jueves, 1 de septiembre de 2016

Enseñar al que no sabe es una obra de misericordia

Enseñar al que no sabe es una obra de misericordia.
¿Cómo ha de enseñar el que enseña? ¿Qué ha de buscar? ¿Qué ha de pretender aquel que se pone a enseñar? Realicemos una prueba de radio-diagnóstico a las motivaciones arraigadas en el corazón de aquel que enseña. ¿Qué pretende?, ¿qué busca?, ¿qué anhela? Porque hermanos, seamos claros, nos podemos encontrar a personas generosas, desprendidas, preocupados por los demás, pero que no sea más que un simple barniz. Yo he oído muchas veces cosas como estas: ‘Fíjate, con lo bien que me he portado con esa familia y ahora cuando estamos sufriendo nosotros no son capaces de estar a nuestro lado y de acompañarnos’; ‘mira a estos que se caían de hambre por las calles e iban como pordioseros  y mi abuelo les tenía que dar de comer ya ahora, como todo les va muy bien, se lo tienen muy creído’. Hermanos, en el momento en que empezamos a buscarnos a nosotros mismos, nuestros propios intereses, el amor se nos pudre. Si no somos capaces de alzar la mirada hacia Dios para descubrir la verdad de las cosas, estamos totalmente perdidos. No podemos llamarnos cristianos portándonos como paganos. El hecho de que mi hermano, o ese vecino o ese conocido me agradezcan o deje de agradecer nos debe de dar igual. Las cosas las hacemos no para ser reconocidos, sino porque amamos a Dios. ¡Por amor a Dios! Nos dice Jesucristo: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial.  Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Ti, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará» Mt 6, 1-4.  Nuestra sociedad está acostumbrada a vivir en el aquí y en el ahora, de tal modo que lo trascendente ha quedado como olvidado.
Las almas de muchísima gente tienen una joroba bien acentuada; más aún que la Quasimodo, el Jorobado de Notre Dame. Y esta gente tiene una joroba bien acentuada en su alma porque están convencidos que en este mundo o ‘pisas o te pisan’. Entonces intentamos hacer un ‘cóctel’ muy raro, porque uno se llama cristiano pero a la vez marca su territorio para que nadie ‘le pise’. Entendido de este modo las relaciones humanas son transacciones económicas y mercantiles en donde tú me das y yo te doy. ¿Donde queda el amor? Sólo hay intereses creados. Si uno tiene la mirada siempre orientada al suelo, a causa de esa malformación por las malas posturas en la columna vertebral del alma, lo más normal es que cada cual ‘se saque las castañas del fuego como pueda’. Entonces ¿dónde queda la misericordia?, queda en ‘papel mojado’ e inservible.  Resulta curioso porque luego todo el mundo ‘se echan las manos a la cabeza’ y gritan enloquecidos porque el amo de la casa se ha levantado y ha cerrado la puerta. Y los que se han quedado fuera empiezan a aporrear la puerta diciendo «Señor, ábrenos», «pero Él os contestará “No sé de dónde sois”». Y se le contestará desesperadamente diciéndole «¡Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas!. Pero él contestará, «”No sé de dónde sois! ¡Apartaos de mí todos lo que pasáis la vida haciendo el mal» Lc 13,22-30). Incluso, si fuésemos muy atrevidos, podríamos hacer una contrarréplica al Señor para que nos abriese esa puerta: “Señor, es que todo el mundo se comportaba así. Todos lo hacían. Cada cual se preocupaba de sus cosas”. Contrarréplica que ni siquiera sería tomada en cuenta ni oída.
Si quitamos a Dios de nuestra vida el otro es un obstáculo para conseguir mis intereses, lo que yo quiero, por lo tanto el otro es un ser molesto, incómodo al que hay que quitar del medio, ignorarle, pasar totalmente de él, como si no existiera. Si la columna vertebral del alma está encorvada, con una joroba como la de los camellos o dromedarios es porque he entendido como normal el vivir la vida para uno mismo, ‘el vivir para sí mismo’. Y muchos de los aquí presentes se pueden preguntar: ¿Yo? ¿Cómo es posible que yo si estoy esté viviendo ‘para mí mismo’? Si yo no tengo pecados, no robo ni mato ni hago cosas malas. Si del trabajo a casa, yo no hago mal a nadie. Ahora bien, llega la hora de irme a tomar unos vinos con mis amigos y dejo lo que tengo que dejar, aunque mi esposa esté cargada de bolsas de comida y las tenga que subir por las escaleras hasta el noveno piso teniendo además algún hijo o nieto a su cuidado. Que uno se sienta en el sofá y se adueña del mando a distancia y si los demás se atrevieran a poner una cosa que uno no quiere, que se preparen, porque se hace la víctima  montando el numerito para denunciar tal injusticia. Cambiando lo cambiable al revés, con la esposa o con los hijos. Todo esto llevándolo al extremo. Esto es un ejemplo de cómo se ‘vive para sí mismo’,  y no se vive ni para Dios ni para los demás. A lo que el Señor nos exclama: ¡Velad!, ¡Vigilad!, ¡Estad despiertos!  Uno se piensa que como ya está casado, y por lo tanto, el amor ya está conquistado. Pero el amor no es como una estatua de bronce, sino una delicada flor que precisa de muchos cuidados y sacrificios. Cuando no hacemos caso a la exhortación y enseñanza de Jesucristo de que ‘velemos’, de que ‘estemos vigilantes, despiertos, atentos’ el amor se va apagando constantemente y a pasos agigantados. Como un avión en caída libre somos nosotros tan pronto como abandonamos o nos enfriamos en la vida espiritual. Vamos perdiendo tanta y tanta calidad en el amor que llega un momento en donde todo nos da igual. Si perdemos la conexión directa con el Sagrario, si dejamos de acercarnos a la Palabra de Dios y a los sacramentos estamos totalmente perdidos, convirtiéndonos en marionetas cuyos hilos son manejados por Satanás.
Nuestra sociedad está siendo envenenada por una serie de mensajes contradictorios que nos van diciendo sobre qué cosas hacen grande y bella la vida. Desde la escuela hasta las universidades, ya no se subraya como antaño lo que uno debe de aportar al bien común, sino que se valora casi exclusivamente lo que uno siente y puede reclamar de los otros. Se cargan las tintas mucho destacando la importancia de la información científica y técnica, y se tiende a menospreciar aquellas disciplinas que profundizan sobre el sentido de las cosas y de la vida. Esta sociedad nuestra, en contra de lo que nos enseña Cristo, nos invita a entrar por la puerta ancha, por la espaciosa; por la puerta que conduce a la perdición.
Jesucristo nos enseña que educar no es adoctrinar, ni manipular, ni adiestrar.  El alumno, el que está siendo educado, pide algo más: pide el testimonio de la grandeza de la vida y las razones de por qué es grande; pide que se le indique donde está la verdad y cómo alcanzarla. No afrontar estas cuestiones tan importantes y fundamentales para la vida de toda persona es como abandonar una barca en alta mar, dejando que afronte una navegación del todo incierta, sin rumbo, sin ideales y sin habilidades reales. Uno puede ser muy inteligente y dominar muchos saberes humanos, pero sin la enseñanza de Cristo morimos de sed en medio del océano. Morimos de sed, para muestra un botón: Al no ser humildes nos metemos en muchos problemas porque no se acepta los propios defectos ni tampoco se tratan de superarse, ni a Dios se le da las gracias por las cosas buenas. Porque cuando hay alguien que no reconoce tu trabajo ya te empiezas a sentir descalificado, te sientes que te han ‘hecho de menos’, sin tenerte en cuenta y lo vueltas y más vueltas. Te pones de mal humor porque no te han pagado lo que esperabas que te pagasen o porque las expectativas que tenías sobre un trabajo a realizar no se han cumplido. O porque nos hemos acostumbrado a tratar de cualquier modo a la esposa, al esposo, a los hijos y parece que ‘ese tratar de cualquier modo’ es lo normal. Jesucristo nos enseña que ‘todo lo bueno nos lo ha dado Dios’ y sólo cabe la acción de gracias.
Los medios de comunicación, los anuncios, las series televisivas, todo lo que vemos en Internet, todo nos educan con sus eslóganes subliminales en los que un fin bueno justifica medios torpes y justifican falsas perplejidades que luego dan lugar al relativismo moral. Un fin bueno es que los novios se aprendan a amar, que se conozcan mutuamente y un medio torpe es vivir como casados estando solteros. Esto es fruto –de los tantos- del relativismo moral porque si uno se adentra por una senda peligrosa donde empieza a confundir el amor con la satisfacción, el horizonte cristiano ha quedado borrado del mapa, y con ello el sentido auténtico del amor humano. ¿Por qué estoy contigo? Porque me haces sentir bien. Y esto no es cristiano. Las parroquias y los presbíteros al frente deberían de ser lugares idóneos donde desenmascarar la manipulación que conllevan algunos modelos de vida que nos ofrecen los medios. Dice el salmo 118 «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero».
La educación cristiana está dirigida a interpretar la vida y a acogerla en su complejidad y fragilidad. Y si se dan cuenta aquí cometemos un gravísimo error: se entiende por catequización y evangelización únicamente el aprendizaje de unos contenidos de la fe, pero nos olvidamos de lo más duro: el acompañamiento constante, sacrificado, ‘de tira y de afloja’ con el que es el catecúmeno. Del mismo modo que el niño va aprendiendo a leer y a reconocer los sonidos de las vocales y consonantes para luego poderlo escribir, también se les debe ir ofreciendo la presencia de lo religioso en su vida, para que lo vayan reconociendo, para que lo vayan integrando en su formación, para irles despertando ese sentido de lo trascendente que les vaya acompañando a lo largo de toda su vida. La educación cristiana de un niño, de un adolescente, de cualquier cristiano, es constante batalla en la que el maestro se desgasta a ‘pasos agigantados’, y en la cual el maestro se siente ‘vasija de barro’ sostenido por la gracia de Dios. Cada batalla ganada es un terreno ya no discutido, sino integrado y asumido.
Educar es mostrar el sentido de la ley moral que lleva inscrita en su corazón no como una exigencia de la sociedad, sino como una exigencia de la plenitud. Es verdad que el catecúmeno, el alumno en la vida cristiana se piensa que la plenitud es la satisfacción de sus caprichos o de sus opiniones. Por eso el maestro, el que enseña, el catequista, el presbítero que han de estar íntimamente unidos a Cristo ha de mostrar con el testimonio de su propia vida que existe un amor más grande por descubrir que nos conduce a lo bueno, a lo bello y a lo verdadero.

Cristo es nuestro maestro y cada uno de nosotros somos sus alumnos, sus catecúmenos. 

No hay comentarios: