viernes, 24 de enero de 2025

Homilía del Domingo III del Tiempo Ordinario, Ciclo C Lc 1,1-4; 4, 14-21

 

Domingo III del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 1, 1-4; 4, 14-21

 

         Hoy en el evangelio que se ha proclamado en toda la Iglesia consta de dos partes: el prólogo del evangelista Lucas; posteriormente nos encontramos con el discurso de programático de Jesús en la sinagoga de Nazaret.

 

         Lucas vivió en la segunda mitad del siglo I, y compuso su obra entre los años 80 y 90 d.C. Se dirige a una comunidad perteneciente a la segunda generación cristiana, la cual vive inmersa en un contexto cultural y político del imperio romano. Esta comunidad mira a la cultura helenista y al imperio romano con ojos nuevos, porque vive en medio de ellos y en diálogo con ellos. Esta comunidad ya no gozaba de esos ímpetus o celo pastoral, sino que corre el serio peligro de acomodarse a este mundo y aparece en escena la rutina, el aferrarse a los bienes de este mundo y de olvidarse de las exigencias radicales del seguimiento. Muchos de los hermanos que formaban parte de estas comunidades cristianas retornaban a avivar los malos hábitos y costumbres, avivar amores del pasado…, olvidándose de las exigencias radicales del seguimiento de Cristo. La comunidad a la que escribe Lucas necesita ser invitada a la conversión y por ello nada mejor que recordar -hacer pasar de nuevo por el corazón- las palabras y la vida de Jesús. Y lo hace porque quiere ayudar a su comunidad a ir alejando los espejismos de todas aquellas cosas mundanas que son presentadas como apetitosas y dignas de ser deseadas por los corazones desbocados pero que pasados los primeros momentos dulces tornan en ser un foco de infecciones para el alma y de sufrimiento para las personas. Nos recuerda que Cristo es amor misericordioso que nunca defrauda.

 

         Han pasado ya unos 65 años de la muerte del Maestro y todos los testigos que se habían encontrado con Jesús van desapareciendo. En las comunidades empezaron a sentir la necesidad de conocer más de cerca a esta figura del Maestro y su mensaje ponerlo por escrito en algunos libros. Cuando estaban vivos algunos de los que habían conocido a Jesús acudían a las comunidades para repetir sus palabras y para hablar del Maestro, pero ahora estos testigos oculares han ido falleciendo. Urge poner por escrito todas aquellas cosas acerca de Jesús. El primero que escribió el evangelio fue Marcos en Roma en torno a los años 60 d.C. y 70 d.C. La comunidad cristiana reconoce en este libro la figura del Maestro y su mensaje. El evangelio de Marcos fue usado durante unos quince años en muchas de las comunidades cristianas. Diversas comunidades cristianas empezaron a recoger testimonios de Jesús desde unas perspectivas diversas.

         El evangelista Mateo compuso su obra en Antioquia de Siria en torno al año 70 y el 110 d.C. y escribirá a una comunidad compuesta por judíos y se empeña en demostrar como en Jesús se cumplen todas las promesas realizadas en el Antiguo Testamento.

         El evangelista Lucas escribe para una comunidad de hermanos que proceden del paganismo, para los gentiles. De tal modo que muchos rasgos que no tienen en cuenta los otros evangelistas sí que lo tiene Lucas.

 

         Lucas era originario de Antioquía de Siria, pero vivió en Filipos. En la ciudad de Filipos tenían una magnífica biblioteca en el tiempo de Lucas. Lucas era un devorador de libros clásicos; su forma de escribir se asemeja a la literatura de los clásicos de su tiempo. Era una persona muy culta; era un médico de profesión. San Pablo en la Carta a los Colosenses definiéndolo como «Lucas, el médico tan querido» (Cfr. Col 4, 14). Y la comunidad cristiana le pidió a él que compusiera su obra, tanto su Evangelio como el libro de los Hechos de los Apóstoles. Esta comunidad precisaba una presentación de la figura del Maestro que respondiera a las necesidades de su comunidad de hermanos que procedían del paganismo.

         Lucas se adaptar a un procedimiento literario que era muy usado entre los autores clásicos de su tiempo como es el proceder en su obra empezando con un prólogo. Es una introducción en la que no cita su propio nombre, pero se presenta y declara el propósito que se ha propuesto; del mismo modo expone los criterios que seguirá en la composición de su obra.

 

         Lucas en su prólogo nos expone «la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido/verificado/sucedido entre nosotros». En griego es usa el término πρᾶγμα (pragma), que significa ‘lo que ha sido hecho’, ‘hechos reales y concretos’. En tiempo de Lucas había muchos mitos y cuentos que podían haber creado confusión con la historia que Lucas nos quería contar. Por eso Lucas empieza poniendo todas las cartas sobre la mesa: ‘yo hablo de hechos, de eventos que han sucedido entre nosotros’. Lucas ha contactado con personas que fueron testigos presenciales, los cuales fueron ministros, servidores de la Palabra. Lucas no cuenta con los charlatanes que abundaban en el imperio romano ávidos de dinero. Lucas se lo pregunta a personas que se han consagrado al anuncio de la Palabra y que han sido fieles a lo que ellos han visto y oído. De tal modo que estos servidores de la Palabra preferían morir antes que traicionar el mensaje recibido del Maestro.

         Lucas ha prestado gran cuidado a la hora de exponer los hechos sobre Jesús empezando por el inicio, presentando con un orden, todos los hechos que realmente han acontecido.

 

         Lucas dedica el libro a un tal Teófilo, «ilustre Teófilo» o como dice en griego «κρατιστε θεοφιλε», «excelentísimo Teófilo». Excelentísimo es un término que llega a lo más alto rango de la sociedad.

         El nombre "θεόφιλος" ("Teófilo"), significa amigo de Dios en griego o, según otros, (ser) amado por Dios. No se conoce la identidad histórica de Teófilo, por lo cual existen diferentes conjeturas al respecto. Una de esas conjeturas es que Teófilo era el tercero de los cinco hijos de Anás, el sumo sacerdote, y por tanto cuñado de Caifás, y estuvo en el cargo entre el año 37 y 41. Entonces Teófilo es un sumo sacerdote que conoce o tiene conocimiento del mensaje de Jesús.

         Otra de esas conjeturas era que probablemente se trate de un cristiano rico de la rica comunidad cristiana de Filipos que se ofreció a la hora de ayudar económicamente a Lucas. Recordemos que en este tiempo no había derechos de autor. Este cristiano se comprometió en dar todo lo que fuera necesario para que Lucas pudiera completar su trabajo. Hay que reconocer que Teófilo fue muy hábil porque de este modo se hizo conocido y tuvo mucha publicidad. Recordemos que Lucas lo cita tanto al inicio del evangelio como al inicio de los Hechos de los Apóstoles.

        

         Lucas nos revela un claro objetivo: «para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido». Lucas quiere dar bases sólidas a la fe de los hermanos de su comunidad cristiana. Lucas no está escribiendo para los no creyentes, sino para los creyentes. Les proporciona referencias claras y seguras para que estos creyentes puedan profundizar en los cimientos de su propia fe. Las verdades de la fe no pueden ser demostradas tan científicamente como alguno puede pretender; pero la adhesión a Cristo no tiene nada que ver con la credulidad ni la ingenuidad. La adhesión a Cristo no es una elección ingenua hecha por una persona ignorante y dispuesta a aceptar todos los cuentos de hadas que acríticamente le digan; esta no es la fe de los cristianos. La fe cristiana es la adhesión a una persona y a su propuesta de vida, pero hecha con razones, con discernimiento. Es la adhesión auténtica a una persona: Jesucristo. Lucas ofrece excelentes razones que te llevan a creer en Cristo y él lo que hace -durante toda su obra- es irlas exponiéndoselas a su comunidad y, por ende, a ti.

         Lucas va trazando el camino para alcanzar una fe auténtica, madura.

 

         Concluido el prólogo (cfr. Lc 1, 1-4) se continúa -en el texto que abordamos en esta liturgia dominical- en el capítulo cuarto donde se nos presenta el programa de vida que Cristo nos oferta de la vida pública de Jesús.

         Nazaret es conocida como "la flor de Galilea", como decía san Jerónimo. Situada sobre una colina a 350 metros sobre el nivel del mar, la ciudad está rodeada por otras colinas más altas haciendo la imagen de pétalos de una flor que rodean a esa Nazaret que sería como pistilo ubicado en todo el centro. Los pétalos en torno a Nazaret. Algo aparentemente insignificante a los ojos humanos, pero no para los de Dios ya que Jesús empezó allí a ‘polinizar’ con su palabra los corazones.

         Lucas coloca la visita de Jesús a Nazaret al inicio de la vida pública por razones teológicas y pastorales. Mientras que los otros evangelistas colocan esta visita a Nazaret en mitad de la vida pública de Jesús; Lucas lo coloca al inicio: En Nazaret Jesús ya define la propia misión mesiánica y lo enmarca dentro de una profecía que anunciaba un año jubilar. Esto significa que todo el ministerio de Jesús va orientado en esta perspectiva jubilar.

 

         «Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor».

         Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

         En aquel tiempo se parece un poco a nuestra liturgia. Era una lectura trienal. La liturgia se iniciaba con un salmo, el salmo 92, y se procedía a proclamar el libro de la Ley, el libro del Deuteronomio y se concluía con la lectura de un profeta.

 

Pero sorprendentemente Jesús no lee, no proclama el texto que correspondía a ese día. El evangelista nos dice que Jesús abrió, desenrolló el rollo y halló, buscó (ευρεν), en griego se usa el verbo ευρισκω (eurisko), que significa ‘encontrar’, ‘hallar’; Jesús encontró ese texto porque lo buscó. Jesús desea buscar un texto en particular.

         Los detalles son muy significativos. Jesús abre el Antiguo Testamento. Si Jesús no lo hubiera abierto permanece cerrado. Lucas nos dice que es Cristo el que nos da la clave de interpretación de todo el Antiguo Testamento, que sin él todo el Antiguo Testamento sería totalmente incomprensible. Jesús hizo la proclamación de la lectura y luego lo enrolla. Lo entrega al encargado y se sienta teniendo todos los ojos fijos en Jesús.

 

         Sin embargo, Jesús hizo algo inaudito. Jesús parte el versículo 2 del capítulo 61 de Isaías y omite lo siguiente: «y un día de venganza de nuestro Dios; para consolar a todos los que lloran». Era inadmisible e intolerable que se partiera un versículo por la mitad porque formaba todo un uno inseparable. Sobre todo porque esta segunda parte se estaba anhelando de una manera especial para dar batalla y derrotar a los paganos que tenían sometido al pueblo de Israel; ya que sus enemigos debían de ser sometidos y convertirse en esclavos de Israel. Jesús esta segunda parte no lo dice, lo calla. Este modo de proceder Jesús genera una gran tensión dentro de la sinagoga.

«Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». La tensión creada en la sinagoga era máxima ya que Jesús no dice lo que todos esperaban que hiciera el Mesías, que era aniquilar, oprimir y esclavizar a los enemigos de Israel y Jesús no les leyó esa parte tan deseada por ellos. Todos en la sinagoga estaban escandalizados y finalmente intentarán lincharlo. Jesús habla del amor universal, incluso a los enemigos. Porque la acción de Dios se mueve, no por los méritos que uno realice, sino por la necesidad que uno tenga. Y esto hace que se desate el furor contra Jesús, porque también los enemigos podrían ser ayudados por Dios si estuviesen necesitados.

 

         El profeta Isaías (cfr. Is 61, 1-2a) se estaba refiriendo a los israelitas que estaban regresando de Babilonia y se encontraban en una situación muy complicada. El persa Ciro aparece en escena y todos los pueblos avasallados por Babilonia, entre ellos los judíos deportados, se verán favorecidos por Ciro, quien mediante un decreto de liberación permite retornar a Palestina a los judíos que lo deseen (cfr. Esd 1, 2-5). Los repatriados no han encontrado precisamente un paraíso, sino una tierra empobrecida y en ruinas. Los trabajos de reconstrucción del Templo se detienen apenas concluidos los cimientos y los repatriados se tienen que contentar con tener únicamente restablecido un altar para reanudar un culto elemental. Por otra parte, las expectativas de liberación se han visto defraudadas en buena medida, porque la liberación anunciada sólo ha afectado al ámbito religioso, mientras se mantiene la dominación política y económica. Una situación bastante complicada. Los grandes propietarios terratenientes que estaba explotando a los judíos recién llegados; estamos en torno al año 400 a.C. En este contexto aparece un profeta que anuncia este oráculo de esperanza para todos los prisioneros oprimidos que precisan ser liberados y necesitados de un año de gracia del Señor. Se les anuncia un año jubilar donde estos judíos puedan recuperar sus propiedades, porque la tierra en Israel es de Dios y no puede ser vendida ni comprada.

          

         Jesús enrolla el rollo y luego no comienza a explicar la profecía, sino que dice «hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús está diciendo que esta transformación del mundo acontece en el hoy. Nos está diciendo con ese «hoy» que se ha comenzado con esa transformación del mundo. Ahora bien, los que ahora está contentos porque disponen de dinero, de bienes, todos aquellos que se encuentran satisfechos no esperan nada, no desean ninguna transformación y ellos mismos hacen la opción de cerrarse ‘a cal y canto’ a su propuesta de vida. «Los pobres» desean y anhelan esta nueva propuesta de vida porque descubren en Cristo su gran tesoro, su heredad, su riqueza.

         El profeta Isaías también tiene presente y en cuenta a «los cautivos» a los cuales se les anuncia la liberación. El término hebreo que se utiliza en la profecía de Isaías para indicar esta liberación de los prisioneros es ‘derór’ דְּרוֹר (libertad, mirra, espontaneidad de salida, claro); este término se utiliza para expresar la acción de liberar a alguien de algo que lo estaba restringiendo, ya sea física o emocionalmente y a la libertad de moverse sin restricciones. Jesús comienza a lograr esta liberación. Jesús ha venido a liberarnos de todos los bloqueos psicológicos, morales, de aquellas heridas del corazón que tienden a abrirse con frecuencia cuando nos encontramos más vulnerables; nos viene a liberar de todo aquello que nos entristecen y que nos impiden avanzar y crecer haciendo que nuestra vida de amor se marchite. Pensemos en todas aquellas pasiones descontroladas que nos hacen retroceder, la sed del poseer, el frenesí del poder, el buscar el éxito a cualquier precio, ese amor que aun sabiendo no me conviene lo hago propio, etc. Todo esto son cadenas, son ataduras, son cepos que nos inmovilizan y de los que precisamos ser liberados para poder vivir según el proyecto de Dios. Y Jesús nos dice que «hoy» que se ha empezado a proceder a la liberación y a ser destrozados esos cepos, ataduras y cadenas. Otro tipo de lazos que nos impiden ser felices son los rencores de aquellos que nos han hecho daño, ya vivan o hayan fallecido; la Palabra del Maestro nos libera para que podamos estar en paz y armonía con los hermanos. Otros lazos pueden ser los errores del pasado que nos genera dolor y resentimiento doloroso en el interior de la persona; la Palabra de Jesús tiene el poder de deshacer ese enorme nudo para que uno mismo se pueda perdonar y reconocer cómo la potencia de Dios le ha devuelto a uno la alegría. Jesús ha venido a liberar a todos los prisioneros; y todos somos prisioneros.

 

         El profeta Isaías nos sigue diciendo que «a los ciegos, la vista». Viene a liberar a los ciegos de la ceguera. Se refiere a todos aquellos que únicamente ven su propio interés, su propia persona. Cuando se dice que ha llegado esta luz que es Cristo quiere decirnos que nuestra vida, en el mismo momento en que Cristo ha entrado, se nos ha vuelto luminosa, con una clara orientación. Ya no soy una persona que va dando tumbos de un lado hacia otro, ni como una mariposa que va de flor en flor; ni alguien que siga apegado a los malos hábitos/afectos/amores o al hecho de aprovecharme de las personas o circunstancias. Cristo disuelve todas esas oscuridades con su luz. Con la luz de Cristo empezamos a saber quienes somos y también a dónde vamos y conoceremos el sentido de nuestra propia existencia.

         Jesucristo ha venido a abrirnos los ojos para ver claramente para sabernos orientar en la vida, para entender en qué dirección nos tememos que mover, para tener el discernimiento adecuado. Cuando la luz de Cristo no se da, cuando nuestros ojos están ciegos no sabemos lo que es bueno o malo, ni distinguimos lo falso de lo auténtico y nos movemos como personas embriagadas por la tortuosa senda del relativismo. Y claro está, por esa senda tortuosa y ciega nos hacen tomar decisiones equivocadas y nos accidentamos generándonos heridas de compleja cicatrización. Cuando no se tiene esta luz, cuando uno es ciego todo es confuso y todo es igual moviéndonos por los caprichos, por las pasiones, impulsos del momento, por todo aquello que nos apetece, pero que no nos conviene. Jesús ha curado a ciegos devolviéndoles la vista, pero esto es una invitación a los que vemos con los ojos, pero nuestro corazón está aún ciego. Cuando uno ve una tumba uno percibe el fin de la vida, que se ha acabado todo lo que se daba. Pero con la luz de Cristo podemos ver más allá de la muerte y ver la entrada o el ingreso de la segunda parte de la vida. Al abrirnos los ojos descubrimos que somos hombres únicamente cuando amamos, cuando reflejamos nuestro ADN divino.

 

         El profeta nos sigue hablando de «libertad a los oprimidos». Esto nos remite al famoso capítulo 58 de Isaías donde se habla del auténtico ayuno que agrada al Señor; un ayuno que no consiste en observar ritos, ni inclinarse la cabeza como un junco ni tumbarse en un saco entre ceniza (cfr. Is 58, 3-4). Todo esto no puede ser llamado ayuno. Y el profeta Isaías presenta el auténtico ayuno que Dios quiere: «Éste es el ayuno que yo deseo: romper las cadenas injustas, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los maltratados, y arrancar todo yugo; compartir tu pan con el hambriento, acoger en tu hogar a los sin techo; vestir a los que veas desnudos y no abandonar a tus semejantes» (cfr. Is 58, 6-7). La Palabra de Jesús ha venido para romper todos estos yugos y cadenas; ha venido a dar la liberación. La Palabra nos libera cuando nos ponemos al servicio del hermano y dejamos de pretender dominarlos o controlarlos. Cuando el otro es un enemigo en potencia que te puede dañar o perjudicar en tus pretensiones; cuando el otro es percibido como una persona que se aprovechará de tus debilidades para derrocarte y pisotearte, todos estamos privados de libertad y el ambiente de trabajo es tóxico y malsano. De todo esto ha venido a liberarnos el Señor.

          

           El profeta Isaías nos dice también que ha venido «a proclamar el año de gracia del Señor». Ha venido a anunciar un año jubilar. El año jubilar significaba la remisión gratuita de todas las deudas y la libertad de los esclavos. Significaba que cada cual podía recuperar la posesión de la propia tierra y todo esto de un modo gratuito. Esta es la síntesis del programa de vida que Jesús nos plantea a cada uno en personal y a las comunidades cristianas en particular.


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