Homilía XXVII Domingo del tiempo ordinario
Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A) 04/10/2020; Mateo 21,33-43
Hoy se acaba de proclamar el
evangelio de los viñadores homicidas que acabamos de escuchar. El contexto
inmediato de esta parábola se refiere a la relación entre Dios y el Pueblo de
Israel: primero fueron enviados los profetas, que no fueron acogidos y
finalmente fue enviado el Hijo que no fue acogido mayoritariamente. Pero como
todas las parábolas de Jesús esta es una
historia abierta que estamos invitados a aplicar en nuestras vidas, ya
que en esta historia abierta está aconteciendo toda la historia de la
salvación. Porque todo esto también acontece en nuestra sociedad, en nuestros
días cuando construimos un mundo a espaldas a Dios, olvidando nuestras raíces
cristianas. Porque estamos construyendo un mundo teniendo en cuenta sólo la
economía sin tener en cuenta el patrimonio espiritual. Un hombre secularizado
que pretende ser el heredero, el dueño de la cultura.
Pero también sucede que en la vida
de la Iglesia Dios envía a sus santos, a los profetas y resultan molestos, no
son bien acogidos. Tal vez porque esperamos que los profetas nos alaguen los
oídos, que vengan a firmar lo que pensamos…, pero como vienen en nombre de Dios
y traen la Palabra de Dios, esa Palabra entra hasta el interior y nos ponen en
crisis porque estamos instalados en la mediocridad, en la comodidad, en las
ideologías. Y claro, esta palabra de los profetas y de los santos suele
resultar molestos por aquellos que no se quieren dejar cuestionar por los
enviados del Señor. Por lo tanto, aquello que aconteció entre Jesús e Israel
sigue aconteciendo también entre nosotros actualmente.
Hay una frase sorprendente en este
evangelio que retrata cómo es el corazón de Dios: «Por último, les mandó a su
hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’». Es la solución dramática que sale del corazón de
Dios; Dios que arriesga en lo más querido que tiene, en su propio hijo. Se arriesga por nuestra salvación. Y se
ha arriesgado mucho poniendo a su Hijo en manos de quienes conformamos su
Iglesia que somos muy limitados y pecadores.
Y supongo que le daremos muchos disgustos, aunque
alguna alegría supongo que de vez en cuando. Y además se nos queda en la Eucaristía y no siempre
recibimos la Eucaristía con la debida preparación, conciencia y gratitud. Y no
siempre esa presencia eucarística del Señor la cuidamos como debiéramos. Y se queda en el perdón de los pecados
que muchas veces lo recibimos de una forma superficial sin la verdadera
conversión. Y se queda con
nosotros llamándonos a la oración y resulta que priorizamos por nuestra
pereza queriendo otra cosa antes que orar. Y nos anuncia que está presente en los débiles y en los sufrientes de
este mundo y sin embargo nosotros permanecemos indiferentes ante esta
presencia de Jesús. Y Él sigue diciéndonos «y tuve hambre y no me disteis de comer y tuve sed y no
me disteis de beber…».
Es decir, resuena de forma dramática esa apuesta tan arriesgada que hace el
Señor: “A mí hijo, por lo menos lo respetarán… a mí hijo lo tratarán de otra
manera”.
Pues el Señor se ha arriesgado y ha
sido dramática su apuesta. Y Él no da por perdida nuestra situación y sigue arriesgando. Y si el Señor sigue
arriesgando y sigue poniendo a su Hijo en nuestras manos, sigue enviando
labradores a esa viña, y sigue enviando enviados y profetas, obviamente es
porque Él tiene esperanza. Y nosotros no tenemos derecho a desesperar cuando
vemos al Señor apostar de una forma tan fuerte en favor de su viña, y no se arrepiente de haber enviado a su Hijo.
Y aun sabiendo cómo iba a ser tratado su Hijo lo envió. Dios lo arriesga todo por ti.
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