DOMINGO SEGUNDO DE PASCUA, ciclo a, 23
de abril de 2017
Estamos viviendo en un periodo de
descristianización; parece como si los creyentes, los bautizados, no estuvieran lo suficientemente maduros
para oponerse a la secularización, a las ideologías que son contrarias, no
sólo a la Iglesia o a la religión católica, sino al mismo funcionamiento del
sentido común de las cosas. Se da una clara pretensión de leer la realidad como
si Dios no existiera, de tal modo que esto tiene su eco negativo en el orden de
la convivencia social.
Los cristianos vivimos nuestra fe en
Cristo como revelación y como aceptación obediente de la voluntad de Dios. En
el momento en que decimos ‘sí’ a Dios es entonces cuando aceptamos a Dios en
nuestras vidas. Él se constituye para nosotros en lámpara constante que nos
ilumina en nuestro obrar, ya que dejamos de actuar como siervos de las
tinieblas para pasar a ser hijos de la luz.
Si tenemos un arrebato de sinceridad podremos caer en
la cuenta de la cantidad de veces que no
hacemos el ejercicio de oposición ante la secularización, es más, a veces
de modo consciente o inconsciente, convivimos con la secularización más feroz: la
ausencia de crucifijos en los hospitales y colegios públicos; la implantación
paulativa del mindfulness donde
se busca la paz excluyendo al príncipe de la paz que es Cristo; la bajísima participación
de los jóvenes y matrimonios de mediana edad en la vida parroquial; la
incineración de los cuerpos para no ser enterrados en el Camposanto; tolerar,
aceptar o incluso asumir modos de comportarse que, aunque socialmente sea
aceptada, cristianamente es inaceptable porque nos aleja de la salvación de
Dios, tal y como son todas las desviaciones de las conductas sexuales; se está
empezando a celebrarse ritos civiles alternativos a los católicos:
acogimientos en los ayuntamientos para los recién nacidos, fiestas de paso a la
adolescencia o ceremonias de todo tipo para despedir a los fallecidos, etc…
¡Satanás no tiene vacaciones!
Si disminuye el influjo de Cristo resucitado en
nuestra vida aumentarán todas aquellas
conductas que son nocivas para el hombre; la tasa de natalidad se
derrumbará aún más; aquellos jóvenes que, por lo que sea, se sientan confusos
en su sexualidad serán, irremediablemente condenados a no poder discernir en
verdad, lo que Dios quiere para ellos para que sean felices y sean santos; si
el hombre se posiciona de espaldas a Dios se hundirá en el fango y allí se
quedará. Estos hermanos nuestros que se han alejado de la Iglesia porque
piensan que estamos perdiendo el tiempo y que los curas engañamos a la gente,
piensan y razonan así por una única razón: no tienen fe.
Ahora bien, si cada uno de nosotros somos responsables
de nuestros hermanos, ¿qué parte de responsabilidad recae sobre mí por el hecho
de que este hermano mío no tenga fe y no crea en Cristo resucitado? Es una
pregunta muy dura. Nos dice la Palabra, en el libro de los Hechos de los
Apóstoles que «Los creyentes
vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los
repartían entre todos, según la necesidad de cada uno».
Esto nos da una pista importante. Los signos de la fe que manifestaban al mundo
y con potencia las Comunidades Cristianas eran dos: el amor y la unidad.
Los paganos se acercaban a las comunidades cristianas atraídos por estos dos
signos de la fe; el amor y la unidad entre ellos.
Si nuestras parroquias no son un como
un faro que alumbre a los hombres con esos signos de la fe que son la luz del
amor y la unidad no generarán la más mínima curiosidad. Ahora bien, si el amor
y la unidad se diera, eso mismo atraería a los hombres hacia Cristo y Cristo
podría ejercer su señorío tanto en ese nuevo hermano como en cada uno de
nosotros. Si vivimos nuestro ser cristiano sin que ejerza su influencia en
nuestras acciones, sentimientos, deseos y razonamientos no estaremos siendo
testigos del Resucitado.
La pregunta clave es, ¿puede ser que
tú estando en la Iglesia, ahora en esta Eucaristía puede ser que no tengas fe? Demuéstranos
tu fe. Piensa y di en qué cosas cotidianas tu ser cristiano juega un papel
relevante. Cuando se está con un amigo uno percibe el clima de amistad que envuelve
esa relación. Si tenemos a Cristo en el centro de nuestra alma ¿soy capaz de
amar incluso al que me odia y de poner las cosas propias al servicio de los demás
porque haciéndolo estás amando en esos hermanos a una única persona, a Cristo?
Tertuliano, allá por el siglo
segundo decía esto de los cristianos:
« ¡Mirad como se
aman! Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro».
Y
San Policarpo de Esmirna, a eso del año 155 después de Cristo, en su carta a
los Filipenses nos decía: «Permaneced,
pues, en estos sentimientos y seguid el ejemplo del Señor, firmes e
inquebrantables en la fe amando a los hermanos, queriéndoos unos a
otros, unidos en la verdad, estando atentos unos al bien de los otros con
la dulzura del Señor, no despreciando a nadie. Cuando podáis hacer bien a
alguien, no os echéis atrás, (…). Someteos unos a otros y procurad que vuestra
conducta entre los gentiles sea buena así verán con sus propios ojos que os
portáis honradamente; entonces os podrán alabar y el nombre del Señor no será
blasfemado a causa de vosotros. Porque ay de aquel por cuya causa ultrajan el
nombre del Señor!» (SAN POLICARPO DE ESMIRNA, Carta a los
Filipenses, 9,1 -11, 4).
El «mirad
como se aman» era lo
que atrajo a muchos hombres a Cristo, que nuestro actuar sea de tal forma que
cuando nos vean puedan decir, ahí está un cristiano y yo quiero estar con
Cristo en la Iglesia.
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