domingo, 8 de noviembre de 2020

Homilía del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo a

 Domingo XXXII del Tiempo Ordinario, ciclo a

08/11/2020

[Mt 25, 1-13]

                La parábola que acaba de ser proclamada, la de las cinco vírgenes sensatas y de las cinco necias nos habla de esa vocación para prepararnos a la vida Eterna. Esta parábola subraya, no tanto la perspectiva moral –de que seremos preguntados si nuestras obras han sido buenas o han sido malas-, sino lo que subraya es la importancia de la esperanza. Cinco de ellas mantuvieron su esperanza y las otras se durmieron sin esperar la llegada del esposo.

                El evangelio de hoy nos habla de ese encuentro último con Dios, no tanto desde la perspectiva de las obras buenas o malas, sino desde la perspectiva de la esperanza. Lo peor que le puede pasar a un cristiano es que no espere en Dios, que deje de esperar. El cielo es para aquellos que buscan a Dios con un corazón sincero, los que mantienen la lámpara encendida, los que no se ajustan a este mundo, los que mantienen la esperanza del encuentro definitivo con Dios. Ese riesgo de que quedarnos dormidos, es una referencia al riego que tenemos de perder la perspectiva de nuestra vocación a la transcendencia. El hombre tiene una vocación trascendente y lo peor que le puede pasar es perder ese instituto de transcendencia. A modo de ejemplo: imaginaros un perro de caza, de esos perros que tienen muy desarrollado su instinto y que tienen esas habilidades para la caza; pues si a ese perro le maleducamos en una vida cómoda, dándole de comer en exceso, sin en vez de sacarle a pasear por el monte le quedamos en casa, si le vamos aburguesando va perdiendo, poco a poco su instinto cazador y llegará un momento que cuando el perro vea a una presa no haga nada porque no es consciente de saber ante quien está. Algo así le pasa al hombre que por no esperar en Dios va perdiendo su vocación a la trascendencia, su vocación a la vida eterna. Y eso es lo peor que nos puede pasar. Somos peregrinos y lo propio de un peregrino es el que no se asiente, que no se apegue a este mundo; que viva en este mundo sin ser de este mundo.

                Hay un texto del siglo II que la es “la carta a Diogneto” donde se nos escribe cómo eran los cristianos, cómo llamaban la atención de los cristianos en medio del imperio romano. Porque venían a los cristianos igual que al resto de los ciudadanos romanos, pero se les veía algo distinto: vivían en el mundo pero tenían un estilo distinto de vida. Dice la carta: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres

                Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho».

                Es decir, que les llamaba la atención que vivían como ciudadanos, pero su talente de vida era distinto. Sigue diciendo la carta: «Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad».

                De los cristianos se podía percibir ese estar en el mundo, pero sin ser del mundo. Esto es lo que el evangelio de este domingo quiere subrayar con esa imagen de las vírgenes que tienen las lámparas encendidas y están esperando la llegada del esposo. La imagen evangélica dice que hay que alimentar la lámpara con el aceite para que no se apague. Hay que cuidar esa vocación a la trascendencia, hay que seguir echando en esa lámpara el aceite de lo trascendente, de afrontar la vida con la esperanza en Dios para que no se apague; cuidar esa lámpara supone alimentarla con la Eucaristía; supone alimentarla con la oración. ¿Cómo alimento yo esa lámpara de la esperanza en Dios? La Iglesia no tiene otra razón de ser que ofrecer de ese aceite para que esa lámpara no se apague. Hoy día de la Iglesia diocesana nos recuerda que la razón de ser de la diócesis es la de ofrecer de ese aceite para que esa lámpara de lo trascendente en el Dios de Jesucristo no se apague, para que se mantenga encendida esperando la llegada de Jesucristo.

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