jueves, 29 de diciembre de 2011

Retiro en Arciprestazgos a partir de Mt 19,16-30

Retiro en Arciprestazgos a partir del texto bíblico Mt 19, 16-30

Proclamación del texto evangélico.

Aportación a partir del texto evangélico:

I. A modo de introducción al retiro…

«Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, san José mi padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».

El verdadero progreso espiritual no es ascender, sino descender a nuestra propia verdad. El Señor nos espera en nuestra propia miseria. El abrazo de Dios se da en esta pobreza.

Por eso, los santos se han sentido grandes pecadores y no por falsa humildad. En este descenso el Señor nos lleva a reconocer tres aspectos muy a tener en cuenta:

1.- Reconocer nuestra propia verdad. Dios es Dios, y nosotros sus criaturas. Esta vida es un don de Dios.

2.- Reconocernos pecadores. El Señor va haciendo un camino con nosotros que nos lleva a aceptar tres cosas:

j Todo lo justificamos: Siempre hay algo que intenta ocultar el reconocimiento de mi propio pecado.

k Caer en la cuenta realmente de que somos pecadores, que tenemos “un corazón de piedra”, porque por el pecado, hemos sido heridos de muerte. Esto se manifiesta en la incapacidad de amar con un amor evangélico. Juzgamos, intentamos pagar con la misma moneda, nos cuesta perder la estima, caemos en la mentira, etc. Constatamos la experiencia propia en San Pablo: «No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí» (Rm 7,19-20).

l Reconocer, por tanto, que soy incapaz de curarme, de sanarme por mí mismo. Cuando me entrego con todas mis fuerzas a curarme, lo único que consigo es agotar el corazón. El simple esfuerzo humano para conseguir las cosas de Dios, cansan y no dan fruto. Sólo Dios es el que cura y sana la herida provocada por el pecado.

3.- Reconocer nuestra radical necesidad de Dios. Tomar conciencia de que Él es mi redentor. Aquí es cuando empiezo a entender mi radical necesidad de Dios. En el fondo estamos convencidos de que cuando uno avanza en la vida espiritual, se hace más independiente de Dios, no necesita tanto de su gracia. Es un grave error, pues cuando más nos acercamos a Dios, más necesitamos de Él.

II. Puntos a meditar…

Hermanos sacerdotes, nosotros hemos dejado todo para seguir a Jesucristo, y estamos alegres de esta opción porque el Señor es nuestro tesoro, y hacemos nuestro esos versículos del salmo 16:

«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Digo al Señor: “Tú eres mi bien”.

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;

mi suerte está en tu mano».

El Señor tiene entre sus manos nuestro destino y nosotros tenemos al Señor como propiedad-herencia personal. Esa relación, ese trato, esa intimidad, constituyen algo único. Podemos y de hecho gozamos de esa íntima relación con Dios. Tal y como San Pedro dijo al Señor que ellos lo habían dejado todo y le habían seguido, del mismo modo también nosotros le decimos a Jesucristo: «Somos propiedad tuya, Señor».

Este pasaje evangélico del joven rico nos está remitiendo al casto amor de Dios y de nuestro compromiso de renovar nuestro ser de Cristo. San Agustín nos habla del ‘casto amor de Dios’ al cual nosotros debemos de responder sin infidelidades. Su amor requiere de nosotros una respuesta fiel, con un corazón indiviso. Sólo así, con este corazón indiviso nos podemos entregar a esa tarea que la Iglesia nos ha encomendado.

EL JOVEN RICO ESTABA BUSCANDO SUS AMORES…

El joven rico estaba buscando sus amores. Aquí se planta unas cuestiones: ¿Qué amores vengo buscando?. ¿Cuáles fueron las esperanzas de ese joven rico?, ¿cuáles son mis esperanzas?, ¿cuáles son mis temores?, ¿cuáles son mis tristezas?, ¿cuáles son mis alegrías?. ¿Qué busco?, ¿mis esperanzas, mis temores, mis tristezas, mis alegrías?.

En estas pasiones naturales uno se va descubriendo a sí mismo y se va dando cuenta de lo que le importa, qué es lo que le mueve, qué es lo que te afecta en tu vida, qué es lo determinante para ti: esperanzas, temores, alegrías… La gran pregunta es ¿yo busco el amor de Dios, yo espero a Dios, yo temo únicamente apartarme de Él, solamente me da tristeza no ser santo y mi alegría es Él? o ¿tengo otras esperanzas o tengo otros temores arraigados en miedos y fracasos, tengo otras tristezas o tengo otras alegrías al margen de Dios?, ¿yo busco el amor de Dios o mendigo afectividades por ahí?. Por eso la primera pregunta es ¿qué disposición me encuentro ante Dios?

Para que se pueda tener todas las esperanzas, alegrías, tristezas y temores puestas en Dios es preciso amar y mortificarse; porque para amar hay que mortificarse y para mortificarse hay que amar. Para poder amar y hacer de Dios nuestra heredad hay que mortificarse. Hay que mortificarse de nuestras falsas alegrías, de los falsos temores, de nuestras falsas esperanzas…. Pero atención, para mortificarse hay que amar. Únicamente uno es capaz de negarse a sí mismo siempre que tenga un amor superior, de lo contrario no tienes ‘fuelle’, no tienes motivación para mortificarte en esas especiales afectividades. Es que resulta que el joven rico del pasaje evangélico tenía su corazón apegado a unas afectividades, al dinero y no había adquirido aún ese encuentro auténtico con Cristo que le inyecta, hasta el centro de su ser esa experiencia de ser amado. El joven rico ¿para qué se iba a mortificar sin previamente no había descubierto al Amor de los amores? Jesús le mira con cariño y le invita al seguimiento.

JESUCRISTO LE PLANTEA OTRA ‘HORA DE RUTA’…

Jesucristo le plantea otra ‘hoja de ruta’ diferente para su vida. Jesucristo le provoca a salir de su estrecho círculo de la preocupación por su propia vida para que descubra esa experiencia de morir para luego vivir en plenitud. Sus cosas particulares se convierten como cadenas amarradas al suelo que no le dejan ‘volar alto’ y no le permiten acercarse a lo auténticamente importante. El joven rico no llegó a descubrir que todo aquello que le ataba le estaba impidiendo descubrir otro valor aún mayor. Sus afectos desordenados eran sus particulares grilletes que no le dejaban ir a donde su corazón realmente anhelaba.

Jesús, a partir de este encuentro con el joven rico, desea seguir formando el corazón de sus discípulos a semejanza del suyo. Los quiere transformar por dentro. Es una labor ardua pero posible con la gracia de Dios. Les lleva a un camino de humildad, docilidad y bondad. Es su amor a nosotros lo que le mueve y le guía. Tiene paciencia, no se cansa del hombre pecador. Lo hace también enseñando la verdad y sabiendo corregir en el momento oportuno.

El Señor nos ha dejado constancia de que no elige a los que son capaces, sino que hace capaces a los que elige. Quiere santos, como Él es santo.

Jesús, ante la pregunta que le lanza el joven, «¿Qué he de hacer de bueno para obtener la vida eterna? », le remite directamente a Dios. La lección que Jesús desea proporcionar al joven es que lo verdaderamente importante no son las cosas que hacemos –lo que uno piensa, su opinión sobre que es bueno-, sino lo que Dios entiende que es bueno; y es evidente que lo mejor es amar a Dios con locura, sin limitarse a cubrir una hoja inmaculada de servicios. No se trata tanto de hacer cosas como de amar a Alguien. Hay que atreverse a una relación personal con Cristo. Lo que se pretende ver no es «algo» sino a Jesús. Las cosas se conocen examinándolas; a las personas sólo se las conoce arriesgándose a amarlas y, sobre todo, dejándose amar.

NO HAY ESCUELA DE PRÁCTICAS PARA EL AMOR…

No existe un tiempo para amar sin amar, para amar «a prueba»; de lo contrario sólo se podría dar la vida después de haberla vivido. No hay escuela de prácticas para el amor, ni seguro en el amor; se ama amando de verdad, desde el primer instante, o de lo contrario, nunca se amará. En el amor no hay simuladores como en el caso del aprendizaje de los pilotos de vuelo; como tampoco existe un curso de oración sin esfuerzo. Jesús, en esta primera parte de la escena, va a abrir los ojos al joven –que simplemente ha acudido a un maestro; aún no sabía Quien era el que tenía delante-, animándole al encuentro personal con Dios.

En la segunda parte Jesús le dice: «Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» y el joven le pregunta «¿Cuáles?». Quizá piensa que la inquietud que le ha llevado hasta Jesús se debe a que, a pesar de que intenta cumplir todo lo necesario, se está olvidando de alguna cosa. El joven hace esa pregunta como quien pasa revista a una lista de obligaciones… Pero cuando el Señor le enumera los mandamientos que ya conoce, se da cuenta de que no hay fallos: «cumple todo» y, sin embargo, sigue inquieto. Así que pregunta de nuevo: «¿Qué me falta aún?». En el fondo, su enfoque está equivocado: todo el tiempo parece estar buscando la fórmula que le permita vivir su vida tranquila, con la seguridad de que está «en regla» con Dios. Pero tiene buena intención: ha llegado hasta allí obedeciendo a una inquietud sincera, aunque mal enfocada.

VIVIR ENTERAMENTE EN MANOS DE DIOS…

En la tercera parte, el Señor le pide que quite de su vida lo que le impide vivir enteramente en manos de Dios. Jesús quiere que el joven rico entienda que el sentido de todos esos mandamientos que ya cumple es hacer posible el primero: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas»; y el segundo, que es semejante a éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Por eso le responde: «Sólo una cosa te falta. Si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y reparte el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro en el Cielo. Luego, ven y sígueme».

Como el joven rico, estamos llenos de buenas intenciones, pero queriendo hacerlo todo a nuestro antojo. La pretensión de sorprender a Dios con nuestra santidad configurada a nuestro gusto equivale a reducir a Dios a un botiquín portátil, necesario sólo para casos imprevistos… Lo que le falta al joven rico no es conquistar la perfección que él proyecta –una irreprochabilidad que le permita quedarse «en paz»-, sino abandonarse en Dios, secundar el proyecto de Dios. Nos pide el Señor que seamos perfectos, ciertamente, pero como nuestro Padre Celestial es perfecto. La santidad pertenece sólo a Dios. La fe no es sólo constatar que Dios existe –eso también lo saben los diablos y no les aprovecha en nada, como dice el Apóstol Santiago, sólo les hace temblar-, sino que ha de llevarnos a buscar la comunión personal con Dios: a vivir, ya en la tierra, por Él, con Él y en Él.

Nosotros los sacerdotes seguimos el estilo de vida revelado por el Evangelio. El estilo de vida que Jesús ha instituido para nosotros los sacerdotes, constituye una novedad revelada por el Evangelio. Jesucristo nos ha pedido que le siguiésemos. Ahora bien, el Maestro no se ha limitado a reclamar una docilidad a su enseñanza ni una asiduidad al integrarse en su escuela; ha querido que sus discípulos se le unieran mediante la total donación de sí mismos. Ya Dios, en la Antigua Alianza, pidió a su pueblo que le siguiese: seguirle significaba reconocerle como Dios, responder a su amor soberano y gratuito como un amor fiel, y cumplir la divina voluntad. Por parte de Cristo, llamada «Sígueme» reclama una vinculación más absoluta todavía: no solamente la fe y el amor que le son debidos a Dios, sino renuncias que antes no se exigieron. Jesús pide que se abandone todo para seguirle. Pedro declara que viven este abandono: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). La pertenencia de los discípulos al Maestro adopta una forma muy concreta de estado de vida, desconocida para la tradición judía.

Jesús mismo enumera, de modo impresionante, las renuncias a la que sus discípulos son invitados: «casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, campos» (Mc 10,29). Lucas completa la enumeración mencionando la mujer (Lc 18,29; 14,26), y esta mención se ve confirmada en el elogio del celibato voluntario (Mt 19,12). Se descubre en la enumeración una triple renuncia fundamental: renuncia a la familia y al matrimonio, renuncia a los bienes, renuncia a la profesión. Estas renuncias tocan las dimensiones esenciales de la existencia humana: el ser relacional del hombre que, mediante la familia y el matrimonio se inserta en el tejido de las relaciones sociales y contribuye al bien y al crecimiento natural de la sociedad; el tener del hombre que, poseyendo bienes, extiende su poder sobre el mundo y asegura su futuro material; el hacer del hombre que, mediante la actividad profesional, gana el sustento y colabora en el desarrollo del bienestar social. Por tanto, Cristo reivindica de la persona entera, con todas sus facultades, la posesión mediante su llamada.

Además, el diálogo de Jesús con Pedro y los demás discípulos muestra la conexión que existe entre el ministerio pastoral y el estado de vida que consiste en dejarlo todo para unirse a Cristo. A los doce que le siguieron, el Maestro promete el gobierno del nuevo Israel (Mt 19,28). Según el Evangelio de Lucas, concede a los Doce el poder supremo porque han permanecido con Él en medio de la prueba (Lc 28,28-30): se considera aquí que la total pertenencia implica la asociación al sacrificio redentor.

En la intención manifestada por Jesús, la atribución del poder de pastor está ligada, por lo tanto, a un abandono universal para seguirle. No existe sólo concomitancia de hecho, sino exigencia de un estado de vida para la misión.

Por otra parte, se constata que esta total renuncia no se limita a los Doce; Jesús ha llamado a ella, no solamente a los discípulos a los que confió la misión apostólica análoga a la de los Doce, sino también a un grupo de mujeres. Sabemos, en efecto, por el evangelio de Lucas, que cierto número de mujeres seguía a Jesús y servía a la comunidad de discípulos (Lc 8,2-3). El estado de vida que consiste en abandonarlo todo para seguir a Cristo no está, pues, reservado al ministerio sacerdotal; se extiende a todos los que son reclutados para un servicio completo al reino.

SELLADOS POR EL ESPÍRITU SANTO…

Los sacerdotes somos fruto de la acción sacramental del Espíritu Santo. El hombre es libre para contestar positiva o negativamente a la llamada divina, pero una vez dada una respuesta afirmativa, pasa a ser propiedad de Dios mediante un pacto que no puede ser roto.

Jesucristo ha querido que el ministerio pastoral resulte de una llamada que requiere un compromiso definitivo: Los Apóstoles fueron llamados sin límite de tiempo, para una actividad que había de absorber toda su existencia. Pero este compromiso no implica únicamente una entrega total del tiempo para el servicio del Reino de Dios, sino que también exige una total entrega en todos los puntos y aspectos de la existencia: Jesucristo invita a sus Apóstoles a abandonar todo para seguirle. Este gesto de abandonar todo para seguir a Jesucristo se traduce en la acción carismática del Espíritu Santo, que asume toda la persona del ordenado para dedicarla plenamente al ministerio. Es el Espíritu Santo el que acoge nuestra existencia como ofrenda agradable y nos habilita con su gracia, para anunciar a Jesucristo con valentía y fortaleza.

El Espíritu Santo, por medio de la ordenación sacerdotal, compromete total y definitivamente a la persona en el servicio de la Iglesia, e inscribe tal compromiso en el ser íntimo del ministerio ordenado.

El sacerdote, todos nosotros somos propiedad de Dios. Somos propiedad de Dios no solamente porque nos encontremos en ese movimiento que nos une más a Dios, sino también en el movimiento por el que Dios va hacia la humanidad para salvarla. Para Cristo «ser consagrado» y ser «enviado en el mundo» son dos aspectos del camino de la Encarnación y están indisolublemente unidos.

El decreto conciliar ‘Presbyterorum Ordinis’ cita la definición de sacerdote en la carta a los Hebreos, definición cuyas primeras palabras indican muy bien las dos facetas de la consagración sacerdotal: el sacerdote es «tomado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres» (Hb 5,1). «Los presbíteros del Nuevo Testamento –precisa el decreto-, son en realidad segregados, en cierto modo, en el seno del Pueblo de Dios; pero no para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los llama (Hch 13,2) » (PO 3).

DOCTRINA EQUILIBRADA…

El Concilio nos presenta también una doctrina equilibrada en la que los dos aspectos de la vocación sacerdotal se mantienen y están íntimamente unidos: ante todo la consagración o segregación que permite a los sacerdotes ser ministros de Cristo, y a continuación e inseparablemente, la entrega al servicio de los hombres.

Presbyterorum Ordinis, nº3 nos sigue ofreciendo gran claridad: «No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena, ni podrían tampoco servir a los hombres si permanecieran ajenos a la vida y condiciones de los mismos. Su propio ministerio exige por título especial que no se configuren con este siglo (cf. Rm 12,2); pero requiere al mismo tiempo que vivan en este siglo entre los hombres y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y trabajen para atraer a las que no son de este aprisco, para que también ellas oigan la voz de Cristo, y se forme un solo aprisco y un solo pastor (cf.Jn 10,14-16) » (PO 3). Fin de la cita.

El Concilio Vaticano II muestra una particular insistencia en el principio de encarnación: «los presbíteros viven con los demás hombres como con hermanos», tienen ante sí el ejemplo de Cristo «hecho en todo semejante a sus hermanos, excepto el pecado». Sin embargo el Concilio enuncia con fuerza el deber de la santidad personal en los presbíteros. Declara que los sacerdotes son llamados «por título especial» a la perfección porque «consagrados de manera nueva a Dios, por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano» (PO 12). Bajo el pretexto de que se deben comprometer a fondo en el servicio de los hombres, los sacerdotes no podrán, por tanto, dispensarse del esfuerzo personal de santidad: «esfuércense por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el Pueblo de Dios» (PO 12). Por lo tanto, no hay que disociar santidad personal y acción apostólica: las dos son solidarias y se fortalecen mutuamente. El sacerdote sigue siendo el consagrado a Dios y el que, por esta consagración, se pone al servicio de la humanidad.

EL SEÑOR NOS ABRE EL CORAZÓN…

El Romano Pontífice, Benedicto XVI en la Carta Apostólica PORTA FIDEI, ‘La puerta de la fe’, cuando está esbozando los caminos para decidirnos y entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios nos ilustra con estas palabras: «El ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entres estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16,14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios». Y el Papa continúa diciéndonos: «Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este «estar con Él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree».

El joven rico del Evangelio había observado todos los mandamientos, pero se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. No se había planteado el decidirse «a estar con el Señor para vivir con Él». No tenía esa libertad madura y el don divino de la gracia. La misericordia en Dios ha de ser nuestro único apoyo. La misericordia divina es nuestra única seguridad, lo esperamos todo de Dios y no lo esperamos ni de los demás ni de ningún recurso personal. Esforzarse generosamente por hacer el bien ya que nuestra única motivación es hacer todo por amor a Dios; sólo vivir para Dios. Nuestro apoyo en Dios nos mantendrá protegidos y nos concederá una gran libertad interior para ponernos enteramente al servicio de Dios y de nuestros hermanos, con la alegría de corresponder con amor al amor.

LA TRISTEZA DEL JOVEN RICO…

El joven rico se fue triste porque tenía puesto su corazón en un lugar equivocado, en las riquezas. San Agustín explicaba que cuando se quiere llenar de miel un recipiente que contiene vinagre, hay que vaciarlo y limpiarlo bien, de lo contrario hasta la miel acaba sabiendo a vinagre. La tristeza del joven rico no procede de las palabras de Cristo, no es causada por la exigencia, sino por el recipiente donde la acoge: un corazón avinagrado. El Señor le estaba pidiendo algo y él no quería dárselo.

«Te doy gracias Dios mío por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación. Te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía inmaculada, san José, mi padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».

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