Enseñar al que no sabe es
una obra de misericordia.
¿Cómo ha de enseñar el que
enseña? ¿Qué ha de buscar? ¿Qué ha de pretender aquel que se pone a enseñar?
Realicemos una prueba de radio-diagnóstico a las motivaciones arraigadas en el
corazón de aquel que enseña. ¿Qué pretende?, ¿qué busca?, ¿qué anhela? Porque
hermanos, seamos claros, nos podemos encontrar a personas generosas,
desprendidas, preocupados por los demás, pero
que no sea más que un simple barniz. Yo he oído muchas veces cosas como
estas: ‘Fíjate, con lo bien que me he portado con esa familia y ahora cuando
estamos sufriendo nosotros no son capaces de estar a nuestro lado y de
acompañarnos’; ‘mira a estos que se caían de hambre por las calles e iban como
pordioseros y mi abuelo les tenía que
dar de comer ya ahora, como todo les va muy bien, se lo tienen muy creído’. Hermanos,
en el
momento en que empezamos a buscarnos a nosotros mismos, nuestros propios
intereses, el amor se nos pudre. Si no somos capaces de alzar la
mirada hacia Dios para descubrir la verdad de las cosas, estamos totalmente
perdidos. No podemos llamarnos cristianos portándonos como paganos. El hecho de
que mi hermano, o ese vecino o ese conocido me agradezcan o deje de agradecer
nos debe de dar igual. Las cosas las hacemos no para ser reconocidos, sino porque amamos a Dios. ¡Por amor a Dios! Nos
dice Jesucristo: «Cuidad de no practicar
vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo
contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas
tocando la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas y por las calles para ser
honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Ti,
en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu
derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre que ve en lo secreto, te
recompensará» Mt 6, 1-4. Nuestra
sociedad está acostumbrada a vivir en el aquí y en el ahora, de tal modo que lo
trascendente ha quedado como olvidado.
Las almas de muchísima gente tienen una joroba
bien acentuada;
más aún que la Quasimodo ,
el Jorobado de Notre Dame. Y esta gente tiene una joroba bien acentuada en su
alma porque están convencidos que en este mundo o ‘pisas o te pisan’. Entonces
intentamos hacer un ‘cóctel’ muy raro, porque uno se llama cristiano pero a la
vez marca su territorio para que nadie ‘le pise’. Entendido de este modo las
relaciones humanas son transacciones económicas y mercantiles en donde tú me
das y yo te doy. ¿Donde queda el amor? Sólo hay intereses creados. Si uno tiene
la mirada siempre orientada al suelo, a causa de esa malformación por las malas
posturas en la columna vertebral del alma, lo más normal es que cada cual ‘se
saque las castañas del fuego como pueda’. Entonces ¿dónde queda la
misericordia?, queda en ‘papel mojado’ e inservible. Resulta curioso porque luego todo el mundo ‘se
echan las manos a la cabeza’ y gritan enloquecidos porque el amo de la casa se
ha levantado y ha cerrado la puerta. Y los que se han quedado fuera empiezan a
aporrear la puerta diciendo «Señor,
ábrenos», «pero Él os contestará “No
sé de dónde sois”». Y se le contestará desesperadamente diciéndole «¡Nosotros hemos comido y bebido contigo, y
tú has enseñado en nuestras plazas!. Pero él contestará, «”No sé de dónde sois!
¡Apartaos de mí todos lo que pasáis la vida haciendo el mal» Lc 13,22-30). Incluso,
si fuésemos muy atrevidos, podríamos hacer una contrarréplica al Señor para que
nos abriese esa puerta: “Señor, es que todo el mundo se comportaba así. Todos
lo hacían. Cada cual se preocupaba de sus cosas”. Contrarréplica que ni
siquiera sería tomada en cuenta ni oída.
Si quitamos a Dios de nuestra vida el otro es un obstáculo
para conseguir mis intereses, lo que yo quiero, por lo tanto el otro es un ser
molesto, incómodo al que hay que quitar del medio, ignorarle, pasar totalmente
de él, como si no existiera. Si la columna vertebral del alma está encorvada,
con una joroba como la de los camellos o dromedarios es
porque he entendido como normal el vivir la vida para uno mismo, ‘el vivir para
sí mismo’. Y muchos de los aquí presentes se pueden preguntar: ¿Yo?
¿Cómo es posible que yo si estoy esté viviendo ‘para mí mismo’? Si yo no tengo
pecados, no robo ni mato ni hago cosas malas. Si del trabajo a casa, yo no hago
mal a nadie. Ahora bien, llega la hora de irme a tomar unos vinos con mis
amigos y dejo lo que tengo que dejar, aunque mi esposa esté cargada de bolsas
de comida y las tenga que subir por las escaleras hasta el noveno piso teniendo
además algún hijo o nieto a su cuidado. Que uno se sienta en el sofá y se
adueña del mando a distancia y si los demás se atrevieran a poner una cosa que
uno no quiere, que se preparen, porque se hace la víctima montando el numerito para denunciar tal
injusticia. Cambiando lo cambiable al revés, con la esposa o con los hijos.
Todo esto llevándolo al extremo. Esto es un ejemplo de cómo se ‘vive para sí
mismo’, y no se vive ni para Dios ni
para los demás. A lo que el Señor nos exclama: ¡Velad!,
¡Vigilad!, ¡Estad despiertos! Uno
se piensa que como ya está casado, y por lo tanto, el amor ya está conquistado.
Pero el amor no es como una estatua de bronce, sino una delicada flor que
precisa de muchos cuidados y sacrificios. Cuando no hacemos caso a la exhortación y enseñanza de
Jesucristo de que ‘velemos’, de que ‘estemos vigilantes, despiertos, atentos’
el amor se va apagando constantemente y a pasos agigantados. Como un
avión en caída libre somos nosotros tan pronto como abandonamos o nos enfriamos
en la vida espiritual. Vamos perdiendo tanta y tanta calidad en el amor que
llega un momento en donde todo nos da igual. Si perdemos la conexión directa
con el Sagrario, si dejamos de acercarnos a la Palabra de Dios y a los
sacramentos estamos totalmente perdidos, convirtiéndonos en marionetas cuyos
hilos son manejados por Satanás.
Nuestra sociedad está
siendo envenenada por una serie de mensajes
contradictorios que nos van diciendo sobre qué cosas hacen grande y bella la
vida. Desde la escuela hasta las universidades, ya no se subraya como
antaño lo que uno debe de aportar al bien común, sino que se valora casi exclusivamente lo
que uno siente y puede reclamar de los otros. Se cargan las tintas
mucho destacando la importancia de la información científica y técnica, y se
tiende a menospreciar aquellas disciplinas que profundizan sobre el sentido de
las cosas y de la vida. Esta sociedad nuestra, en contra de lo que nos enseña Cristo,
nos invita a entrar por la puerta ancha, por la espaciosa; por la puerta que
conduce a la perdición.
Jesucristo nos enseña que
educar no es adoctrinar, ni manipular, ni adiestrar. El alumno, el que está siendo educado, pide
algo más: pide el testimonio de la grandeza de la vida y las razones de por qué
es grande; pide
que se le indique donde está la verdad y cómo alcanzarla. No
afrontar estas cuestiones tan importantes y fundamentales para la vida de toda
persona es como abandonar una barca en alta mar, dejando que afronte una
navegación del todo incierta, sin rumbo, sin ideales y sin habilidades reales.
Uno puede ser muy inteligente y dominar muchos saberes humanos, pero sin la
enseñanza de Cristo morimos de sed en medio del océano. Morimos de
sed, para muestra un botón: Al no ser humildes nos metemos en muchos problemas
porque no se acepta los propios defectos ni tampoco se tratan de superarse, ni
a Dios se le da las gracias por las cosas buenas. Porque cuando hay alguien que
no reconoce tu trabajo ya te empiezas a sentir descalificado, te sientes que te
han ‘hecho de menos’, sin tenerte en cuenta y lo vueltas y más vueltas. Te
pones de mal humor porque no te han pagado lo que esperabas que te pagasen o
porque las expectativas que tenías sobre un trabajo a realizar no se han
cumplido. O porque nos hemos acostumbrado a tratar de cualquier modo a la
esposa, al esposo, a los hijos y parece que ‘ese tratar de cualquier modo’ es
lo normal. Jesucristo nos enseña que ‘todo lo bueno nos lo ha dado Dios’ y sólo
cabe la acción de gracias.
Los medios de
comunicación, los anuncios, las series televisivas, todo lo que vemos en
Internet, todo nos educan con sus eslóganes
subliminales en los que un fin bueno justifica medios torpes y justifican
falsas perplejidades que luego dan lugar al relativismo moral. Un fin
bueno es que los novios se aprendan a amar, que se conozcan mutuamente y un
medio torpe es vivir como casados estando solteros. Esto es fruto –de los
tantos- del relativismo moral porque si uno se adentra por una senda peligrosa
donde empieza a confundir el amor con la satisfacción, el horizonte cristiano
ha quedado borrado del mapa, y con ello el sentido auténtico del amor humano.
¿Por qué estoy contigo? Porque me haces sentir bien. Y esto no es cristiano. Las
parroquias y los presbíteros al frente deberían de ser lugares idóneos donde
desenmascarar la manipulación que conllevan algunos modelos de vida que nos
ofrecen los medios. Dice el salmo 118 «Lámpara
es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero».
La educación cristiana está dirigida a
interpretar la vida y a acogerla en su complejidad y fragilidad. Y si se dan cuenta aquí
cometemos un gravísimo error: se entiende por catequización y evangelización
únicamente el aprendizaje de unos contenidos de la fe, pero nos olvidamos de lo
más duro: el
acompañamiento constante, sacrificado, ‘de tira y de afloja’ con el que es el
catecúmeno. Del mismo modo que el niño va aprendiendo a leer y a
reconocer los sonidos de las vocales y consonantes para luego poderlo escribir,
también se les debe ir ofreciendo la presencia de lo religioso en su vida, para
que lo vayan reconociendo, para que lo vayan integrando en su formación, para
irles despertando ese sentido de lo trascendente que les vaya acompañando a lo
largo de toda su vida. La educación cristiana de un niño, de un adolescente, de
cualquier cristiano, es constante batalla en la que el maestro se desgasta a
‘pasos agigantados’, y en la cual el maestro se siente ‘vasija de barro’
sostenido por la gracia de Dios. Cada batalla ganada es un terreno ya no
discutido, sino integrado y asumido.
Educar es mostrar el
sentido de la ley moral que lleva inscrita en su corazón no como una exigencia
de la sociedad, sino como una exigencia de la plenitud. Es verdad que el
catecúmeno, el alumno en la vida cristiana se piensa que la plenitud es la
satisfacción de sus caprichos o de sus opiniones. Por eso el maestro, el que
enseña, el catequista, el presbítero que han de estar íntimamente unidos a
Cristo ha de mostrar con el testimonio de su propia vida que existe un amor más
grande por descubrir que nos conduce a lo bueno, a lo bello y a lo verdadero.
Cristo es nuestro maestro
y cada uno de nosotros somos sus alumnos, sus catecúmenos.
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