ánimo decaído, la desazón, esa angustia que nos oprime con su nudo nuestra garganta.

El excursionista que nos encontramos en medio de la niebla que nos orienta y nos da serenidad es la Iglesia.

La brújula que lleva en sus manos ese amigo excursionista representa a los siete Sacramentos, la vida espiritual, la lectura frecuente de la Palabra de Dios, los ratos de oración ante el Sagrario.

Y el norte que indica la aguja de la brújula es el mismo Jesucristo. Y es Jesucristo el que disipa nuestra nieblas y nos da la gracia, la ayuda necesaria para afrontar el quehacer cotidiano, el trabajo, la casa, los hijos, la enfermedad, y todos los retos que se nos presenten, siempre afrontándoles con lucidez y con ilusión, ya que contamos como compañero de viaje con el mismo Señor Jesús.

Nuestra Madre, la Santísima Virgen María, no necesitaba tener esa brújula en la mano, como si fuera algo exterior a Ella. La Virgen tenía al mismo Jesucristo en su interior. Durante toda su vida se ha mantenido fiel dirigiendo, orientando sus ilusiones y dificultades, su quehacer, amar, pensar y sentir ordenado siempre hacia Dios. Desde su nacimiento hasta su asunción ha ido siempre caminando en línea recta hacia Dios. Una línea perfectamente recta cumpliendo la voluntad de Dios.

La Virgen María es también esa excursionista que sale a nuestro encuentro para orientarnos, para sacarnos de nuestra desorientación, de nuestro despiste. Y lo más importante, Ella nos da la mano para llevarnos ante su Hijo y Nuestro Señor.


Así sea.

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