sábado, 4 de enero de 2025

Homilía del Domingo II después de Navidad Jn 1, 1-18

 


Domingo II después de Navidad, Ciclo C

05.01.2025

Jn 1, 1-18

          Nos cuenta la Sagrada Escritura que Moisés deseaba ver el rostro de Dios y así se lo rogó a Dios, mas el Señor no se lo concedió porque nadie podía verlo y seguir con vida. No obstante Yahvé Dios le colocó en una hendidura de la roca y le tapó con su divina mano los ojos, y al retirar su mano del rostro de Moisés, Moisés únicamente pudiera ver la espalda de Dios, pero su rostro no lo vio (cfr. Ex 33, 18-23). Esta sed ardiente de ver el rostro de Dios lo escuchamos en las súplicas de los salmos que desean ver el rostro de Dios: «¡Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro!» (Sal 4, 7); «Una cosa pido a Yahvé, es lo que ando buscando: mirar en la Casa de Yahvé todos los días de mi vida, admirar la belleza de Yahvé contemplando su templo» (Sal 27, 4); «Digo para mis adentros: Busca su rostro. Sí, Yahvé, tu rostro busco: no me ocultes tu rostro» (Sal 27, 8-9); «Como anhela la cierva los arroyos, así te anhela mi ser; Dios mío. Mi ser tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42-43, 2-3). Pablo en la primera carta a Timoteo nos dice que Dios «habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni lo puede ver» (cfr. 1 Tm 6, 16).  En el prólogo del evangelio de san Juan nos trae un gran mensaje: En el hijo de María el mismo Dios ha venido a mostrarse. Aquel rostro que deseaba poder ver el mismo Moisés y con tantas ganas se lo rogaba al mismo Dios, ese rostro nosotros lo podemos contemplar sorprendentemente en Jesús de Nazaret. Ahora bien, es de un modo muy diferente de cómo ellos se habían imaginado. Y Jesús ha venido a mostrar el rostro de Dios y para involucrarnos en una relación de amor indisoluble e incondicional. Es indisoluble e incondicional porque, aunque nuestros pecados sean rojos como la grana (cfr. Is 1, 18) no podrán nunca con su amor.

         En el prólogo el evangelista anticipa todo su evangelio; lo cual posteriormente lo irá desarrollando.

         «En el principio existía el Verbo», el Verbo, la Palabra, la cual es creadora y que realiza el proyecto de Dios. «Y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios». El evangelista corrige lo que se dice en el libro del Génesis donde está escrito «en el principio creó Dios el cielo y la tierra», porque incluso antes de crear el cielo y la tierra ya tenía este proyecto para realizar. Primero estaba el proyecto de realizarlo y lo hizo junto al Verbo. Y todo lo hizo por medio de la Palabra, del Verbo: «Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz» (cfr. Gn 1, 3). El evangelista destaca el papel que desempeña Cristo en la creación. En un primer momento la tradición bíblica sostenía que el mundo había sido creado con vistas o respondiendo a las Diez Palabras, a los Diez Mandamientos, es decir el decálogo. Será una única Palabra la que se manifestará en este evangelio en un único Mandamiento Nuevo, el de Jesús: «que os améis los unos a los otros; que, como yo os he amado, así os améis así entre vosotros» (cfr. Jn 13, 34).

 

            «Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió».

         El evangelista llama a Jesús con el título ‘Verbo’. Nosotros estamos más acostumbrados a llamarle ‘Cristo’, ‘Señor’, ‘Mesías’, ‘hijo de Dios’, ‘Salvador’, etc.; lo llama ‘Verbo’ y sólo el evangelista Juan lo llama así. Lo emplea en su primera carta y también en el Apocalipsis. ¿Por qué el evangelista Juan lo llama así? ‘Verbo’ es una palabra que deriva del latino ‘verbum’ que significa ‘palabra’; la traducción del término griego ‘logos’ (λóγος). Jesús es llamado ‘Verbo’ o ‘Λóγος’ o Palabra porque es el modo de cómo nos comunicamos con las personas, con los demás. Cuando uno está con alguien que desea estar y está expectante se pregunta: ¿Qué cosa querrá decirme? Es el Eterno, el Inmortal el que tiene algo muy importante que comunicarnos.

         Dios siempre ha hablado a los hombres; primero con la Creación. Recordemos cómo empieza el Salmo 19: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos, el día al día comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia» (Sal 19, 2-3). Hay muchos que ven la Creación, pero no escucha lo que dice el Creador en su creación. El contemplativo capta este mensaje y escucha la Palabra del Creador. Dios nos envía su mensaje de amor a través de la Creación. El contemplativo contempla las estrellas, pero no las ve únicamente como cuerpos celestes regulados por una estupenda armonía, sino que los capta como el signo de un cuidado infinito de Dios hacia el hombre. Los campos repletos de grano para ser cosechados son entendidos como un especial mimo de Dios Padre hacia sus hijos que quiere que prosperen en todos los aspectos de la vida, y sobre todo en el amor.

         Dios ha hablado a los hombres a través de los profetas; esas personas sensibles capaces de entrar en sintonía y de conectar con los pensamientos de Dios y que luego se lo comunicaban a sus hermanos los hombres. Y ahora en el hijo de María esta revelación de Dios llega a su plenitud. Porque el hijo de María es el hijo de Dios que ha venido a hacerse uno de nosotros. Ese niño que ahora mismo sólo sabe reír y llorar, ahora en su fragilidad nos está hablando de Dios; en su rostro brilla la belleza de Dios. Es razonable pensar que existe un creador del universo porque el mundo no tiene en sí mismo la razón de su existencia. Parménides de Elea (Παρμενίδης), el filósofo griego presocrático nos decía con mucha sabiduría que del no ser no puede llegar o venir el ser. Que esta creación no tiene en sí misma la razón de su existencia. Tiene que haber un ser superior que le da el ser a todo lo creado.

         Creer que Dios se ha hecho uno de nosotros para encontrarse con nosotros, para mostrarnos su rostro y decirnos cuánto nos ama y para revelarnos nuestro destino; creer en este amor infinito es realmente difícil y sólo los cristianos creemos en un Dios que nos ha amado así.

        

         Ese niño, el hijo de María e hijo de Dios es el Verbo, porque toda su persona nos habla y nos muestra la belleza de Dios. Es toda nuestra persona la que habla, no sólo con los labios, sino con todo nuestro comportamiento, nuestra mirada, con nuestro modo de vestir. Incluso se habla con los tatuajes, con los piercings con los cuales queremos llamar la atención sobre nosotros. También nos comunicamos con el silencio. El niño Jesús comienza ya a hablar. Ese niño crecerá y se manifestará y hablará con toda su persona sobre quién es Dios. Ese Dios que él llamará padre, ‘abba’ (אבא ). 

 

         El evangelista sigue diciendo que «en él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió». Ese niño es la luz que ha venido a disolver la oscuridad de la humanidad. La tiniebla pretendió sofocar y apagar agresivamente la luz. Han intentado apagar esta luz sin éxito. Esa luz continúa encendida en la comunidad cristiana y los enemigos han intentado, por todos los medios, sofocarla; pero la luz que trae el hijo de María nadie jamás podrá apagarla.

 

         ¿Qué oscuridad ha concedido disolver esta luz del Señor? En primer lugar, toda la oscuridad que nublaba el verdadero rostro de Dios. Todas las religiones se imaginaban a un señor, un caballero, un maestro que daba órdenes y que exigía ser obedecido y servido; como contraprestación concedía favores y bendiciones a los que le ofrecían sacrificios, holocaustos, incienso…, y mandaba pestes y plagas a todos aquellos que no se sometían a su voluntad u osaban transgredir sus órdenes. Incluso los pueblos, que se sentían elegidos y protegidos por dios o los dioses hacían la guerra a otros pueblos. Todo esto era oscuridad sobre Dios. El Dios manifestado en Jesucristo es un Dios que no da miedo, sino que nos entrega amor.

         Luego hay otra oscuridad que disuelve esta luz: Es la oscuridad que nos impide percibir la dignidad del hombre. Cuando la oscuridad está en las mentes, cuando la oscuridad del egoísmo, de la codicia de dominar está hace confundir al hombre con las cosas: se instrumentaliza, se utiliza, se manipula al hombre y se trata a los hombres como bestias. Y la dignidad del hombre no se respeta. Tal y como dice el profeta Amós que «porque venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles» (Am 2, 6-7). Este es el niño que con su luz disuelve esta oscuridad y nos dice cuánto vale un hombre para Dios.

         A esta altura del prólogo el evangelista interrumpe e introduce un personaje, el Bautista.

            «Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz».

         Llegará un día en que Jesús dirá a sus discípulos «vosotros sois la luz del mundo» (cfr. Mt 5, 14-16); no quiere decir que estemos brillando con nuestra luz, sino que se volverán transparentes y así transparentarán la luz de Cristo. No tendrás que luchar contra la oscuridad; te bastará que estés envuelto en la luz del Señor como si se tratase de un extenso y magnífico manto. Y a través de uno -que deja transparentar la luz de Cristo- los demás podrán ver la luz del hijo de Dios. El Bautista ha encontrado esta luz y se ha dejado envolver por ese manto de luz. Y está iluminado hasta tal punto que su rostro se ha vuelto tan brillante que incluso alguno ha llegado a pensar que el Bautista fuera él mismo la propia Luz. Esa es la razón por la que el evangelista Juan se adelanta a precisa diciendo que Juan el Bautista no era él la luz, sino testigo de la luz. El propio Bautista lo ha dejado muy claro: «Yo no soy el Mesías» (cfr. Jn 1, 19-28); el Bautista siempre se ha presentado como el testigo de la luz. Juan el Bautista no sólo anunciaba a la Luz con sus palabras, sino que también daba testimonio con sus actuaciones; de este modo la luz de Cristo brilla en la propia persona. Juan el Bautista nos urge a todos a hacer apostolado, a llevar a Cristo allá en donde nos encontremos. De ese modo la luz de Dios podrá llegar a todos los rincones del mundo. Y los efectos directos de esa luz es que el amor empezará a reinar y nuestra relación tanto con Dios como con los hermanos será auténtica y edificante. Ya no cabrá la manipulación, ni el despotismo, ni el abuso de autoridad, ni el aprovecharse del cargo para el propio beneficio, ni el entender a Dios como aquel que tengo que actuar por miedo ni actuando con Dios como si estuviera haciendo trueques o chantajes para obtener lo que uno desea, etc.

 

         «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.

Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios».

         Las palabras de los hombres pueden ser luz y pueden ser tinieblas, verdaderas o falsas; pueden construir amor o generar odio; ser fuente de vida o causa de muerte. Cristo es una palabra que sólo dice la verdad; nos dice la verdad de Dios porque él mismo ha venido a manifestarse. Por lo tanto, todas las palabras sobre Dios que no estén en sintonía con lo que nos dice Jesús de Nazaret son mentiras. Si deseamos saber la verdad del hombre es preciso escuchar y atender la verdad que nos dice Jesús.

         El hombre descubre su auténtica verdad cuando escucha la verdad que Jesús nos regala. El hombre si apuesta por el odio, por construir bombas nucleares, en torturar o aprovecharse de los demás, de este modo no somos ni seriamos hombres verdaderos, sino bestias. Jesús de Nazaret nos dice toda la verdad sobre el hombre. El hombre auténtico, verdadero es aquel que ama, que llega a amar incluso a aquellos que nos quieren mal. Uno es verdadero en la medida en que se asimila o parece a Jesús.

         El mundo ha sido hecho con sabiduría, que el mundo está bien hecho. Todas las criaturas están hechas con un diseño de Dios; y este diseño o plan de Dios estamos urgidos a respetarlo y no a desfigurarlo: Las criaturas deben de ser empleadas según el diseño o plan del Creador para que las podemos entender y amar correctamente. Pero el mundo no ha aceptado este plan o proyecto de su Creador: No lo recibieron.

         El mundo no lo conoció. En el evangelista Juan la palabra ‘mundo’ tiene varios significados: Puede indicar el mundo como la creación como nosotros lo entendemos. También puede indicar toda la humanidad; el hijo de Dios ha venido a salvar el mundo, salvar a toda la humanidad. En el presente caso la palabra ‘mundo’ indica la parte de la humanidad que ha preferido la tiniebla a la luz, la mentira a la verdad. Este término ‘mundo’ no es una ofensiva o polémica contra los que han preferido las tinieblas a la luz, sino que es principalmente una clara advertencia para todos los cristianos que también deben de tener bastante cuidado para no dejarse seducir por las luces engañosas, ya que son únicamente destellos efímeros que engañan ya que no son estrellas. Son meramente simples espejismos. Y este peligro también se cierne/se filtra sobre los que son llamados cristianos.

 

         Y en el centro del prólogo de san Juan viene el versículo más importante: «Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios». Aceptar esta palabra no significa adherirse a una doctrina; lo que significa es aceptar su propuesta sobre Dios y sobre el hombre. Y quien acoge con agrado esta palabra recibe como regalo de Dios su propia vida. Esta vida que es dada por Dios no viene ni deriva de lo biológico ni de la tierra; no viene «de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón», proviene de Dios. En nuestro mundo ya tenemos el germen de la vida divina que se dona a cada hombre. Y gracias a este don los hombres no estamos destinados a la muerte como todas las criaturas animales. La suerte de los hombres no es la misma que la suerte de las bestias. El hijo de María nos dice que Dios nos dona de su propia vida, la cual no puede ser tocada por la muerte biológica.

 

 

            «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El Verbo se hizo carne. En la Biblia cuando se dice la palabra ‘carne’ no se refieren a los músculos, tendones y demás partes. Se refiere a todo el hombre. Cuando se dice que el hombre es carne es para resaltar que el hombre es una criatura frágil, débil y sobre todo mortal. El salmo 78 que nos cuenta la infidelidad del pueblo de Israel dice que Dios tiene compasión de este pueblo porque «se acordaba de que sólo eran carne» (Sal 78, 39), son frágiles y mortales. El Verbo asume nuestra condición humana de mortal, de frágil, se hizo carne. No es una apariencia de hombre como si fuera revestido de un hábito; sino que se hizo hombre en todo como nosotros menos en el pecado, pero incluido la mortalidad. Y no solo se hizo hombre, sino que asumió el último eslabón, se puso a servir como sirven los esclavos. La identidad del hijo de Dios es la del siervo que se abaja para lavar los pies al hombre.

  

            «Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer
». A Dios no lo podemos ver porque nuestros ojos materiales no pueden captar lo invisible. Sin embargo, aquellos que han tenido la fortuna y la gloria de encontrar a Jesús de Nazaret, de caminar con él por aquellos caminos de Palestina vieron en él el rostro de Dios. Juan, el hijo de Zebedeo, uno de los Doce que estuvieron tres años juntos con Jesús experimentó esta gloria. Y a finales del siglo primero en su primera carta recuerda con emoción la maravillosa experiencia que tuvo: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida, os lo anunciamos» (1 Jn 1, 1). Estas palabras las escribe san Juan a su comunidad que está atravesando un momento muy difícil, un momento de persecución: Son los cristianos de la tercera generación que no tuvieron la fortuna de encontrar, de ver y de tocar a Jesús de Nazaret. Esta experiencia de Juan no se la cuenta sólo a los cristianos de su comunidad, sino principalmente a los cristianos de hoy.

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