sábado, 17 de octubre de 2020

Homilía del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Homilía XXIX Domingo del tiempo ordinario

Año litúrgico 2019 - 2020 - (Ciclo A)                                18/10/2020

Isaías 45, 1. 4-6

Sal 95, 1 y 3. 4-5. 7-8a. 9-10ac 

Tesalonicenses 1, 1-5b

Mateo 22, 15-21

           Hermanas, el hombre moderno descuida tanto su interioridad que ya no sabe lo que significa. Vive sumergido en el lodo de sus pasiones, centrado en divertirse y en disfrutar de todos los placeres de este mundo. Le da igual vivir en un mundo dominado por el mal, la violencia, la corrupción, la relajación de las costumbres, la perversión, la indiferencia ante Dios o incluso el desprecio de Dios. Ese hombre tiene una brújula que no indica hacia el norte, sino hacia sus apetencias y sensualidades. Pero lo más inquietante de todo esto es que a Dios se le quiere quitar de la esfera social, cultural, política, educativa, eclesial y personal. Esta gran ausencia representa la peor de las amenazas para la humanidad. 

            Los creyentes tenemos la obligación grave de anunciar a Dios conforme a la vocación que el Señor nos haya entregado. Cuando estamos lejos de Dios el hombre se dispersa en vanos placeres. San Pablo, cuando escribe a la comunidad de Tesalónica es muy consciente de cómo muchos de los hermanos que forman parte de esa comunidad antes estaban dominados por sus pasiones y totalmente dispersos en placeres; eran un desastre de persona, con la brújula de su vida totalmente averiada, pero ahora todo ha ido cambiando. San Pablo les fue enseñando a recuperar la vida interior digna al cultivar en ellos el silencio. El silencio cuesta, porque hay mucho ruido y dispersión, se escuchan muchos ‘cantos de sirena’ y el demonio quiere que nos sumerjamos en el bullicio. El silencio cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios. San Pablo les anuncia el kerigma, les habla con sus palabras y su propia vida del amor de su vida: les habla de Jesucristo. Es cierto que él no conoció personalmente al Señor, tal y como lo hicieron los otros apóstoles, pero él tiene una fuerte experiencia de cómo Jesucristo le dio un vuelco total a su vida. Pablo, que conoce a los hermanos de esa comunidad y sabe de sus historias de pecado y de miseria, se alegra profundamente porque al acoger a Cristo en sus vidas esas familias enfrentadas se han reconciliado, porque ese mujeriego se ha reformado, porque ese rico avaro ha aprendido a compartir, porque esa mujer perdida en los afectos ha encontrado a Cristo como su único amor, … porque la fe al ponerla en práctica no tiene hermanos en la comunidad que pasan hambre o que están solos por la enfermedad o ancianidad. Porque han descubierto que tener a Cristo entre ellos es lo mejor que les ha podido pasar en la vida. Dice San Pablo: «En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor».

            Cuando esos herodianos y fariseos se acercan a Jesús para hacerle esa pregunta capciosa de ‘si es lícito de pagar impuesto al César o no’, esos herodianos y fariseos están dispersos en vanos placeres y en el fango del pecado. Ellos están cegados por el dinero, el poder y el odio. El dinero no es de Dios, sino que de Dios somos nosotros mismos, y por lo mismo nosotros solamente debemos estar sometidos a Dios. Ya San Agustín, que afirmaba: “El César busca su imagen, dádsela. Dios busca la suya: devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no pierda Dios la suya en vosotros” (Com. Ps 57,11). La trampa la resuelve Jesús, no solamente con inteligencia, sino con sabiduría, donde salta por los aires la legalidad con la que pretenden acusarlo en su caso. La respuesta de Jesús no es evasiva, sino profética; porque a trampas legales no valen más que respuestas proféticas. El tributo de hacienda es socialmente necesario; el corazón, no obstante, lleva la imagen de Dios donde el hombre recobra toda su dignidad, aunque pierda el “dinero” o la imagen del césar de turno que no valen nada.

            El hombre moderno, como esos herodianos y fariseos, actúa inconscientemente. No miden todas las consecuencias de sus actos. Prefiere la ilusión a la realidad. Mas cuando uno se encuentra con Cristo, como le pasó a la comunidad de los tesalonicenses y al propio Pablo, va y vende todo lo que tiene para comprar ese campo y puede decir con plena convicción: «Para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia» (Filp 1,21).


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