Mª Esperanza Puente abortó hace años en Dator y denuncia la desinformación médica sobre el síndrome postaborto
“Cuando se llevaron el bote
con los restos de mi hijo
sentí que me arrancaban la vida”
sentí que me arrancaban la vida”
“Estás muy sola, tienes mucho miedo, y como te ofrecen esto, te lo empiezas plantear”
Esperanza Puente lleva diez años sufriendo en silencio el síndrome postaborto. Pero su tiempo de silencio ha finalizado.
“Aborté hace diez años. Era bastante joven, estaba sola, sin nadie a quien acudir. Tenía miedo, y como te ofrecen esto, pues te lo planteas.” Son palabras de Mª Esperanza Puente Moreno, portavoz de la Asociación Víctimas del Aborto, dedicada a ayudar a las mujeres que sufren el síndrome postaborto y de las que el mundo se olvida tras pasar por caja y por el quirófano.
JESÚS G. SÁNCHEZ-COLOMER
“Soy portavoz de las Víctimas del Aborto porque soy víctima. Nunca nadie me informó de las consecuencias psicológicas que iba a sufrir tras abortar”. Éste es el comienzo del relato de Mª Esperanza Puente, que cuenta a ALBA los recuerdos de la que ha sido la experiencia más dura de su vida: el aborto de su segundo hijo hace ahora diez años.
Lo cuenta para que otras mujeres no cometan el mismo error. Es un testimonio doloroso, desagradable, pero, no podía ser de otra manera, es un relato que rebosa Esperanza, para muchas mujeres y para sus hijos.
La situación
“Te voy a explicar por qué soy víctima. Yo era joven y estaba sola. No tenía nadie a quien acudir. Tienes un problema importante, estás sola, llena de miedo, y como te ofrecen esta posibilidad, te lo empiezas a plantear. El tiempo aprieta cada día que pasa y tú sigues sola. Así que llamé por teléfono a la ‘clínica’ Dator. Yo estaba de tres meses y me dieron cita para el día siguiente, como con prisa, lo cual es normal, porque cuanto más tiempo tengas para pensar, para reflexionar, menos les conviene a ellos”; no en vano, los abortistas viven, y muy bien, del drama de estas mujeres.
“Al día siguiente fui a la clínica. Es algo extraño porque tú no quieres ir, pero la soledad te lleva, no te queda otra, es lo único que te ofrecen. Yo esperaba algo de información, y lo que me encontré en la Dator fue una situación surrealista. Allí no hay una mirada amable por ningún sitio, hay mucha frialdad.
En la gente, en el ambiente. Ni una sonrisa. Te pasan a una sala de espera en la que sólo se oyen murmullos, y se tiene una visión tétrica: las caras de las mujeres que allí estamos. Esas caras no se me olvidan nunca.”
“Al día siguiente fui a la clínica. Es algo extraño porque tú no quieres ir, pero la soledad te lleva, no te queda otra, es lo único que te ofrecen. Yo esperaba algo de información, y lo que me encontré en la Dator fue una situación surrealista. Allí no hay una mirada amable por ningún sitio, hay mucha frialdad.
En la gente, en el ambiente. Ni una sonrisa. Te pasan a una sala de espera en la que sólo se oyen murmullos, y se tiene una visión tétrica: las caras de las mujeres que allí estamos. Esas caras no se me olvidan nunca.”
¡No quiero!
Esperanza asegura que incluso después de tanto tiempo, “tu mente guarda recuerdos” que crees olvidar, “impresionantes”, pero “tu conciencia humana natural te indica que no está bien lo que has hecho. Eso está ahí y por un motivo sin determinar, salta en tu cabeza en un momento dado”. Entonces comienza el mayor sufrimiento psicológico al que se puede enfrentar una mujer: el síndrome postaborto, el hecho de asumir la muerte no natural de su hijo en su propio seno. “No necesitas ser creyente ni nada. Es algo irreversible que has hecho, que queda ahí para siempre, latente, pero que salta algún día. Lo has hecho, no tiene remedio y eso es algo que no te cuentan en ningún sitio. Por eso soy víctima.”
Esperanza ha contado esta historia varias veces en los últimos meses, y aun así tiene que recuperar el aliento para enfrentarse al relato, porque espera que ayude a muchas mujeres, y cuya parte más dura comienza en un primer reconocimiento.
“El médico no te dice absolutamente nada. Mientras te examina, por supuesto tú no ves la pantalla del ecógrafo. Verifica una serie de cosas y te mandan de vuelta a la sala. Tú miras las caras. Las chicas más jóvenes recuerdo que lloraban bajito, sin hacer ruido. Nadie comentaba nada con nadie y reinaba el silencio, cuando en tu interior gritabas muy fuerte: ¡no quiero! Pero son gritos ahogados, que no escucha ni quien tienes al lado, sólo los oyes tú. Entonces pasas al psicólogo y esperas que te diga algo, y no te dice nada. Quieres que te digan que no lo hagas. Pero al revés, te dicen que no pasa nada, que es algo muy sencillo, muy fácil, y que cuando acabes, te vas a casa como si nada, cuando la realidad llega después. La cosa es que el psicólogo te descuadra todo, porque esperas una mínima explicación, y allí no te dan ninguna.”
Esperanza aún se muestra sorprendida, diez años después, al recordar el trato de un psicólogo únicamente preocupado en que pasara al quirófano para poder cobrar, sin importarle su situación, ni las consecuencias ni nada de lo que rodea a una mujer que, bajo tanta presión, se somete a un acto tan duro.
Esperanza asegura que incluso después de tanto tiempo, “tu mente guarda recuerdos” que crees olvidar, “impresionantes”, pero “tu conciencia humana natural te indica que no está bien lo que has hecho. Eso está ahí y por un motivo sin determinar, salta en tu cabeza en un momento dado”. Entonces comienza el mayor sufrimiento psicológico al que se puede enfrentar una mujer: el síndrome postaborto, el hecho de asumir la muerte no natural de su hijo en su propio seno. “No necesitas ser creyente ni nada. Es algo irreversible que has hecho, que queda ahí para siempre, latente, pero que salta algún día. Lo has hecho, no tiene remedio y eso es algo que no te cuentan en ningún sitio. Por eso soy víctima.”
Esperanza ha contado esta historia varias veces en los últimos meses, y aun así tiene que recuperar el aliento para enfrentarse al relato, porque espera que ayude a muchas mujeres, y cuya parte más dura comienza en un primer reconocimiento.
“El médico no te dice absolutamente nada. Mientras te examina, por supuesto tú no ves la pantalla del ecógrafo. Verifica una serie de cosas y te mandan de vuelta a la sala. Tú miras las caras. Las chicas más jóvenes recuerdo que lloraban bajito, sin hacer ruido. Nadie comentaba nada con nadie y reinaba el silencio, cuando en tu interior gritabas muy fuerte: ¡no quiero! Pero son gritos ahogados, que no escucha ni quien tienes al lado, sólo los oyes tú. Entonces pasas al psicólogo y esperas que te diga algo, y no te dice nada. Quieres que te digan que no lo hagas. Pero al revés, te dicen que no pasa nada, que es algo muy sencillo, muy fácil, y que cuando acabes, te vas a casa como si nada, cuando la realidad llega después. La cosa es que el psicólogo te descuadra todo, porque esperas una mínima explicación, y allí no te dan ninguna.”
Esperanza aún se muestra sorprendida, diez años después, al recordar el trato de un psicólogo únicamente preocupado en que pasara al quirófano para poder cobrar, sin importarle su situación, ni las consecuencias ni nada de lo que rodea a una mujer que, bajo tanta presión, se somete a un acto tan duro.
Luego se olvidan de ti
“Te pregunta qué tal estás, que con la cara que llevas no hace falta ni que contestes, y te dice que tienes que firmar un consentimiento informado.”
Este documento es de obligado cumplimiento cada vez que una persona se somete a una intervención. La vigilancia y el interés que se pone en este documento es extremo, pues de él depende que una persona acepte o no el someterse a una intervención médica, sabiendo siempre sus posibles consecuencias. Para ello la información médica ha de ser rigurosa, transparente y completa, “algo que no se da en el abortorio, porque no te explican nada sobre las consecuencias psicológicas que se pueden dar. Al revés, se da por hecho que tú quieres abortar, que no vas a sufrir consecuencias negativas psicológicas.
Ni se preocupan por eso, y eso es real. En el documento escrito que te dan no dice nada de las consecuencias psicológicas o de los posibles traumas que pudieran darse, ni siquiera lo menciona como posibilidad. Te dicen que no pasa nada, que es muy rápido y que en cuanto acabe, te vas a casa, como si nada. En ese momento te sientes totalmente ida, desamparada. No eres persona. No te preguntan por qué puede suponer un mal para ti el seguir adelante con tu embarazo, que se supone que es el supuesto al que te acoges. Te informan menos que cuando te vas a sacar una muela. Te lo hacen y se olvidan de ti. Y tú apáñatelas como puedas.
“Te pregunta qué tal estás, que con la cara que llevas no hace falta ni que contestes, y te dice que tienes que firmar un consentimiento informado.”
Este documento es de obligado cumplimiento cada vez que una persona se somete a una intervención. La vigilancia y el interés que se pone en este documento es extremo, pues de él depende que una persona acepte o no el someterse a una intervención médica, sabiendo siempre sus posibles consecuencias. Para ello la información médica ha de ser rigurosa, transparente y completa, “algo que no se da en el abortorio, porque no te explican nada sobre las consecuencias psicológicas que se pueden dar. Al revés, se da por hecho que tú quieres abortar, que no vas a sufrir consecuencias negativas psicológicas.
Ni se preocupan por eso, y eso es real. En el documento escrito que te dan no dice nada de las consecuencias psicológicas o de los posibles traumas que pudieran darse, ni siquiera lo menciona como posibilidad. Te dicen que no pasa nada, que es muy rápido y que en cuanto acabe, te vas a casa, como si nada. En ese momento te sientes totalmente ida, desamparada. No eres persona. No te preguntan por qué puede suponer un mal para ti el seguir adelante con tu embarazo, que se supone que es el supuesto al que te acoges. Te informan menos que cuando te vas a sacar una muela. Te lo hacen y se olvidan de ti. Y tú apáñatelas como puedas.
La intervención
“Tras hablar con el psicólogo te vuelven a pasar a la sala. Estás desorientada. Al rato te vuelven a llamar y te dicen que te desnudes, sin pudor alguno; no te dan una bata ni nada, y vas desnuda hasta la camilla, y una vez que te colocas igual que si fueses a dar a luz, entra el médico. Recuerdo que tras ponerme una anestesia local, me dijo que como no me tranquilizase, íbamos a estar hasta mañana, y que me iba a doler más. Hizo la intervención. Es rápida y muy molesta. Yo estaba mirando al techo gritando ¡pare!, pero sin gritar. Quería salir corriendo de allí, pero no puedes. Es tan duro asumir lo que está pasando como la manera en que está pasando. Al tiempo que el médico hace su trabajo, las enfermeras tienen una conversación paralela. No están pendientes de ti.”
Esperanza, mientras se acerca a esta parte de su relato, ya no puede contener las lágrimas, y a duras penas prosigue con lo más atroz del aborto, que fue ver los restos de su hijo metidos en un bote: “Lo echan en un recipiente de cristal y se queda ahí, apartado en un lado. Tú lo ves. Es curioso cómo antes del aborto no te dejan ver la pantalla del ecógrafo por si te arrepientes, pero una vez que estás en la camilla, les das igual. Lo dejan allí apartado, lo ves. Si estás de tres meses, no ves sólo líquido. Yo vi trocitos de carne. Luego una enfermera se lleva el bote. En ese momento es como si te arrancasen con él la vida. Lo sientes aquí dentro”, dice Esperanza golpeándose el pecho, “tu vida se va tras el recipiente, y ya no vuelves a ser la misma nunca. Te han arrancado de cuajo tu personalidad, tu vida, tu integridad. Lo notas salir de dentro. Y se lo llevan como el que carga un saco de patatas. Esa imagen no se te borra de la mente en la vida.”
Esperanza continúa con el testimonio sin parar, porque si para, se viene abajo. Se lo sabe casi de carrerilla de haberlo repasado quién sabe cuántas veces en su memoria. “Te vistes como puedes, sola, nadie te ayuda, y pasas a una salita diferente a la anterior, porque no permiten que las chicas que están esperando vean cómo te sacan de allí. Al final aparece una enfermera, te pregunta si te mareas, y si le dices ‘no’, te contesta: ‘Pues hala, ya puedes irte a casa’.”
“Tras hablar con el psicólogo te vuelven a pasar a la sala. Estás desorientada. Al rato te vuelven a llamar y te dicen que te desnudes, sin pudor alguno; no te dan una bata ni nada, y vas desnuda hasta la camilla, y una vez que te colocas igual que si fueses a dar a luz, entra el médico. Recuerdo que tras ponerme una anestesia local, me dijo que como no me tranquilizase, íbamos a estar hasta mañana, y que me iba a doler más. Hizo la intervención. Es rápida y muy molesta. Yo estaba mirando al techo gritando ¡pare!, pero sin gritar. Quería salir corriendo de allí, pero no puedes. Es tan duro asumir lo que está pasando como la manera en que está pasando. Al tiempo que el médico hace su trabajo, las enfermeras tienen una conversación paralela. No están pendientes de ti.”
Esperanza, mientras se acerca a esta parte de su relato, ya no puede contener las lágrimas, y a duras penas prosigue con lo más atroz del aborto, que fue ver los restos de su hijo metidos en un bote: “Lo echan en un recipiente de cristal y se queda ahí, apartado en un lado. Tú lo ves. Es curioso cómo antes del aborto no te dejan ver la pantalla del ecógrafo por si te arrepientes, pero una vez que estás en la camilla, les das igual. Lo dejan allí apartado, lo ves. Si estás de tres meses, no ves sólo líquido. Yo vi trocitos de carne. Luego una enfermera se lleva el bote. En ese momento es como si te arrancasen con él la vida. Lo sientes aquí dentro”, dice Esperanza golpeándose el pecho, “tu vida se va tras el recipiente, y ya no vuelves a ser la misma nunca. Te han arrancado de cuajo tu personalidad, tu vida, tu integridad. Lo notas salir de dentro. Y se lo llevan como el que carga un saco de patatas. Esa imagen no se te borra de la mente en la vida.”
Esperanza continúa con el testimonio sin parar, porque si para, se viene abajo. Se lo sabe casi de carrerilla de haberlo repasado quién sabe cuántas veces en su memoria. “Te vistes como puedes, sola, nadie te ayuda, y pasas a una salita diferente a la anterior, porque no permiten que las chicas que están esperando vean cómo te sacan de allí. Al final aparece una enfermera, te pregunta si te mareas, y si le dices ‘no’, te contesta: ‘Pues hala, ya puedes irte a casa’.”
En la calle
“Quieres salir a ver si te da el aire, pero dentro te has dejado algo, no estás entera, y se te cae el mundo. No sé ni cómo llegué a casa. Era viernes y estuve los tres días metida en la cama, sin levantarme ni para comer ni para ir al baño. Pero llega el lunes. Así que te levantas, te vistes, y te vas a trabajar. Como si nada. Eres otra, pero la gente no lo sabe. Es imposible llevar algo así.”
Sobre el síndrome postaborto, Esperanza apunta como factor determinante el “no poder perdonarte. De las chicas con las que he hablado yo, les pasa de todo. Algunas ven a lo mejor un niño de cuatro años, que es la edad que debería tener su hijo, y se echan a llorar. Es algo que puede salir enseguida, a los cinco años o a los veinte, por un programa de TV, o por algo que cuenta una vecina. Eso está latente ahí, y un día salta. Entonces prepárate, porque en España nadie da ayuda para superar esta patología. Estás sola.
“Quieres salir a ver si te da el aire, pero dentro te has dejado algo, no estás entera, y se te cae el mundo. No sé ni cómo llegué a casa. Era viernes y estuve los tres días metida en la cama, sin levantarme ni para comer ni para ir al baño. Pero llega el lunes. Así que te levantas, te vistes, y te vas a trabajar. Como si nada. Eres otra, pero la gente no lo sabe. Es imposible llevar algo así.”
Sobre el síndrome postaborto, Esperanza apunta como factor determinante el “no poder perdonarte. De las chicas con las que he hablado yo, les pasa de todo. Algunas ven a lo mejor un niño de cuatro años, que es la edad que debería tener su hijo, y se echan a llorar. Es algo que puede salir enseguida, a los cinco años o a los veinte, por un programa de TV, o por algo que cuenta una vecina. Eso está latente ahí, y un día salta. Entonces prepárate, porque en España nadie da ayuda para superar esta patología. Estás sola.
Manipulación
“Los médicos del Estado no ofrecen ayuda, el Estado no informa, los medios de comunicación manipulan. Te lanzan el mensaje de que abortar es libertad, es progreso, de que no pasa nada. Por lo que no puedes contar tu caso, porque te tratan como si fueses rara. Te hacen un juicio. Pero los medios de comunicación deben informar. ¿Por qué no se televisa un aborto?. Hemos visto imágenes de todo tipo, pero jamás hemos visto un aborto. Nadie dice qué es lo que pasa allí. Hablan del aborto como si no fuese nada, como si fuese normal, y eso te hace daño; lo que dicen respecto al aborto el Estado y los medios es todo mentira. Por favor, que empiecen a hablar, a decir la verdad. A llamar al pan, pan.
Que sean valientes. Hoy te venden que tienes que ser joven, divertirte, que cómo vas a atarte con un hijo... ¡Ahí se habla de hijo! Ésa es la manipulación. Si es hijo para atarte, es hijo también para hablar de abortar, guste o no guste. Los conceptos hay que aclararlos, porque no tenemos ni idea.”
Esperanza ha terminado el testimonio de algo que le sucedió hace ya diez años. En este tiempo ha solicitado ayuda médica, y nadie se la ha dado excepto la Asociación de Víctimas del Aborto de la que ahora es portavoz, una asociación que “sí es feminista, porque el aborto es algo que nos afecta a todas las mujeres, ya que es en nosotras en el lugar donde se transmite la vida, o donde se elimina”. Lo dice una víctima que se ha atrevido a contar los que casi nadie dice: el aborto es un mal; posiblemente, el mayor de todos. Por darnos tu valiente testimonio, gracias Esperanza.
lahistoria@semanarioalba.com
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