domingo, 15 de enero de 2012

Homilía del segundo domingo del tiempo ordinario, ciclo b

Homilía del domingo II del tiempo ordinario, ciclo b.

«Aquí estoy Señor para hacer tú voluntad». Este deseo tan noble sacado del salmo 39 es para todos nosotros una tarea. El salmista nos cuenta, a base de grandes brochazos, una experiencia dolorosa que él vivió. En medio de ese dolor puso su esperanza en el Señor. Nos cuenta que Dios «se inclinó hacia mí y escuchó mi grito». El salmista sacó ‘fuerzas de flaqueza’ porque Dios estaba con él. Fruto de esta experiencia ya no dudó en respetar y confiar en el Señor.

Luego nos dice «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas». Diciendo esto nos está dejando bien en claro que es fundamental el interiorizar en las relaciones con Dios. El Señor desea que llevemos su Palabra en nuestro corazón. Que los sacrificios y ofrendas que le presentemos sea una consecuencia patente de lo que se está experimentando en el interior del hombre. Y además sigue con estas palabras agradecidas: «Y en cambio me abriste el oído». Me abriste el oído para escuchar lo que Dios quiere de mí. Se trata de tener el oído abierto para cumplir la voluntad del Señor. En la medida que estoy cumpliendo la voluntad divina estoy afianzando mi amor entrañable por Él. Cuando uno ha gozado de ese amor y de esa lealtad divina desea no perderla nunca. Desea ser guardado por Dios para que ese tesoro tan valioso no sea lastimado.

Samuel escuchó la voz de Dios que le llamó y que le invitó a seguirle. Enseguida Samuel entendió que una condición imprescindible para seguir a Dios es dejarse guiar, dejarse conducir, ponernos en sus manos, fiarnos de Él, porque se está siguiendo a Dios y no a nosotros mismos. Importa las orientaciones que vienen de lo alto, no las nuestras.

Ahora bien, fuera de los casos referidos en la Biblia, nadie ha tenido una aparición celestial que le diga que deje todo y que le siga. Es interesante destacar cómo Dios se sirve de mediaciones, de terceras personas para que se descubra y se discierne una vocación. Elí fue la persona que Dios puso en el camino a Samuel para que discerniese su vocación. Andrés fue la persona elegida para que Pedro conociera a Jesucristo. Tan pronto como uno descubre cual es su vocación, uno encamina sus pasos para ser fiel al Señor realizando esa vocación, sabiendo que llevamos un tesoro tan precioso en vasijas de barro. Y esa vasija de barro, que es nuestra interioridad, nuestra alma, lo más sagrado puesto ahí por el mismo que nos moldeó del polvo de la tierra, eso es lo que San Pablo denomina ‘templo del Espíritu Santo’. Estamos llamados a ser sagrarios de la presencia divina. El Espíritu Santo es nuestro invitado y nosotros el tabernáculo que lo acoge. Seremos buenos anfitriones de tal soberano invitado en la medida en que estemos totalmente dispuestos a hacer nuestro el deseo del salmista: «Aquí estoy Señor para hacer tú voluntad». Ante esto, ¿cómo hacer la voluntad de Dios? ¿Cómo responder a las expectativas que Él tiene sobre nosotros? Resulta fundamental tener el ‘oído abierto’, bien despierto para estar atentos. Porque si no estamos atentos a lo que Dios desea de nosotros ¿cómo acertar en nuestra vocación?, además, en el supuesto caso de conocer la vocación (sea matrimonial, consagrada, religiosa, sacerdotal, etc…) ¿Sabemos cómo ir respondiendo a la vocación encomendada? ¿Tenemos claro por dónde ir avanzando en nuestra particular vocación?

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