Jaime Nubiola
Profesor de Filosofía Universidad de Navarra
Fecha: 4 de junio de 2005
Publicado en: La Gaceta de los Negocios (Madrid)
Hace unas pocas semanas, en la misa previa al cónclave en el que había de ser elegido el nuevo papa, el entonces cardenal Ratzinger denunciaba con fuerza los vientos de relativismo que azotan nuestra sociedad occidental en las últimas décadas. El relativismo se ha convertido en una actitud de moda, mientras que "tener una fe clara según el credo de la Iglesia católica" es despachado a menudo como fundamentalismo. "Se va constituyendo -concluía- una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus apetencias". La expresión que acabo de subrayar, "dictadura del relativismo", llamó de inmediato la atención tanto de la audiencia como de la prensa, pues mostraba de manera bien gráfica la formidable capacidad poética del futuro papa que con sólo tres palabras diagnosticaba la enfermedad de la sociedad europea.
Algún periodista nacional consideró que esa expresión era un concepto absurdo, una contradicción in terminis, sin caer en la cuenta de que la combinación de esas dos palabras compone una figura literaria de enorme fuerza expresiva. Como es sabido, se trata de la figura denominada oxímoron, (del griego oxys, agudo, y moros, romo, estúpido), en la que mediante la yuxtaposición de dos palabras de significado opuesto se logra expresar un nuevo sentido, un contraste difícilmente alcanzable de otra manera: todos hemos empleado expresiones como "silencio atronador", "luminosa oscuridad", "graciosa torpeza" y tantas otras expresiones parecidas que llenan de sentido y viveza nuestra comunicación. Cuando el futuro Benedicto XVI hablaba de la dictadura del relativismo lo que estaba expresando con brillantez poética es que en nuestra avanzada cultura democrática se está imponiendo por vía de fuerza el principio de que todas las opiniones valen lo mismo, y por tanto, que nada valen en sí mismas, sino sólo en función de los votos que las respaldan.
Aquel mismo periodista argumentaba que "el relativismo es el alma viva del conocimiento científico". Y, exhibiendo un notable desconocimiento de la efectiva práctica científica, añadía: "Sólo quien duda de la exactitud de sus ideas puede sentirse impelido a ponerlas a prueba y, llegado el caso a descartarlas, o a restringir su campo de validez, abriendo paso a ideas nuevas, ellas mismas cuestionables". Nada más alejado de la realidad de la ciencia que esta caricatura. El científico no es nunca un relativista, no piensa que su opinión valga lo mismo que cualquier otra, y, si es un científico honrado, está deseoso de someter su parecer al escrutinio de sus iguales y de contrastarlo con los datos experimentales disponibles. El buen científico está persuadido de que su opinión es verdadera, que es la mejor verdad que ha logrado alcanzar, a veces con mucho esfuerzo. El científico sabe también que su opinión no agota la realidad, sino que casi siempre puede ser rectificada y mejorada con más trabajo suyo y con la ayuda de los demás.
En contraste con el periodista español, una conocida columnista del New York Times descalificaba al nuevo Papa como un absolutista, como "un archiconservador del Jurásico que desdeña la cultura del 'si te parece bien, hazlo' y las tendencias revolucionarias nacidas en los años 60 en favor de la diversidad y la apertura cultural". Maureen Dowd en su artículo aliaba al nuevo Benedicto XVI con el vicepresidente Dick Cheney en la batalla contra el progresismo liberal norteamericano, del que el New York Times es quizá su portaestandarte. Esta visión muestra bien el localismo miope de la prensa norteamericana, pero sugiere también que el relativismo que denunciaba el cardenal Ratzinger no ha afectado a los Estados Unidos tan profundamente como a Europa. Como reconocía la propia Dowd, citando al profesor de Utah, Bruce Landesman, "quienes sostienen posiciones progresistas no son relativistas. Simplemente están en desacuerdo con los conservadores acerca de qué es lo bueno y lo malo".
Efectivamente, en el corazón de la sociedad americana se encuentra la convicción de que la democracia es una concepción ética, presidida por un uso comunitario de la razón. En una democracia los asuntos se discuten hasta la saciedad y si no se llega a un acuerdo razonable son finalmente los jueces quienes deciden acerca de la moralidad de un determinado modo de proceder. En una organización democrática la noción de verdad ha de estar en el centro de la vida pública. Si no hay verdad, no es posible el debate porque la discusión deja de ser un proceso de búsqueda y se transforma meramente en una tramoya del poder. Si no hay verdad, si todas las opiniones valen lo mismo, pierde todo su sentido el pluralismo democrático.
No es verdad que todas las opiniones merezcan el mismo respeto. Quienes merecen todo el respeto del mundo son las personas, pero no sus opiniones. Al contrario, tenemos la obligación de ayudar a los demás a mejorar sus opiniones, a cambiar sus convicciones, exhibiendo las razones que asisten a nuestras posiciones morales y sociales para permitirles que se pasen, si lo desean, a nuestro lado. En este sentido, es importantísimo distinguir con claridad entre pluralismo y relativismo. Mientras que el relativista no tiene interés en escuchar las opiniones de los demás, quien ama el pluralismo no sólo afirma que caben diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino que sostiene además que entre ellas hay -en expresión de Stanley Cavell- maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo los seres humanos somos capaces casi siempre de reconocer la superioridad de una opinión sobre otra y de adherirnos a ella.
En última instancia, un relativismo como el que crece actualmente en Europa corroe la democracia, porque clausura el diálogo y acaba con el pluralismo. Precisamente un día antes del fallecimiento de Juan Pablo II, el entonces cardenal Ratzinger afirmaba en Subiaco que "Europa ha desarrollado una cultura que, de modo desconocido antes de ahora para la humanidad, excluye a Dios de la consciencia pública". Y añadía: "En Europa se ha desarrollado una cultura que constituye en absoluto la contradicción más radical no sólo del cristianismo, sino de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad". En sus palabras se advertía de manera luminosa que el relativismo de nuestro tiempo, hijo bastardo de la Ilustración, era el punto de partida de la cancelación de Dios en la vida pública.
El contraste -aquí meramente apuntado- entre el pluralismo norteamericano (In God we trust) y el relativismo europeo es sólo una caricatura, pero ayuda a entender bien aquel sugerente oxímoron de la "dictadura del relativismo" del que hablaba con preocupación el cardenal Ratzinger en la víspera del cónclave. El relativismo es probablemente la enfermedad más grave de la sociedad europea en el momento presente y considerar la enfermedad como algo saludable es en verdad la peor de las dictaduras.
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