domingo, 11 de septiembre de 2016

Homilía del Domingo XXIV del tiempo ordinario, ciclo c

DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

            En los numerosos estudios de los científicos sobre la evolución de la especie humana y de los animales nos cuentan que un elemento clave para la supervivencia de las especies fue la adaptación ante los importantes desafíos e inclemencias de fenómenos atmosféricos, desastres naturales, escasez de comida y de bebida, etc. Muchas especies han desaparecido de la faz de la Tierra y conocemos de su existencia por los fósiles que se encuentran en numerosos estudios de investigación.

            Sin embargo nosotros, los hombres, siempre hemos tenido a Alguien con mayúsculas que siempre ha velado por nosotros. Su mano todopoderosa nos protegía para que ningún mal fuera tan poderoso como para borrar nuestras huellas de la faz de esta tierra. Ya el salmo 70 nos lo recuerda en éste precioso versículo: «En el vientre materno ya me apoyaba en tí, en el seno tú me sostenías, siempre he confiado en tí». Fíjense en la belleza de esta frase: «En el seno tú me sostenías». Antes de poder hacer yo algo, cuando era un feto, un niño gestándose en el seno materno, ya recibíamos dosis infinitas de amor de Dios sosteniéndonos.

El hombre al intuir la existencia de algo sobrenatural empezó a darse cuenta que no estaba allí solo. Los hombres salían a cazar y muchos no volvían y esos cuerpos no eran arrojados a los animales, sino que esos cadáveres eran tratados de un modo muy especial. Hombres y mujeres se unían y fruto de esas uniones nacían sus hijos, surgía una nueva vida. Una nueva vida que año tras año se iba desplegando como si fuera un abanico. Los siglos fueron pasando y la especie humana fue evolucionando. No fue nada fácil, ya que éramos como esos grandes y frágiles navíos de la época de los piratas que ante el mar embravecido y las tormentas violentas amenazaban constantemente con hundirse en el fondo del océano. Sin embargo no se hundieron, porque Dios estaba constantemente velando por nosotros. «Todos aguardan a que les eches la comida a su tiempo; se las echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan; les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo; envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra» reza el salmo 103.

Los hombres somos libres y podemos hacer lo que consideremos más oportuno. Podemos pervertirnos, como se pervirtió el pueblo hebreo recién sacado de Egipto por el mismo Dios. Además el Señor dice a Moisés: «Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado». No han tardado en adentrarse en el océano del pecado, que siempre está siendo agitado por el violento oleaje, con el altísimo riesgo de hallar en el océano su propia tumba. ‘No han tardado en darme la espalda’, dice el Señor. Y como una madre, en medio de la noche, que espera que sus hijos regresen a casa, está pendiente, en vela –aunque esté muerta de cansancio. Tal y como nos enseña el salmo, si el Señor nos retira su aliento, morimos y volvemos a ser polvo. De ahí que Él permanezca siendo fiel a la alianza de amor, aunque nosotros lo hayamos despreciado. De ahí que el Padre de la parábola saliera todos los días con la esperanza de ver regresar a ese hijo pródigo. Nos dice el Evangelio: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio  y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos».

Dios tiene un proyecto precioso con cada uno: Crear en nosotros un corazón puro, renovarnos por dentro con espíritu firme; tal y como reza el salmo responsorial de hoy.

            Adquirir ese espíritu puro y esa renovación por dentro con espíritu firme no se alcanza de la noche a la mañana. Es un proceso largo y muy costoso, donde muchas veces se dan más retrocesos que avances. Sin embargo el Señor tolera determinadas cosas –no las quiere, ni tampoco las desea-, pero las tolera para que el alma vaya madurando en el amor. Cuando uno pasea por la calle y ve a un joven tirado borracho por la calle, siente lástima por el estado de cómo está esa persona. Pero si ese joven es tu hermano, o tu hermana de sangre, o tu primo o tus sobrinos... ya no sientes lástima sino que un sentimiento de pena y dolor profundo invade tu corazón. Ese dolor profundo y constante es el que sufre Dios con cada uno de nosotros cuando pecamos. Por eso es de agradecer que San Pedro, en su segunda carta, nos aliente recordándonos «que la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación» (2 Pe 3,15).

            Bellísimas son las palabras de San Pablo en su carta a Timoteo: «Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por eso precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en Él y tener vida eterna».

 

 

 

 

 

Lecturas:       Éx 32, 7-11. 13-14

                        Sal 50

                        1 Tim 1, 12-17

                        Lc 15, 1-32

 

11 de septiembre de 2016

Blog: capillaargaray.blogspot.com

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