Domingo II después de Navidad, Ciclo C
05.01.2025
Jn
1, 1-18
En
el prólogo el evangelista anticipa todo su evangelio; lo cual posteriormente lo
irá desarrollando.
«En el principio existía el Verbo», el Verbo, la Palabra,
la cual es creadora y que realiza el proyecto de Dios. «Y el Verbo estaba junto a Dios,
y el Verbo era Dios».
El evangelista corrige lo que se dice en el libro del Génesis donde está
escrito «en el principio
creó Dios el cielo y la tierra»,
porque incluso antes de crear el cielo y la tierra ya tenía este proyecto para
realizar. Primero estaba el proyecto de realizarlo y lo hizo junto al Verbo. Y
todo lo hizo por medio de la Palabra, del Verbo: «Dijo
Dios: “Haya luz”, y hubo luz»
(cfr. Gn 1, 3). El evangelista destaca el papel que desempeña Cristo en la
creación. En un primer momento la tradición bíblica sostenía que el mundo había
sido creado con vistas o respondiendo a las Diez Palabras, a los Diez
Mandamientos, es decir el decálogo. Será una única Palabra la que se manifestará
en este evangelio en un único Mandamiento Nuevo, el de Jesús: «que os améis los unos a los otros; que,
como yo os he amado, así os améis así entre vosotros» (cfr. Jn 13, 34).
«Él
estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no
se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la
vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la
tiniebla no lo recibió».
El
evangelista llama a Jesús con el título ‘Verbo’. Nosotros estamos más
acostumbrados a llamarle ‘Cristo’, ‘Señor’, ‘Mesías’, ‘hijo de Dios’,
‘Salvador’, etc.; lo llama ‘Verbo’ y sólo el evangelista Juan lo llama así. Lo
emplea en su primera carta y también en el Apocalipsis. ¿Por qué el evangelista
Juan lo llama así? ‘Verbo’ es una palabra que deriva del latino ‘verbum’
que significa ‘palabra’; la traducción del término griego ‘logos’ (λóγος). Jesús es llamado ‘Verbo’ o ‘Λóγος’
o Palabra porque es el modo de cómo nos comunicamos con las personas, con los
demás. Cuando uno está con alguien que desea estar y está expectante se
pregunta: ¿Qué cosa querrá decirme? Es el Eterno, el Inmortal el que tiene algo
muy importante que comunicarnos.
Dios
siempre ha hablado a los hombres; primero con la Creación. Recordemos cómo
empieza el Salmo 19: «Los cielos cuentan
la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos, el día al día
comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia» (Sal 19, 2-3). Hay muchos que ven la Creación,
pero no escucha lo que dice el Creador en su creación. El contemplativo capta
este mensaje y escucha la Palabra del Creador. Dios nos envía su mensaje de
amor a través de la Creación. El contemplativo contempla las estrellas, pero no
las ve únicamente como cuerpos celestes regulados por una estupenda armonía,
sino que los capta como el signo de un cuidado infinito de Dios hacia el
hombre. Los campos repletos de grano para ser cosechados son entendidos como un
especial mimo de Dios Padre hacia sus hijos que quiere que prosperen en todos
los aspectos de la vida, y sobre todo en el amor.
Dios
ha hablado a los hombres a través de los profetas; esas personas sensibles
capaces de entrar en sintonía y de conectar con los pensamientos de Dios y que
luego se lo comunicaban a sus hermanos los hombres. Y ahora en el hijo de María
esta revelación de Dios llega a su plenitud. Porque el hijo de María es el hijo
de Dios que ha venido a hacerse uno de nosotros. Ese niño que ahora mismo sólo
sabe reír y llorar, ahora en su fragilidad nos está hablando de Dios; en su
rostro brilla la belleza de Dios. Es razonable pensar que existe un creador del
universo porque el mundo no tiene en sí mismo la razón de su existencia.
Parménides de Elea (Παρμενίδης), el filósofo griego presocrático nos decía con
mucha sabiduría que del no ser no puede llegar o venir el ser. Que esta
creación no tiene en sí misma la razón de su existencia. Tiene que haber un ser
superior que le da el ser a todo lo creado.
Creer
que Dios se ha hecho uno de nosotros para encontrarse con nosotros, para
mostrarnos su rostro y decirnos cuánto nos ama y para revelarnos nuestro
destino; creer en este amor infinito es realmente difícil y sólo los cristianos
creemos en un Dios que nos ha amado así.
Ese
niño, el hijo de María e hijo de Dios es el Verbo, porque toda su persona nos
habla y nos muestra la belleza de Dios. Es toda nuestra persona la que habla,
no sólo con los labios, sino con todo nuestro comportamiento, nuestra mirada,
con nuestro modo de vestir. Incluso se habla con los tatuajes, con los
piercings con los cuales queremos llamar la atención sobre nosotros. También
nos comunicamos con el silencio. El niño Jesús comienza ya a hablar. Ese niño
crecerá y se manifestará y hablará con toda su persona sobre quién es Dios. Ese
Dios que él llamará padre, ‘abba’ (אבא ).
El
evangelista sigue diciendo que «en él estaba la
vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la
tiniebla no lo recibió». Ese niño es la luz que ha venido a disolver la
oscuridad de la humanidad. La tiniebla pretendió sofocar y apagar agresivamente
la luz. Han intentado apagar esta luz sin éxito. Esa luz continúa encendida en
la comunidad cristiana y los enemigos han intentado, por todos los medios,
sofocarla; pero la luz que trae el hijo de María nadie jamás podrá apagarla.
¿Qué
oscuridad ha concedido disolver esta luz del Señor? En primer lugar, toda la
oscuridad que nublaba el verdadero rostro de Dios. Todas las religiones
se imaginaban a un señor, un caballero, un maestro que daba órdenes y que
exigía ser obedecido y servido; como contraprestación concedía favores y
bendiciones a los que le ofrecían sacrificios, holocaustos, incienso…, y
mandaba pestes y plagas a todos aquellos que no se sometían a su voluntad u
osaban transgredir sus órdenes. Incluso los pueblos, que se sentían elegidos y
protegidos por dios o los dioses hacían la guerra a otros pueblos. Todo esto
era oscuridad sobre Dios. El Dios manifestado en Jesucristo es un Dios que no
da miedo, sino que nos entrega amor.
Luego
hay otra oscuridad que disuelve esta luz: Es la oscuridad que nos impide
percibir la dignidad del hombre. Cuando la oscuridad está en las mentes,
cuando la oscuridad del egoísmo, de la codicia de dominar está hace confundir
al hombre con las cosas: se instrumentaliza, se utiliza, se manipula al hombre
y se trata a los hombres como bestias. Y la dignidad del hombre no se respeta.
Tal y como dice el profeta Amós que «porque venden al justo por dinero y al
pobre por un par de sandalias; pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de
los débiles» (Am 2, 6-7). Este
es el niño que con su luz disuelve esta oscuridad y nos dice cuánto vale un
hombre para Dios.
A
esta altura del prólogo el evangelista interrumpe e introduce un personaje, el
Bautista.
«Surgió
un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para
dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la
luz, sino el que daba testimonio de la luz».
Llegará
un día en que Jesús dirá a sus discípulos «vosotros
sois la luz del mundo» (cfr. Mt 5,
14-16); no quiere decir que estemos brillando con nuestra luz, sino que se
volverán transparentes y así transparentarán la luz de Cristo. No tendrás que
luchar contra la oscuridad; te bastará que estés envuelto en la luz del Señor
como si se tratase de un extenso y magnífico manto. Y a través de uno -que deja
transparentar la luz de Cristo- los demás podrán ver la luz del hijo de Dios. El
Bautista ha encontrado esta luz y se ha dejado envolver por ese manto de luz. Y
está iluminado hasta tal punto que su rostro se ha vuelto tan brillante que
incluso alguno ha llegado a pensar que el Bautista fuera él mismo la propia Luz.
Esa es la razón por la que el evangelista Juan se adelanta a precisa diciendo
que Juan el Bautista no era él la luz, sino testigo de la luz. El propio
Bautista lo ha dejado muy claro: «Yo
no soy el Mesías» (cfr. Jn 1,
19-28); el Bautista siempre se ha presentado como el testigo de la luz. Juan el
Bautista no sólo anunciaba a la Luz con sus palabras, sino que también daba
testimonio con sus actuaciones; de este modo la luz de Cristo brilla en la
propia persona. Juan el Bautista nos urge a todos a hacer apostolado, a llevar
a Cristo allá en donde nos encontremos. De ese modo la luz de Dios podrá llegar
a todos los rincones del mundo. Y los efectos directos de esa luz es que el
amor empezará a reinar y nuestra relación tanto con Dios como con los hermanos
será auténtica y edificante. Ya no cabrá la manipulación, ni el despotismo, ni
el abuso de autoridad, ni el aprovecharse del cargo para el propio beneficio,
ni el entender a Dios como aquel que tengo que actuar por miedo ni actuando con
Dios como si estuviera haciendo trueques o chantajes para obtener lo que uno
desea, etc.
«El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre,
viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el
mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos
de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de
sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios».
Las
palabras de los hombres pueden ser luz y pueden ser tinieblas, verdaderas o
falsas; pueden construir amor o generar odio; ser fuente de vida o causa de
muerte. Cristo es una palabra que sólo dice la verdad; nos dice la verdad de
Dios porque él mismo ha venido a manifestarse. Por lo tanto, todas las palabras
sobre Dios que no estén en sintonía con lo que nos dice Jesús de Nazaret son
mentiras. Si deseamos saber la verdad del hombre es preciso escuchar y atender
la verdad que nos dice Jesús.
El
hombre descubre su auténtica verdad cuando escucha la verdad que Jesús nos
regala. El hombre si apuesta por el odio, por construir bombas nucleares, en
torturar o aprovecharse de los demás, de este modo no somos ni seriamos hombres
verdaderos, sino bestias. Jesús de Nazaret nos dice toda la verdad sobre el
hombre. El hombre auténtico, verdadero es aquel que ama, que llega a amar
incluso a aquellos que nos quieren mal. Uno es verdadero en la medida en que se
asimila o parece a Jesús.
El
mundo ha sido hecho con sabiduría, que el mundo está bien hecho. Todas las
criaturas están hechas con un diseño de Dios; y este diseño o plan de Dios
estamos urgidos a respetarlo y no a desfigurarlo: Las criaturas deben de ser
empleadas según el diseño o plan del Creador para que las podemos entender y
amar correctamente. Pero el mundo no ha aceptado este plan o proyecto de su
Creador: No lo recibieron.
El
mundo no lo conoció. En el evangelista Juan la palabra ‘mundo’ tiene varios significados:
Puede indicar el mundo como la creación como nosotros lo entendemos. También
puede indicar toda la humanidad; el hijo de Dios ha venido a salvar el mundo,
salvar a toda la humanidad. En el presente caso la palabra ‘mundo’ indica la
parte de la humanidad que ha preferido la tiniebla a la luz, la mentira a la
verdad. Este término ‘mundo’ no es una ofensiva o polémica contra los que han
preferido las tinieblas a la luz, sino que es principalmente una clara
advertencia para todos los cristianos que también deben de tener bastante cuidado
para no dejarse seducir por las luces engañosas, ya que son únicamente
destellos efímeros que engañan ya que no son estrellas. Son meramente simples
espejismos. Y este peligro también se cierne/se filtra sobre los que son
llamados cristianos.
Y
en el centro del prólogo de san Juan viene el versículo más importante: «Pero a cuantos lo recibieron, les dio
poder de ser hijos de Dios». Aceptar esta
palabra no significa adherirse a una doctrina; lo que significa es aceptar su
propuesta sobre Dios y sobre el hombre. Y quien acoge con agrado esta palabra
recibe como regalo de Dios su propia vida. Esta vida que es dada por Dios no
viene ni deriva de lo biológico ni de la tierra; no viene «de sangre, ni de deseo de carne, ni de
deseo de varón», proviene de
Dios. En nuestro mundo ya tenemos el germen de la vida divina que se dona a
cada hombre. Y gracias a este don los hombres no estamos destinados a la muerte
como todas las criaturas animales. La suerte de los hombres no es la misma que
la suerte de las bestias. El hijo de María nos dice que Dios nos dona de su
propia vida, la cual no puede ser tocada por la muerte biológica.
«Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El Verbo se hizo carne. En la Biblia
cuando se dice la palabra ‘carne’ no se refieren a los músculos, tendones y
demás partes. Se refiere a todo el hombre. Cuando se dice que el hombre es
carne es para resaltar que el hombre es una criatura frágil, débil y sobre todo
mortal. El salmo 78 que nos cuenta la infidelidad del pueblo de Israel dice que
Dios tiene compasión de este pueblo porque «se
acordaba de que sólo eran carne»
(Sal 78, 39), son frágiles y mortales. El Verbo asume nuestra condición humana
de mortal, de frágil, se hizo carne. No es una apariencia de hombre como si
fuera revestido de un hábito; sino que se hizo hombre en todo como nosotros
menos en el pecado, pero incluido la mortalidad. Y no solo se hizo hombre, sino
que asumió el último eslabón, se puso a servir como sirven los esclavos. La
identidad del hijo de Dios es la del siervo que se abaja para lavar los pies al
hombre.
«Juan da
testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí,
porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia
tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad
nos ha llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios
Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». A Dios no lo podemos ver porque nuestros
ojos materiales no pueden captar lo invisible. Sin embargo, aquellos que han
tenido la fortuna y la gloria de encontrar a Jesús de Nazaret, de caminar con
él por aquellos caminos de Palestina vieron en él el rostro de Dios. Juan, el
hijo de Zebedeo, uno de los Doce que estuvieron tres años juntos con Jesús experimentó
esta gloria. Y a finales del siglo primero en su primera carta recuerda con
emoción la maravillosa experiencia que tuvo: «Lo
que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la
Palabra de vida, os lo anunciamos»
(1 Jn 1, 1). Estas palabras las escribe san Juan a su comunidad que está
atravesando un momento muy difícil, un momento de persecución: Son los
cristianos de la tercera generación que no tuvieron la fortuna de encontrar, de
ver y de tocar a Jesús de Nazaret. Esta experiencia de Juan no se la cuenta
sólo a los cristianos de su comunidad, sino principalmente a los cristianos de
hoy.
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