En
los numerosos estudios de los científicos sobre la evolución de la especie
humana y de los animales nos cuentan que un elemento clave para la
supervivencia de las especies fue la adaptación ante los importantes desafíos e
inclemencias de fenómenos atmosféricos, desastres naturales, escasez de comida
y de bebida, etc. Muchas especies han desaparecido de la faz de la Tierra y conocemos de su
existencia por los fósiles que se encuentran en numerosos estudios de investigación.
Sin
embargo nosotros, los hombres, siempre hemos tenido a Alguien con mayúsculas
que siempre ha velado por nosotros.
Su mano todopoderosa nos protegía para que ningún mal fuera tan poderoso como
para borrar nuestras huellas de la faz de esta tierra. Ya el salmo 70 nos lo
recuerda en éste precioso versículo: «En
el vientre materno ya me apoyaba en tí, en el seno tú me sostenías, siempre he
confiado en tí». Fíjense en la belleza de esta frase: «En el seno tú me sostenías». Antes de poder hacer yo
algo, cuando era un feto, un niño gestándose en el seno materno, ya recibíamos
dosis infinitas de amor de Dios sosteniéndonos.
El hombre al intuir la
existencia de algo sobrenatural empezó a darse cuenta que no estaba allí solo.
Los hombres salían a cazar y muchos no volvían y esos cuerpos no eran arrojados
a los animales, sino que esos cadáveres eran tratados de un modo muy especial.
Hombres y mujeres se unían y fruto de esas uniones nacían sus hijos, surgía una
nueva vida. Una nueva vida que año tras año se iba desplegando como si fuera un
abanico. Los siglos fueron pasando y la especie humana fue evolucionando. No
fue nada fácil, ya que éramos como esos grandes y frágiles navíos de la época
de los piratas que ante el mar embravecido y las tormentas violentas amenazaban
constantemente con hundirse en el fondo del océano. Sin embargo no se
hundieron, porque Dios estaba constantemente velando por nosotros. «Todos aguardan a que les eches la comida a
su tiempo; se las echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes;
escondes tu rostro, y se espantan; les
retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los
creas, y repueblas la faz de la tierra» reza el salmo 103.
Los hombres somos libres y
podemos hacer lo que consideremos más oportuno. Podemos pervertirnos, como se
pervirtió el pueblo hebreo recién sacado de Egipto por el mismo Dios. Además el
Señor dice a Moisés: «Pronto se han
desviado del camino que yo les había señalado». No han tardado en
adentrarse en el océano del pecado, que siempre está siendo agitado por el
violento oleaje, con el altísimo riesgo de hallar en el océano su propia tumba.
‘No han tardado en darme la espalda’, dice el Señor. Y como una madre, en medio
de la noche, que espera que sus hijos regresen a casa, está pendiente, en vela
–aunque esté muerta de cansancio. Tal y como nos enseña el salmo, si el Señor nos retira su aliento, morimos
y volvemos a ser polvo. De ahí que Él permanezca siendo fiel a la alianza
de amor, aunque nosotros lo hayamos despreciado. De ahí que el Padre de la
parábola saliera todos los días con la esperanza de ver regresar a ese hijo
pródigo. Nos dice el Evangelio: «Cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y
se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo
cubrió de besos».
Dios tiene un proyecto
precioso con cada uno: Crear en nosotros un corazón puro, renovarnos por dentro
con espíritu firme; tal y como reza el salmo responsorial de hoy.
Adquirir
ese espíritu puro y esa renovación por dentro con espíritu firme no se alcanza
de la noche a la mañana. Es un proceso largo y muy costoso, donde muchas veces se dan más retrocesos
que avances. Sin embargo el Señor tolera determinadas cosas –no las quiere,
ni tampoco las desea-, pero las tolera para que el alma vaya madurando en el
amor. Cuando uno pasea por la calle y ve a un joven tirado borracho por la
calle, siente lástima por el estado de cómo está esa persona. Pero si ese joven
es tu hermano, o tu hermana de sangre, o tu primo o tus sobrinos... ya no
sientes lástima sino que un sentimiento de pena y dolor profundo invade tu
corazón. Ese dolor profundo y constante es el que sufre Dios con cada uno de
nosotros cuando pecamos. Por eso es de agradecer que San Pedro, en su segunda
carta, nos aliente recordándonos «que la
paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación» (2 Pe 3,15).
Bellísimas
son las palabras de San Pablo en su carta a Timoteo: «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero;
pero por eso precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en
el que Cristo Jesús mostrase toda su
paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer
en Él y tener vida eterna».
Lecturas: Éx 32, 7-11. 13-14
Sal
50
1
Tim 1, 12-17
Lc
15, 1-32
11 de septiembre de 2016
Blog: capillaargaray.blogspot.com
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